De un manuscrito copto de la Biblioteca Nacional de Nápoles, Lantschoot publicó una alocución dirigida a los monjes que vinieron a ver y a presentar sus respetos a Atanasio. No hay fundamento para poner en duda su autenticidad. Trata de la vocación a la vida monástica. Otros tres sermones, también atribuidos a Atanasio, parece que son de un tal Timoteo de Jerusalén, difícil de identificar. Debió de vivir entre los siglos VI y VIII. El primero de los tres (PG 28,905–914) trata del anuncio de los nacimientos de Juan Bautista y de Cristo: el segundo (PG 28,943–958), del viaje de María y José a Belén y del nacimiento del Señor; el tercero (PC 28,1001–1024), de la curación del ciego de nacimiento (Io 9,1 s). Jugie ha probado que la Homilía sobre la Anunciación (PG 28,917–943) no es obra de Atanasio, sino de un autor de fines del siglo VII o principios del VIII. L. Th. Lefort, recientemente, ha llamado nuestra atención sobre los fragmentos coptos de un manuscrito del año 600, poco más o menos, que se halla en el Museo Egipcio de Turín y contiene «Discursos pronunciados por el santo apa Atanasio, arzobispo de Alejandría, cuando volvió de su segundo destierro: Sobre la Virgen y Theotokos María que dio a luz a Dios, Sobre Isabel, la madre de Juan, donde refuta a Arrio, y Sobre el nacimiento de nuestro Señor Jesucristo.» 6. Cartas. De la extensa correspondencia de Atanasio solamente ha sobrevivido una pequeña porción. La mayor parte de sus cartas no son personales y privadas, sino que constituyen decretos oficiales y, a veces, tratados enteros. Por esta razón son extremadamente importantes para la historia de la controversia arriana y para la evolución de la doctrina cristiana en el siglo IV. 1. Cartas festales (πιστολαι ορταστικα) Durante el siglo III, los obispos de Alejandría adoptaron la costumbre de anunciar todos los años a las sedes sufragáneas el comienzo de la cuaresma y la fecha exacta de Pascua mediante una carta, que normalmente se despachaba poco después de Epifanía. Esta pastoral abordaba, además, la discusión de asuntos eclesiásticos de actualidad o problemas de vida cristiana y contenía exhortaciones a observar el ayuno, a practicar la limosna y recibir los sacramentos. El primero de quien se sabe que envió esta clase de cartas pascuales es Dionisio de Alejandría (cf. vol.1 p.404s). Atanasio se mantuvo fiel a esta tradición aun en el tiempo que pasó en el exilio. Poco después de su muerte, uno de sus amigos reunió estas cartas, y la colección alcanzó una gran difusión. Del texto original griego sólo quedan unos fragmentos; en cambio, en siríaco se han salvado íntegramente trece, que fueron escritas entre los años 329 y 348. Recientemente, Lefort ha publicado el texto copto de 17 cartas, de las cuales hasta ahora sólo teníamos breves citas griegas. Este nuevo descubrimiento demuestra que no cabe aceptar la cronología de Schwartz.

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Estas particularidades tienen su peso en la cuestión hasta ahora tan debatida sobre el origen del Te Deum. Descartados definitivamente los nombres legendarios de San Ambrosio y San Agustín y la hipótesis de una tradición del griego, algunos de los críticos modernos (Cagin, Agaesse, Blume, Cabrol y Wagner) lo hacen remontar hasta más allá del 250 y encuentran trazos del mismo en San Cipriano y en la Passio S. Perpetuae; otros, sin embargo, con Morin (Burn, Zahn, Kattenbusch, Kirsch y Batiffol), lo sitúan en una época bien posterior, identificando su autor con Nicetas, obispo de Remesiana o Romatiana, en la Dacia (fe.414). La cuestión puede difícilmente aclararse con la traducción manuscrita, porque los códices más antiguos (26 en total), como el Psalterium vaticano (Regin. XI, siglos VII-VIII) y el Antifonario de Bangor (siglo VII), lo traen bajo títulos anónimos; por ejemplo: Hymnus ad matutina dicendus die dominico; los demás, de fecha posterior, lo atribuyen diversamente o a San Hilario (dos cód.), o a San Ambrosio y San Agustín (48 cód.), o a un Nicetas o Nicencio, obispo (12 cód.), y también a un Sisebuto, monje (siete cód.). En favor de Nicetas de Remesiana está el testimonio de una familia importante de códices, los Carmina, de San Paulino de Nola, que elogia el talento del obispo amigo, y finalmente diversos trozos interesantes, si no propiamente decisivos, que se encuentran en sus obras con la fraseología del Te Deum. No puede negarse, sin embargo, que la escasa homogeneidad lógica del texto, la marcada diferencia de pensamientos, de ritmo, de melodía, entre las diversas partes, hacen dudar que el Te Deum sea, más bien que una composición original, una reunión de trozos que pertenecen a diversas edades del siglo III al V. Cagin se inclina a ver en él restos de una antiquísima anáfora latina. El Te Deum en el siglo VI se usaba, junto con el Gloria in excelsis, como un canto del oficio matutino de cada domingo del año. San Cesáreo (+ 527), San Aureliano de Arles (+ 545) y San Benito (526) lo prescriben en este sentido en sus Reglas monásticas. No es fácil conocer, a este respecto, la antigua práctica de la iglesia romana. Amalario, en el siglo VIII, atestiguaba que en Roma, en San Pedro, el Te Deum en el oficio no se decía más que en unas pocas fiestas aniversario de los papas mientras, como norma, después de la nona lección de maitines, se añadía un conocido responsorio. En San Juan de Letrán, sin embargo, era de regla cantarlo siempre.

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Así como para sorber el vino consagrado se servían con frecuencia los sacerdotes y los fieles de una cánula de oro, así también, aunque menos frecuentemente, hallamos que el celebrante, para tomar de la patena la partícula u hostia consagrada y darla a los fieles, usaba una pinza de oro. Los Relicarios Nos referimos aquí a los vasos o receptáculos de diversos tipos en los que la Iglesia a través de los siglos ha guardado determinados objetos de culto. Entre éstos figuran, en primer lugar, las reliquias de los mártires y de los santos. La memoria de éstos no se limitaba únicamente a la lectura de sus gestas, ni sólo a la inscripción de sus nombres en los dípticos, sino que principalmente iba unida a la veneración de sus reliquias, ya estuviesen éstas encerradas dentro de una capsa, si se trataba del cuerpo entero, o en una capsella o cofrecito, si era solamente una parte de los huesos o cenizas, ya fuesen, en fin, reliquias de mero contacto (brandea, palliola). A partir del siglo IV son frecuentes las alusiones a cajas de metal, madera y marfil que conteniendo reliquias se colocan en los altares en el acto de su dedicación o se entierran junto a las sepulturas de los difuntos para su sufragio, o bien se llevan al cuello (encolpia) o se tienen en casa como objeto de devoción. El ejemplar más antiguo y precioso que ha llegado hasta nosotros es la Lipsanoteca, de Brescia (primera mitad del s.IV), el más bello de los marfiles cristianos; En un principio tenía la forma de cofrecito; más tarde fue descompuesta, y cada una de las tapas puestas en comisa en forma de cruz su primitiva forma de cofrecito, no ha mucho que fue transformado en cuadro. Algo posterior en el tiempo es la capsella argéntea de la basílica de San Nazario, en Milán, donde en 382 San Ambrosio depuso algunas reliquias que consiguió en Roma. Otras vetustas arquillas con representaciones o emblemas cristianos son la de Brivio, en Brianza (s.V); la de Rímini (s.V), la de Grado (s.V), que lleva grabados los nombres de los santos cuyas son las reliquias; la de Monza (s. VIII), de factura tosca, pero toda ella incrustada de piedras preciosas. Son además interesantes, aunque de distinto carácter, las numerosas ampollas de plata (s.V-VI) que se conservan también en Monza; fueron llevadas de Roma para la reina Teodolinda con aceite de los santos mártires; provenían del Oriente y reproducen escenas de la pasión según el tipo de las medallas allí usadas. 8. Las Vestiduras Litúrgicas

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Con todo esto, los fieles lo usaban, pero en casa y en las reuniones festivas, para aromatizar el ambiente. Para este fin se sirvió a veces de él la Iglesia, como sabemos por el Liber pontificalis, el cual refiere de gruesos y preciosos incensarios donados por Constantino a la basílica lateranense y por otros en época muy posterior, no con fin litúrgico propiamente dicho, sino para llenar con su perfume las naves de la basílica. En Roma, el incensario hace su primera aparición durante los siglos VII-VIII, como gesto de honor tributado al papa y al libro de los Evangelios. El primer Ordo romano refiere que cuando el papa se dirige del secretarium al altar para la misa, un subdiácono cum thymiamaterio áureo praecedit ante ipsum, mittens incensum (n.46). Que el incensario humeante tuviese el significado preciso de honrar al pontífice, resulta de cuanto el mismo Ordo nos dice en relación con la salida del clero de la iglesia estacional para ir al encuentro del papa, aue llegaba para la celebración de la misa:... similiter et presbyter tituli vel ecclesiae ubi statio iuerit (va al encuentro) cum subdito sibi presbítero et mansionario thymiamaterium de· ferentibus in obsequium illius (n.26). Lo mismo sucede en el regreso a la sacristía al final de la misa: Tune sefotem céreostata praecedunt Pontificem, et subdiaconus regionarius cum thuribulo ad secretarium (n.125). Un rito semejante se desarrolla para el canto del evangelio: el diácono va al ambón precedido por des ceroferarios y por dos subdiáconos, de los cuales uno lleva el incensario y el otro le pone el incienso (n.II). La rúbrica del gelasiano en la ceremonia del Aperitio aurium describe el corteio de los cuatro diáconos que llevan los cuatro Evangelios, praecedentibus duobus candelabris cum thuribulis. Fue en el siglo IX, bajo la influencia de la liturgia galicana, dependiente a su vez de las liturgias orientales, cuando la iglesia romana introdujo en la misa la incensación: en primer lugar, la del altar; después, la del clero y la de las oblatas; hasta que en la primera mitad del 300 (Ordo XIV) el ritual, por lo que respecta al incienso en la misa, se encuentra ya substancialmente conforme con lo prescrito por las rúbricas en vigor. Se nota sobre el particular cómo en un principio la incensación de las personas sagradas y de los fieles se cumplía arrimando a ellos el incensario de manera que pudiesen aspirar el perfume como un sacramental, Thuribula per altaría portantur – dice el V Ordo – et postea ad nares homínum feruntur et per manum fumus ad os trahitur.

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El género comenzó a ser utilizado por los judíos un par de siglos antes de Cristo y de ellos pasó a los cristianos. Como sucedería con otros aspectos espirituales, la utilización feliz de este género por los cristianos motivó su abandono por parte de los judíos. Los vv. 249–251 del libro II de los Oráculos sibilinos, que ha sido fechado en el s. II (E. Suárez de la Torre) y III (A. Diez-Macho), han sido considerados por algunos autores como interpolación cristiana y, a la vez, como el primer texto donde se hace referencia a la intercesión de la virgen María (Kurfess, E. Suárez de la Torre). El pasaje en cuestión tiene dudoso apoyo textual – como señaló el franciscano B. Bagatti – pero, con todo, como ha señalado C. Vidal Manzanares, la iconografía del texto parece más apuntar a que el mismo va referido a la nación de Israel, como intercesora – ¡que además fracasa! – en favor de los gentiles, y sería por lo tanto totalmente judío. El pasaje que se halla en VIII, 456–472 sí que parece ser una interpolación cristiana con influencias considerables, sobre todo del Evangelio de Lucas. Ver Interpolaciones en los Apócrifos. Orencio Vida: Hoy se suele identificar a Orencio con el obispo de Auch, en Gascuña, que en el 439 intervino como mediador entre los visigodos, por un lado, y Aecio y Lictorio, por otro. Obras: Fue autor de un Commonitorio, sermón en verso, en el que se recoge una breve confesión de fe trinitaria seguida por una exposición de la moral. Oriencio Ver Orencio. Orígenes Vida: Nacido hacia el 185 en una familia cristiana de Alejandría, su padre murió mártir durante la persecución de Severo (202). Al haber confiscado su patrimonio la administración imperial, tuvo que dedicarse a la enseñanza para subsistir y sostener a su familia. Se le confió la escuela de catecúmenos de Alejandría, que dirigió llevando una vida ejemplar. Durante este período de tiempo es cuando se sitúa su famosa auto-castración. Durante el período que va del 203 al 231, en que dirigió la escuela de Alejandría, viajó a Roma, Arabia y Palestina con ocasión del saqueo de Alejandría por Caracalla.

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En un ángulo de la sacristía, hoy se suele colocar el sacrario, formado por una pequeña cisterna subterránea que se abre al exterior mediante una ventanita excavada en el muro o una boca abierta sobre el pavimento, provista de cobertura de piedra. El sacrario, que no debe confundirse con el armario en el muro, que guardaba en el pasado el Santísimo Sacramento, sirve para recibir el agua de las abluciones litúrgicas, como también los desperfectos y las cenizas de objetos sagrados que se hacen inservibles, como el algodón usado para las unciones de los santos óleos y parecidos. En las iglesias medievales, el sacrario, destinado a recoger el agua de la ablución de las manos del sacerdote en la misa y después de ésta, era generalmente construido a un lado del altar. Prope altare – escribía Durando – collocatur piscina, seu lavacrum. Tenía, además, la forma de ventanita, abierta en el espesor del muro, y que tenía en la base un recipiente redondo o poligonal, provisto de orificio para el libre paso del agua. Una toalla se colgaba a los lados para secarse las manos. Campanas y Campanario El arte de construir instrumentos de metal (hierro, bronce) para obtener un sonido mediante un golpe es antiquísimo. Los chinos lo conocían muchos siglos antes de Cristo; y los romanos, bajo el Imperio, se servían de campanillas (fintinnabula) para dar las señales, como la apertura de los mercados y de las termas, el levantarse de los esclavos, el pasaje de un cortejo sagrado... También, los cristianos las debieron usar en las catacumbas, porque se han encontrado en gran número. No hay que maravillarse, por tanto, si en seguida se ha pensado en tales instrumentos para dar, más eficazmente que otros 163 , las señales en relación con las exigencias de la vida religiosa en común. Esto se encuentra, en primer lugar, en los monasterios de la Campania, donde, a juzgar por una carta del diácono Ferrando de Cartago al abad Eugipio, los monjes al final del siglo V eran convocados ad consortium boni operis mediante una campana sonora. Es cierto que, desde el siglo VI en adelante, el uso de la campana, bajo nombres varios de signum, nola, clocca, campana, se encuentra difundido un poco por todas partes: en Irlanda, en España, en Alemania, en Italia. San Gregorio de Tours (+ 394), no sólo hace expresa mención del signum, que en los monasterios llamaba a los ejercicios en común, y de la cuerda de quo signum commovetur, sino que añade que también las iglesias parroquiales las tenían para convocar a los fieles. Las campanas en Roma fueron introducidas, a mitad del siglo VIII, bajo los papas Zacarías (+ 742) y Esteban II (+ 557), el cual regaló tres a la basílica vaticana.

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He aquí por qué la oración nocturna, a pesar de su gravedad sobre los sentidos, embriagó siempre de su mística poesía las almas más generosas; y todavía hoy, en las órdenes monásticas, que la mantienen en su tradicional esplendor, como en las acensiones solitarias de las almas contemplativas, nutre y exalta el espíritu hacia Dios y lo templa con eficacia insuperable para las luchas espirituales de la vida. La liturgia encomia justamente el tiempo dedicado a la oración nocturna como el más sagrado : Ut quique sacratissimo Huius diei tempore; Horis quietis psallimus, Donis beatis muneret. La primitiva oración nocturna (vigiliae), traducida a su tiempo, como narrábamos, en los varios cursus de las iglesias monásticas y seculares, tomó en la alta Edad Media el nombre de Officium nocturnale o Nocturnorum. En Roma, en Milán y en Jerusalén comenzaba a una hora indicada generalmente con el término ad galli cantum, ad gallicinium (pero que no hay que tomarlo al pie de la letra), y terminaba hacia el alba; a primo gallo usque mane, decía la nota que en el siglo VII firmaban los obispos suburbicarios romanos. San Benito prescribe para el tiempo de invierno (del 1 de noviembre a Pascua) la hora octava de la noche, es decir, alrededor de las dos; para el período estival, la anticipa proporcionalmente. Parece que después, en ciertas grandes ocasiones, se volvió a la disciplina antigua más severa de la pannuchia, porque los Ordines romani de los siglos VIII y IX prescriben para el oficio nocturno del triduo sacro: Media nocte surgendum est. Después, para los monjes, la práctica de la pannuchia entre el sábado y el domingo era también muy frecuente en Occidente. La práctica de anticipar los maitines a la tarde del día precedente, que prevaleció después del abandono por parte de los clérigos del oficio en común, era va conocida en el siglo XII y largamente difundida. El XIV OR de este tiempo fija los maitines en relación con las tinieblas a la tarde, de sero (n.82). Desde entonces la anticipación de maitines ascendió poco a poco hasta casi el mediodía, a pesar de una justa repugnancia de la Iglesia, la cual recientemente ha terminado por sancionarla.

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Las luces, aparte del fin primitivo de alumbrar las tinieblas, llevan consigo un significado de gozo y un sentido de fiesta. En Tróade, con ocasión de la sinaxis nocturna presidida por San Pablo, erant lampadae copiosae in coenaculo. Después de la victoria de la Iglesia sobre el paganismo, cuando ésta pudo desplegar en paz la pompa de sus ritos, la liturgia no encontró cuadro más augusto que la multiforme y deslumbrante iluminación de las basílicas. Es verosímil suponer, por tanto, que si las luces fueron asociadas en particular a cosas y a personas, se tuvo con esto la idea de rodearlas de honor y de tributarles homenaje. En efecto, en la antiquísima costumbre romana se honraban así las estatuas de los dioses y de los emperadores, delante de los cuales los cirios encendidos significaban el obsequio de los devotos y de los subditos. Así también se distinguían ciertos altos funcionarios del Estado, los cuales tenían el privilegio de hacerse preceder por portadores de antorchas o cirios, llevando también un pequeño brasero para encender las luces si se apagaban. Si en un primer tiempo estas costumbres de la vida pagana podían hacer a la Iglesia más bien retraída para imitarlas – y tenemos prueba en el lenguaje de ciertos padres –, posteriormente, con la progresiva cristianización de la sociedad civil, éstas no corrían ya el peligro de provocar malentendidos. Vemos así que en el siglo V, en Oriente, el canto del evangelio tiene lugar entre luces, y poco más tarde, en Occidente, las luces entran a formar parte del cuadro litúrgico de la misa. La primera mención está contenida en el I Ordo, de los siglos VII-VIII, pero rico de elementos mucho más antiguos. En el cortejo con el cual se abre el solemne pontifical de las estaciones, el pontífice está precedido por un incensario humeante y por septem acolythi illius regionis cuius Jies fuerit, portantes sepiem cereostata accensa (n.8). Estos siete cirios, representantes de las siete regiones eclesiásticas de la Urbe, forman parte de su cortejo de honor; dos de ellos, poco después, serán llevados en homenaje al libro de los Evangelios, cuando vaya a ser leído por el diácono. Las luces del cortejo papal, reducidas más tarde a dos, están todavía en uso en la liturgia de la misa y de las vísperas, llevadas por los acólitos como escolta de honor del celebrante, figura de Cristo; en las procesiones están a los lados de la cruz con el mismo significado.

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La celebración de las fiestas de los mártires, de otros santos y de la Virgen María, Madre de Dios, ponía menos énfasis en sus vidas como modelos de espiritualidad que en su relación con el misterio pascual, su entrada (natale) en la otra vida, su tumba como el escenario del culto local, así como su intercesión y presencia eficaz en la Iglesia. Un buen ejemplo de este último punto es el prefacio a la oración eucarística para la fiesta de los santos Pedro y Pablo, que así implora al Señor: : «Pastor eterno, no abandones tu rebaño, sino guárdalo bajo la protección continua de los santos Pedro y Pablo de tal modo que puedan ser dirigidos por estas mismas cabezas a quienes has encargado como sus pastores y vicarios de tu acción» (Sacramentaría gregoriano n. 591). Desde el siglo VII en adelante, en Roma, Constantinopla y en otros lugares a los que la liturgia romana se difundió más tarde, el culto de los santos perdió su estricto carácter local y se desarrolló en el culto de las reliquias. No fue hasta el final de la Edad Media, sin embargo, cuando surgió una especie de competencia entre las fiestas de los santos y las estaciones del año litúrgico . Existían en la alta Edad Media en Roma y en otras partes ciertas fiestas mayores incluyendo las de santos (Pedro y Pablo, por ejemplo), que ayudaban a dar un marco al año litúrgico. Las variaciones entre estas fiestas son muy importantes en una consideración de la historia de la espiritualidad. Tal es el caso respecto de la importancia atribuida a la Navidad en relación con la pascua o, por ejemplo, la acentuación de la fiesta de la asunción (15 de agosto), que comenzó en el siglo XII. La liturgia romana precarolingia contenía varias características distintivas que fueron únicamente propias o más pronunciadas que en otras tradiciones. Entre ellas están el predominio de elementos bíblicos, los aspectos sacrificial y escatológico de la eucaristía, y las oraciones cristológicas en los días de fiesta. La preocupación bíblica es atestiguada en los cantos de la misa y del oficio , donde el uso de los Salmos es casi exclusivo , aparte de la posición dada a los himnos en el oficio monástico y de varias respuestas o antífonas introducidas en el oficio en Roma por los monjes griegos de los siglos VII y VIII.

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Los apóstoles, cuenta Rufino, antes de separarse para ir a predicar el Evangelio por el mundo, hicieron de común acuerdo un resumen de su futura predicación, que llamaron símbolo, y establecieron la regla de verdad que debía enseñarse a los nuevos creyentes. Dónde a punto fijo tomó Rufino esta afirmación y estos detalles particulares, lo ignoramos. El dice solamente que los tomó de los mayores (fradunt maiores nostri), y Zahn, en efecto, cree encontrar sus orígenes en un escrito del siglo III, la Didascalia apostolorum. De todos modos, la relación de Rufino tuvo fortuna. En Occidente, durante la Edad Media, se extendió por todas partes; mas así como también los artículos del Credo son doce, así en muchos escritos del siglo VIII y de tiempos posteriores se asigna cada artículo a un apóstol. Es inútil insistir sobre el carácter legendario de la tradición de Rufino. Lo demuestra el silencio de los Padres y escritores más antiguos, y también, en siglos posteriores, de toda la iglesia oriental; el término símbolo, atribuido a los apóstoles, es completamente desconocido antes del siglo III; la falta entre los libros canónicos de un escrito de esa clase y, sobre todo, el hecho de haber sido retocado varias veces en las iglesias de Occidente, abonan esa misma hipótesis. El símbolo apostólico vigente en la iglesia de Roma en la mitad del siglo IV nos es conocido por la Expositio symboli, de Rufino, en el texto latino, y por la carta de Marcelo de Ancira al papa Julio (año 337), en el texto griego. Pongamos el texto de Rufino, comparándolo con el textual (fextus receptus) o, según los críticos, formula recentior: rufino (Lietzmann, p. 10). 1. – Credo in Deum r Patrem omnipotentem; 2. – Et in Christum lesum, Filium eius unicum, dominum nostrum; 3. – Qui natus est de Spiritu sancto et María virgine; 4. – Qui sub Pontio Pilato, crucifixus est et sepultus; 5. – Tertia die resurrexit a mortuis; 6. – Ascendit in cáelos, sed ad dexteram Patris; 7. – Unde venturus est indicare vivos et mortuos; 8.

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