Hablan de ello. Pomenio de Arles (c. 500) en su De vita contemplativa y San Gregorio Magno, el cual lamenta que muchos sacerdotes se muestren reacios a cumplir el opus onerosum et laboriosum de recibir a los pecadores, cisque compati culpam suam fatentibus. El Advenimiento de la Penitencia Privada Los siglos VII-VIII señalan un desenvolvimiento de capital importancia en la historia de la penitencia. Ya en el siglo anterior, y aun antes, la institución de la penitencia pública, la única con que la Iglesia garantizaba el perdón de los pecados graves, se presenta en decadencia. Contribuyeron a ello muchos factores: 1)Las invasiones de los bárbaros, paganos o semi-paganos, incapaces de sufrir cualquier regla y demoledores de toda tradición, que convirtieron en un caos indescriptible la mayor parte de las provincias cristianas ¿Cómo era posible a tal raza de gente, para la cual los homicidios y las rapiñas estaban a la orden del día, imponer, no obstante el bautismo, las reglas de la penitencia canónica? 2) La profunda corrupción de las costumbres en todo el Imperio, que habia penetrado ampliamente en todos los estratos de la sociedad cristiana. 3) La unicidad y las excesivas durezas del régimen penitencial, que alejaban radicalmente a los pecadores. Razón por la cual eran ya muy pocos los que osaban abrazarlo en vida, y reducido solamente al breve período de la observación litúrgica cuaresmal. Los más, como decíamos, la habían substituido por una simple ceremonia simbólica, recibida poco antes de morir, cuya eficacia ponían en duda los mismos Padres. Estas consideraciones parecen suficientes no digo a explicar, pero sí a aclarar un poco aquel obscuro cambio de disciplina en la administración de la penitencia, de la cual se advierten claros síntomas ya en el siglo VI. El famoso concilio III de Toledo (589), que aprobó el retorno del rey Recaredo I y de los visigodos arríanos a la fe católica, da testimonio, aun condenándola, de la costumbre introducida per quasdam Hispaniarum ecclesias de recibir más de una vez la absolución de los pecados, sin que el sacerdote atendiese a hacer cumplir previamente la penitencia a los pecadores. Los Padres del concilio la califican de execrabilis praesumptio, contraria a las reglas canónicas, non secundum canonem. En el continente, ésta era la primera afirmación de la penitencia privada normal, que más tarde debía imponerse en todas partes.

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La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos. La plegaria en direccióa al oriente y con los ojos hacia el cielo . El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domiíne lesu! oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, «y nosotros – escribe San Basilio –, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pqcos sabemos que buscamos la antigua patria.» Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens «pax vobis» et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicen «pax vobis» et regirans se ad orientem, dicit oremus.» Et sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un sacramentarlo gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem. Después, la práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

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La Iglesia antigua y medieval, como ya observaba San Hipólito, no consideraba como sacramento el subdiaconado; excluía, por tanto, a los subdiáconos de la imposición de las manos y los ponía, aunque en primer puesto, entre las órdenes menores. Urbano II en el concilio de Benevento, en el 1091, declaraba: Sacros ordines dicimus diaconatum et presbyteratum; hos siquidem solos primitiva legitur ecclesia habuisse. El primero en considerarlo orden mayor ha sido Durando. Con todo, los subdiáconos, por sus estrechas relaciones en el altar, fueron en seguida equiparados a las órdenes mayores en la obligación del celibato. Encontramos una primera obscura alusión en el canon 33 del concilio de Elvira (303). El Ritual de las Órdenes Menores La historia del ritual romano de las ordenaciones abraza dos grandes períodos: a) el antiguo, que llega hasta el siglo X; b) el moderno, que llega hasta nosotros. En este apartado, naturalmente, nos limitamos a las órdenes menores. El ritual romano antiguo. Nada sabemos de cómo se realizaba la investidura de los ostiarios y de los exorcistas. En cuanto a los lectores, San Cipriano, como hemos visto, alude a un rito de ordenación, sin precisar las formas. La Traditio, en cambio, prescribe que «el lector queda constituido como tal por el solo hecho de entregarle el obispo el libro de las Sagradas Escrituras »; pero añade: «No se le deben imponer las manos. «Un Ordo quomodo in Sancta Romana Ecclesia lector ordinatur, editado por Andrieu, cuya redacción se puede fijar en los siglos VII-VIII, dispone que el joven suficientemente instruido, atque clericus iam legitima aetate adultus, sea presentado al papa, pidiendo que in sánela ecclesia ex permissu vestro efficiatur lector. El pontífice lo invita a una próxima vigilia nocturna para que delante de él y del pueblo dé señales de su idoneidad. Si la prueba resulta favorable, terminada la lección, el candidato va delante del papa y, prostratus omni corpore in térra, osculans pedes illius, recibe de él la investidura de lector con la fórmula Intercedente B.

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La Iglesia griega ha mantenido la práctica de que también el simple sacerdote sea ministro ordinario de la confirmación. El Ambrosiáster observaba ya en el 395 que en Alejandría el uso litúrgico era diverso del romano: Apud Aegyptum, presbyteri consignant, si praesens non sit episcopus; Renaudot hace notar que esto es ciertamente anterior a la herejía de Nestorio, porque todavía se halla en vigor en las iglesias cismáticas. Entre los griegos, la primitiva imposición de las manos cayó en desuso, y prevaleció únicamente como materia de sacramento la unción con el crisma, con el cual tocan la frente, los ojos, los oídos, las narices y el pecho; estas unciones las recuerda ya San Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis. De la fórmula sacramental Signaculum doni Spiritus sancti, que repiten en cada unción, hay testimonies desde el 381 en el II concilio ecuménico de Constantinopla; pero en un principio no debía ser exclusiva. Sujeto de la Confirmación. Los Padrinos La disciplina antigua, como decíamos, obligaba a administrar la confirmación, si estaba el obispo, inmediatamente después del bautismo, sin ninguna distinción de edad; y. si estaba ausente, en cuanto fuese posible tenerlo presente. San Jerónimo da testimonio de la costumbre de los obispos de dirigirse a las pequeñas y remotas comunidades de sus diócesis para confirmar a los que solamente habían sido bautizados por sacerdotes o por diáconos. De esta norma no estaban, por tanto, exentos los infantes. San Agustín y el papa Inocencio I lo declaran expresamente: De consignandis infantibus manifestum est, non ab alio, quam ab episcopo fieri licere, y la práctica estampada en las normas de los Ordines romani refleja exactamente tal disciplina. Con la separación de la confirmación y el bautismo, se hizo necesario, o al menos conveniente, dar al confirmando un padrino que asumiese espiritualmente sus cuidados en defecto de sus legítimos parientes. Las primeras noticias sobre el particular las encontramos en algunos sínodos franceses de los siglos VIII-IX, como Compiégne (757), Chalons (813), París (829), que excluyen de tal oficio a los padres y a los penitentes públicos, y en varias decretales apócrifas atribuidas al papa Higinio y a San León Magno, admitidas por Graciano en su Decretum y trasladadas después al Corpus luris. El abuso frecuente de suplir con un único padrino a varios confirmandos fue siempre desaprobado por la Santa Sede y sólo tolerado en caso de necesidad. Cada candidato, según la prescripción del Código Canónico, debe tener un padrino o madrina propio, según su sexo, los cuales son distintos de los del bautismo y contraen con sus ahijados una cognatio spiritualis, que los obliga a preocuparse de su formación religiosa.

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La noticia la confirma el autor romano de las Quaestionum Veteris et Novi Testamenti (c.370), el cual, no sin algo de ironía, escribe: Hodie diaconi dalmaticis induuntur sicut episcopi (n.46). Esto prueba que la Iglesia romana consideraba el uso de la dalmática como un privilegio exclusivo suyo y que solamente el papa podía conferirlo. En efecto, el papa Símaco (498–514) la concede a los diáconos de Arles, y San Gregorio Magno al obispo y al archidiácono de Gap; Esteban II en el 757 otorga a Fulrado, abad de San Dionisio, la facultad de ser asistido durante la misa por seis diáconos vestidos con dalmática. En tiempo de los carolingios, empero, al imponerse en las Galias la liturgia romana, la dalmática pasa a ser de uso bastante común, por más que los papas continuaran concediéndola como privilegio. Afirma Wilfrido Estrabón (+ 849) que en su tiempo la llevaban no sólo los obispos y diáconos debajo de la casulla, sino también los simples sacerdotes. La tunicela (subtile, stricta), actualmente vestido litúrgico del subdiácono y uno de los indumentos pontificales del obispo, es una imitación de la dalmática. Como vestidura pontifical es mencionada ya en los siglos VII-VIII, ya que la dalmática maior que, según el I Ordo, se ponía el papa antes de la misa, no puede ser más que la tunicela. En tiempo de San Gregorio, los subdiáconos vestían ya este ornamento. El desaprueba la decisión de aquel antecesor suyo que, al conceder la dalmática a los subdiáconos, los equiparó a los diáconos, y por su parte dice que había derogado tal concesión. Subdiaconus autem ut spoliatos procederé facerent, antiqua consuetudo ecclesiae fuit; sed placuit cuidam nostri pontifici, nescio cui, qui eos vestitos procederé praecepit... Unde habent ergo ut subdiaconi Uñéis in tunicis procedant. Resulta, en cambio, difícil precisar la época en que los subdiáconos empezaron a llevar la tunicela. La miniatura del subdiácono Juveniano, existente en un códice de siglo IX en la biblioteca Vallicelliana, de Roma, lo representa ya con una vestidura de mangas estrechas, sin clavi y distinta evidentemente del alba por estar sin ceñir.

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La vida de la comunidad cristiana se ha enriquecido en gran manera mediante el movimiento monástico. Ayudó a acentuar los dones carismáticos del Espíritu Santo – la profecía, la curación, el conocimiento del estado interno del ser humano – que la Iglesia ofrece a sus miembros, pero que son a menudo inexplorados por los cristianos. Los ascetas y los místicos penetraron profundamente en el misterio de la comunión entre Dios y el ser humano y han facilitado a otros el camino de su ulterior descubrimiento. También enriquecieron el culto en gran manera, y la liturgia de la Iglesia ortodoxa recibió su forma definitiva en las comunidades monásticas. Pero el movimiento monástico tuvo facetas negativas y facetas positivas, y su principal defecto fue el deseo de acelerar el advenimiento del Reino de Dios parando en seco el proceso de transformación gradual de la sociedad humana. La determinación de someter la carne a los dictados del espíritu adquirió una desproporcionada importancia. La lucha contra las tentaciones sexuales y el temor de las desviaciones heréticas dominaban la mente de muchos ascetas, y esto creó un espíritu de intolerancia que convirtió a los monjes en amenaza para la Iglesia en los atribulados años de las disputas cristológicas. Sus bandas de fanáticos estaban dispuestas a asaltar sus oponentes doctrinales, y los que afirmaban ser los promotores de un orden cristiano integral introdujeron el odio y la enemistad en las filas de los creyentes. Los monjes no se daban cuenta de que el uso de la fuerza podía ser desastroso; ese celo por la doctrina correcta no justificaba la violencia; y ese ascetismo no les eximía de la caridad hacia sus oponentes doctrinales. Los monjes orientales fueron en gran manera los responsables de la ruptura de la unidad eclesiástica; su intransigente posición contribuyó a la apasionada atmósfera que rodeaba los debates teológicos. Eran heroicos seguidores de su Señor, pero deficientes en el dominio de sí mismos. En realidad, la idea religiosa de muchos monjes orientales se desequilibró tanto, que facilitó la victoria del Islam. Los ascetas fueron pioneros audaces, creando una nueva sociedad que tenía por base la fe en la Encarnación. Intentaron tomar por asalto a la celestial Jerusalén; pero, al hacerlo, fueron víctimas de su propia impaciencia y, pese a sus intenciones originales, se convirtieron en abanderados de un nacionalismo agresivo. Capítulo III. El Islam y las Cruzadas. Siglos VIII-XIII

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Ligada estrechamente con esto estaba la proliferación de la himnografía en el mundo bizantino, himnografía que era totalmente disímil a los pocos himnos cristianos primitivos sobrevivientes. Los kontakia de Romanos el Melódico, y luego los de muchos imitadores, eran de hecho homilías poéticas, que pasaron a ser parte del oficio. Los monjes, siempre una presencia en el cristianismo bizantino, se opusieron al comienzo a tal poesía como no bíblica y rechazaron la música a la que estaba unida como demasiado secular, pero más tarde desarrollaron su propia himnografía. Esta himnografía monástica, compuesta mayormente durante los grandes debates teológicos de los siglos VI al VIII es un compendio de la teología patrística oriental . Estos himnos encontraron su lugar principalmente en el oficio monástico, que gradualmente desplazaría el oficio de la catedral, y en forma total después del siglo XI. Esta himnografía sigue siendo una fuente primaria para el estudio de la piedad, el ascetismo y la teología orientales, aunque resulta difícil de usar a causa de su gran volumen y diversidad. La liturgia era expresada en el contexto del año eclesial, un calendario litúrgico compuesto de períodos de fiesta y ayunos preparatorios. El año era visto como una reactuación de los actos salvíficos de Dios, así como de los acontecimiento principales de la vida de Cristo: al participar en éstos, el cristiano oriental se asimilaba a sí mismo en la historia de salvación , en la vida de Cristo . La eucaristía era la culminación de cada día o período de celebración: era suprimida durante los períodos de ayuno, particularmente durante la «gran» cuaresma, que perdió su significado primitivo como tiempo de preparación para el bautismo y llegó a ser un período de preparación para la pascua , el misterio central de la salvación; un período durante el cual cada cristiano era llamado a redescubrir su naturaleza pecaminosa y así también su alienación de Dios. Si alguna conclusión puede sacarse de todo este desarrollo es que, junto con la Escritura y la tradición, la liturgia es un ingrediente esencial de la espiritualidad oriental .

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Los dos principales maestros cristianos del siglo III, Hipólito en Roma y Orígenes en Oriente, eran los oponentes contemporáneos de los rabinos que proporcionaron la oración judía con su estructura plenamente desarrollada. En la espiritualidad cristiana, el bautismo era el sacramento más importante, porque a pesar de las persecuciones – o más probablemente a causa de ellas – el cristianismo se difundió rápidamente. Según Tertuliano, «la sangre de los cristianos es una semilla,» esto es, aumenta su número (Apología 50:13). La mayoría de los bautizados eran adultos, aunque los hijos de padres cristianos eran bautizados en una edad temprana, a pesar del requerimiento en contra de Tertuliano, resumido en la fórmula «los cristianos se hacen, no nacen» (Apología 18:4). El caso de los hijos de familias cristianas bautizados sólo al llegar a ser adultos, como está atestiguado en el siglo IV, parece debido más a un temor a las exigencias de penitencia que a la perpetuación de una praxis cristiana temprana. Ya los mismos ritos bautismales tenían una estructura comunitaria, con un tiempo de preparación por la conversión personal, las instrucciones y los exorcismos del demonio. El tiempo de preparación, que en el siglo IV evolucionó al tiempo litúrgico de la cuaresma, llevó a que la celebración bautismal tuviera lugar en la vigilia pascual. Para ser admitido en el catecumenado era necesario renunciar a todo estilo de vida incompatible con el Evangelio. Los ritos del bautismo constituían un conjunto: el bautismo mismo consistía en una triple interrogación sobre la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, acompañada de una triple inmersión. Ninguna otra fórmula bautismal fue conocida en Occidente hasta los siglos VII y VIII, época en que la interrogación de la fe fue combinada con la fórmula «y yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,» que preservaba un carácter distintivamente epiclético con su invocación a la Trinidad. El bautismo era seguido de una doble unción con aceite (por el sacerdote y por el obispo) , una imposición de manos y finalmente por la comunión .

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Los más insignes himnógrafos ortodoxos fueron San Efraín el Sirio (muerto en 378) y su discípulo, Romanos el Méloda, que llegó de Siria a Constantinopla. Romanos popularizó el arte de la poesía religiosa en la capital, y fue seguido de un número de poetas bizantinos, Anatolio (muerto en 458), Sergio (muerto en 638) (ambos patriarcas de Constantinopla) y Jorge el Diácono (siglo VII). Los himnógrafos posteriores incluyen a Andrés de Creta (muerto en 720), autor de un magnífico poema penitencial recitado todos los años en Cuaresma. En el siglo VIII, Cosme, obispo de Maium (muerto en 743), y San Juan de Damasco (muerto en 749), enriquecieron el culto de la Iglesia oriental. En los siguientes siglos, se hicieron también valiosas adiciones por José el Himnógrafo (muerto en 983), el emperador León el Filósofo (886–912) y San Teodoro de Studion (muerto en 826), ardiente defensor de los iconos. También contribuyeron varias mujeres a esta poesía religiosa. La más célebre fue una monja llamada Cassia (siglo IX), autora de uno de los más conmovedores himnos de la Iglesia ortodoxa, que describe el lavatorio de los pies de Cristo por una prostituta. Este himno se canta el martes y el miércoles en Semana Santa. Sin embargo, la mayor parte de esta elaborada poesía fue legada a la Iglesia ortodoxa por escritores anónimos. Sólo una proporción de esta rica himnografía se halla incorporada en los libros de servicios impresos y se utiliza regularmente. El resto existe en manuscritos y es únicamente accesible a los expertos. El lenguaje de la poesía oriental es muy barroco y contiene una profusión de epítetos, en los que se desborda la imaginación oriental. Tiene muchos puntos en común con los brillantes colores de los mosaicos, pues exhibe la misma combinación de ricos detalles artísticos con sujeción al estricto código de la convención característica del arte bizantino. Los servicios corrientes de la Iglesia ortodoxa concuerdan con un complejo sistema de ciclos. El primero son los siete días de la semana, cada uno con su propio tema, reflejado en las oraciones. El domingo es el día de la Resurrección; el lunes conmemora las huestes angélicas; el martes, a San Juan Bautista y a los Profetas; el miércoles y viernes, la Pasión de Cristo; el jueves, a los Apóstoles, a San Nicolás y a todos los santos; el sábado, a todos los difuntos, especialmente a los mártires.

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Los ritos penitenciales de la antigüedad cristiana, reservados solamente para pecados graves, recibidos sólo una vez, tienen poco que ver con el tema de la espiritualidad litúrgica excepto por el hecho de que la comunidad entera intercedía por el perdón de los pecadores en presencia de Dios . Agustín, sin embargo, intentó una integración ulterior de la penitencia en la espiritualidad general, especialmente la monástica . En primer lugar, propuso una reorganización de los aspectos penitenciales del cristianismo ya no más en dos etapas (conversión bautismal y penitencia sacramental) sino en tres, otorgando un papel importante a la conducta penitencial en la vida cristiana entera (Sermón 352). A esto añadió la oración penitencial de sus últimos días en la tierra, que es contada por su amigo Posidio: : «Tenía la costumbre de contarnos en conversaciones privadas que después del bautismo incluso los cristianos dignos de alabanza y los sacerdotes no deben dejar este mundo sin hacer una penitencia justa y razonable. Es lo que él mismo hizo durante su enfermedad, de la cual nunca se recuperó. Tenía copiados los salmos penitenciales de David, que no son tan numerosos; y durante los días de su enfermedad, yaciendo en la cama, miraba la lista de cuatro colocados a lo largo de la pared, leyendo y llorando constante y copiosamente. Diez días antes de su muerte nos pidió que nos quedáramos fuera de su habitación para no distraer su atención... Su deseo fue respetado y prestó atención todo el tiempo sólo a la oración» (Vida de Agustín 31). Los libros de la liturgia romana Conocemos la existencia de libros de las diferentes liturgias occidentales desde el siglo VI en adelante, en particular los de la liturgia romana, que iban a reemplazar a los otros en la mayor parte de Occidente. Respecto de estos libros litúrgicos romanos, se pueden observar tres rasgos generales: 1) la distinción entre lo que se pueden señalar como los grados variables de «eclesialidad» de la liturgia; 2) la atenuación de ciertas características sacramentales propias de la antigüedad cristiana, y 3) la estabilidad durante muchos siglos venideros de la mayoría de los elementos desarrollados durante el período altamente formativo que va del siglo IV al VIII.

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