b) Interpretan confiere la autoridad y el deber de ser maestro de las verdades de la fe a los propios diocesanos, interpretando auténticamente la Sagrada Escritura y la doctrina de la Iglesia, sea en el magisterio ordinario de la predicación, sea en el extraordinario, al cual podía ser llamado en las grandes reuniones conciliares. c) Consecrare. Es el obispo el que, con la plenitud de los poderes de santificación que posee, destina definitivamente al servicio de Dios y de su culto personas (abades, abadesas, vírgenes) y cosas (iglesias, altares, elementos rituales, como los óleos sagrados). d) Ordinare implica la facultad de conferir todos los órdenes propios de la sagrada jerarquía según las leyes canónicas. e) Offerre es la potestad de consagrar la santísima eucaristía, de la cual es el ministro primero y calificado. f) Baptizare da al obispo, como jefe de su iglesia, el derecho de admitir a un nuevo miembro en la familia de la comunidad. Generalmente, él lo delega en los párrocos. g) Confirmare: es el ejercicio, normalmente reservado al obispo, de conferir el crisma. La Consagración Episcopal La ordenación de los obispos comprende dos tiempos distintos: a) la elección; b) la consagración. a) La elección También para la elección del obispo, al menos desde el siglo VIII, se usó pedir primeramente el sufragio del pueblo y del clero diocesano. Qui praefuturus est ómnibus, ab ómnibus eligatur, decía San León. Y dos siglos antes, la Traditio daba testimonio de una idéntica disciplina: Episcopus ordinetur electus ab omni populo. Vacante una sede por muerte de su titular, el obispo más próximo o el más anciano de la provincia se dirigía a la ciudad episcopal y recogía el voto del clero, de las personalidades más conspicuas y del pueblo; voto que, como es fácil imaginar, no se daba a veces sin algún vivo incidente entre los partidos. Este voto lo sancionaba con su autoridad, en espera de proceder a la consagración del elegido. Cuando resultaba imposible poner de acuerdo a los contendientes, la elección era remitida al metropolitano.

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Decía San Agustín a un grupo de sus fieles en la clausura de las fiestas pascuales: «Vosotros ahora tornaréis a vuestros países, y desde este momento no nos veremos más que con ocasión de las solemnidades. «Fue preciso proveer a las necesidades espirituales de aquellos fieles erigiendo en los campos pequeñas iglesias rurales, servidas por un sacerdote o al menos por un diácono, los cuales se reunían el domingo, excepto en las grandes fiestas del año, para celebrar el servicio eucarístico. Desde el principio, algún obispo se mostró reacio a conceder esta mayor libertad litúrgica. Decencio de Gubio era uno de éstos. Pero el papa Inocencio I en una famosa carta (416) lo persuadió para que se sometiera a la realidad. «En cuanto a la eucaristía –le escribía– que nosotros mandamos el domingo a las iglesias titulares, nuestro caso es diverso, porque en Roma los títulos están todavía situados dentro de la muralla urbana. Pero tú no puedes hacer lo mismo con las iglesias rurales, porque el Sacramento no debe ser trasladado a grandes distancias. Por lo demás, nosotros mismos autorizamos a los sacerdotes adscritos a los cementerios (fuera de la ciudad) a celebrar los santos misterios.» A pesar de todo, esto no bastaba; era necesario dar al sacerdote rural una justa autonomía. Vemos, en efecto, en las múltiples decisiones de los concilios de los siglos VI y VII que en seguida les fueron concedidas las facultades, hasta ahora reservadas al obispo, de bautizar, de predicar, de vigilar sobre los pecadores públicos, formar los futuros colaboradores, recogiendo en casa un núcleo de clérigos, lectores y subdiáconos. El obispo se mantenía en contacto con aquellos sacerdotes suyos, ordenados por él y distribuidos en los lugares más lejanos de la diócesis; los proveía de un stipendium de las rentas de las propiedades eclesiásticas y los visitaba periódicamente él mismo o por medio de un representante suyo. Más allá de los Alpes, éste fue durante algún tiempo (s. VI-VIII) el obispo rural, revestido ciertamente del carácter episcopal, pero sin una efectiva jurisdicción territorial, con poderes limitados y en plena dependencia del obispo diocesano.

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depositio episcoporum Catacumbas, lan. 21. XII Kal. Feb. – Agnetis in Nementana. Y hay que hacer mención igualmente de una tercera clase de vigilias, las estacionales, porque tenían lugar semanalmente en los así llamados días de estación o de ayuno, el miércoles y el viernes. Son ya recordados por la Didaché (VIII); y el Pastor, de Hermas, escrito en Roma hacia el 140, les da por vez primera el nombre de «estaciones.» Tertuliano insiste de manera particular, sea para inculcar la asistencia – por lo demás, obligatoria – a estos ejercicios, sea para recomendar que los que intervenían participasen en el sacrificio eucarístico, con el cual en África y en Roma se ponía fin al semiayuno. cosa que muchos opinaban no se podía hacer. ¿Corno se desarrollaba el oficio de la vigilia? No tenemos testimonios primitivos directos, pero poseemos uno indirecto en la ordenación de la vigilia pascual, substancialmente en uso todavía hoy. Se inauguraba la función con la ceremonia del lucernario, para dedicar a Dios la trémula llama que quería visitar las tinieblas de la sagrada vela. Debía seguir una serie numerosa de lecturas, sacadas de los libros santos, alternadas con el canto responsorial de los salmos y de las odas proféticas (cánticos), comentadas por los presbíteros o por el obispo y seguidas de sus colectas. Plinio alude todavía al canto de himnos: Carmen dicere Christo quasi Deo, sobre el tipo del Gloria in excelsis de los cántica spiritualia de que habla San Pablo. No debía, en fin, faltar una especie de letanía intercesoria, como estaba en uso en el servicio litúrgico de las sinagogas, y claramente mencionada por San Pablo y por San Justino, que servía de pasaje y de introducción a la solemnidad eucarística propiamente dicha. En efecto, la letanía ha quedado después, por varios siglos, en la misa, en el punto de unión de sus dos partes, la así llamada misa de los catecúmenos y la de los fieles. Tertuliano resume exactamente en estas pocas frases todo el esquema litúrgico de la vigilia: Prout Scripturae leguntur (lecturas), aut psalmi canuntur (cantos), aut adlocutiones proeferuntur (sermón), aut petitiones delegantur (letanía). En Roma, hacia el 150, la vigilia estacional, comenzada al surgir la aurora, como dice Hermas, se prolongaba hasta nona, cuando cesaba el semiayuno. En África, toda oración era recitada de rodillas. A la vigilia dominical sucedía inmediatamente la misa (la de los fieles); en las vigilias estacionales se seguía el uso de las varias iglesias.

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El comes o capitulare de Murbach representa una situación litúrgica posterior, la que se produjo en las Galias a fines del siglo VIII por el choque de los elementos gregorianos con los galicano-gelasianos preexistentes. Situación que fue preludio a la liturgia compuesta de los siglos posteriores. El comes de Murbach, no obstante sus variantes y peculiaridades – entre éstas es característica una distribución de textos bíblicos para las ferias cuarta, sexta y séptima (sábado) de cada semana ordinaria del año –, encala en el surco de la tradición gregoriana, pero presenta ya las líneas maestras de la distribución definitiva de las lecturas tal como se hallan en nuestro misal. El Ceremonial de las Lecturas En el principio, todas las lecturas de la misa, incluso el evangelio, corrían a cargo de un solo lector, tanto en Oriente como en Occidente. El lectorado, en efecto, se presenta en la historia de la liturgia como la más antigua e importante de las órdenes menores, el cual, por su misma índole y finalidad, podía admitir que los sujetos fuesen de edad juvenil. Se encuentran numerosos testimonios del siglo III en adelante, especialmente en África y en Italia, de lectores menores de los quince años; incluso Víctor Vítense habla de lectores infantuíi que habían sido víctimas de la persecución de los vándalos. Esto prueba que los lectores de una iglesia debían de ser varios y formar una especie de schola o coetus litúrgicas con su director. El mártir San Polio, interrogado por el juez: Quid officium geris?, respondió: Primicerius lectorum. Las fórmulas antiguas de la ordenación no distinguen entre lectores de la epístola y del evangelio: Eligunt te fratres tui ut sis lector in domo Dei tui. San Cipriano escribe, en efecto, que Aurelio, ordenado de lector, podrá Evangelium Christi legere, unde martyres fiunt. La primera atribución exclusiva de la lectura del evangelio al diácono se encuentra, en Oriente , en las Constituciones apostólicas (a. 380), y en Occidente, en San Jerónimo.

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El dominio de esta liturgia es hoy día el más vasto después de la liturgia romana. Se extiende a casi todo el Oriente cristiano, alcanzando la iglesia cismática (ortodoxa), separada de Roma (s.XI), así como las iglesias que quedaron en comunión con la Sede Apostólica. Debe, sin embargo, tenerse en cuenta que en las diversas provincias de rito bizantino (a excepción, naturalmente, de Grecia y de las comunidades griegas de Italia y Turquía) el texto litúrgico original griego ha sido traducido a las respectivas lenguas nacionales. Rusia y las provincias de Servia, Bulgaria, Montenegro, Hungría (ruteno) usan el paleoslávico. Los griegos melquitas y los ortodoxos de Palestina y de Siria, el árabe; el exarcado de Tiflis (Georgia), el georgiano; Rumania y la Transilvania, el rumano; las provincias bálticas de Rusia, como también sus colonias de las islas Aleutinas y Alaska, sus propios dialectos. En conjunto, los fieles que siguen el rito bizantino ascienden a cerca de 150 millones, de los cuales nueve millones y medio son católicos. La Italia meridional y Sicilia fueron también en un tiempo tributarias de esta liturgia. Es cierto que antes del siglo VIII existían algunos monasterios griegos, los cuales, habiendo crecido notablemente en la época de la persecución iconoclasta y de la invasión árabe en Palestina, se convirtieron en otros tantos focos de influencia bizantina. Este lento proceso de helenización se acentuó todavía más cuando, en el 726, León Isáurico arrebató a Roma la Italia meridional para unirla a Constantinopla. Y cuando, dos siglos después, el emperador Nicéforo Foca y el patriarca Polyeuctos obligaron a los obispos a adoptar el rito griego. La orden, sin embargo, no se cumplió en todas partes ni con prontitud ni con fidelidad. El retorno de aquellas diócesis a la liturgia latina comenzó con los normandos en el siglo XI y prosiguió con varias alternativas hasta el siglo XVI, época en la que se podía decir que estaba completamente consumado. Sujetas al rito bizantino quedan todavía algunas iglesias, pertenecientes antes a las antiguas colonias griegas (Livorno, Venecia, Ancona, Barí, Lecce, Palermo), y cierto número de parroquias, especialmente en Basilicata y en Calabria, constituidas en su mayor parte por emigrantes albaneses. La Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo.

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El Iconoclasticismo y el Triunfo de la Ortodoxia El desarrollo del arte cristiano fue retardado más de un siglo por el movimiento iconoclasta de los siglos VIII y IX (hubo dos períodos iconoclastas: 730–787 y 813–843). Los iconoclastas no eran enemigos del arte; por el contrario, lo promovían. Perseguían sólo las imágenes culturales, las de Cristo, de la Madre de Dios y de los santos. Durante el tiempo de la controversia iconoclasta, era destruido todo lo que podía ser destruido. La preocupación de los iconoclastas, no era sólo con los iconos como tales sino también con la confesión ortodoxa de la encarnación divina. La controversia era esencialmente dogmática e implicó el corazón mismo de la teología. La herejía iconoclasta, como ha mostrado G. Florovsky, estaba enraizada en un espiritualismo helenístico persistente, representado por Orígenes y los neoplatónicos. Era un retorno al helenismo precristiano o, más precisamente, a la separación griega del espíritu y de la materia. En tal sistema, la imagen es comprendida como un obstáculo para la oración y para la vida espiritual, no sólo porque está hecha de «materia cruda» sino también porque representa el cuerpo humano, que en sí mismo es sustancialmente materia. En otras palabras, el iconoclasticismo significaba una negación del testimonio del Evangelio y de la realidad de la encarnación . El primer período iconoclasta terminó con el séptimo concilio ecuménico (787) , que selló la fe de la Iglesia en el dogma de la veneración de los iconos . Este concilio concluyó el período de los concilios ecuménicos con sus enseñanzas mayores sobre la Santa Trinidad y la encarnación divina . Pero el séptimo concilio se volvió también hacia el futuro. La controversia iconoclasta movió a la Iglesia a establecer la base cristológica de la imagen, lo que llevó a una clarificación y purificación del lenguaje del arte sagrado . La Iglesia, en su lucha con el iconoclasticismo, como en la superación de las otras herejías, encontró formas adecuadas para expresar en imágenes la teología del Evangelio.

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El mismo nos ha dejado constancia de la innovación en su conocida carta a Juan de Siracusa: Quia Alleluia dici ad missam extra Pentecostés témpora fecistis. San Gregorio quiso de este modo equiparar el domingo a la solemnidad pascual, de la que era de antiguo la conmemoración semanal. Sin embargo, él no previo todas las consecuencias de su iniciativa. Porque comenzaron las fiestas de los mártires a ser puestas al mismo nivel que la dcmínica, y vinieron luego las de los confesores y vírgenes, y resultó que lo que antes era el poema pascual por excelencia, se convirtió en el canto ordinario del coro. Los libros medievales contienen para este fin una cantidad extraordinaria de versículos aleluyáticos, ccmpuestos del siglo VIII en adelante. Con todo esto, no puede negarse que el aleluya ha perdido no poco de su antigua encantadora belleza. 5. El Tracto Llámase tractus el canto que seguía a la segunda lectura bíblica. Su característica originaria era la de ser ejecutado por un cantor tractim, de un tirón, sin interrupciones antifónicas o responsoriales por parte del coro o de la asamblea. Quería ser la continuación, en un tono más elevado, de la lectura precedente. El Tractus es por lo tanto, si no la única, una de las más antiguas formas musicales de la liturgia, pues representa, con las inserciones responsoriales o sin ellas, el verdadero tipo del canto salmódico, a solo, que se ejecutaba en la antigua Iglesia antes de que la excesiva riqueza de melismas, introducida por los cantores litúrgicos alrededor de los siglos VI, produjera el acortamiento del texto cantado. El tracto, a diferencia del salmo responsorial, habiendo logrado conservar la primitiva sobriedad en el desarrollo melódico, pudo mantener también múltiples versículos. Efectivamente, las melodías de los tractos–salmodíeos todos– son modulaciones típicas, sencillísimas, exclusivamente compuestas sobre el segundo y el octavo modos. Melodías que se repiten con pequeñas variantes en todos o casi todos los versículos del salmo.

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El momento de los difuntos. Memento etiam, Domine, famulorum famularumque íuarum N. et N., qui nos praecesserunt cum signo fidei et dormiunt in somno pacis. Ipsis, Domine, et ómnibus in Christo quiescentibus, locum refrigerii, lucís et pacis, ut indulgeas, deprecamur. Per eumdem Christum Dominum nostrum. Amen. Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz. Te pedimos, Señor, que a éstos y a todos los que descansan en Cristo les concedas el lugar de la luz y de la paz. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén. El momento de los difuntos, a pesar de sus etiam, no tiene verdadera unión lógica con la oración anterior, a menos que pensemos que entre los cultos del sacrificio se haya querido poner también el sufragio por las almas de los difuntos. Es un hecho que en muchos manuscritos arcaicos, comenzando por el antiguo gelasiano, el Memento defunctorum, con o sin el Nobis quoque peccatoribus, no se encuentra; sabemos que en Roma, per el contrario, en las misas dominicales no se recitaba nunca, sino sólo en las feriales. El Ordo de Juan Archicantcr lo declara expresamente: In diebus septimanae de secunda feria, quod est usque in sabbatho, celebrantur missas vel (et) nomina eorum (defunctorum) commemorant; die autem dominica non celebrantur agendas mortuorum nec nomina eorum ad missas recitantur, sed tantum vivorum nomina... vel pro omni populo christiano oblationis vel vota redduntur. Con la mencionada rúbrica concuerda la del sacramentarlo gregoriano de Padua puesta en el memento: Si fuerint, nomina defunctorum recitentur, dicentg diácono: Memento...; y más abajo añade: Hic orationes duae dicuntur una super dipütios (sic) (que es la fórmula Memento...), altera (es decir, el Nobis quoque...), post lectionem nominum; et hoc quotidianis vel in agendis tantum diebus. Tal era, por tanto, el uso remano en los siglos VII-VIII. Así pues, es cierto que el sacramentarlo gregoriano enviado por el papa Adriano a Carlomagno contenía el Memento, pero con las limitaciones de la práctica romana. Esto no debía andar muy a tono con el genio del clero romano, porqué pocos años después, en el 813, el concilio de Chalonssur Saone (en. 39) prescribe que, en todas las misas, en su debido lugar se rogase al Señor por las almas del purgatorio. ¿Cuál era este lugar? En un principio se puede fundadamente creer que se encomendaba a los difuntos, sea genéricamente, sea nominalmente, en la recitación de les dípticos, que seguía al ofertorio; pero más tarde, no después del siglo IV ciertamente, según Bishop, se introdujo el recuerdo sólo ocasionalmente, es decir, no en las misas públicas, dominicales o festivas, sino en las privadas y en las celebradas a propósito en sufragio de los difuntos, insertando la fórmula conmemorativa en el canon, y más precisamente en el Hanc igitur. El leoniano y el gelasiano contienen todavía muchos ejemplos.

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El más característico es el Pantocrátor, figura mayestática de Cristo bendiciendo a medio busto, que, en forma imponente y casi gigantesca, domina en los ábsides y en el arco triunfal todo el ciclo iconográfico que le rodea. Además, en la elección de las reproducciones bíblicas musivas se prefieren las escenas que miran a Cristo bajo el aspecto teológico de las dos naturalezas. En el coro de San Vital, de Rávena, en su lugar está puesto el medallón del Cordero, sostenido por cuatro ángeles; la víctima, prefigurada en los sacrificios de Abel, Melquisedec, Abrahán, representados a los dos lados del altar. En cambio, en el ábside, sentado sobre el globo, que le sirve de trono, está Cristo glorioso, legislador divino, con el volumen de la ley en la mano, mientras dos ángeles a sus lados le presentan a San Vital y al obispo Ecclesius con el modelo de la iglesia. También María, la Madre de Jesús, adquiere un puesto solemne en la iconografía bizantina. Es un espléndido ejemplo el mosaico absidal de Parenzo (s.VI), que la coloca en el puesto de honor, como Reina, con el sagrado Niño sobre las rodillas. En general, se puede decir que el arte sagrado oriental se muestra visiblemente influido por el espíritu teológico, tan propio de su tiempo. Este carácter explica, aun más, la marcada tendencia de los artistas bizantinos a sacar imágenes y figuras del mundo visible, a deshumanizar sus tipos, a elevar preferentemente al creyente a las luminosas regiones del cielo. Para expresar eficazmente tales ideales, ellos eligieron y perfeccionaron una técnica particular, el mosaico, con el cual consiguieron dar a la figura humana una singular expresión de inmaterialidad, de impersonalidad, y en los ábsides y sobre los muros de las iglesias figuraron ángeles y santos con profusión, irradiando por todas partes una lluvia de esplendores y de coloridas magnificencias. La iconografía bizantina después de Justiniano (+ 565) sufrió un retraso en los siglos VII-VIII como consecuencia de las luchas de los emperadores iconoclastas, que combatieron el culto de las imágenes; pero bajo la dinastía macedónica (867–1057) comenzó a florecer vigorosamente.

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El patriarca búlgaro Eutimio de T’rnovo (1375–1393) y Cipriano, metropolita de Moscú (1381–1382 y 1390–1406), traducen al eslavo la Diataxis para la liturgia del patriarca Piloteo, de quien Eutimio era discípulo. También se remonta a la misma época la traducción eslava del Typikón de Mar Saba, el cual, sin embargo, se adoptará oficialmente sólo un siglo más tarde: en 1429 en la laura de la Trinidad y San Sergio, cerca de Moscú; en 1441 en Novgorod y en 1494 en Solovki. Esta nueva síntesis, que Roberto Taft llama «neo-sabaíta» para distinguirla de la que se llevó a cabo en el siglo IX por los estuditas, entra también en las iglesias seculares, e incluso la corte constantinopolitana se adapta al nuevo rito, mientras que la tradición estudita sólo se mantiene en vigor en los monasterios impropiamente llamados «basilianos» de la Italia meridional. La síntesis monástica neo-sabaíta determina y fija, entre los siglos XIV y XV, la fisonomía espiritual de la liturgia ortodoxa, hecha de repetidas postraciones, vigilias y multiplicados Kyrie eleison. Al mismo tiempo se agudiza el sentido de la transitoriedad de la existencia; con frecuencia, los mismos soberanos visten gustosos el hábito monacal, y el monaquismo se eleva a estado del cristianismo. Si es cierto, como escribió el escritor ruso Gogol, que «toda Rusia es un gran monasterio,» la historia de la liturgia puede contribuir a explicar el porqué. VIII. Los Tiempos Modernos Con la caída de Constantinopla en manos de los turcos el 29 de mayo de 1453, el Patriarcado ecuménico pierde la catedral de la Divina Sofía, durante tantos años dimensión espacial de la liturgia bizantina. El acontecimiento interrumpe el desarrollo normal de la vida litúrgica y, al tiempo, establece las premisas de un cierto inmovilismo ritual. Pero el factor que por encima de cualquier otro viene a condicionar en la edad moderna la evolución de la tradición litúrgica bizantina fue, sin duda, la aparición de la imprenta, ya que entre 1522 y 1545 las tipografías venecianas publicaron la serie entera de los libros litúrgicos de la Ortodoxia. Los manuscritos entregados a la imprenta reflejan naturalmente la recensión neo-sabaíta, con las variantes locales típicas del Mediterráneo griego. Así, sólo por poner un ejemplo, las ritos matrimoniales de las Iglesias ortodoxas hoy en vigor tienen muy poco que ver con el ritual «bizantino» o constantinopolitano del matrimonio. Podemos incluso decir que hoy – hablando desde un punto de vista científico – la liturgia ortodoxa se presenta exclusivamente en la forma de sólo una de sus variantes provinciales.

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