Más tarde, es decir, después del siglo VI, en Roma, el Patriarcado lateranense fue el seminario y la escuela donde muchos pontífices de los siglos VIII y IX iniciaron su formación eclesiástica para subir a los supremos grados de la jerarquía; pero entonces era preciso, para ser ordenado lector, la legitima actas, que Justiniano en el 546 había fijado alrededor de los dieciocho años; haber recibido la tonsura y demostrar saber leer. Los niños, sin embargo, si no podían ya formar parte de la schola lectorum, entraban en la schola cantorum, donde su voz era siempre deseada, más aún, necesaria. Al principio, el lector tenía la facultad de leer todos los libros sagrados, incluidos los Evangelios, de los cuales eran también depositarios y custodios. San Cipriano, a propósito de los dos confesores jóvenes ordenados lectores por él, escribe: «No es quizá justo que de lo alto del ambón de las iglesias lean al pueblo aquellos preceptos y aquel Evangelio del Señor que han seguido siempre con fidelidad y coraje? Ninguno puede hacer oír con mayor aprovechamiento el Evangelio a los propios hermanos que un confesor de la fe.» De la devolución de la lectura evangélica al diácono hallamos testimonio primeramente en Oriente, donde probablemente existió, por las Constituciones apostólicas (a. 380); en Occidente, por San Jerónimo. Esta disciplina, naturalmente, se perfiló con el tiempo, es decir, a medida que con la organización del culto se quiso justamente poner de relieve la lectura del evangelio, confiándola al ministro más calificado después del sacerdote. Una norma precisa encontramos solamente por San Gregorio Magno (+ 606), el cual en el concilio de Roma (595) confió a los diáconos la lectura del evangelio, y al subdiácono y, en caso de necesidad, a los minoristas, el canto del responsorio gradual y todas las otras lecciones. El lectorado estaba ya en plena decadencia en esta época, porque con la devolución, al correr del tiempo, a los diáconos y a los subdiáconos de las lecturas de los cantos de la misa y al cesar las vigilias nocturnas, con sus relativamente prolongadas lecciones, les lectores habían perdido gran parte de los motivos que justificaban su existencia. Los jóvenes, que en el pasado eran iniciados en la vida eclesiástica como lectores, entraban ahora a formar parte de la schola cantorum.

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No debemos terminar este período sin recordar el llamado Líber pontificalis, un libro de capital importancia bajo muchos aspectos, pero sobre todo por el de la historia litúrgica. Es una colección de noticias bibliográficas de los papas hasta después del siglo IX. Las de los más antiguos hasta el papa Silvestre I son muy breves; se indica el nombre, la duración del pontificado, las ordenaciones y algún hecho saliente de su vida. La de los papas de después, de la paz de la Iglesia, oon más abundantes, y para los papas de los siglos VII y VIII se hacen unas largas biografías. El libro contiene diversos escritos de varios autores. Duchesne, que lo ha publicado y comentado, ha demostrado que la primera parte de esta obra y la más importante, que comprende las biografías de los papas hasta el papa Símaco (+ 514), es obra de un autor romano desconocido, que la recopiló durante el pontificado de Hormisdas (514–523). En cuanto al valor histórico de sus referencias es preciso distinguir entre aquellas que él pudo tomar de fuentes probables en el archivo de Roma, estimables, por lo tanto, especialmente si se trata de los papas de después de la paz. Sin embargo, las más antiguas, dando algún valor a las eventuales tradiciones por él recogidas, se hallan tomadas ampliamente a beneficio de inventario, cuando no resultan del todo infundadas. Parte II. Las Grandes Familias Litúrgicas 1. La Formación de los Tipos Litúrgicos La Unidad Litúrgica Primitiva La liturgia cristiana nació esencialmente de la última cena del Señor, renovada por mandato suyo y enriquecida por un servicio eucológico de origen judío. La Coena Dominica o Fractio pañis, desde los primeros días de la Iglesia, se mostró como el rito característico del nuevo culto, el sacrificio de la nueva Ley, que no tenía nada de común con los antiguos ritos sacrifícales del templo. Precisamente por ser original, presenta una línea de admirable simplicidad. Si le precedía algunas veces un convite en común (ágape), se colocaban sobre la mesa del convite el pan y el vino; el presidente de la asamblea recitaba sobre ellos una eulogia o fórmula eucarística del tipo de la pronunciada por Jesús, se partía el pan y se distribuía a los presentes. Este es el cuadro litúrgico que trazan los Hechos y San Pablo de la misa primitiva. No existen todavía determinados formularios; sólo importan el pensamiento y las palabras expresadas por Jesús, que recogieron y transmitieron los apóstoles, que se tradujeron en fórmulas análogas, libres, improvisadas, seguidas por los asistentes y subrayadas por su adhesión con la aclamación amén.

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No de otra manera se expresan en Occidente San Ambrosio, San León, San Máximo de Turín y, sobre todo, San Agustín: Adventum Spiritus Sancti – comienza este santo Doctor – anniversaria festivitate celebramus. Huic solemnis congregatio, solemnis lectio, solemnis sermo debetur. Illa dúo persoluta sunt, quia et frequentissími convenistis, et cum legeretur audistis. Reddamus et tertiam... A este largo desenvolvimiento de la fiesta de Pentecostés contribuyó, en primer lugar, el uso, que al principio del siglo IV comienza a imponerse casi como ley, de reservar a la vigilia nocturna de esta solemnidad la administración del bautismo a aquellos que por algún motivo no habían podido recibirlo en la noche de Pascua. La Peregrinatio calla sobre esta función bautismal supletiva de Pentecostés, pero San Agustín y San León en sus sermones de este día se dirigen varias veces a los neófitos bautizados en la noche precedente. El servicio litúrgico era casi el de la vigilia pascual; una serie de lecturas, solamente cuatro: Tentavit Deus Abraham...; Et scripsit Moyses canticum hoc...; Apprehendent septem mulleres...; Audi, Israel, mandato vitae, intercaladas con cánticos y oraciones; la bendición de la fuente, seguida del bautismo y de la confirmación de los catecúmenos, y, por último, la misa. La bendición del fuego y del cirio fue en todas partes, excepción hecha de alguna iglesia galicana, excluida por el ritual. Después, hacia los siglos VIII-IX, encontramos que la función nocturna se anticipaba a la tarde del sábado, en algunas partes a la hora sexta, como en Italia, en otras a la hora nona, según nos atestigua Amalario. Además, el XI OR (s.XII) prescribe no sólo cuatro, sino seis lecturas, número que ha quedado todavía en el misal. El ayuno hoy prescrito en el sábado de Pentecostés, a pesar de la antigua disciplina, que lo excluía rigurosamente del tiempo pascual, es de origen incierto. Algunos creen que es una importación galicana. En Roma, en el siglo V, San León (+ 461) no lo conoce todavía. El más antiguo documento que alude a él es el sacramentarlo leoniano, el cual, en una serie de orationes pridie Pentecostés, habla dos veces del ayuno. También el gelasiano presenta una misa In vigilia Pentecosten, cuya segunda colecta es todavía más explícita: Da nobis, quaesumus, Domine, per gratiam S. Spiritus, novam tui Paracliti spiritalis observantiae disciplinam, ut mentes nostrae, sacro purificatae ieunio, cunctis reddantur eius numeribus aptiores. El ayuno no aparece más en los textos del gregoriano. Pero su observancia en este día fue siempre tenazmente mantenida en toda la Iglesia latina. Los Domingos Después de Pentecostés

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No puede ponerse en duda que existiese también un formulario semejante en la liturgia romana y se recitase en diversas ocasiones. La Traditio (a.216) nos lo dice expresamente, aunque no nos dé el formulario del mismo (258). A finales del siglo V se recitaba también, porque el papa Félix II (+ 492), tratando de los obispos o sacerdotes caídos en grave pecado, dispuso que in paenitentia, si resipiscunt, lacere convenient; nec orationi, non modo fidelium, sed ne catechumenorum quidem omnimodis interesse cierres finales de las llamadas «letanías de los santos» debían formar el fondo de la misma. Este último tipo característico de plegaria litánica – las letanías de los santos –, que viene a ser tan popular en la Iglesia, hay que considerarlo separadamente, según los diversos elementos que lo componen. Tenemos, en efecto, una serie distinta de invocaciones de los santos (Sancta Maria, S.loannesBaptista,S.Ioseph, S. Petre...), y de deprecaciones (Propitius esto... Ut nobis parcas... Ut ecclesiam... Te rogamus audi nos dirigidas directamente a Dios. Estas últimas, como se dice, constituyen ciertamente el núcleo litánico primitivo, y pueden, en cuanto a la substancia, remontarse hasta la época gregoriana; pero las repetidas invocaciones santorales, seguidas de una aclamación de súplica, muy comunes en Oriente a finales del siglo V, no existían probablemente antes del siglo VIII en Occidente. Sin duda alguna, la plegaria dirigida a los santos para que intercedan en nuestro favor delante de Dios es antiquísima; nace, se puede decir, con el culto de los mártires. Los antiguos epitafios cristianos nos han dejado ejemplos numerosos e interesantes, y los Santos Padres lo atestiguan largamente; pero un formulario tan típico y preciso como nos ha presentado la letanía en cuestión, con los santos divididos en series, acusa un maduro desarrollo eucológico y presupone un culto de los santos ya muy difundido, haciendo suponer un tiempo no anterior a los siglos VI y VII. En efecto, la arcaica letanía romana contenida en el Ordo de San Amando, y que pudiera pertenecer al siglo V-VI, trae apenas siete nombres de santos.

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Para resolver alguna de estas dificultades, se hacía que el vino fuese sorbido por los fieles a través de una cañita metálica (fístula, calamus, pugillaris) de oro o de plata; pero más que otra cosa, pareció a muchos oportuno adoptar el modo, que desde el siglo VIII adoptaron los griegos, de dar un trozo de pan consagrado empapado en la preciosa sangre. La novedad apareció en Occidente a mitades del siglo XI, encontrando la aprobación de algunos y muchas protestas. El rito de la comunión Antiguamente, el aproximarse el momento de la comunión fue señalado ritualmente a los fieles: Si quis sanetus est, accedat, leemos en la Didaché. Más tarde, un diácono advertía que se retirasen aquellos que no intentaban comulgar: Si quis non communicai, det locum! Así se decía en Roma, según refiere San Gregorio Magno. Posteriormente, haciéndose cada vez más raros los comulgantes y desaparecida la fórmula, se usó sonar una campanilla o también golpear la patena sobre el cáliz, como dicen las instrucciones camaldulenses (1253). En España, la fórmula mozárabe diaconal decía: Locis vestris acceditel Entre los orientales, desde el siglo IV el celebrante, elevando ante el pueblo el pan consagrado, exclamaba: Sancta sanctis! como invitación a la comunión y a la vez amonestación para recibirla dignamente. La vibrante aclamación eucarística fue introducida en seguida en casi todos los países de Occidente, comprendida Italia del Norte y del Sur, de las cuales posteriormente ha desaparecido; solamente Roma parece que no la aceptó nunca. Tampoco entró nunca oficialmente semejante advertencia en el Ordo Missae romano, que tanto en los siglos más antiguos como durante la Edad Media fue práctica muy común en las otras iglesias. Se amonestaba a los fieles a purificar la conciencia llorando los propios pecados, como advierte ya la Didaché; a deponer los rencores, como prescriben varios sínodos, comenzando por el de Nantes (s. IX). El Canto de la Comunión Sabemos por San Agustín que, viviendo él, se había introducido hacía poco en Cartago la costumbre de cantar durante la distribución del pan consagrado a los fieles: Hymni ad altare dicerentur de Psalmorum libro, sive ante oblationem (consagración), sice cum distribueretur populo quod fuisset oblatum. Era una novedad adivinada y ya en uso en las iglesias de Oriente y quizá también en Roma; él la defendió de las críticas de un tal Hilario y, sin duda, la adoptó en la propia iglesia.

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Pero la tradición duodenaria primitiva no se perdió. Recogida por el gelasiano original, pasó a la recensión de los llamados gelasianos del siglo VIII y se mantuvo en el sistema romano de perícopas emparentado con los gelasiancs, de los cuales es exponente el comes de Murbach; hasta que, a través de la práctica de las iglesias septentrionales, en tiempo de los Otones terminó por entrar en la liturgia de Roma y mantenerse en ella, no sin notables oscilaciones, hasta nuestros días. La Bendición de la Fuente Es cierto que en un principio el agua bautismal no recibía una bendición previa; el hecho mismo de tener que usar agua viva, como prescribe la Didaché, es decir, el agua corriente, lo excluye. No tiene, por tanto, positivo fundamento la afirmación de San Basilio de que una bendición de este género es de institución apostólica. Pero muy pronto la elaboración teológico-litúrgica, sugerida fácilmente por varios textos escriturísticos, sobre todo aquel a los hebreos: Abluti corpas aqua munda, llevó a invocar a Dios sobre aquellas aguas, para que, como dirá después San Cipriano, purificadas de toda influencia demoníaca, recibiesen la virtud del Espíritu Santo y, consiguientemente, la facultad de santificar a los bautizandos . En la segunda mitad del siglo II, Clemente Alejandrino, citando las palabras del gnóstico Teodoto, y San Ireneo, refiriéndose a la costumbre de los marcosíanos, suponen que, en los conventículos herejes, el agua de su pseudo-bautismo era ya objeto de una preparación ritual. En el campo católico, Tertuliano es el primero en hablar como de una práctica pacíficamente admitida en las iglesias africanas en su tiempo. En el tratado De baptismo escribe: Omnes aquae... sacramentum sanctificationis consequuntur, invocato Deo. La invocación divina a que alude él se refiere evidentemente a una fórmula epiclética, que más tarde encontramos también en todas las liturgias, sobre cuya necesidad los Padres de los siglos IV y V insistieron vigorosamente. Pero tales epiclesis suponían igualmente un exorcismo? La respuesta afirmativa es muy probable, porque Tertuliano añade poco después que las aguas son purificadas por una intervención del ángel, que prepara el camino a la acción santificadora del Espíritu.

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Poco sabemos del estadio inicial de la liturgia de las horas, aquellos «himnos de la mañana y de la noche» mencionados en la Historia Ecclesiástica de Sozomeno (439/450), pero del rito de catedral posterior, que disponía el canto de un solo salmo vespertino (140/141), podemos deducir que también en este sector se manifestaba la influencia antioquena. Al mismo tiempo se desarrolla un sistema de liturgia procesional inicialmente concebida como oposición a los arríanos y destinada a constituir con el tiempo uno de los caracteres más específicos y llamativos de la liturgia de Constantinopla. En el contexto de la liturgia estacional hará su aparición por primera vez en el 438 el célebre himno trisaghion: ¡Santo es Dios, santo y fuerte, santo e inmortal! ¡Ten piedad de nosotros! Al contrario de lo que sostenía F. Probst, las familias litúrgicas o «ritos,» incluyendo el bizantino, no se configuran a consecuencia de un proceso de diversificación de un supuesto rito «apostólico» primitivo y único, que se habría difundido en los grandes centros de la antigüedad hasta el siglo IV. La verdad es muy otra: entre los siglos V y VIII – como sostiene A. Baumstark – las diversas tradiciones locales se unifican en territorios dependientes de centros político-eclesiásticos litúrgicamente hegemónicos y constituidos en sedes patriarcales. El centro impone la propia tradición. Al mismo tiempo se perfilan con mayor precisión y continúan desarrollándose los rasgos característicos de las diferentes tradiciones litúrgicas, no sólo en el aspecto ritual, sino también y sobre todo en aquello que constituye el espíritu propio de toda tradición. El rito bizantino, en cuanto rito de la capital del imperio romano de Oriente, encontrará en el protocolo de la corte una primera e indeleble caracterización. IV. La Liturgia del Rey de la Gloria La ascensión al trono de Justiniano I y su largo reinado (527–565) señala idealmente el comienzo de la que Roberto Taft ha llamado fase imperial del rito bizantino, que se prolonga, también idealmente, hasta la ocupación de Constantinopla por los francos (a. 1204).

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Por último, aunque no por ello menos importante, la supervivencia y la contribución de los clásicos griegos al desarrollo de la mentalidad bizantina puede ser deducido del hecho que había muchas bibliotecas repletas de libros conteniendo el saber clásico. Por ejemplo, la Biblioteca Imperial de Constantinopla en 475 poseía 120.000 volúmenes, incluyendo el famoso pergamino, de 120 pies de largo, sobre el que estaban inscritas la Iliada y la Odisea de Homero. La biblioteca fue destruida por el fuego pero fue reconstruida en el siglo VI. En el siglo VIII, la biblioteca del Oikoumenikon Didaskaleion, que fue destruida en el incendio de 726, incluía «muchos y buenos libros» tanto sobre teología cristiana como de clásicos griegos. 21 Pero el Imperio Bizantino tenía otras bibliotecas estatales, de los monasterios de la Iglesia y privadas, repletas con numerosos manuscritos de las obras de los autores clásicos. Muchos de ellos fueron destruidos y muchos fueron llevados a las capitales de la Europa occidental tras la catastrófica Cuarta Cruzada, y tras la caída de Constantinopla en manos de los turcos. Las bibliotecas mantuvieron la tradición literaria griega que contribuyó al desarrollo del pensamiento bizantino. En palabras de Sócrates, historiador eclesiástico del siglo IV: «La literatura griega ciertamente nunca fue reconocida por Cristo o por sus apóstoles como inspirada por Dios, pero por otra parte tampoco fue totalmente rechazada como perniciosa. Y esto no lo hicieron, me imagino, desconsideradamente. Porque había muchos filósofos entre los griegos que no estaban lejos del saber de Dios . . . por estos motivos son también útiles para todos los que aman la auténtica piedad.» 22 En la sociedad bizantina, en las familias más pudientes la educación era algo que se daba por sentado. La educación era accesible tanto a clérigos como a laicos por igual. Había escuelas y academias de la iglesia del mismo modo que existían escuelas y universidades laicas. Había profesores particulares tanto públicos como privados, así como benefactores seglares y clérigos de la enseñanza. Incluso en sus peores días, los bizantinos nunca perdieron su orden de prioridades. Se debían construir bibliotecas junto a hospitales, hospicios, orfelinatos, asilos y otras instituciones públicas. Los bizantinos sobresalieron en el campo de la historiografía, la poesía eclesiástica, de las obras litúrgicas, de las exposiciones doctrinales y espirituales, en el arte y los mosaicos. La mentalidad bizantina era dinámica, cambiando y desarrollándose durante los diez siglos de su existencia. En el arte, la música, la espiritualidad, la literatura y el saber de todas sus épocas, incluyendo algunos años después de la caída de Constantinopla, encontramos nueva vida junto a la continuidad de la tradición establecida.

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Praefatio Missae. – Christo Domino nostro, qui pro nobis dignatus est.carne nasci, lege circumcidi, flumine baptizari, in hac octava nativitatis eius die, qua in se circumcisionis sacramentum secundum praecepti veteris formara agí voluit,.fratres carissimi, humiliter depraece.mur ut intra Ecclesiae uterum nos vivantes quotidie recreatione parturiat. quosque in nobis sua forma, in qua perfecte aetatis plenitudinem teneamus, appareat. Cordis nostri preputia, quae gentilibus vitiis excreberunt non ferro sed spiritu circumcidat; doñee carnali incremento, facinoribus amputatis, hoc solum in natura nostra faciat vivere; quod sibi et serviré yaleat et placeré. Quod ipse praestare dignetur qui fum Patre et Spiritu Sancto vivit et regnat. Collectio Sequitur. – Sánete, omnipotens, aeterne Deus, tu nos convertens vivifica; quos error gentilitatis involvit, agnitionis tuae munus absolvat; ut acúleo mortis extincto, aeternis vivificemur oraculis; ut sicut per mfirmitatem carnis servivimus iniustitiae et iniquitati ita mine, liberati a peccatis, serviamus iustitiae in sanctificatione. Per Dominum nostrum lesum Christum Filium tuum. Venían después las lecturas en número de tres: la primera, del Antiguo Testamento; la segunda, de las epístolas de los apóstoles, reemplazadas en las fiestas de los santos por la narración de su vida y seguida per el canto intercalado del Benedicite omnia opera Domini, el cántico de los tres jóvenes en el horno y el responsorio gradual; la tercera lectura, la del evangelio, era mucho más solemne: una procesión con siete cirios llevaba el libro santo hasta el ambón, mientras repetía el coro otra vez el trisagio. Leído el evangelio, volvía la procesión al altar. En este momento el obispo predicaba la homilía; a falta de él podían predicar los sacerdotes, y si llegaban a faltar éstos, se autorizaba a un diácono para leer algún sermón de los Santos Padres. Después del sermón venía la plegaria litánica, entonada por el diácono y contestada por el pueblo. Los libros merovingios no nos han conservauo el texto; pero conocemos la del misa en irlandés de Stowe (siglos VII-VIII), colocada, sin embargo, entre la epístola y el evangelio, clara traducción de una antigua letanía diaconal. He aquí una prueba:

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Si exceptuamos la Didaché, es el más antiguo y el más importante de las Constituciones eclesiásticas de la antigüedad, pues contiene un ritual rudimentario con reglas y formas fijas para la ordenación y otras funciones de los distintos grados de la jerarquía, para la celebración de la Eucaristía y la administración del bautismo. El título de esta obra figura en la silla de la estatua de Hipólito erigida en el siglo III. Se la consideraba perdida hasta que E. Schwartz afirmó en 1910, y R. H. Connolly demostró en 1916, que el texto latino de la llamada Constitución de la Iglesia egipcia es, en substancia, la Tradición apostólica de Hipólito. La Constitución de la Iglesia egipcia se llamaba así simplemente porque el mundo moderno la había conocido en traducciones etiópica y cóptica. El descubrimiento ha tenido considerable importancia. Basta considerar que ha proporcionado una nueva base para la historia de la liturgia romana y nos ha dado la fuente más rica de información que poseemos para el conocimiento de la constitución y vida de la Iglesia durante los tres primeros siglos. Fue escrita hacia el año 215. Transmisión del texto. El texto original de la Tradición apostólica se ha perdido, fuera de unos pequeños fragmentos, conservados en documentos griegos posteriores, sobre todo en el libro VIII de las Constituciones apostólicas y en su Epítome. Existen, sin embargo, traducciones coptas, árabes, etiópicas y latinas. Combinando estas traducciones, podemos hacernos una idea exacta del lenguaje y tenor de todo el documento. La versión latina, que remonta probablemente el siglo IV, fue descubierta en un palimpsesto de fines del siglo V, de la biblioteca del cabildo catedral de Verona. La traducción es tan servilmente literal y sigue tan de cerca la construcción y la forma griegas, que es posible reconstruir el texto original a base de ella. Por desgracia, abarca tan sólo parte de la obra. E. Hauler la publicó por primera vez en 1900. En el Occidente, la Tradición apostólica no tuvo gran influencia y fue olvidada pronto juntamente con las demás obras de su autor.

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