El uso ritual del agua es uno de los más comunes tanto en la liturgia hebrea como en los cultos paganos y mistéricos. Se le confería un carácter sagrado sumergiendo un carbón encendido tomado del altar del sacrificio o bien mezclando ceniza o sal, según los fines a los cuales debía servir. Los romanos ponían en ello un solícito cuidado, porque hubiera sido un mal presagio el que unas pocas gotas nada más hubieran caído mal durante un sacrificio. Con todo, la Iglesia debió mostrarse muy reacia a introducir en su ceremonial este elemento pagano tan característico, que Tertuliano denunciaba como superstición y magia. No tenemos, en efecto, noticia de que entre las antiguas comunidades cristianas ortodoxas se usase el agua lustral; la encontramos, en cambio, en las iglesias heréticas y gnósticas del Oriente en los siglos II y III. Los Hechos apócrifos de Pedro (s. II) y de Tomás (alrededor del año 232) hablan expresamente de ello. El agua es bendecida por los dos apóstoles con una fórmula epiclética con fin exorcístico y curativo. También en Oriente, al final del siglo III, encontramos las primeras fórmulas ortodoxas de bendición del agua, contenidas en el sacramentarlo de Serapión de Thmuis (+ 362), junto a Alejandría. La primera (V) lleva el título Oratio pro oléis et aquis oblatis, porque presenta juntos los dos elementos – oleo y agua –, cuyos vasos eran presentados separadamente por los fieles al altar inmediatamente después de la anáfora. Una segunda fórmula (s. VIII) no menos interesante desarrolla las mismas ideas que la precedente. Va dirigida a Cristo e invoca su bendición sobre el agua para que neutralice el influjo maléfico de los malos espíritus, alcance el perdón de los pecadcs y conceda la salud a los cuerpos enfermos en nombre de Aquel qui iudicaturus est vivos et mortuos. Como se ve, las fórmulas de Serapión contienen ya lo que será después el tema principal de todos los textos eucológicos sobre el agua, recordando los fines esenciales para los cuales se bendice: la liberación de las influencias demoníacas y la curación de las enfermedades.

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El último intento de reconciliación con el Papado se efectuó en la víspera de la caída del Imperio. El emperador, Juan VIII (1425–48), estaba resuelto a obtener refuerzos de Occidente, la última esperanza de salvar su reino, que se limitaba ya a Constantinopla y a una estrecha franja de tierra en la costa asiática del Mar de Mármara. El 24 de noviembre de 1437, el Basileus, acompañado de su hermano Demetrio, el patriarca José II (1416–39), y veintidós obispos, zarparon para Italia. Llegaron a Venecia el 8 de febrero de 1438, y enseguida iniciaron las negociaciones con el papa, Eugenio IV (1431–47), que convocó un concilio objeto de restaurar la unidad con los griegos. Las primeras sesiones de este sínodo tuvieron lugar en Ferrara, pero el 10 de enero de 1439 se trasladó la asamblea a Florencia, donde ambas partes firmaron el acta de reunión en julio del mismo año. El Concilio de Florencia fue una asamblea representativa; los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén enviaron delegados, e Isidoro, metropolitano de Moscú (muerto en 1463), actuó en nombre de la Iglesia rusa. Los obispos ortodoxos se hallaban divididos. Un grupo, acaudillado por Besarión, arzobispo de Nicea (1395–1472), e Isidoro de Moscú, que era griego, deseaba la reunión con el Occidente latino, no sólo por razones políticas, sino también por razones religiosas. El otro grupo, acaudillado por Marcos, arzobispo de Efeso (muerto en 1443), pensaba que la rendición a Roma significaba traición a la tradición apostólica que conservaba el Oriente cristiano. Los latinos estaban acaudillados por el cardenal Giuliano Caesarini (1398–1444). Se dejaron a un lado los puntos triviales que tanto se habían aumentado en la polémica entre los griegos y los latinos en los siglos precedentes. Todo el problema del cisma se consideraba ahora desde un punto de vista puramente doctrinal. Se creía que, si se podía conseguir un entendimiento teológico, se restauraría inmediatamente la unidad del cristianismo y se eliminaría la amenaza islámica.

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En el siglo VIII comienzan a multiplicarse los manteles (pallae), sin duda para evitar que el vino consagrado, caso de derramarse, se extendiera fuera del altar. Los cánones penitenciales de la época hablan ora de dos, ora de cuatro manteles, y así también los liturgistas de los siglos sucesivos. Por esta época fue cuando el mantel superior, que recibía inmediatamente el cuerpo de Cristo, comenzó a llamarse palla corporalis, o simplemente corporal o sábana, como atestigua Amalario: Sindon, quam solemus corporale nominare. Ese mantel, pues, cubría el altar entero: tantae quantitatis esse debet – dice el VI OR – ut totam altaris superficiem capiat; pero se trataba de altares mucho más reducidos que los actuales. El I OR describe así el acto de extender el mantelcorporal al ofertorio de la misa: Diaconus ponat eum super altare a dextris, prefecto capite altero ad diaconum secundum, ut expandatur (n.67). El corporal era cuadrado o rectangular y se doblaba de forma que en su parte delantera contuviese la oblata, y la parte posterior pudiese replegarse y cubrir el cáliz propíer custodiam immunditiae, como dice San Anselmo de Cantorbery. Tal era el uso franco-italiano. La rúbrica de un sacramentarlo de Italia meridional del siglo XI dice: diaconus (hecha la oferta) cooperiat calicem dimidia parte ipsius sindonis. Los cartujos conservan todavía esta costumbre. Por razón de su contacto inmediato con la eucaristía, el corporal fue muy apreciado en la Edad Media, más que las mismas reliquias de los santos; se le consideraba dotado de eficacia sobrehumana contra las enfermedades y, sobre todo, contra los incendios. Por esta razón se solía colocar el corporal como reliquia en la consagración de los altares; las Consuetudines cluniacenses mandaban tenerle permanentemente sobre el altar, ut ad manum Possit esse contra periculum ignis, y en muchas iglesias, después de la misa, el sacerdote tocaba con él en la cara a los fieles, como antídoto contra las enfermedades de los oíos. La práctica de la Iglesia desde el siglo V prohibió que el corporal fuese tocado por mano de mujer, aunque fuese consagrada a Dios, a menos que un sacerdote o un subdiácono lo hubiese antes purificado. Todavía hoy en el rito de la ordenación se exige al subdiácono este menester.

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En las Galias, la disciplina penitencial en tiempo de San Cesáreo (542) mantenía todavía, al menos oficialmente, las posiciones tradicionales; pero pocos años después, desde San Gregorio de Tours (+ 593), quedó reducida totalmente al silencio, y Jonas, el biógrafo de San Columbano, afirma que, cuando éste llegó (c. 590), poenitentiae médicamentel et mortificationis amor vix vel paucis in illis reperiebañir Ciertamente no había desaparecido del todo, pero en los escasos residuos se habían introducido ya compromisos, debidos a las primeras influencias de la disciplina irlandesa. He aquí, por ejemplo, dos muestras características. En la vida contemporánea de San Desiderio de Viena (+ 606), se narra cómo la reina Brunilda y el rey Teodorico, que habían lanzado una calumnia atroz contra el santo Obispo, arrepentidos, le pidieron la penitencia, y él, a pesar de que se trataba de un pecado gravísimo, los perdonó y sin más los reconcilió con Dios: lile autem facinus perpetratum animo clementi laxavit, et iuxta sententiam Domini culpas debentium non retinuit sed omisit. De San Sigfredo de Benasque (s. VI) se recuerda que, habiendo descubierto a un ladrón de reliquias, no lo denunció, sino que, inducido a la restitución y al arrepentimiento de su falta, acto continuo lo absolvió: Siegue vir Dei salus effectus est reí, solo remoto furto absolvit, et conscio facti culpam pepercit, iniuncto ne peccaret, abire praecepit. Eligió de Noyón (+ 648) admitía ya una repetición de la penitencia. Característica única era la situación de las iglesias de Irlanda y Bretaña, las más alejadas del centro de la cristiandad y situadas fuera de las grandes vías de comunicación. Por los documentos de las provincias predominantemente monásticas, que van de los siglos VI al VIII, vemos que la práctica penitencial aparece allí como un ejercicio exclusivamente privado. Se inculca insistentemente la confesión hecha ad confessores suos, es decir, a los sacerdotes, no sólo para los pecados graves, sino también para los ligeros.

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En Roma, desde el siglo VIII, el Alleluia quedó como antífona de laudes en todas las dominicas del año, excepto la Cuaresma; la Instructio lo atestigua formalmente. Es desde el principio de aquel siglo cuando las laudes fueron doradas de antífonas propias. La extrema sencillez literaria y melódica de las antífonas salmódicas es, sin duda, indicio de su muy grande antigüedad; Gevaert las asigna a los siglos V-VI. Si después se advierte que buena parte de las antífonas vigiliares se muestran tomadas del comienzo del salmo, es natural suponer que, en un principio, el praecentor haya adoptado tal sistema con fin esencialmente práctico; de este modo bastaba el códice del Salterio, sin tener que recurrir al antifonario. El hecho de que los antiguos salterios destinados al coro están desprovistos de antífonas, puede ser una confirmación de este procedimiento. Las antífonas « ad Evangelium .» Tienen una importancia fundamental en la historia de la antífona las antífonas de los dos cánticos evangelicos, Benedictus y Magníficat, llamados también en los códices litúrgicos antiphonae ad Evangelium, in Evangelio. Es preciso notar en seguida que en el antiguo oficio, tanto romano como monástico, la antífona para los cánticos del evangelio (Benedictus y Magníficat), como se expresa San Benito (c.12), era en las dominicas la aclamación Alleluia, cantada tres o cinco veces; en cambio, en las ferias semanales era una breve frase sacada del cántico mismo. Posteriormente se quiso en los días festivos adornar el cántico con una antífona propia, cuyo texto ha sido sacado generalmente de la perícopa evangélica del día o de la solemnidad, muchas veces con singular amplitud, elaborándolo, si es preciso, mediante oportunas modificaciones. Su composición melódica y la de la fórmula salmódica añadida a ellos se adorna, especialmente en ciertos días solemnes, de singular belleza. «Los pequeños ejemplos de inspiración, que, mientras expresan con energía los sentimientos sugeridos por la fiesta, se desenvuelven en una melodía de sublime grandeza y además de una delicada interpelación del sentido de las parábolas.» Estos dos cánticos, seguidos de pie por todos los fieles, que responden a una voz, mientras el santuario está empapado por los perfumes del incienso, constituyen el apogeo litúrgico del oficio.

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en todos estos sitios es adorado el nombre de Cristo.» . Si de estos testimonios más generalizados queremos retroceder en la historia para descubrir los verdaderos orígenes, el propósito resulta más arduo, y los documentos históricos se mueven a veces en la frontera de la leyenda. En esta zona imprecisa se mencionan los siete varones Apostólicos. Y puede ser que también la venida del apóstol Santiago a España, que hay que distinguir cuidadosamente del hecho histórico del culto en su sepulcro de Galicia. Los siete varones apostólicos Se mencionan por vez primera en varios manuscritos del siglo X, donde se conservan unas Actas o relatos de sus vidas. Sus nombres son: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio y Hesiquio. Según estas Actas, estos santos varones fueron ordenados en Roma por los apóstoles Pedro y Pablo. Y una vez en España, llegaron a Acci (Guadix), donde los paganos celebraban las fiestas de Júpiter, Mercurio y Juno. Y al ser reconocidos como cristianos, fueron atacados por una turba. que pereció después al cruzar un puente. Más adelante fueron recibidos por una nobilísima matrona, llamada Luparia, etc. Es muy probable que los manuscritos del siglo X transmitan un texto redactado en los siglos VIII o IX, de donde pasó a algunas redacciones oficiales de los leccionarios visigóticos o mozárabes. Aunque algunos historiadores les dan cierto valor a estos documentos, su autenticidad histórica permanece dudosa, por lo que creemos que la existencia de estos siete varones apostólicos es difícilmente demostrable en el estado presente de la investigación. Santiago, en España Al hablar de los orígenes de la fe cristiana en España y de la Iglesia primitiva no podemos olvidar la «posible» presencia del apóstol Santiago en España. Decimos posible porque la tradición y la leyenda se entremezclan sin dejarnos posibilidad de conocer la verdadera historia. Quizá en este punto uno de los escritores más prestigiosos fue Zacarías García Villada en su Historia Eclesiástica de España, quien, tras un estudio muy considerado del tema, prefirió exponer tanto los motivos favorables como los argumentos opuestos a la predicación de Santiago en España, sin tomar una postura absoluta y excluyente.

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Esta conmixtión de fondo teológico nació en Oriente; y, en efecto, encontramos la primera mención en Teodoro de Mopsuestia alrededor del 400. Esta entró rápidamente en todas las liturgias orientales y occidentales, tomando un auge ritual considerable. La aceptó también la liturgia papal, y constituyó, como decíamos en su lugar, la única conmixtión realizada por el pontífice en la propia misa antes de comulgar. Delineados brevemente los puntos salientes en la historia del ritual de la fracción y conmixtión, pasamos ahora a estudiar las fases de su desarrollo litúrgico. La primera conmixtión antes aludida, la que tiene relación con el fermentum, tradicional en la iglesia romana, era naturalmente propia de las misas celebradas no por el papa, sino por obispos y por sacerdotes. En estas misas, según la prescripción del I OR (suplemento), se le llevaba al celebrante, que substituía al papa, al final del embolismo del Pater, la partícula del fermentum, y la ponía en el cáliz, haciendo con ella tres veces la señal de la cruz mientras pronunciaba la fórmula Pax Domini...; pero podía ocurrir que faltase el fermentum, como sucedía cuando se decían misas privadas. En este caso, en vez de omitir la conmixtión, el celebrante debía suplir el fermentum separando una partícula de la propia única oblata y haciendo la conmixtión como antes. Seguía después el ósculo de paz, la fracción general de las oblatas y la comunión, que el celebrante hacía, naturalmente, en el altar. No era muy diverso el uso de las iglesias episcopales del Septentrión, según nos describe el V OR, de los siglos VIII-IX. El obispo comienza la fracción en el altar con la propia oblata; pero de las partículas en que la divide, una queda sobre el corporal, y la otra, depositada en el cáliz con la acostumbrada fórmula Pax Domini... Hecho esto, del a el altar y vuelve a la propia sede, presenciando desde aquí la fracción de las oblatas destinadas a los fieles. Cuando se ha realizado ésta, se le lleva a él una partícula, con la cual comulga, sin ninguna fórmula o ceremonia especial. Se recordará, en cambio, que el papa antes de comulgar separaba con los dientes un trozo de la propia oblata presentada sobre la patena y la ponía en el cáliz, sostenido por el archidiácono, diciendo: Fiat commixtio et consecratio Corporis et Sanguinis D. N. lesu Christi accipientibus nofofs in vitam aeternam, Amen; Pax tecum! Era ésta la conmixtión derivada de la iglesia griega y adaptada en la misa papal, mientras en las otras misas de obispos y sacerdotes se observaba solamente la antigua conmixtión latina.

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Es natural, por otra parte, que, al crecer la importancia del subdiaconado, se pensara en darle una vestidura diversa de la simple alba, que llevaba como hábito ordinario de servicio mientras era considerado como orden menor. Esto acaeció probablemente en las Galias. En cuanto a la forma, la tunicela sufrió las mismas vicisitudes de la dalmática. Es decir, progresivamente se fue acortando y después fue abierta por los flancos, hasta quedar reducida a la forma de la dalmática, como actualmente se encuentra. Tanto la dalmática como la tunicela, quizás por razón de su color blanco primitivo, se consideraron siempre como vestiduras de fiesta y de júbilo, por lo cual se dejaban de usar en los días de penitencia, siendo substituidas por las planetas o casullas plegadas. Por el mismo motivo, el obispo, al revestir al diácono con la dalmática, le dice: Induat te Dominas indumento salutis et vestimenta laetitiae, et dalmática iustitiae cincumdet te semper; y al subdiácono al ponerle la tunicela: Túnica iucunditatis et indumento laetitiae induat te Dominus. La capa pluvial . La capa pluvial, llamada en los países meridionales de Europa, a partir del siglo IX, pluviale, o mejor, pluvialis (se. cappa), y, en cambio, en los pueblos del Norte simplemente cappa, trae su origen, según Wilpert, de la antigua acema, o birrus, convenientemente alargada hasta debajo las rodillas. Según otros, la capa pluvial no es más que una transformación de la poenula, provista de capucho para la lluvia y luego abierta por delante para mayor comodidad. Son evidentes las analogías de forma entre la capa medieval y la lacerna romana, pero está fuera de duda que esta última en los siglos VIII y IX, cuando el pluviale entró a formar parte del vestuario litúrgico, había por completo desaparecido de la moda civil de vestir. Braun demuestra que la capa pluvial fue en un principio una capa con su capucho (cucullus), que llevaban en los días solemnes los miembros más conspicuos de las comunidades monásticas, y especialmente los principales cantores.

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Es superfino notar cómo todas las funciones que actualmente se desenvuelven en este día eran en un principio celebradas exclusivamente en la noche sucesiva, la solemne vigilia de Pascua (nox sancta), madre de todas las vigilias cristianas, que terminaba al alba de la dominica. Esta es ya comentada en la Epistula Apostolorum, de la primera mitad del siglo II, y por la Didascalia, a principios del III, que traza todo el programa eucológico. Una tradición que San Jerónimo hace remontar a los apóstoles , quienes mandaban estar vigilantes hasta más allá de la media noche en espera de Cristo, porque El, a semejanza del ángel exterminador, habría vuelto en la noche de Pascua, est enim Phase id est transitas Domini. La vigilia, portante, se prolongaba durante casi toda la noche, de donde viene el nombre de pannuchia que se le dio en Oriente. Tertuliano hacía de esto motivo para apartar a la mujer cristiana de casarse con un infiel: Quis... solemnibus Paschae abnoctantem securus sustinebit? El pueblo se reunía en la iglesia hacia la puesta del sol; a vespera, dicen las Constituciones apostólicas; Eteria indica la hora de nona. Más tarde, para favorecer mayormente el concurso del pueblo, o quizá, mejor, para eliminar los inconvenientes a los cuales daba lugar una reunión nocturna tan prolongada, la Iglesia progresivamente anticipó las funciones a la tarde del Sábado Santo. Los más antiguos Ordines rornani (s.VIII-IX) indican la hora séptima u octava; las Consuetudines farfenses (s.XI), la hora de nona. Comenzando por el X OR (s.XIII), los libros romanos señalan la hora de sexta, que fue después conservada en el vigente Coeremoniale Episcoporum; pero prácticamente, desde hace al menos dos siglos, trasladada hasta la hora de tercia, es ahora reconocida oficialmente por el Código Canónico, que señala al mediodía el término de la Cuaresma. No se puede negar que estas sucesivas anticipaciones hayan creado un desconcierto, más aún, cierta contradicción, entre el misterio del día y las fórmulas litúrgicas que le han sido sobrepuestas. A pesar de esto, la Iglesia mantiene sus ritos, los cuales conservan siempre su razón histórica conmemorativa y todo su valor simbólico.

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e) Las ventanas son en un primer tiempo pocas, largas y estrechas, por lo cual en el interior la luz es escasa; posteriormente se engrandecieron y se adornaron al exterior con esguinces y columnitas con arcos concéntricos, de manera que, en las iglesias más perfeccionadas, la luz, el aire y el espacio son más abundantes. f) La decoración está casi enteramente confiada a la escultura, que se adhiere sobre todo a las vigas arquitectónicas, entallando con las figuraciones geométricas las columnas y las cornisas de los portales, los ángulos del edificio, los capiteles de las pilastras, los rosetones y las ménsulas; escultura fuerte y contorsionada, que prefiere animales verdaderos o fantásticos, quimeras, centauros, monstruos, ángeles, demonios; y sólo en las iglesias del período último adquiere una mayor perfección estilística. Las iglesias románicas, que en los siglos XI, XII y XIII comenzaron a difundirse con rapidez febril y con admirable entusiasmo del pueblo y de los ayuntamientos en Italia, en Francia, en Alemania y en Inglaterra, fueron el resultado de un gallardo renacimiento político y religioso en los pueblos y de la preponderancia espiritual y civil de algunas grandes órdenes monásticas (cluniacenses y cistercienses), que en sus inmensos monasterios habían formado laboratorios artísticos completos de arquitectos, escultores, directores de obras, pintores, etc., los cuales reproducían con agrado aquí y allá ciertos tipos constructivos, aun variando los elementos accesorios según las condiciones locales. Se tuvieron así escuelas diversas: una renana (catedral de Espira, María Magdalena, de Vézelay; San Lázaro, de Autún), una normanda (San Esteban, de Caen, en Normandía; catedral de Peterborough, en Inglaterra), una alverniatense (Nuestra Señora del Puerto, en Clermont; San Fermín, en Tolosa; Santiago de Compostela, en España), la del Poitou (Notre Dame la Grande y San Sabino, de Poitiers), de Provenza (San Trófimo, de Arles). En Italia, el estilo románico tuvo en Lombardía y en las regiones adyacentes su forma típica en la basílica de San Ambrosio, de Milán (s.VIII-XI), construida por los maestros comacinos, de donde viene el nombre particular dado entre nosotros de «estilo lombardo.» Según este estilo fueron erigidas las principales iglesias de aquel tiempo: San Miguel, de Pavía (s.XI); San Eusebio, en Vercelli (s.XII); las catedrales de Genova (s.XI) y de Parma, con el admirable baptisterio; de Piacenza, de Módena, de Cremona, de Ferrara (s.XII).

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