Especialmente en Milán, es cierto que en el tiempo de San Ambrosio su iglesia seguía substancialmente el rito de Roma. El mismo la afirma expresamente, y es prueba de ello el hecho, de una importancia capital, pasado por alto por Duchesne, de que el santo obispo, en su obra De Sacramentis, cita como anáfora de uso milanés gran parte del arcaico canon romano. Solamente más tarde, durante los siglos VI y VII, la iglesia de Milán debió de importar no pocos elementos bizantinos; sobre todo cuando, ausentes sus obispos n durante casi ochenta años, sacerdotes y monjes, huidos del Oriente por las persecuciones persas e islámicas, se refugiaron en la tierra lombarda y se encontraron de hecho constituidos en jefes de la iglesia de Milán y ordenadores de su vida litúrgica. Con todo esto, Milán, a diferencia de las liturgias del otro lado de los Alpes, se mantuvo siempre fiel al sistema anaforal de Roma. Si además se tiene en cuenta la situación Histórica de los siglos V-VIII, se comprende fácilmente cómo en la convulsión universal de Europa provocada por las invasiones de los bárbaros es de todo punto improbable derivar de una sola sede, por importante que fuera, la irradiación de un complejo tan amplio de ritos litúrgicos como son los galicanos. Milán había perdido entonces gran parte de la supremacía política y eclesiástica de otros tiempos, mientras Aquileya, puerta del Ilírico; Rávena, sede de los exarcas; Pavía, capital de les lombardos; Arles, Lyón, Toledo, habían acrecentado su poderío y eran capaces de transmitir este o aquel rito, transplantado después a otras regiones, donde pudo desenvolverse con gran variedad según el genio de los diferentes pueblos. En las Galias, por ejemplo, y en España, el amor a la novedad y a la pompa literaria era sentido mucho más que en Milán y en Roma. Finalmente, no debemos creer que todos los ritos galicanos hayan nacido o hayan sido importados al mismo tiempo. Faltando manuscritos litúrgicos verdaderamente antiguos, c quién puede decir con seguridad qué fórmula o qué ceremonia pertenezca más bien al siglo V que al VI o al VII? Una exposición bastante ordenada de los ritos galicanos merovingios se encuentra por vez primera en las cartas atribuidas a San Germán (+ 576); pero éstas, como dijimos, fueron escritas hacia finales del siglo VII.

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La doble traditio que hemos descrito arriba, fundados en los testimonios patrísticos de los siglos IV-V, se relaciona con ceremonias realmente vividas, es decir, realizadas sobre capacitados adultos, al menos en su mayor parte. Las fórmulas que debían acompañarlas se han perdido; solamente nos quedan las del gelasiano, que son ciertamente contemporáneas, si no anteriores, al siglo VI, época de su composición, junto con textos de las tres misas pro scrutinio, en cuyo cuadro estaban insertas las traditiones. No podemos, en cambio, considerar igualmente como antiguas las rubricas correspondientes, las cuales acusan una apoca posterior, porque suponen que las ceremonias se desarrollan preferentemente delante de los niños (infantes); algunos de ellos de tan tierna edad, que debían ser llevados en brazos por sus padrinos. También las tres homilías o exposiciones catequísticas, antepuestas, según el gelasiano, por el pontífice a toda traditio, y que substituyen en pocas líneas a la antigua larga catequesis pre-bautismal, indican, en su suscinta estilización, un desarrollo litúrgico más avanzado y una situación diferente. La traditio en la liturgia posterior y en Roma era triple: de los Evangelios, del símbolo y de la oración dominical. Todas tenían lugar el miércoles de la cuarta semana de Cuaresma (in mediana). El gelasiano las titula in aurium aperitíonem ad electos. En la primera, la traditio Evangelii, exclusiva de Roma, se iniciaba al catecúmeno en el conocimiento de los cuatro Evangelios, los títulos de la ley cristiana (instrumenta legis divinae). Cantado el responsorio gradual de la misa, cuatro diáconos, precedidos de acólitos con velas encendidas y un incensario humeante, llevaban procesionalmente del secretarium al altar los cuatro libros de los Evangelios, colocándolos sobre los cuatro ángulos de la mesa. Un acólito, sosteniendo en brazos a un niño (infans) e imponiendo la mano sobre su cabeza, recitaba (decantando) el símbolo en latín o en griego, según la nacionalidad del niño, ya que en Roma en los siglos VII-VIII, después que los ejercitos de Justimano conquistaron Italia, era numerosa la colonia bizantina. El símbolo se recitaba según el texto niceno-constantinopolitano; pero primitivamente, sin duda, debía decirse el apostólico; Juan Diácono lo atestigua expresamente. Proseguía la misa, en la cual se admitía a los padres o los futuros padrinos a presentar la oblación en nombre de sus hijos respectivos, y su nombre era leído por el diácono en los dípticos.

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Sin embargo, tanto en los mosaicos y en la pintura como en las artes menores fue siempre perdiendo el contacto con la realidad viva de la naturaleza, para reducirse a reproducir formas convencionales y figuras de tipo fijo, rígidas, aplanadas y sin vida. Tal se presenta no sólo en Oriente, sino también en Italia, en los siglos IX-XI, durante los cuales el arte sagrado, en plena decadencia, no supo más que copiar de mala manera y en forma de estucos los modelos bizantinos; hasta que con el siglo XII, principalmente en Roma, Florencia y Siena, tuvo principio aquella lenta y minuciosa inyección de italianidad en aquellos esquemas convencionales, que poco a poco consiguió renovarlos, creando a las propias concepciones formas independientes. Las Iglesias Románicas Las pocas iglesias que a ambos lados de los Alpes representan el arte constructivo cristiano en el período desde el siglo VI al XI – si se exceptúan aquellas de tipo basílicas edificadas en Roma y en Rávena –, ofrecen demasiada variedad, por no decir confusión, de particulares estilísticos para ser definidas; después la mayor parte ha sufrido retoques considerables. De los elementos que sobreviven se puede deducir la profunda desorientación artística en que se encontraba gran parte de Italia y de Europa después de la hecatombe de las invasiones bárbaras y el sucesivo trabajo de consolidación. No obstante esto, en la alta Italia con Luitprando (712–744) y en Francia con los carolingios se advierte un oscuro madurarse de nuevas formas, de las cuales surgirá un nuevo estilo. Este estilo nuevo, fusión de elementos bárbaros, de influjos orientales y de reminiscencias clásicas, iniciado en los siglos VIII-IX con los maestros Comacinos, se afirma vigoroso en Occidente después del 1000, y fue llamado románico, porque es derivado del arte romano. En efecto, los nuevos constructores, especialmente en el Septentrión, partieron del tipo tradicional de la basílica latina, pero buscaron nuevos sistemas para cubrir de bóvedas las naves.

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Muchas de éstas, sin duda alguna, se remontan a su tiempo y a su escuela; pero también hay otras muchas de época posterior; sin embargo, puede decirse que la mayor parte pertenecen a la primera mitad del siglo VI. Lietzmann y Duchesne, relacionando algunas colectas con el sitio de Roma, realizado por Vitige en el 537–38, colocan la redacción definitiva en la mitad del siglo VI, bajo el pontificado del papa Vigilio (+ 555). Bourque, después de un minucioso análisis de los diversos libellt insertos en la colección para indagar la época probable de su composición, llegó a la conclusión de que son de una época comprendida entre el año 440, como término mínimo, hasta el año 560, como límite extremo. Si en algún formulario podemos fácilmente adivinar el autor, nada sabemos sobre quién ha hecho la composición leoniana. Escribe Bourque: «Cualquiera que sea, esto es verdad: que los materiales empleados por él son de origen claramente romano. Aquel que los ha reunido candorosamente sentía, desde luego, una profunda veneración por la liturgia de Roma, y de ella pudo procurarse los preciosos textos con singular largueza. Quizá era un romano; pero no podemos tampoco excluir que fuese un extranjero. La historia litúrgica nos enseña que muchas veces fueron precisamente los extranjeros los que apreciaron los tesoros rituales de Roma.» El leoniano nos ha llegado en un solo manuscrito, el de Verona, que probablemente no fue jamás reproducido, transcrito en un manuscrito de la alta Italia, quizá en Bobbio. Pero muchos han creído ver derivaciones del mismo en algunos restos que en cuanto a su tipo parecen inspirados en el leoniano o derivados de una fuente común. Son los siguientes: a) Algunas fórmulas de probable origen arriano, del siglo IV-V, descubiertas y publicadas por el cardenal Mai en el 1828. b) Diecisiete oraciones (secretas y postcomuniones) editadas por Mercati según un manuscrito de la Ambrosiana (siglos VII-VIII). c) Cuarenta oraciones relativas a la preparación de la fiesta de Navidad, originarias de Rávena, del siglo V-VI, editadas por Ceriani. d) Doce oraciones contenidas en un pergamino del siglo VIII, descubiertas y editadas por A. Dold. e) Una benedictio super fideles bajo la forma de prefacio, atribuida a Prisciliano (fin del siglo VI); f) Una serie de dieciséis prefacios para todos los formularios de la Cuaresma, existentes en el sacramentario ge» lasiano Philipps, del siglo VIII, los cuales, por el estilo y por las frases, pudieran ser muy bien copia de los prefacios cuaresmales que faltan en el leoniano.

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Casa de las campanas es el campanario. El campanario entendido como construcción elevada para difundir lejos el sonido de la campana y llevar a todos los fieles la invitación de la iglesia es creación esencialmente cristiana y no anterior al siglo VIII. Se derivó probablemente de las antiguas torres escalonadas, erigidas desde el siglo V sobre las fachadas de las iglesias o a sus lados como órganos de defensa y al mismo tiempo aptos, mediante pequeñas escaleras circulares, para hacer accesibles las partes más altas del edificio. Los más antiguos aparecen en Roma; uno, junto a la basílica del Laterano, erigido por el papa Zacarías (+ 742); el otro, en San Pedro, construido por Esteban II (+ 757), ambos derribados en el 1610. Ginulfo, abad de Montecasino, erigió en el 797 uno grandioso, sostenido por ocho grandes columnas. Los campanarios de Rávena (San Apolinar el Nuevo, San Apolinar in Classe, Santa María la Mayor y San Juan Evangelista), hasta ahora creídos como del siglo VI, son ahora reconocidos como pertenecientes al siglo IX, y todo lo más, al final del siglo VIII. El tipo de estas primeras torres en forma de campanarios de Rávena, todavía existentes, es muy simple y tosco; se adoptó un doble esquema planimétrico, circular o cuadrado. El primero fue en seguida abandonado, salvo raras excepciones; el segundo, en cambio, tuvo muchos seguidores y revistió, además, las formas estilísticas lombardas, románicas o góticas de la época en la cual surgió. Raros se presentan los campanarios de base poligonal, si bien quedan entre nosotros ejemplos graciosos como San Donato, en Genova (s.XII); San Gotardo, en Milán; la Badia, en Florencia, y San Andrés, en Orvieto. Generalmente, en Italia el campanario se levantó aislado, distinto del cuerpo de la iglesia. Hasta el 1500 prevaleció el tipo lombardorománico, así constituido: planta cuadrada, muro de ladrillo o piedra labrada, pilastras angulares un poco salientes, divisiones horizontales de los diversos planos, constituidas por una serie de arquitos con centro plano; ventanas en número progresivo de abajo arriba, techo bajo a cuatro vertientes; o también, a partir del siglo XI, agujas piramidales de ladrillo. Este tipo, con ligeras variantes regionales, más decorativas que constructivas, se conservó tenazmente aun en los siglos XIII y XV, cuando el arte gótico en Europa hacía de los campanarios uno de los campos más buscados para sus virtuosismos arquitectónicos.

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Amonestaba San Agustín a los catecúmenos: Nec, ut verba symboli teneatis, ullo modo debetis scribere, sed audiendo perdiscere, nec, cum dídiceritts, scribere, sed memoria semper tenere atque recolere. El conocimiento del símbolo apostólico fue siempre considerado como un elemento fundamental de la vida cristiana. Por eso los sínodos medievales recomendaron a los sacerdotes enseñarlo y comentarlo a los fieles y hacérselo recitar en alta voz todos los días por la mañana y por la tarde en las iglesias parroquiales. Por lo demás, como parte en cierto modo de la renunciatio Satanae bautismal, el símbolo fue en todo tiempo considerado de particular eficacia contra las tentaciones del demonio. Escribía a finales del siglo IV el autor de la Explanado symboli ad initiandos (San Ambrosio): Nascuntur stupores animi et corporis, tentatio adversarii, qui nunquam quiescit, tremor aliquis corporis, infirmitas stomachi? Symbolum récense intra te. El ritual prescribe todavía la recitación del mismo durante los exorcismos. El símbolo no tardó en entrar también en el oficio canónico. Se le encuentra ya en casi todos los salterios de los siglos VIII y IX. El símbolo niceno-constantinopolitano . El símbolo niceno-constantinopolitano es substancialmente la fórmula de fe sancionada por los Padres del concilio de Nicea (325) contra la herejía arriana, que negaba la divinidad del Verbo. Parece que a la compilación de este símbolo sirvió de base el propuesto antes por Eusebio de Cesárea; entre los dos, en efecto, existe mucha afinidad. Pero no hay duda alguna de que el símbolo aprobado por el concilio introdujo no pocas variantes de capital importancia, el término omoousios, por ejemplo, que era el objetivo principal de la oposición arriana. No es muy cierto a quién pertenezca la redacción de la fórmula nicena. San Atanasio la atribuye al obispo Osio; San Hilario le da el honor a San Atanasio; otros sacan el nombre de Macario de Jerusalén. Su texto, sin embargo, no habiéndonos llegado las actas conciliares, debía ser reconstruido con las afirmaciones de los Padres que intervinieron en el concilio, confrontándolas con las antiguas versiones latinas y las citas de los concilios del siglo V.

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Arquitectura mozárabe. Barcelona, 1972; Azcárate Ristori J. M., de. El protogótico hispano. Madrid, 1974; Vigué J. et al. Les esglésies romàniques catalanes de planta circular i triangular. Barcelona, 1975; Casares Rodicio E., Morales Saro M. C. El románico en Asturias. Salinas, 1977-1978. 2 vol.; Fontaine J. L " art préroman hispanique. Saint-Léger-Vauban, 1977. T. 2: L " art mozarabe; La catedral de Santiago de Compostela: IX centenario de la Catedral de Santiago de Compostela. Santiago de Compostela, 1977; Schlunk H., Hauschild Th. Die Denkmäler der frühchristlichen und westgotischen Zeit. Mainz, 1978; Caballero Zoreda L., Latorre Macarrón J. I. La iglesia y el monasterio visigodo de Santa María de Melque (Toledo), San Pedro de la Mata (Toledo), Santa Comba de Bande (Orense): Arqueología y arquitectura. Madrid, 1980. (Excavaciones arqueológicas en España, 109); Cruz Villalón M. Mérida visigoda: La escultura arquitectónica y litúrgica. Badajoz, 1985; Azcárate J. M. Arte gótico en España. Madrid, 1990; Bango Torviso I. El románico en España. Madrid, 1992; García de Castro Valdés C. Arqueología cristiana de la Alta Edad Media en Asturias. Oviedo, 1995; Godoy Fernández C. Arqueología y liturgia: Iglesias hispánicas (siglos IV al VIII). Barcelona, 1995; Caballero Zoreda L., Arce Sáinz F. La iglesia de S. Pedro de la Nave (Zamora): Arqueología y Arquitectura//Archivo Español de Arqueología. Madrid, 1997. T. 70. P. 221-274; Caballero Zoreda L., Feijoo Martínez S. La iglesia altomedieval de S. Juan Bautista de Baños de Cerrato (Palencia)//Ibid. 1998. T. 71. P. 181-242; Arbeiter A., Noack-Haley S. Christliche Denkmäler des frühen Mittelalters. Mainz, 1999; Arias Páramo L. Prerománico asturiano: El arte de la Monarquía Asturiana. Gijón, 1999; Caballero Zoreda L., Fernández Mier M. Notas sobre el complejo productivo de Melque (Toledo)//Archivo Español de Arqueología. 1999. T. 72. P. 199-239; Caballero Zoreda L., Sáez Lara F. La iglesia mozárabe de Santa Lucía del Trampal, Alcuéscar (Cáceres): Arqueología y arquitectura.

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A aumentar el equívoco contribuyó quizá, más que nada, la costumbre, introducida casi umversalmente después del siglo XI, de erigir en el Viernes Santo detrás o a un lado del altar o en una capilla lateral una representación del sepulcro de Cristo, donde, en un tabernáculo preparado, era solemnemente depositada o. como se decía, sepultada la cruz del altar y la santísima eucaristía. Los fieles la adornaban copiosamente con flores y luces y de día y de noche hacían la guardia rezando hasta el alba de Pascua; la eucaristía era entonces llevada procesionalmente al altar. Indudablemente, esta función con su sepulcro simbólico, aunque posterior en cuanto a la fecha, ha prevalecido sobre la otra y le ha dado el propio nombre. Depositado el Santísimo Sacramento, se recitan vísperas por el coro. En la liturgia romana de los siglos VII-VIII, hoy, como en los días sucesivos, no había lugar para el oficio vesperal, ya que las funciones del día tenían lugar en las horas de la tarde. En efecto, los más antiguos Ordines romani hablan más bien de las vigilias y de las laudes, pero callan absolutamente de las vísperas. Las vísperas actuales, que se encuentran ya por entero, excepto pequeñas diferencias, en el antifonario de San Pedro, han sido introducidas en el siglo XI después de que la misa del día había sido trasladada a las horas antes del mediodía. Recitadas las vísperas, el celebrante con los ministros procedía a desnudar los altares. El rito es, sin duda, muy antiguo, mencionándolo ya el I OR: A véspero autem huíus diei nuda sint altaría usque in mane Sabbati. No es, sin embargo, improbable que esta ceremonia, aparentemente tan expresiva, sea un resto del uso primitivo de quitar los manteles del altar apenas terminada la sinaxis. Un canon del concilio XVII de Toledo parece confirmarlo. Además de desnudarlo, se practicaba en la Edad Media, generalmente después del mediodía, el lavado de los altares con agua y vino. También este rito, si bien de ordinario interpretado místicamente como un fúnebre obsequio a Cristo, representado por el altar, tuvo probablemente un origen sencillamente natural.

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a) la solemne presentación de las ofrendas por parte de los fieles, seguida de la lectura del nombre de los oferentes (dípticos); b) el canto de la primera parte de la plegaria consecratoria; canto que, alterando parcialmente la línea tradicional de ésta, ha dado autonomía a un nuevo elemento del Ordo, el prefacio; c) los cantos que sirven de adorno al introito, al ofertorio y a la comunión; d) las primeras fórmulas variables, en correspondencia con la fiesta o misterio del día: collecta, oratio post evangelium, secreta, postcommunio, oratio super populum, Asimismo, al final del mismo período, dos de los antiguos elementos del Ordo sufren un desplazamiento importante, pues la oración de los fieles (oratio fidelium) viene anticipada al principio de la misa y la lista de los nombres a recordar (dípticos) se inserta definitivamente en el canon. Indudablemente, este conjunto de factores nuevos contribuyeron a dar a la misa mayor variedad y, sobre todo, un marco ritual de brillantez innegable. El Ordo de finales del siglo V no presenta únicamente líneas arquitectónicas, sino que aparece como un magnífico edificio que permanecerá casi intacto a través de los siglos sucesivos. Para comprender, sin embargo, la íntima estructura de este edificio, es necesario distinguir entre la parte ceremonial y la parte eucológica de la misa. En este esquema se ve cómo, a partir del siglo VIII, el desarrollo eucológico del ordinario se ha concentrado sobre todo en torno a tres momentos, o, como dice Batiffol, en torno a tres zonas de la misa: la introducción, el ofertorio y la comunión. Se encuentra, sí, en los sacramentarlos alguna que otra fórmula para el Sanctus o el Memento, injertada, por tanto, en la gran oración eucarística, pero son casos excepcionales. Por regla general, las oraciones añadidas al bloque de las antiguas son un elemento adventicio, que ha respetado la integridad substancial de la misa, situándose por eso allí donde comienzan y acaban sus dos partes principales. En cuanto al carácter de tales fórmulas, podemos decir que, en general, se presentan como una especie de confesión o acusación que el sacerdote hace delante de Dios para excusarse del atrevimiento de celebrar tan altos misterios, y, por tanto, como una protesta de indignidad por causa de los propios pecados, que genérica o específicamente se indican. De aquí el nombre propio de apologías con que se designan estas oraciones, así como los genéricos de excusatio ante altare, confessio peccatoris, indulgentia que se encuentran en los libros litúrgicos. Algunas veces son atribuidas a algún santo: Oratio S. Augustini, S. Ambrosii, S. Isidori, etc.

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a) Los sacramentos de la Iglesia La teología bizantina desconoce la distinción latina entre «sacramentos» y «sacramentales.» La palabra μυστηριον (‘misterio’) tiene un sentido más amplio que su equivalente latino sacramentum. Para los Padres griegos, el término designaba ante todo el misterio de la salvación, la economía divina, y, en segundo lugar, los actos concretos que confieren la salvación. En este segundo sentido se usaban también los términos τελεται («) o αγιασματα (‘santificaciones,’ ‘bendiciones’). Por otra parte, el número de los mysteria o sacramentos no se ha fijado nunca en Oriente con la rigidez que encontramos en Occidente, donde el primero en fijar el número septenario fue Pedro Lombardo (+ 1160). A lo largo de los siglos y según los autores, el número varía, e incluso cuando se da el número septenario, no se engloban en él los mismos mysteria. Es frecuente incluir entre ellos la consagración monástica, la consagración del altar y de la iglesia, etc. Así, el Pseudo-Dionisio Areopagita (s.V), en su Jerarquía eclesiástica, explica los «misterios cristianos» distribuidos por capítulos de la manera siguiente: bautismo – que incluye la crismación (=confirmación) –, Eucaristía, consagración del myron, ordenación sacerdotal, consagración monástica y ritos funerarios. Teodoro Estudita, en el siglo IX, enumera seis sacramentos: la iluminación (bautismo), la sinaxis (Eucaristía), la crismación, la ordenación, la tonsura monástica y los ritos funerarios. La doctrina septenaria aparece en Oriente por primera vez en 1267, en una confesión de fe que el papa Clemente IV exigió del emperador Miguel VIII Paleólogo. Fue aceptada por muchos autores, incluso por algunos contrarios a la unión con Roma. Influía en ello el hecho del valor sagrado del número siete; así los siete sacramentos evocaban los siete dones del Espíritu Santo, los siete dones tradicionales, según el texto de Isaías ( Is 11:2–3 ). Pero continuó existiendo variedad tanto por lo que se refiere al número como por lo que respecta al contenido. Así, por ejemplo, un monje Job, del siglo XIII, incluye entre los sacramentos la tonsura monástica, a la vez que une en un solo sacramento la penitencia y la unción de los enfermos. También incluye la tonsura monástica en el septenario Simeón de Tesalónica (s.XV), aunque la une con la penitencia, dejando independiente la unción de los enfermos. Y un contemporáneo de Simeón, Josasaf, metropolitano de Éfeso, declara su creencia de que los sacramentos de la Iglesia no son siete sino muchos más. El mismo ofrece una lista de diez, en la cual incluye la consagración de la iglesia, los ritos funerarios y la tonsura monástica.

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