Car la personne humaine était appelée, selon saint Maxime, «à réunir par l’amour la nature créée avec la nature incréée en les faisant apparaître dans l’unité et l’identité par l’acquisition de la grâce 203 ». L’unité et l’identité se rapportent ici à la personne, à l’hypostase humaine. L’homme devait donc réunir par la grâce deux natures dans son hypostase créée, devenir «un dieu créé», un «dieu par la grâce», à l’encontre du Christ, personne divine ayant assumé la nature humaine. Le concours des deux volontés est nécessaire pour parvenir à cette fin: d’une part, la volonté divine déifiante conférant la grâce par le Saint-Esprit présent dans la personne humaine d’autre part, la volonté humaine qui se soumet à la volonté de Dieu en recevant la grâce, en l’acquérant, en la laissant pénétrer entièrement la nature. La volonté étant une force agissante de la nature raisonnable, elle agira par la grâce dans la mesure où la nature participera à la grâce, où elle deviendra ressemblance par «le feu du changement 204 ». Les Pères grecs représentent la nature humaine tantôt comme un composé tripartite – esprit, âme, corps (νος, ψυχ, σμα), tantôt comme l’union de l’âme et du corps. La différence entre les partisans du trichotomisme et du dichotomisme se réduit, en somme, à une question de terminologie: les dichotomistes voient dans le νος la faculté supérieure de l’âme raisonnable, faculté par laquelle l’homme entre en communion avec Dieu. La personne ou hypostase humaine embrasse les parties de ce composé naturel, s’exprime dans l’ensemble de l’être humain qui existe en elle et par elle. Image de Dieu, elle est le principe stable de la nature, dynamique et changeante, toujours tendue par la volonté vers un but extérieur. On peut dire que l’image est un sceau divin qui marque la nature en la mettant dans un rapport personnel avec Dieu, rapport absolument unique pour chaque être. Ce rapport s’effectuera, se réalisera par la volonté qui ordonne l’ensemble de la nature vers Dieu, dans lequel l’homme doit trouver la plénitude de son être.

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a) Los sacramentos de la Iglesia La teología bizantina desconoce la distinción latina entre «sacramentos» y «sacramentales.» La palabra μυστηριον (‘misterio’) tiene un sentido más amplio que su equivalente latino sacramentum. Para los Padres griegos, el término designaba ante todo el misterio de la salvación, la economía divina, y, en segundo lugar, los actos concretos que confieren la salvación. En este segundo sentido se usaban también los términos τελεται («) o αγιασματα (‘santificaciones,’ ‘bendiciones’). Por otra parte, el número de los mysteria o sacramentos no se ha fijado nunca en Oriente con la rigidez que encontramos en Occidente, donde el primero en fijar el número septenario fue Pedro Lombardo (+ 1160). A lo largo de los siglos y según los autores, el número varía, e incluso cuando se da el número septenario, no se engloban en él los mismos mysteria. Es frecuente incluir entre ellos la consagración monástica, la consagración del altar y de la iglesia, etc. Así, el Pseudo-Dionisio Areopagita (s.V), en su Jerarquía eclesiástica, explica los «misterios cristianos» distribuidos por capítulos de la manera siguiente: bautismo – que incluye la crismación (=confirmación) –, Eucaristía, consagración del myron, ordenación sacerdotal, consagración monástica y ritos funerarios. Teodoro Estudita, en el siglo IX, enumera seis sacramentos: la iluminación (bautismo), la sinaxis (Eucaristía), la crismación, la ordenación, la tonsura monástica y los ritos funerarios. La doctrina septenaria aparece en Oriente por primera vez en 1267, en una confesión de fe que el papa Clemente IV exigió del emperador Miguel VIII Paleólogo. Fue aceptada por muchos autores, incluso por algunos contrarios a la unión con Roma. Influía en ello el hecho del valor sagrado del número siete; así los siete sacramentos evocaban los siete dones del Espíritu Santo, los siete dones tradicionales, según el texto de Isaías ( Is 11:2–3 ). Pero continuó existiendo variedad tanto por lo que se refiere al número como por lo que respecta al contenido. Así, por ejemplo, un monje Job, del siglo XIII, incluye entre los sacramentos la tonsura monástica, a la vez que une en un solo sacramento la penitencia y la unción de los enfermos. También incluye la tonsura monástica en el septenario Simeón de Tesalónica (s.XV), aunque la une con la penitencia, dejando independiente la unción de los enfermos. Y un contemporáneo de Simeón, Josasaf, metropolitano de Éfeso, declara su creencia de que los sacramentos de la Iglesia no son siete sino muchos más. El mismo ofrece una lista de diez, en la cual incluye la consagración de la iglesia, los ritos funerarios y la tonsura monástica.

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Cuando, a fines del siglo I, el cristianismo se estableció en la ciudad, entró en contacto estrecho con todos estos elementos. Como consecuencia, se suscitó un vivo interés por problemas de tipo teórico, que condujo a la fundación de una escuela teológica. La escuela de Alejandría es el centro más antiguo de ciencias sagradas en la historia del cristianismo. El medio ambiente en que se desarrolló le imprimió sus rasgos característicos: marcado interés por la investigación metafísica del contenido de la fe, preferencia por la filosofía de Platón y la interpretación alegórica de las Sagradas Escrituras. Entre sus alumnos y profesores se cuentan teólogos famosos como Clemente, Orígenes, Dionisio, Pierio, Pedro, Atanasio, Dídimo y Cirilo . El método alegórico había sido utilizado desde hacía mucho tiempo por los filósofos griegos en la interpretación de los mitos y fábulas de los dioses, que aparecen en Homero y Hesíodo. De esta manera, Jenófanes, Pitágoras, Platón, Antístenes y otros trataron de encontrar un significado profundo en esas historias, cuyo sentido literal ofendía a los oídos. Este sistema fue adoptado principalmente por los estoicos. El primer representante judío de la exégesis alegórica es el alejandrino Aristóbulo , hacia la mitad del siglo II antes de Cristo. Su formación helenística le indujo a aplicar este sistema al Antiguo Testamento igual que se hacía en la interpretación de la poesía griega. La Epístola de Aristeas recurre al mismo procedimiento para justificar las prescripciones de la Ley Antigua sobre los alimentos. Pero fue, sobre todo, Filón de Alejandría quien se sirvió de la alegoría para la explicación de la Biblia. Según él, el sentido literal de la Sagrada Escritura es tan sólo lo que la sombra con respecto al cuerpo. La verdad auténtica está en el sentido alegórico más profundo. Los pensadores cristianos de Alejandría adoptaron este método, porque estaban convencidos de que la interpretación literal es, a menudo, indigna de Dios. Y si Clemente lo usó con frecuencia, Orígenes lo erigió en sistema. Sin alegoría, ni la teología ni la exégesis habrían realizado al principio los enormes adelantos que hicieron. En la época de Clemente y de Orígenes, y en el corazón mismo de la cultura helenística, tuvo la gran ventaja de abrir un vasto campo a la teología incipiente y permitir que la revelación entrara en contacto fecundo con la filosofía griega. Contribuyó, además, a resolver el problema más importante que se le había planteado a la Iglesia primitiva, a saber, la interpretación del Antiguo Testamento. La autoridad de San Pablo le aseguraba un origen legítimo ( Gal. 4,24 ; 1Cor. 9,9 ).

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Todo el desarrollo de las luchas dogmáticas sostenidas por la Iglesia en el transcurso de los siglos, si se enfoca desde el punto de vista puramente espiritual, nos aparece dominado por la preocupación constante que la Iglesia ha tenido de salvar, en cada momento de su historia, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la unión mística. En efecto, la Iglesia lucha contra los gnósticos para defender la idea misma de la deificación como fin universal: «Dios se hizo hombre para que los hombres puedan volverse dioses». Afirma, contra los arrianos, el dogma de la Trinidad consubstancial, porque es el Verbo, el Logos, quien nos abre el camino hacia la unión con la divinidad, y si el Verbo encarnado no tiene la misma substancia con el Padre, si no es el verdadero Dios, nuestra deificación es imposible. La Iglesia condena el nestorianismo, para abatir la barrera con la cual, en el propio Cristo, se ha querido separar al hombre de Dios. Se alza contra el apolinarismo y el monofisismo, para mostrar que, al haber asumido el Verbo la plenitud de la verdadera naturaleza humana, nuestra naturaleza entera debe entrar en unión con Dios. Combate a los monotelitas porque fuera de la unión de las dos voluntades, divina y humana, no se podría alcanzar la deificación: «Dios creó al hombre por su sola voluntad, pero no puede salvarlo sin el concurso de la voluntad humana». La Iglesia triunfa en la lucha por las imágenes, al afirmar la posibilidad de expresar las realidades divinas en la materia, símbolo y garantía de nuestra santificación. En las cuestiones que se plantean sucesivamente sobre el Espíritu Santo, sobre la gracia, sobre la propia Iglesia -cuestión dogmática de la época en que vivimos-, la preocupación central, el envite de la lucha es siempre la posibilidad, el modo o los medios de la unión con Dios. Toda la historia del dogma cristiano se desarrolla alrededor del mismo núcleo místico, defendido con armas diferentes contra adversarios múltiples en el transcurso de las épocas sucesivas.

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Así, para el pensamiento cristiano antiguo, el estado inmaduro de la humanidad en el principio (en la manera como esta idea fue desarrollada primeramente por Ireneo), así como su naturaleza compuesta, invitan a los seres humanos a funcionar en relación con la creación como realizadores de un propósito más elevado, lo que significa que el carácter de microcosmos está ligado a una tarea de mediación. Esto llega a ser particularmente explícito en Máximo el Confesor y, antes de él, en un Padre sirio, Nemesio de Émesa. Para este último, los seres humanos no son en primer lugar reflectores pasivos del universo creado; están llamados a cumplir una función precisamente como microcosmos. Están llamados a actuar como microcosmos uniendo en sí mismos los elementos opuestos del mundo. Esta tarea de los seres humanos significa que tienen que juntar cosas que son opuestas: criaturas mortales con lo inmortal; seres racionales con lo irracional. En Nemesio, la tensión entre la idea del ser humano como microcosmos, que refleja el mundo exterior, y la del ser humano como creado a imagen de Dios, está reconciliada más definitivamente a través de la insistencia en la función del ser humano en el mundo. Encontramos nuevamente esta combinación particular en Máximo el Confesor, quien la desarrolló en una teología de la quíntuple mediación humana, como veremos más adelante. Por el momento, baste afirmar que, de esta manera, es el ser humano en cuanto creado a imagen de Dios el que es al mismo tiempo un ser compuesto, cuya unidad hace posible para él realizar su carácter de imagen tanto como cumplimiento personal (liberado en Cristo de la condición de pecador) cuanto como una tarea de mediación dentro del mundo creado, ligando ese mundo al Creador en la perfección plena de adoración. Imagen y semejanza: una distinción importante Con el fin de conceptualizar la constitución de la humanidad como una tarea, la Iglesia primitiva hizo a menudo la distinción entre imagen y semejanza en la historia bíblica de la creación. Hemos destacado que los términos hebreos seleni y denmt no conllevan tal distinción, sino que son simples sinónimos. Pero, en el Antiguo Testamento griego, los términos eikón (semejanza) y homóiosis (semejanza) parecen más abiertos a una distinción entre dos significados. Orígenes unió esto a sus observaciones sobre las dos creaciones. En Gn 1:26 es la intención última de Dios la que es esbozada y, por tanto, se mencionan tanto la imagen como la semejanza. Pero en 1:27 sólo la imagen es mencionada (dejando Dios de lado la semejanza de forma explícita), lo que indicaba para Orígenes que el ser humano recibió en la primera creación la dignidad de imagen pero que la perfección de la semejanza quedaba reservada para el final de la historia (a cuenta de los esfuerzos pedagógicos de Dios así como de la positiva imitación de Dios por la humanidad). De esta manera, para Orígenes la semejanza era adquirida por los seres humanos a través de la imitación de Dios.

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Es también el medio por el que los fieles, reunidos como Iglesia, llegan a ser lo que se supone que deben ser: miembros del Cuerpo de Cristo y partícipes de la vida divina . De esta manera, la liturgia no puede separarse de ningún aspecto de la fe y de la experiencia cristianas . Integra la cristología o la soteriología, porque a través de la liturgia llegamos a conocer a Jesús como el encarnado, a compartir su cuerpo encarnado , y a ser divinizados asimilándonos a Él . Integra la antropología, porque a través de la liturgia se revela la naturaleza teocéntrica de la humanidad. Integra la eclesiología, porque en la liturgia la Iglesia llega a ser lo que verdaderamente es , el Cuerpo viviente de Cristo . Integra la teología trinitaria, porque en la liturgia la Trinidad actuante es revelada y experimentada . La liturgia es un vehículo de la tradición , pues a través de ella son transmitidos el mensaje y la experiencia de Dios . De esta manera, para el creyente oriental, ningún cristianismo es posible sin la liturgia . 9. Los Sacramentos y la Liturgia en el Cristianismo Occidental. Pierre-Marie Gy M ás que tratar separadamente cada uno de los sacramentos principales, examinaremos diferentes momentos en la historia espiritual de los sacramentos. Nuestro propósito es comprender las articulaciones internas de la espiritualidad sacramental durante los tiempos de Hipólito, Ambrosio y Agustín, los períodos de los grandes sacramentales romanos, los períodos carolingio y post-carolingio, y finalmente el siglo XII. La Primera Liturgia Romana en Griego: La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma El autor de la Tradición apostólica fue aparentemente Hipólito, un sacerdote romano y el fundador de una pequeña comunidad cismática, quien murió en el exilio bajo el papa Ponciano en el 235. Su obra (perdida en el original griego) describía la liturgia como él la veía , y la tradición en cuanto reconstruida según sus ideas teológicas personales . El interés en este documento no esta solamente en que presenta el estado de la liturgia cristiana (todavía en griego) en Roma durante el siglo III temprano, sino también en que adelanta la primera síntesis teológica de la liturgia , que más tarde iba a tener una amplia influencia, especialmente en Oriente .

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Solo en Italia y principalmente en la región de la iglesia, el papado podía todavía usar el poder civil. Sobre la afirmación de este poder los sucesores de Eugenio IV, antes de la reformación dirigieron toda su atención. Ellos deseaban transformar a su región de la iglesia en un verdadero estado, y ser sus soberanos. Como consecuencia de esta política el papado, mas que nunca tomó un carácter civil. De manera que los pontífices y «lugar tenientes de Cristo» se trasformaron en astutos políticos, intrigantes, soldados, tiranos lujosos y amorales, etc. Así, León X (de Médicis,1513–21), durante cuyo reinado comenzó la reformación, era un suntuoso y licencioso soberano. Artes, letras y ciencias a las cuales él protegía, le causaban finos placeres, paro la religión y la Iglesia con este papa fueron completamente olvidados. El mismo papa era escéptico con respecto a cristianismo y su séquito, abiertamente, expresaban su falta de fe y se mofaban de todo lo santo. Separación de la Iglesia en el Occidente El Imperio Romano en periodos precristiano y cristiano netamente se separaba en dos partes – oriental y occidental. Esta separación estaba condicionada por las diferencias de la población en una y otra parte. En la primera dominaba la población griega, en la segunda – latina ó latinizada, cada una con su carácter particular, dirección de la vida y actividad. La Iglesia Cristiana, que se difundió en todo el Imperio, se separaba en la parte oriental y occidental a causa de diferencias de carácter nacional, costumbres, inclinaciones, punto de vista, etc. Desde los tiempos mas tempranos del cristianismo, vemos en las iglesias oriental y occidental particularidades que las distinguían. La más visible es la diferencia de la dirección en la educación eclesiástica. Las iglesias orientales, aceptando la participación de la mente en asuntos de la fe, revelaban y explicaban las bases de la fe cristiana por el camino de la ciencia. Las occidentales, por el contrario, negaban la participación de la mente en asuntos de la fe en mayoría de las casos, evitaban investigaciones científicas sobre los dogmas de la fe y en general no se interesaban de cuestiones teológicas abstractas; pero en cambio, prestaban mucha atención a la parte externa del cristianismo – ceremonias, disciplina, dirección, relación de la Iglesia con el estado y la sociedad, etc.

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Hacia la época de la liberación y el triunfo de la Iglesia en el siglo 4-to toda la Tradición oral, en general, recibe la anotación escrita que se conserva en los anales de la Iglesia y que constituye el complemento de las Sagradas Escrituras. La antigua Sagrada Tradición se encuentra en: la más antigua obra monumental de la Iglesia «Los Preceptos de los Santos Apóstoles»; en los Credos de las antiguas Iglesias regionales; en las antiguas Liturgias; y en las antiquísimas actas con referencias a los mártires cristianos. Estas actas Martirologias no han sido utilizadas por los creyentes sin haber sido revisadas anteriormente y aprobadas por el Obispo del lugar ; se las leía en las reuniones de los cristianos también bajo la supervisión de los representantes de la Iglesia. En ellas encontramos la confesión de Fe a la Santa Trinidad, de la Divinidad de nuestro Señor Jesucristo, ejemplos de la invocación de los Santos, la fe en la vida eterna de los fallecidos en nombre de Cristo, y otros. Encontramos datos sobre la Sagrada Tradición en los antiguos escritos de la historia de la Iglesia, especialmente en la historia de Eusebio Pánfilo, donde se encuentran reunidas los antiquísimos ritos y dogmas tradicionales, como por ejemplo sobre el canon de libros pertenecientes al Antiguo y al Nuevo Testamento; también en las obras de los antiguos padres y maestros de la Iglesia. La Tradición Apostólica cuidada y protegida por la Iglesia, por ese mismo hecho de ser conservada por la Iglesia, se torna en Tradición de la propia Iglesia, ella le pertenece, se atestigua por medio de la Iglesia y, paralelamente, a las Sagradas Escrituras, recibe el nombre de la «Sagrada Tradición.» La testificación de la Sagrada Tradición es necesaria para asegurarnos de que todos los libros de las Sagradas Escrituras nos fueron entregados desde los tiempos de los Apóstoles y provienen de los mismos Apóstoles. La necesitamos: Para la justa comprensión de ciertas partes de las Sagradas Escrituras y para contraponerla a su equivocada interpretación por parte de los herejes.

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: «La Sagrada Escritura brota y crece, por decirlo así, con aquellos que la leen. Los lectores no instruidos son llevados a explorarla, mientras que los que son instruidos la encuentran siempre nueva» (Diadema de los monjes 3 [PL 102, col. 598 A ]). La oración contemplativa Para transmitir expresivamente el carácter frecuente, diligente y repetitivo que era propio de la actividad de orar, la gente de la Edad Media gustaba comparar a los monjes con animales rumiantes. Numerosos son los textos que señalan esto. Hay uno en la Vida de san Gerardo de Brogne que defiende la legitimidad de aplicar a la actividad espiritual palabras que designan las varias etapas del rumiar (masticación, sentido del gusto, digestión y sus efectos) (Vida de Gerardo 20). T ales imágenes intentaban mostrar la importancia de incorporar la Palabra de Dios en la vida de uno para llegar a asimilarse a la divinidad y nutrir la oración . Todas estas prácticas constituían lo que la Edad Media llamaba «ejercicio espiritual,» y el hecho de que esta expresión era deliberadamente usada en singular es indicativo de la unidad que existía entre los varios «ejercicios.» La lectio, la meditación y la oración eran inseparables del ascetismo y de la penitencia; como la última, presuponían el arrepentimiento y se suponía que llevaban a la «contemplación.» Contemplatio era un término frecuentemente asociado a la lectio, la meditatio y a la oratio. Dicho término debe ser comprendido apropiadamente. No designaba sola o primariamente (como era con frecuencia el caso en los períodos posteriores) estados altamente elevados de oración que pertenecen al orden de la vida contemplativa y son excepcionales y raros. Las palabras que aquí han sido usadas – oratio, lectio, meditatio, etc. – designan las actividades y actitudes espirituales que juntas constituyen la «oración contemplativa.» Descripciones de esta oración contemplativa se hicieron especialmente frecuentes en las Vidas de los santos desde el principio del siglo XIII, antes de convertirse, en siglos posteriores, en el objeto de relatos más desarrollados e incluso de verdaderos tratados. Pero lo que se dice en estos documentos, hagiográficos o de otra clase, corresponde con lo que revelan las más antiguas fuentes. Era siempre cuestión de una sola actividad unificada y de una sola vida contemplativa, en que la oración estaba rodeada de otras actividades espirituales que la preparaban y extendían. Si de ordinario el acto de la oración era breve , el estado de oración podía y debía ser habitual y continuo . Estaba constituido por una actitud durable de meditación y concentración en Dios, como resultado del cual todo se convertía en oración y anhelo . Esta última palabra revela la razón para toda esta actividad:

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Nous avons dû constater à maintes reprises, au cours de nos études sur la théologie mystique de l’Église d’Orient, l’attitude apophatique propre à cette pensée religieuse. Comme nous l’avons vu, les négations qui signalent l’incognoscibilité divine ne sont pas des défenses de connaître loin d’être une limitation, l’apophatisme fait dépasser tous les concepts, tout domaine de la spéculation philosophique. C’est une tendance vers une plénitude toujours plus grande, transformant la connaissance en ignorance, la théologie des concepts en contemplation, les dogmes en expérience des mystères ineffables. C’est aussi une théologie existentielle engageant l’être entier, en le posant sur la voie de l’union, en l’obligeant de changer, de transformer sa nature pour parvenir à la vraie «gnose», qui est la contemplation de la Sainte Trinité. Or, le «changement d’esprit», la μετνοια, veut dire repentir. La voie apophatique de la théologie orientale est le repentir de la personne humaine devant la face du Dieu vivant. C’est le changement incessant de l’être tendant vers sa plénitude, vers l’union avec Dieu s’effectuant par la grâce divine et la liberté humaine. Mais la plénitude de la divinité, l’accomplissement ultime vers lequel tendent les personnes créées, s’ouvre dans le Saint-Esprit. C’est Lui le Mystagogue de la voie apophatique dont les négations signalent la présence de l’innommable, de l’illimité, de la Plénitude absolue. C’est la tradition secrète dans la tradition manifestée à tous, prêchée sur les toits. C’est le mystère qui demeure caché dans les enseignements de l’Église, tout en leur conférant le caractère de certitude, l’évidence intérieure, la vie, la chaleur, la lumière propres à la vérité chrétienne. Sans Lui les dogmes seraient des vérités abstraites, des autorités extérieures imposées du dehors à une foi aveugle, des raisons contraires à la raison, reçues par obéissance et adaptées ensuite à notre mode d’entendement, au lieu d’être des mystères révélés, des principes d’une connaissance nouvelle s’ouvrant en nous et adaptant notre nature à la contemplation des réalités qui surpassent tout entendement humain. L’attitude apophatique, dans laquelle on peut voir le caractère foncier de toute la pensée théologique de la tradition orientale, est un témoignage incessant rendu au Saint-Esprit qui supplée à toutes les insuffisances, fait dépasser toutes les limitations, confère à la connaissance de l’Incognoscible la plénitude de l’expérience, transforme les ténèbres divines en Lumière dans laquelle nous communions avec Dieu.

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