: «Dejemos para los imperfectos estos signos que, como dije, están pintados con magnificencia en los vestíbulos de los santuarios; serán suficientes para alimentar su contemplación. En cuanto a nosotros, volvamos atrás, considerando la santa sinaxis desde los efectos hacia sus causas y, gracias a las luces que Jesús nos dará, seremos capaces de contemplar armoniosamente las realidades inteligibles en que están claramente reflejadas las bondades bienaventuradas de los modelos» (Jerarquías celestiales 3:3). No hay lugar aquí para la tipología bíblica ni hay referencia a la actividad terrestre de Cristo, excepto la encarnación . La salvación es la unión con el prototipo, y la deificación es lograda a través de la perfección moral. Dionisio nunca habló de la eucaristía como el cuerpo y la sangre de Cristo. En el siglo VII, fue Máximo el Confesor el gran portavoz de esta tradición. Adoptó la aproximación espiritualizante dionisiana pero añadió su propia interpretación, que veía la liturgia como el memoria] de la obra divina en Cristo, y la anticipación de la parusía y del ésjaton. De esta manera, la liturgia representa toda la historia de salvación: el edificio de la iglesia es el tipo y la imagen del universo entero, la lectura del Evangelio es la consumación del mundo; el descenso del obispo del trono, la expulsión de los catecúmenos, y la clausura de las puertas representan de descenso de Cristo en la parusía, la expulsión de los malos y la entrada en la cámara mística de la esposa (Mistagogia 14–16). Aunque levemente más realista que Pseudo-Dionisio, también Máximo tenía de la eucaristía una visión ante todo simbólica. La fuerza de la aproximación alejandrina fue su fuerte énfasis escatológico, tan característico de la liturgia previa del siglo IV: su debilidad se hizo aparente en las controversias iconoclastas que sacudieron a Oriente en el siglo VIII. La tradición bizantina anterior al iconoclasticismo siguió generalmente la aproximación alejandrina a la liturgia de Pseudo-Dionisio y Máximo.

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Solamente a la liturgia, expresión de los sentimientos de la Esposa de Cristo, pertenece el primado de honor, de eficacia y de universalidad en la vida religiosa de la Iglesia. Con todo esto, la superioridad de los actos litúrgicos propiamente dichos no significa contraste u oposición con las prácticas no oficiales de la ascética cristiana; aquellas, sobre todo, que son expresión inmediata de las características especiales de una comunidad y las totalmente privadas, que pueden crearse los particulares para sus necesidades personales. Ellas estimulan las energías de los fieles y les disponen a participar con mejores disposiciones en el augusto sacrificio del altar ; a recibir los sacramentos con mayor fruto y a celebrar los sagrados ritos de forma que resulten más animados y conformes a la plegaria y a la abnegación cristiana, a cooperar activamente a las inspiraciones y a las invitaciones de la gracia... Por esto, en la vida espiritual no puede existir ninguna oposición o repugnancia entre la acción divina, que infunde la gracia en el alma para continuar nuestra redención, y la colaboración del ser humano, que no debe hacer vano el don de Dios; entre la eficacia del rito externo de los sacramentos, que proviene del valor intrínseco de los mismos (ex opere opéralo), y el mérito del que los administra o el que los recibe (opus operantis); entre las oraciones privadas y las plegarias públicas; entre la ética y la contemplación; entre la vida ascética y la piedad litúrgica; entre el poder de jurisdicción y el legítimo magisterio y la potestad eminentemente sacerdotal que se ejercita en el mismo ministerio sagrado. Por graves motivos la Iglesia prescribe a los ministros del altar y a los religiosos que, en los tiempos establecidos, atiendan a la meditación, al examen y enmienda de la conciencia y a otros ejercicios espirituales, porque están destinados de un modo particular a completar las funciones litúrgicas del sacrificio o de la alabanza divina. Puede observarse cómo muchas prácticas, introducidas primero en la vida religiosa monástica o secular como ejercicio privado de devoción, fueron más tarde aceptadas por la generalidad de los fieles y después insertadas por la Iglesia en sus libros litúrgicos. Las diversas apologías de la misa son un ejemplo clásico. La aceptación de tales prácticas por parte de la Iglesia constituye por sí misma no sólo su aprobación oficial, sino también la alabanza de su bondad. No se puede negar que en el pasado hayan venido a formar parte del patrimonio litúrgico fórmulas y ritos de origen sospechoso o de una discutible oportunidad; pero frente a algún ejemplo raro de esta clase es preciso reconocer que los papas se mostraron, por norma general, opuestos a la novedad, rigurosos en la selección y en la corrección, severos en la conservación y en la tutela de las buenas tradiciones litúrgicas.

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El factor paulino, en cambio, que trae su origen de la práctica enseñada por el Apóstol a las iglesias por él fundadas, práctica que aparece en la primera Carta a los Corintios (c. 11), no fue originariamente más que la simple repetición de la última cena juntamente con la conmemoración de la pasión de Cristo. Más tarde, aquel simple banquete, por obra de San Pablo, influido por los misterios helénicos, acentuó su carácter místico, dio entrada a la idea de sacrificio, y le fue atribuido un valor expiatorio de perdón de los pecados. Este tipo paulino halló su exponente en la anáfora romana de San Hipólito. La primera parte de la misma, de carácter exclusivamente cristológico e inspirada totalmente en los conceptos paulinos de la carta a los de Filipos (2:5–11) y de la primera a Timoteo (3:16), desarrolla, en torno al relato de la institución, la conmemoración de la muerte y resurrección del Señor. Por el contrario, en la segunda parte, sin trabazón substancial con la primera, entra ya la idea del sacrificio tal como la expone San Pablo en la primera a los Corintios (10:10–16). Este segundo tipo constituyó la práctica habitual eucarística de las numerosas comunidades paulinas y llegó a suplantar al otro tipo, más antiguo, de Jerusalén, imponiéndose a toda la Iglesia como la liturgia oficial. La tesis elaborada por Lietzmann no responde a los datos históricos conocidos y comúnmente admitidos. En efecto: 1) El carácter de chabúrah, que Lietzmann y, más recientemente, Dix atribuyen a la última cena, uno de los presupuestos en que funda aquél su teoría, contrasta de plano con las referencias de los sinópticos. Particularmente San Lucas, que es considerado como la fuente más antigua y limpia de influencias eclesiásticas, declara expresamente y repetidas veces que Jesús en aquella circunstancia deseaba celebrar la Pascua. La dificultad de armonizar la narración sinóptica con San Juan no puede desvirtuar unos datos tan explícitos. 2) La teoría de Lietzmann llega necesariamente a suponer que, antes de la larga elaboración que acabó al adoptarse el rito eucarístico paulino, transcurrió un período de tiempo durante el cual no existió verdadera eucaristía. Ahora bien: esto, como ya lo demostramos, está en abierta contradicción con los datos de los Hechos y con la tradición histórica y dogmática de la Iglesia. La primera Carta a los Corintios, escrita alrededor del 55–56 después de Cristo, supone la Coena Dominica arraigada ya y celebrada regularmente en aquella comunidad.

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Otros autores insisten en la importancia primera y exclusiva del bautismo y de la Eucaristía como sacramentos fundamentales de la introducción cristiana a la «nueva vida.» Así, por ejemplo, san Juan Damasceno (s.VIII) se ocupa sólo de los misterios estrictamente evangélicos: el bautismo (incluyendo la crismación) y la Eucaristía. Y Gregorio Palamás, en el siglo XIV, proclama que toda nuestra salvación se funda en estos dos (o tres) sacramentos, ya que son una recapitulación de toda la economía salvadora de Cristo. Y Nicolás Cabásilas, su contemporáneo, en su oba La vida en Cristo – que se centra totalmente en la vida sacramental –, dedica sendos capítulos al bautismo, a la unción (o crismación), a la Eucaristía, pero también uno a la consagración del altar. También habla de dos únicos sacramentos, bautismo y Eucaristía, el patriarca de Constantinopla Cirilo Lukaris (+ 1638), pero en este caso se trata de una influencia protestante, como ya vimos. Y por esta razón los escritos ortodoxos antiprotestantes de ese tiempo proclaman todos el número septenario. Así, antes de Lukaris, el patriarca Jeremías (+ 1595), pero también los escritos contra Lukaris, tales como la Confessio de Dositeo, patriarca de Jerusalén (1672), o la Confessio orthodoxa de Pedro Moghila (1639–1640). Actualmente, los libros de religión de la Iglesia Ortodoxa hablan siempre de siete sacramentos, los mismos sacramentos que confiesa la Iglesia Católica. Esto no impide que, para los teólogos, el campo sacramental sea más vasto y menos fijo, de acuerdo con la tradición. Hablando de los sacramentos comunes, hay que notar que la Iglesia oriental ha mantenido siempre unidos los sacramentos de la iniciación cristiana. Bautismo y crismación forman ya, prácticamente, un todo. Se atribuye, como en Occidente, a la crismación, por la cual se comunica la plenitud del Espíritu Santo, una especificidad propia, pero no por ello se separa del bautismo. Como es sabido, el sacramento de la crismación o unción era administrado siempre por el obispo, presente en los ritos de iniciación. Al multiplicarse las comunidades, se fue haciendo imposible la presencia del obispo en todas las celebraciones bautismales. Ante este hecho, Occidente optó por conservar la confirmación como prerrogativa del obispo, y con ello la confirmación fue separada del bautismo, mientras que la Iglesia oriental, para salvar la unidad de los ritos de la iniciación cristiana, delegó en los sacerdotes la potestad de administrar también la crismación. La Iglesia oriental, además, da la comunión al neobautizado inmediatamente después de la crismación, incluso a los niños recién nacidos, para que la iniciación cristiana sea completa.

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B) En la desviación del otro grupo, se negaba o degradaba la humanidad de Cristo. Los primeros herejes de este tipo fueron los docetas, que conceptuaron a la carne y la materia como malos principios, a los cuales Dios no se pudo unir, por eso consideraban al Cuerpo Cristo como «imaginario,» «aparente» (dokéo – aparezco.) En tiempo de los Concilios Ecuménicos, Apolinario enseñaba erróneamente sobre la humanidad de Cristo. A pesar de que él reconocía la realidad de la encarnación del Hijo de Dios en Jesucristo, afirmaba que en Él la humanidad fue incompleta: aceptando tres composiciones en la humanidad de Cristo, Apolinario enseñó que Él tuvo alma y cuerpo humanos, mientras que Su espíritu (o intelecto) no fue humano, sino Divino; y ese espíritu divino componía la naturaleza Divina del Salvador – el cual lo abandonó en el momento de Su Pasión en la Cruz. Refutando estas falsas sabihondeces, los Santos Padres esclarecieron, que el espíritu humano es libre y compone la esencia fundamental del ser humano. Esta esencia, gozando de la libertad sufrió pues la caída. Y al estar vencida, necesitaba de la salvación. Por eso el Salvador para restaurar al hombre caído, Él mismo poseyó esta parte esencial de la naturaleza humana (el espíritu.) O mejor dicho, no sólo poseyó lo inferior, sino que también la fase superior del alma humana. En el siglo 5 también la herejía monofisita degradaba la humanidad de Cristo. Ella se levantó entre monjes alejandrinos, y fue en oposición y reacción al nestorianismo, que degradaba la naturaleza Divina del Salvador. Los monofisitas consideraban que en Jesucristo la naturaleza carnal fue absorbida por la Divina, que lo humano se hizo Divino, y por eso aceptaban en Cristo solo una naturaleza. El monofisismo se llama también herejía de Eutiques y fue refutada en el Cuarto Concilio Ecuménico en Calcedonia. Un rebrote de la refutada herejía monofisita, fue la doctrina monofilita (thélima – deseo, voluntad), transmisora de la idea sobre una única voluntad en Cristo. Los monofilitas, en el recelo de no reconocer en Cristo dos personas aceptando en Cristo la voluntad humana; aceptaron en Él solo la voluntad Divina. Pero como lo expresaron los Padres de la Iglesia, tal doctrina abroga el hecho mismo de la salvación humana por Cristo, compuesto por la libre sumisión de la voluntad humana a la voluntad de Divina: no sea Mi voluntad, sino la Tuya, oró el Señor. – Con relación a esta desviación, el Sexto Concilio Ecuménico definió: «Confesamos en el Único y Mismo Cristo dos naturalezas, la Divina y la Humana, y dos voluntades o deseos en Él... Su deseo humano es consecutivo, y no contradicente o antagonista, sino que más bien se subordina al deseo Divino y todopoderoso.»

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11. Oratio catechetica magna Su obra dogmática más importante es la extensa Catechesis, que compuso hacia el 385. Es un resumen de la doctrina cristiana, que dedicó a los maestros que cnecesitan de un sistema en sus instrucciones» (prólogo). Constituye de hecho el primer ensayo de teología sistemática, después del De principiis de Orígenes. Gregorio hace una exposición admirable de los principales dogmas y los defiende contra paganos, judíos y herejes. Se propone fundamentar todo el conjunto de las doctrinas cristianas sobre bases metafísicas y no exclusivamente sobre la autoridad deja Escritura. Trata de Dios, de la redención y de la santificación. En la primera parte (c.1–4) se estudia la doctrina sobre Dios uno en tres personas, la consubstancialidad del Hijo con el Padre y la divinidad del Espíritu Santo. En la segunda parte (c.5–32) se discuten Cristo y su misión. Partiendo de la creación del hombre y del pecado original, Gregorio muestra la restauración del orden primitivo por la encarnación y la redención . En la tercera parte (c.33–40) se estudian la aplicación de la gracia de redención por los dos sacramentos, Bautismo y Eucaristía, y la condición esencial para la regeneración, que es la fe en la Trinidad. En líneas generales, Gregorio depende de Orígenes y de Metodio en gran escala . Sobre todo, su doctrina universalista sobre los novísimos acusa la influencia del gran Alejandrino. No obstante eso, el manual de dogma de Gregorio fue un éxito, como lo demuestra su gran difusión en la Iglesia oriental. 2. Obras exegéticas La admiración de Gregorio por Orígenes aparece aún más evidente en sus escritos exegéticos. Sigue los mismos principios hermenéuticos que éste, menos en las dos obras que escribió, a requerimientos de su hermano Pedro, obispo de Sebaste, sobre la narración de la Creación. 1. De opificio hominis En la primera de ellas se propuso completar las homilías de Basilio sobre el Hexaemeron (cf. supra, p.226s). En la carta que sirve de introducción dice que, al mandarla a su hermano Pedro como regalo de Pascua, quería añadir al tratado de Basilio, «Nuestro común padre y maestro,» la consideración de la creación del hombre, que falta en el Hexaemeron, «no para interpolar su obra con esta inserción, sino para que no parezca que la gloria del maestro empieza a fallar entre los discípulos.» Aunque el De opificio consiste principalmente en una explicación antropológico-psicológica de Génesis 1,26, no descuida en absoluto el punto de vista teológico, como dice al principio: «El objeto de la investigación que nos proponemos hacer no es pequeño; no cede en importancia a ninguna de las maravillas del mundo; quizás sea mayor que ninguna de las que conocemos, porque ningún otro ser, fuera de la creación humana, ha sido creado a imagen de Dios.» Esta obra la compuso Gregorio quizás poco después de la muerte de San Basilio, ocurrida el 1 de enero del 379, o acaso en el último período de su vida.

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Las limitaciones del cristianismo confesional se han hecho en nuestro tiempo más patentes que nunca, pues la aparición de una civilización científica universal ha eliminado muchas viejas barreras y ha acercado mucho más entre sí a las naciones y las culturas. La paradoja de la presente situación es que, aunque la creencia en la Encarnación fue la fuerza principal en la aparición de nuestro presente orden social y económico, los trascendentales cambios que ha producido la misma civilización tecnológica hayan contribuido al declive del cristianismo. La experiencia eucarística dio origen a la ciencia moderna, pues transformó profundamente la actitud de los seres humanos hacia la materia. La Iglesia en sus sacramentos enseñó que el mundo físico es bueno y verdadero y que la persona humana ha sido designado por el Creador para ser su dueño responsable. La comida eucarística, que introduce a los participantes en el íntimo círculo de los amigos de Cristo, da a los cristianos confianza en su capacidad de comprender la mente del Logos Encarnado y de participar en sus planes para la redención y transfiguración del universo. El cristianismo liberó a sus seguidores del fatalismo de las religiones paganas y les salvó del temor a lo desconocido, que habían abrigado los seres humanos desde los albores de la historia. El proceso de la educación cristiana de la humanidad ha estado lejos de ser simple. Al principio, la nueva religión fue únicamente aceptada por un puñado de discípulos; después de la conversión del mundo grecorromano, el cristianismo se vio grandemente estimulado por las notables realizaciones de la civilización clásica, pero también seriamente entorpecido por la finalidad y la autoseguridad de su filosófico modo de ver, que íntimamente se asoció con la Iglesia para formar su sistema doctrinal y organización eclesiástica. El profundo pesimismo del helenismo contribuyó a que la Iglesia bizantina no se percatase de las consecuencias materiales de la Encarnación ni descubriera la actitud científica hacia la vida. Por lo tanto, esta tarea recayó sobre las naciones que aparecieron en la escena de la historia cristiana a finales del primer milenio. Eran bárbaros, y se tardó mucho tiempo en enseñarles los rudimentos del cristianismo. La cultura medieval fue artísticamente vigorosa y original, pero intelectualmente parcial, y su interpretación del significado de la Encarnación no tuvo en cuenta muchas características esenciales de la idea cristiana de los seres humanos y el mundo.

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Las fórmulas eucarísticas . Llamamos eucarísticas a aquellas fórmulas que comienzan casi invariablemente con el conocido preámbulo dialogado del prefacio, que invita a la acción de gracias y desenvuelve, al menos como tema inicial, una acción de gracias a Dios. Ellas son las más solemnes de la liturgia, reservadas por regla general a obispos o a sacerdotes, y entran en los actos más importantes del culto. El tipo de la plegaria eucarística es indiscutiblemente apostólico ; San Pablo lo repite muchas veces en sus cartas. Los escritos y los textos eucológicos antiquísimos están todos suavemente invadidos de un vivo y afectuoso reconocimiento a Dios. La Didaché, San Clemente, San Ignacio, San Justino, se hacen frecuentemente eco de las ευχαριστα (=gratiarum actiones) dirigidas al Padre y creador del universo, que formaban una parte tan importante en la liturgia; más aún, que constituyen la característica más destacada del nuevo culto cristiano. La más importante fórmula eucarística, llamada en los sacramentarlos romanos canon actionis, y en los griegos, anáfora, es la que se recita en la misa sobre los elementos del pan y del vino para que se obre la transubstanciación; ella fue siempre considerada en la liturgia como la prex por excelencia. La estructura de esta fórmula a principios del siglo III nos ha sido conocida a través de la Traditio apostólica, de San Hipólito (+ 225). Es incierto si cuando la compuso había pasado ya el cisma; no se la puede considerar como la prex officiale de la iglesia romana; sin embargo, puede decirse fundamentalmente que nos refiere el esquema general de la misma y quizá también la fraseología tradicional. En ella se distinguen diversas partes, que confirmarán en lo sucesivo los elementos constitutivos de la prex en todas las liturgias; es decir: a) El diálogo inicial: Dominas vobiscum... Sursum corda... Gratias agamus... b) El prefacio con la base eucarística en el tema teológico. c) Un tema cristológico que conmemora la encarnación y la muerte redentora de Jesucristo y conduce a la parte culminante de la prex. d) La relación de la institución con las palabras consecratorias. e) La anamnesis, es decir, la memoria de la muerte y resurrección de Jesucristo, y la ofrenda del sacrificio. f) La epiclesis, es decir, la invocación del Espíritu Santo sobre los dones consagrados. g) La doxología final.

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Скачать epub pdf Capítulo I. La Iglesia Durante la Lucha por la Supervivencia. Siglos I-IV La Iglesia y el judaísmo. – La separación de la Iglesia respecto de Israel. – La Iglesia y el helenismo. – La Iglesia y el Estado romano. – La persecución: su origen y naturaleza. – Las causas de la victoria cristiana. – Las primeras sectas y herejías. – Autores y maestros de la Iglesia oriental en los siglos II y III. La Iglesia y el Judaísmo La comunidad cristiana cobró existencia en la festividad de Pentecostés, cuando un pequeño grupo de galileos «se llenaron del Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, a medida que el Espíritu les daba expresión.» Este acontecimiento tuvo lugar en Jerusalén, ciudad fronteriza del Imperio romano, frente al Oriente que aun se encontraba sin conquistar. Es así que, comenzó una nueva era en la evolución espiritual de la humanidad. La nueva religión se difundió rápidamente por las vías de comunicación dentro de la Diáspora judía. Durante la vida de los Apóstoles esta expansión llegó hasta España y probablemente hasta la India; Roma, Alejandría, Antioquía y otras grandes ciudades se convirtieron en centros de actividades cristianas. La historia de la Iglesia presenta una imagen de la continua adaptación a un ambiente siempre variable. Se compone de adelantos y retrocesos, de victorias y derrotas; pero a pesar de estos cambios revela tal tenacidad de propósito, tal unidad de fe, que la Iglesia cristiana se ha distinguido de todas las otras religiones. El primer problema con que tropezaron los seguidores del Mesías fue la adaptación a la comunidad judía en que nació su religión. Los judíos ocupaban una posición única en el Estado plurinacional romano. Étnicamente afines a los otros habitantes de Siria y Arabia, aún formaban un grupo densamente compacto, resistiéndose ferozmente a la fusión con sus otros vecinos. Esta obstinada altivez era resultado de su historia religiosa, pues los judíos no sólo profesaban un monoteísmo intransigente, en aguda oposición contra el politeísmo predominante de otras naciones, sino que, además, creían que Dios había concertado un pacto personal con Israel, ordenando a su pueblo elegido que obedeciera su ley, y prometiéndoles a su vez redimirles del pecado y de la opresión. Los libros del Antiguo Testamento contienen la historia de un largo proceso de educación y purificación, en el curso del cual Israel, unas veces obediente, otras veces rebelde, había dado existencia a una nueva casta, capaz de realizar la tarea que le asignaba Yhavé. La fe en lo humanamente imposible, la disposición a sufrir en obsequio del pacto, una elevada autoconciencia y una profunda comprensión de que la santidad y la confianza son condiciones indispensables para la comunión con el Señor de los Ejércitos se convirtieron en algunas de las sorprendentes características del pueblo elegido.

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La plegaria litúrgica, así como no está en contra de las prácticas extralitúrgicas de la ascesis cristiana, así tampoco suprime la plegaria individual. Todo lo que aquélla dice genérica o implícitamente, puede decirse que se ha dicho en ésta de una manera explícita y más íntima para el alma. Las ondas del sentimiento pueden elevarse libremente; el dolor puede ser sentido hasta las lágrimas; el gozo, cumplido hasta la saciedad. La liturgia es la marcha del ejército del Señor, y su canto es el himno de una inmensa fila de soldados que camina en orden perfecto, mientras la plegaria individual es un girar, o pararse, o un correr perdidamente, sin dirección, murmurando, gritando, callando, todo en plena libertad. Las resonancias interiores suscitadas por la plegaria litúrgica son la reproducción en el individuo de los sentimientos de la Iglesia y tienen una tonalidad social común a todos los fieles presentes. Las resonancias interiores de la plegaria individual son incomunicables, personales, aun cuando su nacimiento lo haya producido la industria del día. El espíritu litúrgico se empobrece y muere si prescinde de la oración consistente en la meditación privada; sólo el encuentro con Dios en la soledad puede hacer al alma capaz de darse a la comunidad, concurriendo activamente a la glorificación de Dios en la obra, litúrgica. Esto, sin embargo, no significa que la oración individual 110 se apoye a su vez en la liturgia: muchas veces el alma encuentra el sentimiento perdido de la presencia y de la majestad de Dios precisamente en la liturgia. En la práctica, muchas veces la plegaria individual y la litúrgica se entrelazan y completan a su vez. En ciertos momentos en que el texto no sugiere determinados pensamientos, como durante una larga comunión general, sostenida sólo durante algunos instantes por el canto de la Comunión, nada más natural sino que el que participa en la misa entable una conversación particular con Dios. En la tendencia que se manifiesta en algunos monasterios, desde el siglo V, a prolongar las pausas entre los hemistiquios del canto o en la recitación de los salmos, se ve claramente la intención de mezclar la plegaria individual con la liturgia, aun a costa de violentar ligeramente la naturaleza.

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