La eclesiología de Jomiakov se centra en la verdad y el amor como organismo. La Iglesia, según él, no es autoridad, porque la autoridad es algo exterior a nosotros. La Iglesia no es una autoridad sino la verdad. La aportación eclesiológica más notable de Jomiakov es la idea de la sobornost. Este término deriva del adjetivo eslavo que traduce la palabra καθολικη del Credo: «Creo en la Iglesia una, santa, católica (καθολικη, sobórnaya) y apostólica.» Más que «universal,» el término griego significa, etimológicamente (καθ’ ολον), la integridad en el sentido intensivo. Se trata de un término cualitativo; la extensión cuantitativa, espacial, no es una suma de diferentes partes: la Iglesia local, en torno al obispo, es ya, en su mismo ser, pléroma católico. «La infalibilidad – dice Jomiakov – reside sólo en la hermandad ecuménica (en la sobornost) de la Iglesia, unida por un amor mutuo: la custodia de los dogmas y la pureza de los ritos es encomendada no sólo a la jerarquía sino a todos los miembros de la Iglesia que constituyen el Cuerpo de Cristo.» Si Jomiakov llenó la primera mitad del siglo XIX, en la segunda mitad sobresale el filósofo Vladímir Serguéievich Soloviov (1853–1900), con quien la tradición espiritual rusa elabora por primera vez un concepto del mundo en el que la racionalidad occidental y la contemplación oriental se integran en una síntesis de ciencia, filosofía y religión. Amigo personal de Dostoievsky, sobre cuyas ideas influyó, poeta, teólogo y filósofo, bajo el influjo, a su vez, del idealismo alemán, especialmente de Hegel y Schelling, publicó, en 1874, su tesis: La crisis de la filosofía occidental contra los positivistas, que fue seguida de otras obras filosóficas. Después de una etapa eslavófila, hacia los años ochenta, Soloviov, con una vocación de universalidad, se consagra al acercamiento de las Iglesias. No se adhiere al catolicismo, pero afirma su fe en la unidad profunda y mística de la Iglesia, mantenida a pesar de las divisiones históricas de los cristianos. Hace un gesto de intercomunión: en 1896 comulga de manos de un sacerdote católico que comparte sus convicciones sobre la unidad de los cristianos. En su deseo de reconciliar Oriente y Occidente, ve en la Iglesia tres elementos diferentes y complementarios figurados en tres apóstoles: Juan, el teólogo, que representa el espíritu contemplativo de Oriente; Pedro, la acción y la guía de la Roma católica; Pablo, la interpretación del mensaje evangélico, que simboliza el protestantismo.

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La anáfora de Serapión no tiene la claridad, el vigor, la concatenación de los conceptos que se admiran en la de Hipólito. Esta desarrolla preferentemente el tema teológico, la alabanza al Padre. La parte que corresponde a Jesús está restringida a pocas palabras: «Fuiste (por Cristo) anunciado, demostrado, revelado a toda naturaleza creada»; pero, conforme a la regla tradicional, la narración de la institución se halla en el centro de la prez y constituye el nervio de todo el rito. Nótese cómo la commendatio de les elementos eucarísticos, que entra a formar parte de la anáfora; la anamnesis, apenas aludida, y, finalmente, la epiclesis van dirigidas al Logos, mientras que las también egipcias del papiro de Der-Belyzeh y de la liturgia de San Marcos se dirigen al Espíritu Santo. El Logos es invocado sobre las oblatas para transformarlas, como un día vino a María virgen para encarnarse. San Atanasio, amigo de Serapión, confirma tal fórmula epiclética. «Cuando – se dirige él a los elegidos – la gran oración y la sagrada súplica ha sido elevada a Dios, el Verbo desciende sobre el pan y sobre el cáliz y éstos se convierten en su cuerpo. «La epiclesis del Verbo hace explícito aquello que se contiene en la narración de la institución y fila el momento de la consagración. Esta es la primera fórmula del género que encontramos en la historia litúrgica ordenada a producir la transformación espiritual del pan y del vino (epiclesis consecratoria) inserta después de la narración de la institución. Hay que revelar, finalmente, cómo la gran intercesión, que Serapión coloca al final, antes de la doxología final, en la liturgia de San Marcos es anticipada al Sanctus. La tradición siríaca. Antioquía, llamada la grande, la bella, por sus monumentos y sus escuelas, ocupa con Jerusalén uno de los puestos más conspicuos en!a historia cristiana de los primeros siglos. A principios de la era vulgar, los hebreos tenían una floreciente colonia y gozaban de derechos iguales que los de los griegos. Después de la persecución en la que cayó el protomártir San Esteban, los fieles de Jerusalén se refugiaron allí en gran número, y aquí fueron llamados por primera vez cristianos. San Pedro se estableció allí ciertamente y rigió por algún tiempo la comunidad. Antioquía fue el primer foco de irradiación evangélica en las regiones circunvecinas, y, consecuentemente, el centro litúrgico donde confluyeron las corrientes religiosas en la Iglesia primitiva, impregnadas todavía de hebraísmo.

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Cuando el matrimonio tenía lugar por medio de la confarreatio, se hacía sentar a los esposos, con la cabeza velada, sobre dos escabeles puestos el uno junto al otro, sobre los cuales era extendida la pata de la oveja sacrificada por el arúspice; ofrecían a la divinidad la hogaza de trigo y comían juntos algún bocado; después daban la vuelta al ara precedidos del sirviente (camiilus). A continuación de la ceremonia tenía lugar la coena nuptíalis. Hacia la tarde, la esposa, a la luz de las antorchas, era acompañada a la casa del marido (la deductio in domum), que la recibía a la entrada con una ceremonia sagrada llamada aqua et igni accipere. Después la prónuba hacía sentar a la esposa sobre el lectus genialis frente a la puerta, donde pronunciaba las oraciones de costumbre a las divinidades de la nueva casa. Con esto la fiesta había terminado. El Rito Nupcial Cristiano La Iglesia desde el principio, dándose cuenta de la santidad del matrimonio y ansiosa de que los fieles no se uniesen con infieles, con peligro de la propia fe, o estuviesen sujetos a leyes y costumbres no siempre conformes con la ley de Dios, exigió severamente ejercer una cierta injerencia en las bodas cristianas de sus hijos. San Ignacio de Antioquía a principios del siglo II, después de haber exaltado la virginidad en honor de la carne del Señor, añade: «Es conveniente que los esposos y las esposas se unan con la aprobación del obispo, a fin de que su matrimonio sea según Dics y no según la concupiscencia. «De donde se puede fácilmente argüir que ya en aquel tiempo las bodas eran una institución sagrada, que exige a través del obispo, cabeza de la comunidad, la sanción eclesiástica. Si después esta institución recibió también una forma ritual en la Iglesia naturalmente, es difícil probarlo; aunque, examinando los precedentes, pueda juzgarse como muy probable. Noticias más concretas las da, alrededor del 200, Tertuliano. «¿Cómo podremos conseguir – escribe – hacer conocer la felicidad de aquel matrimonio que es concilliado por la Iglesia, confirmado por la celebración del sacrificio, sellado por la bendición (...quod oblatio confirmat et obsignat benedictio), anunciado por los ángeles, ratificado por el Padre? Permaneciendo en pie, de manera que ni siquiera sobre la tierra los hijos se casan rectamente sin el consentimiento de sus padres.

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Esta oración implica que todo bautismo no sólo añade otro miembro la Iglesia universal, sino que extiende también el dominio del patente Reino de la Santísima Trinidad. La santificación del agua como parte de la naturaleza es un paso en la redención gradual de toda vida sobre la tierra, proceso que, sin embargo, depende de la voluntad del hombre a cooperar con su Creador. La Confirmación La interpretación corporativa y cósmica del bautismo se extiende por la manera de administrar la confirmación (o la santa unción), que en el Oriente sigue inmediatamente al bautismo. Aunque el sacerdote unge con óleo al nuevo cristiano, el sacramento es episcopal como en Occidente, pues el crisma o santo óleo ha tenido que ser consagrado por una asamblea de obispos presidida por el jerarca mayor de la Iglesia autocéfala. Tal consagración tiene lugar durante la Cuaresma, y es una ceremonia larga y solemne. Cada vez, el crisma recién preparado se añade al viejo, y así se conserva un ininterrumpido suministro del óleo sagrado. Siempre que el sacerdote unge con este crisma expresa la bendición del episcopado unido de todos los tiempos. Las palabras que pronuncia el sacerdote cuando unge las diferentes partes del cuerpo: «El sello de la gracia del Espíritu Santo,» son las mismas que utilizan los judíos en la circuncisión, y así unen al viejo con el nuevo Israel. La confirmación se entiende de manera distinta en Oriente y Occidente. Para los ortodoxos, la unción no es la renovación de los votos bautismales, sino una ordenación laica, mediante la cual el cristiano recibe una gracia especial, en su condición de laico, para participar en la administración de todos los otros sacramentos. Estas son acciones corporativas, y tanto los ministros ordenados como los laicos ungidos son esenciales para su debida celebración. La consagración del crisma por la cabeza de cada Iglesia nacional acentúa el carácter ecuménico de la confirmación. Es un sacramento de unidad cristiana, pues al ungir a todos los miembros eclesiásticos con el mismo crisma, entran en la comunidad del mismo cuerpo. La unción es el sacramento de Pentecostés. Aquel día, la Theotokos y los Apóstoles recibieron el don del Espíritu Santo, que puso a plena luz su personal singularidad. Análogamente, el santo crisma otorga a todos los miembros de la Iglesia el poder de realizar su propia contribución creadora a la vida de la comunidad en espíritu de perfecta libertad, y de desarrollar aquellas capacidades e intereses que le distinguen del resto de la humanidad. Marca la aceptación de la responsabilidad individual en la comunidad de la Iglesia.

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Se nos objetará, quizá, que la disensión dogmática entre Oriente y Occidente no fue más que accidental, que no desempeñó un papel decisivo, que se trataba más bien de dos mundos históricos diferentes que tarde o temprano debían separarse para seguir cada uno su propio camino; que la disputa dogmática no fue más que un pretexto para romper definitivamente la unidad eclesiástica, la cual, de hecho, hacía mucho tiempo que no existía ya. Tales afirmaciones, que se dejan oír muy frecuentemente tanto en Oriente como en Occidente, son debidas a una mentalidad puramente laica, a la costumbre general de tratar la historia de la Iglesia según los métodos que prescinden de la naturaleza religiosa de la Iglesia. Para un «historiador de la Iglesia», el factor religioso desaparece, encontrándose reemplazado por otros, como el juego de los intereses políticos y sociales; o el papel de las condiciones étnicas o culturales, consideradas como fuerzas determinantes en la vida de la Iglesia. Se cree más listo, más al día, invocando estos factores como las verdaderas razones dirigentes de la historia eclesiástica. Un historiador cristiano, aunque reconoce la importancia de estas condiciones, apenas puede resignarse a considerarlas diferentemente que exteriores al ser mismo de la Iglesia; no puede renunciar a ver en la Iglesia un cuerpo autónomo, sometido a una ley distinta de la del determinismo de este mundo. Si se considera la cuestión dogmática sobre la procesión del Espíritu Santo, que dividió a Oriente y Occidente, no se la puede tratar como un fenómeno fortuito en la historia de la Iglesia, considerada como tal. Desde el punto de vista religioso, es el único motivo que cuenta en la concatenación de los hechos que condujeron a la separación. Aunque condicionada, quizá, por varios factores, esta determinación dogmática fue, para unos como para otros, un compromiso espiritual, una toma de partido consciente en materia de fe. Si frecuentemente se está inclinado a quitarle importancia al hecho dogmático que determinó todo el desarrollo ulterior de ambas tradiciones, es debido a una cierta insensibilidad con respecto al dogma, considerado como algo exterior y abstracto. La espiritualidad es lo que cuenta, dicen; la diferencia dogmática nada cambia. Sin embargo, espiritualidad y dogma, mística y teología, están inseparablemente ligados en la vida de la Iglesia. Por lo que se refiere a la Iglesia de Oriente, como hemos dicho, no establece una distinción bien nítida entre la teología y la mística, entre el terreno de la fe común y el de la experiencia personal. De ahí que, si queremos hablar de la teología mística de la tradición oriental, no podremos tratar dicho tema de otro modo que dentro de los límites dogmáticos de la Iglesia ortodoxa.

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En el siglo X, un reavivamiento de la vida espiritual en la ortodoxia alcanzaría su cima con Simeón el Nuevo Teólogo (949–1022). Junto con el reavivamiento espiritual llegaba un florecimiento del arte sacro. Durante aquel período se realizó en toda su plenitud la función original del arte de la Iglesia: se formó el lenguaje clásico del icono ortodoxo, que expresaba visualmente – en la medida en que es posible por medios humanos – la verdad de la revelación cristiana. El lenguaje artístico alcanzaba la forma que transmite más plenamente la experiencia espiritual de la ortodoxia. La imagen alcanzó, desde ese período, la más alta precisión, claridad y forma. El arte se fundía inseparablemente con la realidad de la experiencia espiritual. La forma fue concebida y realizada como la transmisión más convincente y lúcida del contenido. Al fijar la atención del creyente en el prototipo, el icono lo ayuda en el proceso interior de llegar a ser como el prototipo. El lenguaje artístico del arte ortodoxo es cambiante, puesto que sus formas son las de la experiencia viva y por lo tanto varían con el tiempo, e inmutable, ya que la experiencia espiritual misma es esencialmente inalterable. En el período posticonoclasta, nuevos grupos de gente entraron en la Iglesia, la mayoría de los cuales eran de origen eslavo. Cada nación aceptaba la tradición cristiana como un todo, con su pasado, su presente y su futuro. Para los nuevos convertidos, las herejías de Nestorio, de Eutico o de los iconoclastas no eran problemas extraños, sino que representaban una distorsión de su propia fe y de su propia vida. Los pueblos recientemente convertidos heredaban el lenguaje ya formado del arte sagrado , junto con su fundamento teológico . Sobre esta base, cada pueblo desarrollaba su propio lenguaje artístico original. Esta expresión de originalidad era favorecida por el hecho de que en la Iglesia , ortodoxa la unidad de la fe no sólo no excluye la diversidad en las formas de culto y en otras expresiones de la vida de la Iglesia sino que -todo lo contrario- requiere tal diversidad. Éste es el motivo por el cual la fe debe renovarse constantemente a través de la experiencia original y creativa de la tradición . Cada nación que entraba en la Iglesia traía sus propias peculiaridades nacionales y crecía de acuerdo con su propio carácter, en santidad así como en su manifestación externa y artística . El arte sacro no era recibido pasiva sino creativamente, y por lo tanto se combinaba con las tradiciones artísticas locales. Tanto la santidad como la sagrada imagen adquirían un colorido y una forma nacionales como frutos de la experiencia viva. En la medida en que emergían formas específicas de santidad rusa, serbia y búlgara, surgían así correspondientemente tipos específicos de iconos.

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El las iglesias orientales, con la resolución de cuestiones dogmáticas, aparecieron las herejías. En el occidente, prácticamente, no había herejías; antes la ausencia de la comprensión inteligente del cristianismo solo surgían escisiones. La herejía oriental trataba de refutar a todas las herejías y establecer la enseñanza de la fe ortodoxa sobre principios firmes; la occidental – trataba con todos los medios conservar el orden de la iglesia, colocarse en situación independiente del poder civil y potenciar su influencia sobre la sociedad y el estado. En una palabra, la iglesia oriental tenia sus intereses, y la occidental – los suyos. Esta misma diferencia de intereses y tendencias de la parte oriental y occidental del imperio, los separaba entre si, pero no hasta sentirse ajenas una a la otra, La unidad de la fe, los sacramentos y toda la organización de la Iglesia, durante largo tiempo ligaba en una unidad. La separación con la ruptura de toda relación de las iglesias occidental y oriental podía ocurrir solo si de parte de cualquiera de ellas se vulneraría la unidad de la fe, los sacramentos y la organización de la iglesia. Para la desgracia de todo el mundo cristiano, la iglesia de occidente vulneró a esta unidad y rompió la unión con la iglesia oriental. De lo arriba expuesto se ve como la iglesia occidental, poco a poco, durante varios siglos, arbitrariamente permitía en si las innovaciones y deformaciones en la parte dogmática, ceremonial y canónica. Así en siglos VI-XI, en todas las iglesias del occidente se afirmó la enseñanza sobre la emanación del Espíritu Santo también del Hijo (filioque). Enseñanzas semejantes, que deformaban los dogmas del cristianismo, la Iglesia Universal, incluyendo a la occidental, siempre consideraba heréticas y a los que las seguían, excluía de su sociedad. Además la iglesia occidental permitió muchos cambios ceremoniales – ayuno el sábado, realización de la Eucaristía sobre pan sin levadura, realización de la oleouncion solo por obispos, celibato del clero, etc.

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Esta conmixtión de fondo teológico nació en Oriente; y, en efecto, encontramos la primera mención en Teodoro de Mopsuestia alrededor del 400. Esta entró rápidamente en todas las liturgias orientales y occidentales, tomando un auge ritual considerable. La aceptó también la liturgia papal, y constituyó, como decíamos en su lugar, la única conmixtión realizada por el pontífice en la propia misa antes de comulgar. Delineados brevemente los puntos salientes en la historia del ritual de la fracción y conmixtión, pasamos ahora a estudiar las fases de su desarrollo litúrgico. La primera conmixtión antes aludida, la que tiene relación con el fermentum, tradicional en la iglesia romana, era naturalmente propia de las misas celebradas no por el papa, sino por obispos y por sacerdotes. En estas misas, según la prescripción del I OR (suplemento), se le llevaba al celebrante, que substituía al papa, al final del embolismo del Pater, la partícula del fermentum, y la ponía en el cáliz, haciendo con ella tres veces la señal de la cruz mientras pronunciaba la fórmula Pax Domini...; pero podía ocurrir que faltase el fermentum, como sucedía cuando se decían misas privadas. En este caso, en vez de omitir la conmixtión, el celebrante debía suplir el fermentum separando una partícula de la propia única oblata y haciendo la conmixtión como antes. Seguía después el ósculo de paz, la fracción general de las oblatas y la comunión, que el celebrante hacía, naturalmente, en el altar. No era muy diverso el uso de las iglesias episcopales del Septentrión, según nos describe el V OR, de los siglos VIII-IX. El obispo comienza la fracción en el altar con la propia oblata; pero de las partículas en que la divide, una queda sobre el corporal, y la otra, depositada en el cáliz con la acostumbrada fórmula Pax Domini... Hecho esto, del a el altar y vuelve a la propia sede, presenciando desde aquí la fracción de las oblatas destinadas a los fieles. Cuando se ha realizado ésta, se le lleva a él una partícula, con la cual comulga, sin ninguna fórmula o ceremonia especial. Se recordará, en cambio, que el papa antes de comulgar separaba con los dientes un trozo de la propia oblata presentada sobre la patena y la ponía en el cáliz, sostenido por el archidiácono, diciendo: Fiat commixtio et consecratio Corporis et Sanguinis D. N. lesu Christi accipientibus nofofs in vitam aeternam, Amen; Pax tecum! Era ésta la conmixtión derivada de la iglesia griega y adaptada en la misa papal, mientras en las otras misas de obispos y sacerdotes se observaba solamente la antigua conmixtión latina.

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Nacido en Tesalónica, emprendió una carrera política a favor de Juan VI Cantacuzeno. En 1347 acompañó a su amigo Gregorio Palamás en la toma de posesión de la sede de Tesalónica, donde parece ser que acompañó también, en 1349, al emperador. Fue íntimo amigo de Demetrio Cidones, aunque no le siguió en su actividad unionista; buen conocedor de la doctrina escolástica, defendió la genuina tradición ortodoxa de la teología sacramental tradicional y patrística, que opone a los teólogos latinos especialmente en la cuestión de la epíclesis. Sobrino del arzobispo tesalonicense Nilo Cabásilas. Buen conocedor de la teología latina, escribió en favor del palamismo y contra el Filioque, se mantuvo siempre laico, aunque pasó los últimos años de su vida retirado en un monasterio cerca de Constantinopla. Allí escribió sus obras más importantes, entre las cuales destacan: Explicación de la Divina Liturgia y La vida en Cristo. Fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa en 1983. En la Explicación de la Divina Liturgia expone, punto por punto, en 53 capítulos, la liturgia de san Juan Crisóstomo y ofrece algunas consideraciones teológicas en torno a la Eucaristía. Los capítulos 27–31, sobre la epíclesis y la acción santificadora del Espíritu Santo en la transformación de los dones eucarísticos, con alusiones a las objeciones y a los usos de los latinos, son de una riqueza particular para comprender la plegaria eucarística o anáfora. De hecho, esta obra de Cabásilas viene a ser el primer documento en que la epíclesis aparece explícitamente como una cuestión pendiente entre latinos y griegos. Cabásilas sitúa la consagración del pan y del vino en la doble perspectiva de la θεολογια y de la οικονομια. Esto le lleva a conferir a las palabras de la institución una eficacia real, pero subordinada a la oración de la epíclesis. La teoría cabasiliana sobre la epíclesis será la que expondrán los delegados ortodoxos al concilio de Florencia. Los padres del concilio de Trento la consultarán para conocer la fe de los ortodoxos en la Eucaristía, y teólogos católicos del siglo XVII, tales como Bossuet o Arnaud, se basarán en el realismo sacramental de Cabásilas para refutar las interpretaciones más simbólicas de los protestantes; su noción de sacrificio eucarístico será elogiada en gran manera, en el siglo XX, por teólogos de la Eucaristía como el célebre De la Taille.

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Muchos autores cristianos usan las categorías ontológicas de mente y materia para interpretar la descripción paulina del conflicto entre el espíritu y la carne. El cuerpo material era caracterizado como la sede de deseos insaciables e insistentes, de la pasión y la emoción, de la concupiscencia por la dominación. Todas estas pasiones parecen surgir de la necesidad de asegurar y de consumir los recursos, limitados para sostener la vida corporal. Las necesidades del cuerpo y las energías dirigidas a satisfacer sus apetitos eran reconocidas como la fuente del conflicto social y el medio principal de ejercer el dominio sobre los otros humanos. En contraste con el cuerpo, la mente era caracterizada como estable en la vida e intrínsecamente libre de pasión, nutrida por la verdad eterna e indivisible y, como la sede del amor que modera los bajos instintos, armoniza a las personas una con otras y las une a Dios. A diferencia de los deseos corporales, los deseos del espíritu admiten un accionar progresivo e incluso permanente. A causa de estas diferencias, muchos autores cristianos describían regularmente el camino a la realización humana y a la bienaventuranza como la limitación de los deseos del cuerpo y el cultivo de los recursos del espíritu. La felicidad para la persona entera sería obtenida finalmente con la transformación de la carne y su asimilación a la vida del espíritu. Esta interpretación ontológica de la oposición del espíritu con la carne requería alguna clarificación de la intención y propósito de Dios en la constitución de la persona humana . La real condición del cuerpo humano y su resistencia al espíritu eran explicadas generalmente como las consecuencias de una desviación intencional, usualmente un pecado de sensualidad, introducido por Adán y Eva. Este primer pecado sacudió la unidad original en la que Dios había creado a la naturaleza humana; trajo la mortalidad a la carne y cargó el espíritu con las demandas de un cuerpo debilitado. Entre las funciones principales de la gracia redentora estaban el fortalecer el espíritu en su lucha para dominar el cuerpo por el ascetismo y el restaurar la carne a una condición espiritualizada en su resurrección de entre los muertos .

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