La tarea de la Iglesia en la enseñanza de la Fe consistía en: luchar contra las herejías, encontrar la forma exacta de expresar los dogmas de la Fe que hemos heredado desde la antigüedad, confirmar la exactitud de la Doctrina eclesiástica; basándola en las Sagradas Escrituras y en la Sagrada Tradición. Las ideas de los Santos Apóstoles sobre la enseñanza de la Fe fue, y sigue siendo, el ejemplo de la plenitud e integridad de la concepción cristiana del mundo: un cristiano del siglo veinte no podría desarrollar o profundizar con mayor perfección los dogmas de la Fe en comparación con los Apóstoles. Por eso son totalmente impropias las tentativas – si es que aparecen – de descubrir nuevas verdades cristianas, nuevos aspectos de los dogmas ya establecidos, o nuevas maneras de comprenderlos, tanto por parte de la misma ciencia de la Teología Dogmática, como de algunas personas aisladas. El real objetivo de la ciencia en la Teología Dogmática consiste en enunciar de manera bien argumentada y probatoria la Doctrina Ortodoxa Cristiana. Algunas obras completas de la Teología Dogmática han expresado las ideas de los Padres de la Iglesia en su continuidad cronológica. Así fue creada, por ejemplo, la ya antes mencionada obra del Obispo Silvestre «La experiencia ortodoxa de los dogmas teológicos.» «Hay que saber que este modo de planteamiento en la ciencia dogmática ortodoxa no pretende analizar el desarrollo paulatino de los dogmas. Su meta es distinta: el enunciado históricamente consecutivo y completo del pensamiento de los Santos Padres de la Iglesia con respecto a cada objeto de la Fe, reafirmando evidentemente que ellos estuvieron unánimes en sus ideas y en su aceptación de los dogmas de la Fe. Pero algunos observaban el objeto de un lado, y otros de otro. Cada uno aportaba argumentos diferentes y de esta manera el estudio histórico de la enseñanza de los Padres de la Iglesia nos demuestra la plenitud de sus observaciones en los dogmas de la Fe, y la evidente demostración de su verdad.

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La fête de la Transfiguration, très vénérée par l’Église orthodoxe, peut servir de clef pour la compréhension de l’humanité du Christ dans la tradition orientale. Celle-ci ne considère jamais l’humanité du Christ en faisant abstraction de sa divinité, dont la plénitude habitait en Lui corporellement (Col 2, 9). Déifiée par les énergies divines, l’humanité du Verbe ne peut apparaître aux fils de l’Église, après la Résurrection et la Pentecôte, autrement que dans cet aspect glorieux qui restait caché aux yeux humains avant l’avènement de la grâce. Cette humanité fait apparaître la divinité qui est la splendeur commune aux Trois Personnes. L’humanité du Christ servira d’occasion à la manifestation de la Trinité. C’est pourquoi l’Épiphanie (fête du Baptême du Christ, selon la tradition liturgique de l’Orient) et la Transfiguration seront célébrées si solennellement: on fêtera la révélation de la Trinité – car la voix du Père se fit entendre et le Saint-Esprit fut présent la première fois sous l’aspect d’une colombe, la deuxième fois comme la nuée lumineuse qui couvrit les apôtres. Cet aspect royal du Christ – «l’Un de la Sainte Trinité» – venu dans le monde pour vaincre la mort et libérer les captifs, est propre à la spiritualité orthodoxe de toutes les époques et de tous les pays. Même la passion, même la mort sur la croix et la mise au tombeau revêtiront un caractère triomphal où la majesté divine du Christ accomplissant le mystère de notre salut transparaîtra dans les images de la déchéance et d’abandon. «Ils m’arrachèrent Mes vêtements et M’habillèrent de pourpre, ils posèrent sur Ma tête une couronne d’épines et Me mirent dans la main un jonc, afin que Je les détruise comme des vases d’argile.» Le Christ revêtu de l’habit de dérision apparaît soudain, vers la fin de cette hymne, comme le Roi venant pour juger le monde, le Christ eschatologique, Celui du Jugement dernier. «Celui qui se pare de lumière comme d’un manteau se tint nu devant les juges et reçut des coups sur la face de la main qu’il avait créée.

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El patriarca búlgaro Eutimio de T’rnovo (1375–1393) y Cipriano, metropolita de Moscú (1381–1382 y 1390–1406), traducen al eslavo la Diataxis para la liturgia del patriarca Piloteo, de quien Eutimio era discípulo. También se remonta a la misma época la traducción eslava del Typikón de Mar Saba, el cual, sin embargo, se adoptará oficialmente sólo un siglo más tarde: en 1429 en la laura de la Trinidad y San Sergio, cerca de Moscú; en 1441 en Novgorod y en 1494 en Solovki. Esta nueva síntesis, que Roberto Taft llama «neo-sabaíta» para distinguirla de la que se llevó a cabo en el siglo IX por los estuditas, entra también en las iglesias seculares, e incluso la corte constantinopolitana se adapta al nuevo rito, mientras que la tradición estudita sólo se mantiene en vigor en los monasterios impropiamente llamados «basilianos» de la Italia meridional. La síntesis monástica neo-sabaíta determina y fija, entre los siglos XIV y XV, la fisonomía espiritual de la liturgia ortodoxa, hecha de repetidas postraciones, vigilias y multiplicados Kyrie eleison. Al mismo tiempo se agudiza el sentido de la transitoriedad de la existencia; con frecuencia, los mismos soberanos visten gustosos el hábito monacal, y el monaquismo se eleva a estado del cristianismo. Si es cierto, como escribió el escritor ruso Gogol, que «toda Rusia es un gran monasterio,» la historia de la liturgia puede contribuir a explicar el porqué. VIII. Los Tiempos Modernos Con la caída de Constantinopla en manos de los turcos el 29 de mayo de 1453, el Patriarcado ecuménico pierde la catedral de la Divina Sofía, durante tantos años dimensión espacial de la liturgia bizantina. El acontecimiento interrumpe el desarrollo normal de la vida litúrgica y, al tiempo, establece las premisas de un cierto inmovilismo ritual. Pero el factor que por encima de cualquier otro viene a condicionar en la edad moderna la evolución de la tradición litúrgica bizantina fue, sin duda, la aparición de la imprenta, ya que entre 1522 y 1545 las tipografías venecianas publicaron la serie entera de los libros litúrgicos de la Ortodoxia. Los manuscritos entregados a la imprenta reflejan naturalmente la recensión neo-sabaíta, con las variantes locales típicas del Mediterráneo griego. Así, sólo por poner un ejemplo, las ritos matrimoniales de las Iglesias ortodoxas hoy en vigor tienen muy poco que ver con el ritual «bizantino» o constantinopolitano del matrimonio. Podemos incluso decir que hoy – hablando desde un punto de vista científico – la liturgia ortodoxa se presenta exclusivamente en la forma de sólo una de sus variantes provinciales.

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Pero en la liturgia de la Iglesia antigua se empleaba también en el rito de los demás sacramentos, sin excluir la Eucaristía. Entraba en la preparación de los catecúmenos para el bautismo. Después de la oración, advierte la Tradivo, cuando el que instruye ha impuesto las manos sobre los catecúmenos... los despedirá; en la confirmación y en la absolución de los pecadores y en la reconciliación de los penitentes, la frase imponere manum in poenitentiam era ya antigua en tiempo de San Cipriano (+ 258); en la celebración de la Eucaristía: imponens manum in eam (oblationem) cum omni presbyterio, prescribe la Traditio a propósito del obispo consagrado, dicat gratias agens...; entraba también en la unción de los enfermos, pues ya Orígenes traduce el conocido texto de Santiago orent super eum así: imponant ei manum. También en otros muchos ritos extrasacramentales, la imposición de las manos tenía y tiene x todavía una amplia aplicación. Así lo encontramos en la consagración de las vírgenes, en la bendición de los abades y abadesas, en los exorcismos, en el canon de la misa, en muchas bendiciones; tanto que, en no pocos textos escriturísticos y antiguos, el término benedicere equivale a imponer las manos. Podemos decir que desde comienzos del siglo III, a medida que los documentos son más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el ceremonial litúrgico como un rito tan tradicional, que no pueda dudarse un momento de su antigvedad. El gesto, evidentemente, era casi igual en todos los ritos antes citados; la mano derecha o ambas manos extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o cosa, o bien puestas en contacto con ella; pero el significado simbólico era diverso en cada caso. Unas veces quería indicar la elección o designación de una persona para un determinado oficio; otras, la transmisión de un poder o de un carisma; otras, la consagración a Dios de una persona o cosa; bien el auspicio de la bendición celestial sobre alguno, o el conjuro y la purificación de un influjo demoníaco, o la invocación del perdón y de la gracia de Dios, o, como en el Hanc igitur, la declaración tácita de poner sobre una víctima expiatoria (Cristo) los pecados del mundo. Es corriente encontrar que la imposición de las manos esté acompañada de una fórmula que precise el sentido de la misma y una señal de la cruz, que indica la causa eficiente de la misma. Escribe San Cipriano: Praepositis Ecclesiae offeruntur (los neófitos) et per nostram orationem ac manus impositionem Spíritum Sanctum consequuntur ac signáculo dominico consummantur.

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La oratio veli, que debía seguir, sería, según él, ni más ni menos que la oratio super sindonem. Como se ve, hay aquí una serie de afirmaciones gratuitas, que vienen a deshacer el orden tradicional de este punto de la misa ambrosiana. Pero, como ha observado De Meester, para el rito bizantino, apoyándose también sobre el estudio de Petrovsky, la preparación de la materia del sacrificio está, por su misma naturaleza, íntimamente unida al rito eucarístico, y, en consecuencia, a la misa de los fieles; tenía lugar en un principio después de la despedida de los catecúmenos, y consistía en la ofrenda que los fieles hacían del pan y del vino. Cuando estas ofrendas cayeron en desuso, entonces la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa de los fieles; desaparecido el rito de la ofrenda, se desarrolló el rito de la preparación, llamada prótesis. Emita cambio piensa De Meester y Petrovsky que haya podido tener lugar entre los siglos VIII y IX. Todavía antes de que tuviese lugar esta transformación, cuando todavía los fieles llevaban sus dones al altar, se introdujo en el oficio bizantino, en la segunda mitad del siglo VI, el canto del himno Cherubicon. Cuando la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa, entonces este canto en este punto, más que al rito de la ofrenda, acompañó al traslado procesional de las oblatas de la prótesis al altar. Es ilógico, por tanto, declarar primitivo en la misa ambrosiana el rito de la procesión de las oblatas, que no es primitivo ni siquiera en la oriental; y más ilógico todavía afirmar que Milán del ó este pretendido uso primitivo hacia los siglos VI-VII por influjo de Roma, de la cual habría tomado el uso de la ofrenda de los fieles, precisamente cuando el Oriente dejaba el uso primitivo de la ofrenda para substituirlo con la prótesis, con la correspondiente procesión de las ofrendas. El rito de la prótesis al principio de la misa de los catecúmenos no ha formado nunca parte de la misa ambrosiana. Solamente en el siglo V hubo alguna tentativa sobre el particular. El Canon Con el diálogo entre el sacerdote y los fieles comienza la parte más sagrada de la misa, el canon. San Ambrosio la llama con los nombres benedictio, sacrae orationis mysterium, prex, sermo caelestis, verba sacramentorum. La introducción al canon está constituida por el Praefatio. Tal nombre, faltando en el leoniano y encontrándose excepcionalmente en tres lugares del gelasiano antiguo, Jungmann piensa no ser improbable que haya pasado a designar las fórmulas Veré dignum en los libros romanos posteriores del uso milanés. La abundancia de prefacios en el misal ambrosiano no es una característica suya, sino que representa el uso romano antiguo, reducido después en el gregoriano. Sobre los prefacios ambrosianos genuinos, de los cuales se distinguieron los derivados en el misal ambrosiano de otras fuentes, particularmente de los gelasianos del siglo VIII, ha hecho un excelente estudio Paredi.

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La lucha entre el cristianismo y la doctrina de Lenin del materialismo dialéctico continua todavía. Los comunistas tenían la ventaja de un monopolio de la educación y podían excluir a los cristianos de todos los puestos principales, temían y desconfiaban de la libertad, y negaban a los cristianos el derecho de defender su religión mediante argumentos, y esto fue su principal debilidad. La causa cristiana sufre a causa de las restricciones artificiales impuestas a las actividades de la Iglesia, de la falta de libertad intelectual y de la exclusión, respecto de su liderazgo, de personas considerados por los comunistas como demasiado independientes. Sin embargo, su fuerza estriba en la verdad de su enseñanza, y, en cuanto se refiere a la Iglesia rusa, en la experiencia eucarística de sus miembros, que les asegura el amor divino y la realidad de su unión con el Cristo resucitado y ascendido. La Iglesia Rusa en el Exilio Los años 1918–22 fueron una época de guerra civil en Rusia. Después de la derrota militar de las fuerzas anticomunistas, tuvo lugar un gran éxodo; fueron desterradas más de un millón de personas. Estos fugitivos eran de diversas nacionalidades, credos y opiniones políticas, pero la mayoría de ellos pertenecían a la intelligentsia rusa. La dureza de la vida fuera de su propio país y la amargura de la derrota alteraron su modo ver. Muchos de ellos reconocieron la verdad de las advertencias de Vekhi, que habían predicho que el comunismo, por cuya victoria habían trabajado los rusos occidentalizados, no produciría igualdad y libertad, sino una dictadura cruel. La desilusión política ayudó a muchos a retornar a la Iglesia, que se convirtió en centro de los grupos de rusos exiliados, particularmente numerosos al principio en los Balcanes, Francia y Alemania. La generación joven de la intelligentsia había comenzado este retorno al cristianismo aun antes de la Revolución, pero el proceso se vio acelerado por la emigración. Los miembros de la Iglesia rusa en el exilio se enfrentaron con muchas tareas difíciles: podían organizar la vida eclesiástica sin interferencia política, pero se veían entorpecidos por la inseguridad, la pobreza y la degradación social; también deseaban ayudar a sus oprimidos hermanos de religión en Rusia; y se veían obligados a definir su actitud frente a los cristianos occidentales, entre quienes tenían que vivir y trabajar.

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Aceptan las mismas Escrituras como fuente autorizada de su enseñanza; todo el Oriente y la mayor parte de Occidente confiesan conjuntamente una fe en Jesucristo como Señor Encarnado y Salvador, y adoran a un solo Dios en tres personas, la Trinidad; la gran mayoría utiliza el Credo niceno como el mejor resumen de su creencia común 21 . Ambos consideran los sacramentos, especialmente el bautismo y la eucaristía, como partes indispensables del rito cristiano y enseñan que el ser humano sobrevive a su muerte física. Esta unanimidad esencial alivia su falta de unidad con respecto a esas declaraciones teológicas en que se expresan el individualismo occidental el espíritu comunitario del Oriente. La primera divergencia que merece nuestra atención afecta al lugar de la doctrina en la vida de la comunidad. El Significado de la Doctrina en el Oriente Para los ortodoxos, la Iglesia es principalmente una comunidad de adoración. Su principal tarea es alabar al Creador y enseñar a sus miembros a glorificarle en el debido espíritu. La propia palabra Ortodoxia, tan amada por los cristianos orientales, realza esta función de la Iglesia. Este énfasis sobre el culto influye a su vez en la importancia que se da a los diferentes tipos de definiciones doctrinales. Pertenecen a tres clases: dogma, teologúmenos y opiniones teológicas. Los cristianos orientales consideran que no es preciso definir dogmáticamente nada que no tenga alguna relación directa con el culto divino. La confesión de fe es para ellos parte de la doxología. Los dogmas salvaguardan la visión trinitaria de Dios y la verdad de la Encarnación, y están contenidos en el Credo y en las definiciones dogmáticas de los concilios ecuménicos. En esto hay una marcada diferencia entre Oriente y Occidente. Los sistemas doctrinales occidentales incluyen capítulos tales como la constitución de la Iglesia, la naturaleza del hombre, del pecado y de la gracia, y los caminos de la salvación. Para los cristianos orientales, todos estos problemas caen dentro de la esfera regida por los teologúmenos, por las declaraciones que hacen los venerados maestros de la Iglesia y que aceptan otros; sin embargo, no tienen la misma autoridad que el dogma. Pero tampoco los teologúmenos proporcionan a los ortodoxos las soluciones de todos los problemas doctrinales, muchos de los cuales están abiertos a la libre opinión teológica, donde a veces surge oposición directa entre los miembros eclesiásticos. Un ejemplo de esto es la muy debatida cuestión del estado de los cristianos occidentales y el carácter de los sacramentos administrados por las confesiones heterodoxas. Sobre estos puntos la Iglesia ortodoxa no ha llegado a una decisión unánime, mientras que la veneración de la Santa Theotokos, aunque no definida dogmáticamente, es aprobada por los teologúmenos universalmente aceptados en lo referente a su posición única en la economía de la salvación.

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La «apertura» de la tradición patrística de la cristología consistía no sólo en el hecho de que algunos problemas quedaron sin resolver sino también en la disponibilidad de caminos potenciales para el pensamiento constructivo. La concepción, tan característica de Máximo el Confesor, de una naturaleza humana dinámica que, para ser plenamente humana, está llamada a perfeccionarse a sí misma creativamente y en conformidad con un propósito divino, está expresada en la doctrina de una voluntad distintivamente humana en Cristo. Esta cristología de Máximo provee a la vida humana de un fundamento espiritual y un sentido que los cristianos están llamados a asumir plenamente, puesto que el mismo Logos divino lo asumió y murió en la carne por su salvación. Además, durante el período iconoclasta, los teólogos ortodoxos defendieron la «descriptibilidad» humana de Cristo y, por ese mismo signo, lograron mostrar que la presencia divina no sólo se realiza en las palabras de la enseñanza y de la predicación o en el misterio sacramental, sino que también se manifiesta en las obras de arte. Las consecuencias de este testimonio para la validez de la cultura humana son en verdad invalorables. Incluso si las tradiciones de la teología y la espiritualidad tendieron a dividirse en Oriente y en Occidente durante el segundo milenio de la historia cristiana, han preservado, conscientemente o no, el pasado común atanasiano, ciriliano, calcedonio, maximiniano, e «iconodúlico.» Este fundamento espiritual común es la mayor esperanza para una futura reintegración. 2. Cristo Como Salvador en Occidente. Bernard McGinn L as creencias del cristianismo medieval latino respecto de la persona y la obra de Cristo el Redentor fueron modeladas fundamentalmente por la herencia patrística tan bien esbozada por John Meyendorff en el ensayo anterior. Aunque los grandes debates cristológicos fueron ante todo un asunto oriental, la participación latina en dar testimonio de la fe de la Iglesia indivisa fue de gran importancia en casos tales como la intervención del papa León 1 en Calcedonia, el apoyo occidental a Máximo el Confesor durante la controversia monotelita, o el estímulo papal a los monjes iconodulos que huyeron de Oriente en el siglo VIII. Sin embargo, la manera en que el cristianismo latino se apropió de la fe y la expresó dio matices especiales al lugar de Cristo en la espiritualidad occidental . A pesar de que varios de los ensayos presentados en este volumen tocan algunos aspectos de las actitudes occidentales hacia la persona y la obra salvífica de Cristo, parece apropiado añadir este apéndice como un breve detalle de este elemento crucial en la espiritualidad cristiana de Occidente.

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Más tarde, en la recensión franca (Vat. Reg. 316) del gelasiano se interpoló, entre la dominica quinta de Cuaresma y la dominica de Ramos, lo esencial del Ordo antes dicho desde el primero hasta el séptimo escrutinio inclusive, pero de tal manera que el conjunto de las ceremonias aparece como si debiesen terminarse en una sola reunión. El XI OR es, por tanto, una fuente segura de la que podemos sacar el ritual y los formularios propios de la primera iniciación y del catecumenado vigente en Roma, no sólo en la época de la segunda compilación, sino además en la que surgió del gelasiano original, es decir, la segunda mitad del siglo VI. Solamente hay que tener en cuenta que las rúbricas indicadas en el Ordo para los infantes se aplicaban en otro tiempo, con las pocas variantes necesarias, a los adultos. Exponemos, sobre todo, los ritos de la iniciación de los catecúmenos; en el párrafo siguiente trataremos de los propios capacitados. Los infantes de ambos sexos, guiados por sus respectivos padres y padrinos, se reunían en la puerta de la iglesia, donde un acólito les tomaba los nombres. Una vez en el templo, se dividían en dos grupos: a la derecha, los niños, y a la izquierda, las niñas. Después un sacerdote hace sobre cada uno la señal de la cruz, diciendo: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Pone en la boca de cada uno un poco de sal bendita, diciendo: Accipe, Ule talis, salem sapientiae, propitiatus in vitam aeternam. Con esto terminaba su iniciación; eran ya catecúmenos. Como se ve, la ceremonia se encuadra substancialmente en las líneas de la tradición antigua. Los niños eran conducidos fuera de la iglesia; pero naturalmente no para comenzar, como antes, un período más o menos largo de penitencia, de preparación bautismal; esperaban sólo pocos instantes; es decir, hasta que se cantase el introito y la colecta de la misa Cum sanctificatus fuero in vobis, cuyo formulario, de la dominica precedente, fue trasladado en esta época a la feria tercera, donde se encuentra actualmente; después continuaba la ceremonia con la aperitio aurium. Las Observancias Rituales de los Competentes Después de que los catecúmenos al principio de la Cuaresma habían adquirido con su firma el compromiso de recibir el bautismo en Pascua – y con esto se habían convertido en competentes o elegidos –, comenzaba para ellos la serie de instrucciones catequísticas y ejercicios ascético-penitenciales de que hablábamos antes. Insertas en esta laboriosa preparación catequística y moral, realizada como obra en la cual toda la Iglesia estaba interesada y parte integrante del culto oficial de la comunidad, se celebraban: 1) Dos solemnes ceremonias: a) La traditio symboli, que resumía las catequesis hechas sobre el símbolo. b) La traditio orationis dominicae, que resumía las hechas sobre el Pater noster.

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Y a llamamos la atención en el volumen precedente sobre la importancia del lugar que ocupa en la historia del pensamiento cristiano Alejandría de Egipto. Esta ciudad del saber, famosa por su monumental biblioteca y por sus escuelas de religión, filosofía y ciencias, fue también el lugar donde el cristianismo se puso en contacto más directo con el helenismo que en ninguna otra metrópoli del Oriente o del Occidente. Por eso mismo fue en este ambiente donde plantearon el problema fundamental de la teología, el problema de la fe y la ciencia, y el problema, con él relacionado, de la fundamentación y defensa filosóficas de la fe. La potencia intelectual del genio griego ayudó a hacer del cristianismo una fuerza espiritual y contribuyó a desarrollar una elevada teoría del conocimiento, capaz de avanzar mucho hacia la meta de contentar aun a las inteligencias más eminentes. Con todo, la búsqueda de una sabiduría más elevada y los comienzos de la investigación teológica no estaban exentos de peligros para la pureza de la fe. Alejandría se convierte en escenario de especulaciones doctrinales, pero también de controversias dogmáticas; en laboratorio donde se elabora y formula el dogma, pero donde se fraguan también teorías nuevas e interpretaciones personales, que con frecuencia no están de acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia. La patria de la escuela teológica más famosa lo fue también de la peor herejía de la antigüedad cristiana, que trató de suplantar la verdad revelada con principios y métodos filosóficos. La cuna de la ciencia sagrada es también la cuna del arrianismo. Casi todos los escritores del presente capítulo y la mayoría de los restantes estuvieron envueltos, más o menos, en la gran controversia a que dio origen la rebelión del presbítero alejandrino. A pesar de los numerosos estudios hechos recientemente, los orígenes del arrianismo y su historia anterior al concilio de Nicea presentan problemas que aún no han hallado respuesta. Así, por ejemplo, se discute todavía si las ideas precursoras de la doctrina de Arrio se han de buscar en las teorías de Orígenes o más bien en las de Pablo de Samosata o Luciano de Antioquía. Asimismo, los historiadores no se han puesto aún de acuerdo sobre las fechas de algunos hechos acaecidos en la fase prenicena de la disputa arriana. Gwatkin, Seeck, Snellman, Opitz y Schneemelcher piensan que la disputa comenzó el año 318 ó 320, antes de la persecución de Liciniano. En cambio, Schwartz, Batiffol, Bardy y Telfer opinan que el primer choque franco de Arrio con su obispo Alejandro y su condenación por éste no ocurrieron hasta la primavera o el otoño del 323, y que los acontecimientos ulteriores se desarrollaron un tanto rápidamente, en el espacio de dieciocho a veintidós meses. Arrio

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