4. Las Actas de los santos Carpo, Papilo y Agatónica son la relación autentica de un testigo ocular del martirio de Carpo y Papilo, que murieron en la hoguera en el anfiteatro de Pérgamo, y de Agatónica, una mujer cristiana que se arrojó a las llamas. Las actas, en su forma actual, parecen incompletas. Agatónica había sido condenada como los otros dos; pero, como esta parte falta en el texto, da la impresión de que se suicidó. Los martirios ocurrieron en tiempo de Marco Aurelio y Lucio Vero (161–169). Estas actas circulaban aún en tiempo de Eusebio (Hist. eccl. 4,15,48). 5. Las Actas de Apolonio. En su Hist. eccl. 5,21,2–5, Eusebio da un resumen de estas actas. El las había incluido va en su colección de martirios antiguos. Apolonio era un sabio filósofo. Juzgado por Perennis, prefecto del Pretorio de Roma, fue decapitado durante el reinado del emperador Cómodo (180–185). Los discursos con que Apolonio defiende su fe ante Perennis se asemejan, en su argumentación, a los escritos de los apologistas. Probablemente se basan en las respuestas del mismo filósofo, consignadas en las Acta praefectoria oficiales. A. Harnack las ha llamado «la más noble apología del cristianismo que nos ha legado la antigüedad.» Se han publicado dos traducciones de estas actas, una en armenio por Conybeare, en 1893, y otra en griego por los Bolandistas, en 1895. III. Al tercer grupo pertenecen las actas de los mártires romanos Santa Inés, Santa Cecilia, Santa Felicidad y sus siete hijos, San Hipólito, San Lorenzo, San Sixto, San Sebastián Santos Juan y Pablo, Cosme y Damián; también el Martyrium S. Clementis (cf. supra p.52) y el Martyrium S. Ignatii. El que estas actas no sean auténticas no prueba en modo alguno que estos mártires no hayan existido, como han concluido algunos sabios. La autenticidad o falsedad de estas actas no demuestra ni la existencia ni la no existencia de los mártires; indica solamente que estos documentos no se pueden usar como fuentes históricas. Colecciones. Eusebio reunió una colección de actas de mártires en su obra Sobre los mártires antiguos. Desgraciadamente, esta fuente de tanto valor se ha perdido. Sin embarco, en su Historia eclesiástica da un resumen de la mayoría de esta actas. Tenemos, no obstante, su tratado sobre los mártires de Palestina, que es un relato de las víctimas de las persecuciones que se sucedieron del año 303 al 311, y que él presenció siendo obispo de Cesarea. Un autor anónimo recogió las actas de los mártires persas que murieron bajo Sapor II (339–379). Existen en siríaco, que es la lengua en que fueron compuestas. Los procesos y los interrogatorios, por su forma, recuerdan las relaciones de las auténticas actas de los primeros mártires. Las actas siríacas de los mártires de Edesa son pura leyenda. 6. Los Apologistas Griegos

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Para decirlo brevemente, tomando de las Escrituras temas de todo el ámbito del conocimiento, produjo en breve espacio de tiempo un conjunto de obras que en estilo, expresión, carácter y composición se consideran semejantes a las literaturas griegas (Sozomeno, Hist. eccl. 5,18). Llegó aun a componer diálogos platónicos con material tomado de los evangelios (Sócrates, Hist. eccl. 3,16). Todas estas obras se han perdido, a excepción de una Paráfrasis de los Salmos en hexámetros, abundantemente entretejida de reminiscencias de antiguos poetas griegos. Pero aun ella es de autenticidad dudosa. Colega cree que su autor fue quizás el presbítero Marciano, que murió en Constantinopla después del año 471. Según Sozomeno (Hist. eccl. 6,25,4/5), Apolinar compuso también himnos litúrgicos, que por su dulzura indujeron a muchos a adherirse a él, y cantos religiosos para uso privado: «Los hombres cantaban sus melodías en los banquetes y durante su trabajo diario, y las mujeres las cantaban mientras tejían. Pero, aunque sus tiernos poemas se adaptaban a las fiestas, a los festejos y a otras ocasiones, todos ellos eran igualmente para honra y gloria de Dios.» De ellos no ha quedado nada. 6. Correspondencia con Basilio Magno Su correspondencia con Basilio el Grande, que se encuentra entre las cartas de este último (Epp. 361–4), y que consiste en dos cartas de San Basilio y dos respuestas de Apolinar, hay que considerarla probablemente como auténtica, según se desprende de las últimas investigaciones hechas por Prestige, De Riedmatten y Weijenberg (cf. supra, p.235), aun cuando sigan sin disiparse algunas dudas. Aspectos de su Teología. No obstante ser Apolinar un extraordinario campeón y abogado valeroso de la doctrina nicena en contra de los arrianos, se ha tratado de hacer derivar su cristología particular de la doctrina de éstos. Otros se inclinan a creer que el apolinarismo representa la forma científica de un monofisitismo simplista basado en la antropología de Platón. Ambas interpretaciones no tienen en cuenta sus razones últimas. Sus obras nos le muestran como un teólogo de mente penetrante y reflexiva y de una habilidad dialéctica excepcional. Su filosofía es sincretista, que combina elementos tanto peripatéticos como estoicos. Fue su oposición a los arrianos la que le llevó a inventar su teoría.

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Basilio no escatimó esfuerzos para eliminar el malentendido que crearon «ultras» pronicenos. Escribió cartas, envió emisarios, invitó a los obispos occidentales a que viniesen al Oriente y se reunieran con él y sus amigos; aunque le desairaron a menudo, fue perseverante. Murió en el ano 379 sin ver completa la reconciliación, pero tuvo la satisfacción de observar muchas señales de que las Iglesias se movían en la dirección debida y que se restauraría pronto la concordia. En todas sus obras Basilio tuvo la gran ayuda de su amigo y discípulo San Gregorio Nacianceno, hijo de un humilde clérigo de una pequeña secta religiosa que se reconcilió más tarde con la Iglesia. Su madre, Nona, severa y ascética mujer, dedicó su único hijo al servicio de Dios y le educó en el espíritu de la ortodoxia. Gregorio era pequeño de estatura, de cabellos rojos y salud precaria; pero, lo mismo que Basilio, era intrépido e intransigente. Poeta de grandes dotes, escritor de excelente prosa, habría preferido una tranquila vida literaria, pero las circunstancias le obligaron a tomar parte activa, y a veces decisiva, en la defensa de la ortodoxia. Fue ordenado presbítero en contra de su voluntad, como Basilio, y más tarde el propio Basilio le obligó a convertirse en obispo del abandonado distrito de Sasima. Basilio necesitaba de su apoyo en la campaña contra los arríanos, pero Gregorio estuvo molesto durante mucho tiempo por esta violación que había hecho de su retiro su mejor amigo. Se sentía indigno de sus deberes sacerdotales y anhelaba su austera soledad en la finca de su padre. En el año en que murió San Basilio, Gregorio apareció de súbito en Constantinopla. La capital era por entonces una plaza fuerte del partido antiniceno y los partidarios del homoousios no contaban siquiera con un templo. San Gregorio empezó a celebrar y a enseñar en una habitación de una casa particular. Pronto se convirtió en el predicador más popular de la capital y fue probablemente por entonces cuando pronunció sus cinco famosas oraciones sobre la Santísima Trinidad. Representan una de las más altas realizaciones de la teología de la Iglesia oriental.

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«Pero ahora, mediante la ayuda del agua del nuevo nacimiento, se ha lavado la mancha de los años pasados, y una luz procedente de arriba, serena y pura, ha penetrado en mi reconciliado corazón, y un segundo nacimiento me ha convertido en un hombre nuevo.» Esta experiencia no fue meramente una emoción pasajera; le permitió llevar una vida nueva. El mismo San Cipriano relata ciertos episodios que ocurrieron en su ciudad natal durante la epidemia que se produjo durante la persecución de Decio (251). Todos los que pudieron huyeron de las ciudades, dejando atrás a los enfermos y a los moribundos. Se olvidaron todas las reglas de decencia, de comportamiento social que tendieran a la unidad y a la solidaridad frente a las contingencias. El individualismo ante los riesgos se expresaba en cada una de las circunstancias. Cada cual trataba meramente de salvar su propia vida. El sálvese quién pueda era la moneda corriente en la mayoría de la población. Pero sólo los cristianos eran valientes; sólo ellos conservaban su paz interior y el necesario autodominio, y cuidaban de los enfermos y los muertos. La faceta más sorprendente de su conducta era que incluso actuaban como enfermeros de los enemigos que les habían perseguido. Había algo revolucionario e inexplicable en la mentalidad y conducta cristianas, algo que estremecía y asustaba al mundo pagano por su contraste con las normas aceptadas. Esta regeneración de los conversos proclamaba la aurora de una nueva época. Es imposible explicar la victoria de la Iglesia sin reconocer que una fuerza previamente desconocida se había introducido en la historia. Nació una comunidad universal cuyos miembros no tenían miedo a la muerte y conservaban su unidad sin el uso del temor y la compulsión. Al contrario estos los unía y los fortalecía en la fe. El mensaje del Evangelio superaba a las ideas que predicaban los gentiles y los judíos: revelaba a Dios no sólo como omnipotente, sino como el Dios del Amor, no sólo como justo, sino como misericordioso. Los cristianos tenían un sentido de finalidad, de pertenencia, combinado con fortaleza, caridad y humildad, y esto les permitía convertirse en arquitectos de un nuevo y mejor orden social, demostrando como lo dice Santiago en su Carta, que la fe se demuestra por hechos y no por palabras (Stg. 2:14,17). La fuente de su inspiración no era una doctrina nueva, sino el encuentro personal con ese galileo enigmático, que prometía a sus seguidores su continua asistencia y un grado de amor y unidad inasequible hasta entonces por los seres humanos. Lo que sorprendía, lo que caracterizaba a la nueva religión fue, pues, hacerse dignos de esta atrevida promesa, cuya recompensa era el Reino Celestial. Las Primeras Sectas y Herejías

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No carece de interés la opinión del historiador liberal italiano Guillermo Ferrero, quien en 1933 opinaba que: «desde 1815 y hasta 1914 Rusia sostenía el equilibrio en Europa, ya que sin contar las contiendas de 1848 y de 1870 ninguna guerra sacudió el continente europeo. Esta circunstancia permitió el libre desarrollo de todos los países europeos, mientras que la competencia de Rusia con Inglaterra en intereses asiáticos contribuía a que aquel continente se mantuviese tranquilo y alerta. La caída del zarismo en Rusia representó su alejamiento de Occidente y de Oriente y esta retirada quebró el equilibrio mundial.» En los últimos años del siglo XIX hubo en Rusia un notable desarrollo en los campos de Medicina, Economía (ver tablas ultima pagina), Ciencias, Finanzas, Literatura, Música (Alexis Tolstoi, Leon Tolstoi, Ivan Turgenev, Fiodor Dostoievsky, Anton Chejov, Piotr Tchaikovsky, Alexandr Borodin, Nicolai Rimsky-Korsakoff, Modest Mussorgsky fueron algunos de los más destacados representantes). Alejandro III -ro murió en 1894 subiendo entonces al trono su hijo, Nicolás II, el último de los Romanov, familia que durante 300 años llevaron el pesado timón del poder en Rusia. Desde el día en que siendo un adolescente de 13 años presenció el asesinato de su abuelo Alejandro II mutilado por las bombas terroristas, hasta que en Ekaterinburgo fue masacrado junto con toda su familia (e incluso con sus servidores y su medico, quienes no quisieron abandonarlo) el 17 de julio de 1918, Nicolás II pareció predestinado al sufrimiento. Por ejemplo, fue víctima de un atentado en Japón, luego, con motivo de su coronación durante una fiesta popular en Jodynka, una avalancha de publico dejo un saldo de varios cientos de muertos. Mas adelante el fracaso de la guerra de 1904, que inicio Japón y que se desenvolvió a 11 000 km. de distancia de los centros militares de Rusia (siendo quizá esta, y la revolución interna de 1905, unas de las causas de la derrota). Además del padecimiento por la hemofilia de su único hijo varón Alexis. También la guerra mundial y por fin, la segunda revolución, todo pareció juntarse en su contra. En el campo religioso: el Zar Pedro I el Grande había impedido el nombramiento de un sucesor del Patriarca, suplantando su autoridad por un Senado (Santo Sínodo) que incluía laicos y hasta ateos, con el cual el pueblo ruso, profundamente religioso y obediente, se encontraba prácticamente acefalo e incluso tendenciosamente aconsejado. El Zar Nicolás II inicio la restitución del Patriarcado, para lo cual según la Ley de Melquisedec estaba autorizado. Dicha restitución se concreto en 1918, cuando el Zar ya estaba en cautiverio.

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En el año 381, cuando Teodosio convocó un Concilio de obispos orientales en Constantinopla para confirmar la victoria de la ortodoxia nicena, el patriarca de Alejandría puso en duda el derecho de Gregorio a ocupar su cátedra, ya que éste había sido elegido originariamente obispo de Sasima y tal traslado era contrario a las reglas eclesiásticas. Gregorio no quiso ir por supuesto. Se marchó de la capital y regresó a la finca de su padre en Ariansus, donde murió en el año 389. En su oración de despedida pintó un sorprendente retrato del nuevo tipo de prelado rico en cuya compañía se sintió como extraño. «Nadie me dijo que había de competir con cónsules y prefectos e ilustres generales. Nadie me dijo que esperarían de mí que pusiera los tesoros de la Iglesia al servicio de los excesos en el comer y beber y los fondos de caridad al servicio de la lujuria. Nadie me dijo que debía equiparme con soberbios caballos y montar en magníficas carrozas y que todo el mundo debía dar paso al Patriarca, como si fuese una especie de animal salvaje.» San Gregorio, encogido, vestido pobremente, pero con su fogosa imaginación y su lengua mordaz, provocaba un agudo contraste frente a los opulentos obispos que se comportaban y vivían como funcionarios del Estado. La dimisión de Gregorio inició la prolongada rivalidad entre Alejandría y Constantinopla, que terminó dividiendo en campos eclesiásticos separados a los obispos dirigentes de estas dos ciudades. El tercer insigne Capadocio fue San Gregorio de Nisa. Este hermano menor de San Basilio el Grande no tenía nada de la autoritaria personalidad de San Basilio. No fue un líder eclesiástico, pero sí pensador creador y original. San Gregorio era casado. Su bella esposa, Teosebeia, se convirtió en diaconisa. Ambos eran reverenciados como santos por los cristianos orientales. Lo mismo que Gregorio Nacianceno, fue obligado por San Basilio a aceptar órdenes episcopales, pero su blanda y poética naturaleza era inadecuada para la guerra eclesiástica. Sus escritos teológicos respiran un optimismo gozoso, inspirado por la victoria que consiguió la Resurrección de Cristo. San Gregorio creía que la naturaleza humana volvería a su gloria y belleza originales, pues el ser humano está creado a imagen viviente de Dios y le bendice su Creador con inmortalidad. Según San Gregorio, la caída del hombre sólo le privó temporalmente de la legitimidad que se le dio en el Paraíso y que se le ha de dar de nuevo al final de la historia.

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Focio (820–91) era un distinguido siervo civil, uno de los hombres más doctos de Constantinopla. Aunque lego, era reconocido como teólogo prestigioso. En el año 857, Ignacio, patriarca de Constantinopla (846–57 y 867–78), fue depuesto por el emperador Miguel III, el Borracho (842–67). En la subsiguiente crisis, ordenaron apresuradamente a Focio y le instalaron como patriarca (858–67). El papa Nicolás I (85 8–67), cuyas relaciones con Constantinopla estaban ya tirantes, se negó a reconocer a Focio como obispo legítimo. Envió dos legados a Constantinopla con una carta en que afirmaba su derecho a supervisar los asuntos de todas las Iglesias, incluyendo la de Constantinopla. Los legados llevaban el encargo de investigar la elección y de informar sobre ella al Papa. No obstante, Nicolás mencionaba en su epístola la posibilidad de reconocer a Focio si retornaban a su jurisdicción las provincias eclesiásticas del sur de Italia, Sicilia e Iliria, que se separaron de Roma durante controversia iconoclasta. En el 861 se celebró en Constantinopla un Concilio que presidieron los legados. Después de una prolongada deliberación, declararon, en nombre del Pontífice romano, que Focio era legítimo poseedor de su cargo. Esta victoria del recién elegido patriarca se compró a un alto precio. No sólo habían actuado los legados papales como jueces supremos en el caso de los dos pretendientes rivales del trono ecuménico, sino que el Imperio y la Iglesia habían reconocido su derecho a actuar de semejante forma. A Nicolás le embarazó mucho esta compleja situación. Le agradaba que hubiesen reconocido su autoridad, pero le inquietaba no haber conseguido el retorno de las apetecidas provincias, y esto era especialmente importante, pues la antigua provincia de Iliria coincidía en parte con una poderosa Bulgaria, donde el reinante Boris contemplaba su propia conversión y la de su pueblo al cristianismo. La cuestión de sí se asociase al cristianismo oriental u occidental era de suma importancia para el precavido Papa, que se daba cuenta de todas las consecuencias de tan grave decisión. En la desabrida correspondencia que a continuación tuvo lugar entre Roma y Constantinopla, el problema de Bulgaria adquirió una importancia central. La desviada política que seguía el zar Boris indujo a los antagonistas a que se acusaran unos a otros de separarse de la tradición apostólica. Así adquirió de súbito un tono siniestro la competencia entre Roma y Constantinopla, que hasta entonces se había limitado a sus esferas de influencia y jurisdicción. Cada parte acusaba a la otra de innovaciones heréticas, y con ello trasladaron su controversia a un nuevo campo, con las consecuencias religiosas, sociales y políticas que tales actitudes demandaría.

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A estos documentos agregó su libro Antítesis, en el que justificaba su repudio del Antiguo Testamento por la acumulación de todos los pasajes que prueban el carácter malo del Dios de los judíos. Expone igualmente sus objeciones contra los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles. Apeles. Apeles fue el discípulo más importante de Marción. Según Tertuliano, vivió primero con Marción en Roma, pero, después de algunas desavenencias con su maestro, partió para Alejandría de Egipto. Más tarde volvió a Roma. Rodón, su adversario literario, que le conoció personalmente, nos da la siguiente valiosa información sobre los discípulos de Marción, y en particular sobre Apeles: Por eso, ellos (los seguidores de Marción, los marcionitas) están en desacuerdo entre ellos mismos, sosteniendo pareceres incompatibles. Uno de su grey, Apeles, venerado por el género de vida que lleva y por su edad avanzada, admite un solo principio, pero dice que las profecías provienen de un espíritu enemigo. A ello le persuadieron los oráculos de una doncella poseída, llamada Filomena. Pero otros, entre ellos el propio capitán (Marción), introducen dos principios. A esta escuela pertenecen Potito y Basílico. Estos siguieron al Lobo del Ponto (Marción), siendo como él incapaces de percibir la división de las cosas, y recurrieron a una solución simple, estableciendo, pura y simplemente, dos principios, sin prueba alguna. Otros aún, pasando a un error todavía peor, suponen la existencia, no ya de dos naturalezas, sino de tres. Su jefe y director fue Sinero, como aseguran los que representan a su escuela (Eusebio, Hist. eccl. 5,13,24). Reviste particular importancia la discusión que tuvieron Rodón y Apeles. A. Harnack no ha dudado en calificarla «la más importante disputa religiosa de la historia.» Rodón hace la siguiente relación de esta discusión: Porque el anciano Apeles, cuando vino a conversar con nosotros, quedó convencido que hacía muchas afirmaciones falsas. Desde entonces acostumbraba decir que no es necesario investigar a fondo el asunto, sino que cada cual debe permanecer en su propia creencia.

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Nacido hacia el año 313, perdió la vista a la edad de cuatro años, según nos informa Paladio (Hist. Lausiac. 4). La alta estima de que gozó en vida brotó en parte de la espontánea admiración provocada por un hombre que, a pesar del enorme impedimento de una ceguera que le duró toda la vida, allegó un asombroso tesoro de erudición, y ello sin haber ido nunca a la escuela ni haber aprendido siquiera a leer. Fue un verdadero prodigio de conocimientos enciclopédicos, pero no fue, bajo ningún concepto, una inteligencia brillante u original. Se mantuvo al margen de las controversias religiosas de su tiempo, y, sin embargo, ejerció una influencia realmente fuerte en el pensamiento teológico contemporáneo. Atanasio no dudó en colocarle en un cargo de extremada responsabilidad como jefe de la escuela catequética de Alejandría (Rufino, Hist. eccl. 2,7). Fue el último de sus ilustres maestros, pues la famosa escuela se cerró poco después de su muerte. Sus discípulos más conocidos son San Jerónimo y Rufino. El primero menciona repetidas veces a Dídimo como su magister (Epist. 50,1; 84,3; Comm. in Osee proph. pról.; Comm. in epist. ad Ephes. pról.), ensalza su saber y da fe de la influencia que ejercía sobre los teólogos de su tiempo, tanto occidentales como orientales (Liber de Spir. Sancto, Praef. ad Paulin.). El segundo le llama «profeta» y «hombre apostólico» (Rufino, Apol. in Hier. 2,25). Pero Dídimo no se granjeó la admiración de sus contemporáneos solamente por su saber. Su ascetismo le valió un renombre igual. Vivió una vida casi eremítica. San Antonio, padre del monaquismo, le visitó varías veces en su celda, y Paladio le hizo allí cuatro visitas en un período de diez años (Hist. Lausiac. 4). Tenía ochenta y cinco años de edad cuando murió hacia el año 398. I. Sus Obras. Su vasta erudición, que asombraba a sus contemporáneos, la hizo visible en gran número de escritos. Según Paladio, «interpretó el Antiguo y Nuevo Testamento palabra por palabra, y tanta atención prestó a la doctrina, exponiéndola con sutileza y seguridad a la vez, que sobrepasó a todos los antiguos en conocimiento» (1.c.).

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1.° La liturgia sistemática fundamental, que se ocupa de estudiar la noción del culto, su valor sobrenatural, sus relaciones con el dogma, el derecho que compete a la Iglesia de fijar y determinar las formas y de imponer su observancia. Desde este punto de vista, la ciencia litúrgica toca los campos más determinados de la filosofía de la religión, de la teología dogmática y pastoral, de la ascética, del Derecho canónico. 2.° El estudio de los hechos litúrgicos, es decir, de los ritos que constituyen el patrimonio litúrgico, lo mismo el presente como el pasado, transmitido a nosotros por toda clase de medios, lo mismo en los documentos oficiales de la Iglesia que en los escritos de otro género, como son los Hechos apócrifos de los apóstoles, las actas de los mártires, las vidas de los santos, las crónicas medievales, los monumentos arqueológicos y artísticos. A ella le compete indagar el origen de tales ritos, su autenticidad, su conexión recíproca; examinar las eventuales derivaciones o afinidades con otras liturgias, analizar su contenido, aclarar su significado primitivo y el posterior. 3.° El inventario y la edición de los antiguos libros y formularios litúrgicos. Es éste uno de los menesteres más delicados y complejos de la ciencia litúrgica, porque requiere un conjunto de cualidades no comunes, tomando parte la arqueología, la paleografía, la historia, la filología, la linguística comparada. De muchos textos litúrgicos se conocen de una manera cierta el autor, la fecha, el lugar de origen, y son los más preciosos, porque proporcionan un material seguro para la elaboración científica. Otros, sin embargo, y son los más numerosos, adolecen de estado civil, y es preciso buscar su paternidad, su origen, la época de su composición, las posibles interdependencias. A este propósito es preciso reconocer los méritos de una pléyade de liturgistas de todas las nacionalidades, los cuales, revisando el inmenso material manuscrito existente en las principales bibliotecas de Europa, han descubierto y publicado con impecable crítica muchos antiguos códices litúrgicos, y otras veces han mejorado las ediciones ya hechas.

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