En la preparación inmediata al bautismo debió entrar en seguida el ayuno, considerado desde los tiempos apostólicos cómo el preludio penitencial de los actos que interesaban a la comunidad. La Didaché lo prescribe, con duración de uno a dos días, para el bautizando, para el que bautiza y para cuantos pueden. Y San Justino confirma estos datos, diciendo que «a los bautizandos los exhortamos nosotros a rezar, a ayunar, a pedir perdón de los pecados cometídos, mientras, por nuestra parte, rezamos o ayunamos con ellos.» El bautismo se confería con el agua natural corriente. Jesús había sido bautizado en el Jordán; sus discípulos, mientras vivía El, habían bautizado con agua. El término mismo βαπτζειν, usado por Nuestro Seρor, indicaba manifiestamente la ablución física con que sus fieles debían ser iniciados en la nueva fe. Esta ablución se hacía generalmente sumergiendo más o menos el cuerpo del candidato en agua corriente (aqua viva). Así lo hacían en tiempo de Jesús los judíos, que practicaban el bautismo de los prosélitos. Esto lo insinúan claramente los Actos en la narración del bautismo del eunuco: Et descenderunt uterque in aquam Philippus et eunacus, et baptizavit eum. Cum autem ascendissent de aqua. San Pablo tenía ciertamente delante de los ojos el bautismo de inmersión cuando establecía el conocido paralelo entre este sacramento y la muerte y la resurrección de Cristo, símbolo de la muerte mística del cristiano (consepulti in mortem) y de su resurrección a la gracia. No menos expresivas son las palabras que encontramos en el Pseudo-Bernabé: «Nosotros descendemos al agua llenos de pecado y de inmundicia, pero salimos llevando en el corazón la confianza en Jesús.» Y en el Pastor, de Hermas: «Para obtener la vida les fue necesario salir del agua ...; la señal (del Hijo de Dios) es, por tanto, el agua; se desciende muerto y se sale vivo . «Además, el pez, uno de los más antiguos y graciosos símbolos del arte cristiano de las catacumbas, no podía ser sino una alusión al bautismo de inmersión.

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El autor de la nueva prez exceptúa la disertación de la Commendatio oblationis y de la intercesión general; se atiene, en cuanto al resto, al orden de la tradicional anáfora romana. A la narración de la institución ha hecho seguir la anamnesis, la oblación a Dios del sacrificio y la doxología final. En esta época, el trisagio con el preámbulo de la alabanza angélica no entraba todavía en la ordenación de la prez romana. Fue introducido alrededor de la mitad del siglo V, al principio quizá de forma esporádica, para alguna ocasión especial, después como elemento estable. Su inserción inmediatamente antes de la Commendatio aportó una primera penetración en La composición organizada y lineal del canon primitivo. El trisagio interrumpió y en parte desvió el nexo lógico de los conceptos y contribuyó a reducir, de manera más o menos amplia, el desenvolvimiento de la parte teocristológica, que quedó limitada a la fórmula proemial y a una parte del prefacio. Otros elementos entonces todavía desconocidos por la anáfora romana e introducidos más tarde son el Communfcantes y su relativo Nobis quoque peccatoribus y las fórmulas del Memento de los difuntos y del Hanc igítur, recitadas solamente, como decíamos, en ciertas ocasiones particulares. He aquí, según nuestro parecer, cómo debía aparecer en sus grandes líneas el texto arcaico del canon romano. Una Tentativa de Reconstrucción del Canon Arcaico Los criterios. Para mayor claridad, hemos osado intentar una reconstrucción sirviéndonos de los datos y de los documentos antes citados; pero tenemos que exhibir la fórmula textual del canon para declararlo, sin ninguna pretensión, salvo por lo que respecta a las citaciones del De sacramentis. Nosotros pretendemos solamente proponer, con textos pertenecientes al siglo IV, la sucesión lógica de los conceptos que debían probablemente sucederse en el desenvolvimiento de la arcaica anáfora romana. Para suplir, por tanto, la parte prefacial, hemos recurrido al segundo de los dos fragmentos eucarísticos descubiertos por Mai, que desenvuelve precisamente, de manera noble y eficaz, el tema teocristológico tradicional. Este precioso fragmento de anáfora pertenece litúrgicamente al final del siglo IV, porque le falta todavía el Sanctus. No tenemos prueba absoluta de que sea precisamente de Roma, pero el tenor y el orden de su formulario (el cual se interrumpe al principio de la intercesión) son ciertamente romanos. Naturalmente, insertándolo en la reconstrucción de la prez, no se puede asegurar que en realidad formase parte de ella, si bien el desconocido autor, arriano según parece, dice expresamente que lo recitaban los católicos en sus oblaciones. Después, el paso del prefacio a la Commendatio oblationis lo hemos sacado de una fórmula del Líber Ordinum mozárabe, señalada por Connolly, y sacada ciertamente, como él piensa, del arcaico canon romano. Le falta, en efecto, aquella mayor exactitud de frase que le añadió más tarde la refusión del papa Gelasio.

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1) Todos los testimonios aducidos convienen en el principio absoluto de que el perdón divino no tiene límites y, dada la fragilidad de la naturaleza humana, a pesar de la gracia del bautismo, en la posibilidad de una justificación post-bautismal; la cual se extiende a todos los pecadores arrepentidos y a todas las culpas, aun las más graves, como el adulterio, la fornicación, la apostasía, el homicidio. En Roma, en Corinto, en Alejandría, en Efeso, esta disciplina se afirma y está en vigor sin contradicciones. Comienza, sin embargo, a señalarse una corriente rigorista. 2) La Iglesia jerárquica, sintetizada en el presbiterado, presidido por el obispo, es la dispensadora del perdón de Dios. Así sucede en Roma, en Corinto, en Efeso, en Antioquía, en Filipos: Omnibus poenitentibus – escribe San Ignacio de Antioquía – remittit Deus, si se convertant ad unionem cum Deo et ad communionem cum episcopo. Ciertamente, este poder ministerial aparece usado con diversa amplitud según los casos; pero no consta que la Iglesia haya dudado nunca de ser depositaría del poder recibido de Cristo de perdonar los pecados. 3) Sobre las condiciones exigidas a los fieles caídos después del bautismo en culpa grave para obtener el perdón, faltan datos precisos que supongan una institución penitencial sistemáticamente ordenada. Esta, por lo demás, por diversas circunstancias, debía todavía revestir formas fluctuantes e indecisas. Pero entre tanto vemos que forman parte ya tres elementos esenciales: a) Una confesión de la culpa, manifestada de alguna manera delante de la Iglesia, sea como comunidad, sea en la persona de sus jefes. b) Una penitencia pública, más o menos larga y severa, unida generalmente a una exclusión temporal (excommunicatio) del consorcio de la comunidad de los fieles. Las formas de la penitencia, de origen predominantemente judío, consisten en la confesión de los pecados, en oraciones, ayunos, limosnas, genuflexiones y postraciones e invocaciones al perdón, a las cuales se asociaban los fieles.

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¡Qué evolución tan inmensa! Hasta en el propio siglo XX, por faltar las premisas, no había hipótesis científicas sobre la formación del Universo, lo cual no quiere decir que desde hace muchísimo tiempo no se preocupara la gente de la solución del gran misterio. Hasta se creía poderla justificar con datos concretos. En 1654 declaraba el arzobispo Ussher, de Irlanda, que la Creación había tenido lugar a las nueve de la mañana del día 26 de octubre del año 4004 antes del nacimiento de Jesucristo, según podía deducirse de la lectura de las Sagradas Escrituras. Durante más de un siglo este dato, obtenido en forma meticulosa, fue tenido como valedero. Aquel que suponía una época anterior era tenido por hereje. La investigación moderna ha llegado a determinar el espacio de tiempo transcurrido desde la formación del Universo. Reconstrucción de Acuerdo con la Biblia. Plan económico trazado a la luz del Antiguo Testamento. – Los antiguos pozos de los patriarcas proveen de agua a los pobladores. – La «miel de las rocas.» –· Muros de piedra que almacenan roció. – Nuevas explotaciones en las minas de Salomón. – Trabajos de colonización siguiendo el modelo bíblico. No hay duda de que el Antiguo Testamento posee una fuerza virtual imponderable, tanto desde el aspecto históricomoral como en el espiritual, que perdura sin mengua alguna a través de los tiempos. Que su eficacia pueda trascender también al campo prosaico de la reorganización económica de un país es, no obstante, una experiencia que no tiene precedentes. Desde el año 1948 el «Libro de los Libros,» con su existencia de más de 3.000 años, desempeña el papel de valioso consejero para la reconstrucción del moderno Estado de Israel. Tanto para la explotación agraria como para la industria, sus claras tradiciones históricas han resultado ser de gran importancia. El territorio del nuevo Estado tiene unos 20.000 kilómetros cuadrados de extensión, lo cual corresponde a una superficie ligeramente inferior a la del reino de Valencia. Sólo para la llanura de Yezreel y las fértiles tierras bajas situadas junto al lago de Genesaret, le resultaba aún valedera, en 1948, la representación bíblica de la Tierra de Promisión, en la cual tanto abundan la leche y la miel.

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Alguno ha objetado que Ananías, que, según parece, era laico, impuso las manos a Saulo; y los Hechos narran que éste quedó lleno del Espíritu Santo. Pero un examen detallado del texto no autoriza a ver en el episodio una administración de la confirmación. El Señor, en efecto, invita a Ananías a dirigirse a Saulo y a imponerle las manos a fin de que recupere la vista. Debía ser un gesto con fin curativo, expresión externa del poder taumatúrgico de Dios, al estilo del que habían usado tantas veces Jesús y los apóstoles con los enfermos. Ananías lo declara así a Saulo: Saule frater, Dominus misit me lesus... ut videas el implearis Spiritu sancto. Impuestas las manos sobre él, visum recepit; et surgens baptizatus est. En rigor de términos, la efusión del Espíritu prometida por Ananías no se daba como efecto de la imposición de las manos, sino más bien como una operación divina subsiguiente que debía transformar el alma de Saulo. Si quisiéramos también considerarla como efecto de la queirotonía, no se debería hablar de confirmación en este caso, excepto una especial providencia de Dios, porque Saulo no había sido todavía bautizado; mientras que, como veíamos arriba a propósito del diácono Felipe, el bautismo precedía siempre a la imposición de las manos. Ciertamente, la frase de Ananías:... y seas lleno del Espíritu Santo, admite un sobrentendido: y... (después de haber recibido el bautismo) serás lleno del Espíritu Santo, refiriéndose a la infusión inicial que se da al alma en el bautismo. La práctica de los siglos posteriores confirma estos datos primitivos al menos en las iglesias del Occidente. Hipólito y San Cornelio en Roma y San Cipriano en Cartago lo declaran expresamente. En España, el concilio de Elvira (303) sancionó que, cuando un sacerdote hubiera bautizado con urgencia a un catecúmeno en peligro de muerte, sí supervixerit, ad episcopum eum perducat, ut per manus impositio nem perfici possit. Análogamente, San Jerónimo, hablando de los bautismos administrados en parroquias de la zona rural, muy lejos de la ciudad episcopal, por un sacerdote o un diácono, observa que en tales casos debe reservarse al obispo la imposición de las manos. El santo Doctor hace notar que este privilegio ha sido conferido a los obispos para mejor resaltar su alta dignidad, ad honorcm potius sacerdotii, quam ad legem necessitatis. También el papa Inocencio I parece inspirarse en un concepto parecido cuando explica que el poder de los obispos de imponer las manos les es exclusivo, porque poseen el apicem episcopatus.

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Lo que así se recauda es llevado al presidente, el cual se encarga de socorrer a los huérfanos, a las viudas...» . Estos son los preciosos pormenores referentes a la misa que nos da el Apologista, y que nosotros tratamos de analizar meticulosamente para poner en evidencia todo su contenido histórico-litúrgico, ilustrándolo, cuando sea necesario, con otros testimonios contemporáneos. Antes de iniciar esta labor es indispensable exponer algunos datos en torno al ritual judaico de las sinagogas por la influencia directa que el ejerció sobre el servicio litúrgico de la Iglesia primitiva. El Ritual Judaico en la Liturgia Primitiva Las sinagogas eran para los judíos los lugares ordinarios de instrucción y de oración, estando los sacrificios exclusivamente reservados para el templo. Su origen es obscuro. Los Hechos parece que las hacen remontar a una época bastante antigua. En tiempo de Nuestro Señor había al menos una en cada aldea de Judea y de Galilea, como también en muchas ciudades del imperio romano. Para fundar una sinagoga bastaban, según las tradiciones rabínicas, diez personas suficientemente ricas para no verse obligadas al trabajo manual. Ellas constituían los llamados beméhazzeneseth, hijos de la sinagoga, una especie de cofradía con sus priores, que eran tres, llamados arquisinagogos, uno de los cuales, primus ínter pares, llevaba la dirección de los demás, miraba por la buena marcha de la sinagoga y presidía las reuniones. Había, además, un chazzan, una especie de sacristán, que se ocupaba de la parte material del servicio. La sinagoga era una sala rectangular, más o menos amplia. En el fondo, sobre un plano elevado, había algo así como un tabernáculo. Era el armario santo (térah), que contenía los rollos de la ley y de los demás libros divinos. Estaba cubierto por un velo. Junto a las gradas que conducían a esta especie de santuario estaban los asientos del presidente, de los ancianos y del oficiante. Estos estaban vueltos al pueblo, que se colocaba en el recinto alrededor del ambón, reservado al lector o predicador, separados los hombres de las mujeres. El servicio litúrgico en las sinagogas se celebraba el sábado y el segundo (lunes) y quinto (jueves) días de la semana por la mañana (hacia la hora tercia) contemporáneamente al sacrificium iuge del templo, y por la tarde (después de nona), a la hora del sacrificium vespertinum. El del sábado procedía por el orden siguiente:

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Por último, no debe insistirse demasiado en la tenacidad romana. En el siglo II, como atestigua San Justino, el beso de paz se daba antes del ofertorio; después desapareció de tal forma, que Inocencio I, dos siglos después, no dudó en llamar «tradición apostólica» al uso sostenido de cambiarlo antes de la comunión. Dígase lo mismo de otros muchos ritos, algunos de los cuales provinieron del Oriente. Concluyendo: las liturgias galicanas son un producto del intercambio sociológico de los valores, ceremonias y ritos regionales influenciado por la cultura litúrgica del Asia menor.La Galia, España, los países del Norte y, en parte, también la Italia superior, abandonadas las auténticas tradiciones litúrgicas latinas por haber estado prácticamente sin un contacto regular con Roma y expuestas a los influjos de la civilización bizantina, predominante en Occidente, elaboraron distintamente, según la índole de los respectivos pueblos, un complejo de elementos romanos, indígenas y greco-orientales, que condujeron poco a poco a la formación de las llamadas liturgias galicanas. Este trabajo de consolidación y difusión, comenzado desde el siglo V, puede decirse que quedó completado a finales del siglo VII. El Rito Galicano Fuentes y textos . Las fuentes principales son: a) La carta de Inocencio I a Decencio, obispo de Gubbio, escrita en el año 416. b) Las tres homilías de Fausto, obispo de Rietz, en Provenza (+ 485), sobre el símbolo. c) Las obras de San Cesáreo, obispo de Arles (+ 543), muy ricas en datos litúrgicos. d) La Regula ad monachos et ad virgines, de Aureliano de Arles (+ 553). e) La Expositio brevis antiquae liturgiae gallicanae, en dos cartas falsamente atribuidas a San Germán de París (+ 576). Se ha probado, sin embargo, que son un pequeño tratado anónimo de finales del siglo VII, en el cual se halla descrita no la verdadera misa galicana, sino la misa local de una iglesia de la Borgoña, quizá de Autun. Tienen, por lo tanto, un valor relativo. f) La obra De cursibus ecclesiasticis, de San Gregorio de Tours (+ 594). Es un manual litúrgico que contiene una instrucción para determinar el orden de sucesión de los oficios o lecciones eclesiásticos (cursus ecclesiastici), de la situación y, especialmente, de la aparición de las constelaciones más importantes.

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A este proceso de acortamiento contribuyó ciertamente la particular riqueza de las telas empleadas para la confección de los paramentos litúrgicos: iglesias, abadías, príncipes y pueblo emulaban por hacerse con suntuosos ornamentos después del siglo XI, ostentando las propias riquezas en lo precioso del tejido (ferciopelo, damasco, brocado) y en el arte del recamado en su más alta expresión (pintura a aguja). Ahora bien: todo esto fue en menoscabo de la ligereza y flexibilidad de las vestiduras, obligando, por razones prácticas de manejo y economía, a suprimir todo cuanto no fuese estrictamente necesario. Las Antiguas Vestiduras Romanas Después de dar una idea general acerca del origen y desarrollo de las vestiduras sagradas, es necesario, antes de estudiarlas una por una consignar algunos datos sobre los antiguos vestidos romanos que dieron origen a aquéllas. En el traje usado por los romanos en tiempo del Imperio hay que distinguir el vestido interior y el exterior. El vestido interior, prescindiendo de la faja lumbar y calzones cortos, lo constituía esencialmente la túnica, vestido amplio en forma de camisa, más bien corta en un principio, sin mangas y atada con dos cintas sobre los hombros; más tarde, hacia el siglo IV, fue con mangas hasta las muñecas y larga hasta los talones (túnica talaris et manicata). Era de hilo, blanca o de color claro; de ahí el nombre de alba que recibió en la Edad Media; se adornaba con dos galones purpúreos (clavi), más o menos anchos según la dignidad de la persona, que descendían paralelos por la parte delantera. Dentro de casa se dejaba caer suelta, pero en público se ceñía al cuerpo con un cinturón y se levantaba un poco por delante para mayor comodidad al andar; muchos, sin embargo, prescindían del ceñidor (túnica discincta). El vestido externo o superior presentaba formas diversas según los tiempos y la categoría de las personas. La más solemne era la toga, prenda eminentemente romana, amplísima, de forma circular o elíptica, que se arrollaba artísticamente sobre la túnica. Era, sin embargo, bastante pesada e incómoda; por eso, en la época imperial, habiendo sufrido notables modificaciones, se reservaba para ciertas ocasiones solemnes, substituyéndola de ordinario por la dalmática, la pénula o el manto.

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Timoteo y Tito, el otro discípulo, habían, por tanto, recibido la ordenación episcopal. Ellos desempeñan, respectivamente en Efeso y en Creta, las funciones propias del obispo, gobernando las dos comunidades y ordenando sacerdotes. De los pocos datos históricos antes referidos, podemos deducir que el rito primitivo de la consagración de un obispo consta de tres elementos: 1) un ayuno preliminar, practicado ya por el consagrante, ya por el consagrado; 2) una fórmula de oración que acompaña al gesto de la queirotonía; 3) Una imposición de las manos sobre el candidato, realizada por el consagrante y por el clero asistente al rito, el «presbiterio.» El Antiguo Ritual Romano (7, III IX). Las sobrias pero substanciales líneas del ritual apostólico se convirtieron, sin apreciables añadiduras, en las del ritual de Roma. Las ordenaciones estaban demasiado unidas a la vida y al porvenir de la Iglesia para que no entrasen, aun con sus modalidades, a formar parte de la tradición apostólica, que Roma por medio de San Pedro había acogido y guardaba con cuidado. El rito trata de dos distintas imposiciones de las manos sobre el elegido. La primera la realizan los obispos y los presbíteros sin pronunciar una palabra: es la designación material que ellos hacen del elegido, al cual dan su consentimiento. Sigue una pausa en silencio. La oración, si bien tácita, brota conmovida de los corazones de todos, pidiendo que descienda el Espíritu Santo sobre el consagrando. Después de algún tiempo es roto el silencio por el obispo que preside, el cual, imponiendo solamente las manos sobre el elegido, pronuncia la solemne oración consagratoria. La consagración del nuevo obispo ha terminado. Todos cambian con él el ósculo fraterno de paz y lo rodean de homenajes, salutantes eum quia dignus factus est. Los diáconos disponen sobre la mesa las oblaciones, y el necconsagrado inicia en seguida la celebración del sacrificio. La fórmula de Hipólito hizo eco en Oriente. La mayor parte de las colecciones canónicas orientales, comenzando por las Constituciones apostólicas (380), la adoptaron con ligeras variantes, aun poniéndola bajo seudónimos diversos: de Pedro, de Clemente o de Santiago.

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Además del Sínodo, la Iglesia búlgara tiene otro supremo órgano administrativo, que se ocupa de los asuntos financieros y prácticos de la Iglesia, y se compone de dos clérigos y dos legos. Son elegidos por el Concilio Nacional para cuatro años. El patriarca preside la sesión de este supremo consejo eclesiástico. La administración diocesana está en manos de un metropolitano, que consulta con un concilio diocesano, el cual se compone de cuatro miembros, dos clérigos y dos legos. Un metropolitano es elegido por un colegio electoral especial, que se compone de un número igual de clérigos y seglares. El Sínodo confecciona la lista de candidatos y de ella se debe elegir a dos personas. El Sínodo tiene la elección final de una de éstas. Un metropolitano elegido retiene su título diócesis durante toda su vida. El clero parroquial es elegido por sus feligreses. Los concilios parroquiales, compuestos de cuatro a seis miembros, ayudan al clero en su administración de la parroquia. La constitución de la Iglesia búlgara revela los más importantes principios de organización eclesiástica de los cristianos orientales. Su estructura es jerárquica y al mismo tiempo democrática. Los obispos, el clero parroquial y los representantes de los seglares tienen responsabilidades y funciones específicas. Los dirigentes eclesiásticos lo son por elección, no por nombramiento. Es un cuerpo autónomo, pero en todas las cuestiones importantes, especialmente las relacionadas con la doctrina y el culto, la Iglesia búlgara actúa de acuerdo con otras Iglesias autocéfalas, ajustándose estrictamente a la tradición general de la ortodoxia oriental. La constitución de otras Iglesias ortodoxas sigue la misma pauta, pero, bajo las diferentes condiciones políticas, tienen que modificar a menudo sus leyes eclesiásticas y adaptarse al temperamento de los gobiernos seculares. La fuerza numérica aproximada de los cristianos orientales es hoy día como exponemos a continuación (datos 1950–1960): a) Las catorce Iglesias autocéfalas de los ortodoxos bizantinos:

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