Teología: Hegesipo contiene – en la forma que nos ha sido conservada por Eusebio – uno de los primeros testimonios no-bíblicos acerca de una tradición apostólica transmitida a las Iglesias. Asimismo suscribía la tesis de una sucesión episcopal en la que los obispos eran los sucesores en línea directa de los apóstoles (no obstante C. H. Turner y E. Caspar han discutido, a nuestro juicio no muy fundadamente, que Hegesipo mantuviera esta última tesis). Mariológicamente, empero, los datos proporcionados por Hegesipo colisionan con la enseñanza católica posterior acerca de María, pues consideraba a Santiago «hermano en la carne de Jesús,» no pariente ni primo, y asimismo daba los nombres de sus dos hermanas, a tenor de lo indicado en Marcos 6:3 y Mateo 13:55. Ver Judeo-cristianismo. Hermas Ver Pastor de Hermas. Hesiquio de Jerusalén Vida: Apenas tenemos datos sobre su existencia con excepción de que optó por el estado monacal y de que en torno al 412 era sacerdote y predicador de la Iglesia de Jerusalén. Murió en torno al 450. Obras: Siguiendo el método alejandrino de exégesis alegórica, parece ser que compuso comentarios a la práctica totalidad de los libros de la Biblia si bien sólo nos han llegado fragmentos. Escribió además Glosas sobre cánticos bíblicos, un conjunto de sermones, una Historia eclesiástica y una Colección de objeciones y soluciones. Hilario de Arles Vida: Nació en 401. Pariente y discípulo del obispo Honorato de Lérins, fue monje desde muy joven. Aquél quiso designarlo como sucesor suyo pero Hilario huyó, aunque finalmente aceptó la sede, que gobernó por una veintena de años. Murió en 449. Obras: Nos ha llegado una Epístola a Euquerio de Lugdunum, el sermón Acerca de la vida de san Honorato de Lérins y algunos versos conservados por Gregorio de Tours. Hilario de Poitiers Vida: Debió de nacer a inicios del s. IV en una familia pagana y convertirse al cristianismo a edad adulta. Ocupó la sede de Poitiers hacia el 350. En el 356 asiste al concilio de Béziers, siendo depuesto y desterrado a Frigia en el mismo por su antiarrianismo.

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Habiendo sido realizada esta pintura hacia el año 1900 antes de J.C., es decir, en la época de los patriarcas, podemos figurarnos muy bien a Abraham y a su familia. Después de pasar la frontera egipcia debió de suceder una escena semejante. La filiación personal de los extranjeros era tomada en los fuertes fronterizos exactamente igual a como se hacía en los territorios del príncipe Chnem-Hotep. Sucede de igual modo hoy cuando se va a un país extranjero. Claro que entonces no eran conocidos los pasaportes; pero las formalidades burocráticas ya hacían difícil la vida a los extranjeros. Aquel que quería ir a Egipto tenía que declarar sus datos personales, el motivo de su viaje y la duración aproximada de su estancia. Todos estos datos eran inscritos escrupulosamente por un empleado sobre papiro con tinta roja y remitidos por un mensajero al oficial de la frontera, quien decidía si podía ser concedido el permiso de entrada. Pero éste no dependía solamente de su voluntad. Los empleados de la administración en la corte de los faraones daban las directrices indicando, incluso, cuáles eran los pastizales que podían ser puestos a disposición de los nómadas inmigrantes. Para los nómadas de Canaán, Egipto era en tiempo de hambre un país al cual podían acudir, y a veces era su única salvación. Cuando su patria estaba requemada, el país de los faraones ofrecía siempre pastos en abundancia, gracias a las inundaciones regulares del Nilo en el transcurso del año. Por otra parte, la riqueza tradicional de Egipto atraía con mucha frecuencia a rapaces nómadas, a bandidos, a quienes interesaban no ya los pastos del Nilo, sino los graneros y los magníficos palacios. Muchas veces sólo podían ser arrojados por la violencia. Para proteger al país contra semejantes intrusos y para poder vigilar mejor las fronteras, se empezó a construir, en el tercer milenio antes de Jesucristo, «la gran muralla imperial,» formada por toda una cadena de fortalezas, torres de vigía y bases militares. Sólo en la oscuridad de la noche el egipcio Sinuhe, que conocía muy bien el terreno, pudo atravesarla furtivamente.

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Ante el cuerpo apedreado del primer mártir cristiano comprendemos el significado de toda su apología ante el Sanedrín. Esteban ha trazado un compendio de la Historia de la Salvación, que culmina en Jesús. Jesús ha sido asesinado y traicionado por el pueblo al que venía a salvar. Pero ha triunfado, porque está vivo y glorioso en el cielo. El grito de Esteban, «veo los cielos abiertos y a Jesús a la derecha de Dios,» es una confesión explícita de la divinidad de Cristo, y así lo entendieron sus jueces, que no pudieron soportar lo que ellos consideraban una blasfemia. No conocemos exactamente el sitio de la lapidación de Esteban. Es muy probable que fuese a extramuros de la ciudad, en la parte norte, mucho más pedregosa y alejada del control de la guardia romana. La memoria del sepulcro del mártir se perdió en los próximos años, como la de tantos otros recuerdos y localizaciones en la ciudad de Jerusalén, destruida en dos sucesivos asedios. Quizá durante esta época, falta de noticias, creció más propiciamente la leyenda que trató de suplir la escasez de datos históricos. De esta «pasión legendaria» tan sólo poseemos algunos códices muy posteriores, aunque muy probablemente se refieren a datos pertenecientes a épocas anteriores. Según ellas, dos años después de la Ascensión del Señor, Esteban comenzó a tener discusiones muy violentas con sus adversarios, que llegaron a conducirlo ante el tribunal de Caifas, que lo hizo azotar. La palabra de Esteban refutó victoriosamente las objeciones de sus adversarios, que lo condujeron sucesivamente ante el escriba Alejandro y el tetrarca Antipas. Finalmente, tras la sesión tumultuosa del Sanedrín, narrada en los Hechos, Esteban fue conducido ante la presencia de Pilato, donde se encontraban como defensores de Esteban tanto Nicodemo como Gamaliel y su hijo Abibo, quienes también sufrieron el martirio. Otras variantes de la leyenda afirman que las reliquias del mártir fueron trasladadas por Gamaliel a una propiedad suya, situada en la villa de Kefargamla, a 30 millas de Jerusalén, donde asimismo fue sepultado Nicodemo.

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La teología dogmática se basa en la Santa y viva Fe. De aquí puede verse claramente cual es la diferencia entre la teología y las ciencias naturales, basadas en la observación y en la experimentación. El principio inicial de la primera es la Fe , y de la segunda la experiencia . Sin embargo, los propios modos de estudio, los métodos de razonamiento son idénticos tanto en una, como en otra: estudiar los datos y luego hacer las deducciones. Solo que, referente a la segunda, se hacen deducciones de los datos basados en la observación de la naturaleza, mientras que en la primera las deducciones se basan en el estudio de las Sagradas Escrituras y Sagrada Tradición; aquellas son ciencias empíricas y técnicas, estas son ciencias teológicas. De ahí mismo deducimos la diferencia entre la filosofía y la teología. La filosofía se construye sobre las bases racionales y sobre las conclusiones de las ciencias experimentales, a medida que estas pueden acercarnos a los problemas superiores de la vida; la teología se basa en la Revelación Divina. No se las puede mezclar. La teología no resulta ser filosofía ni hasta cuando sumerge nuestro pensamiento en las profundidades, difíciles y sublimes, de la fe cristiana. La teología no rechaza ni las ciencias empíricas, ni la filosofía. San Gregorio el Teólogo consideraba meritorio el hecho de que San Basilio el Grande dominaba a la perfección la dialéctica, con cuya ayuda sabía refutar los sistemas filosóficos de los enemigos del cristianismo. San Gregorio, en general, no simpatizaba con aquellos, que demostraban falta de respeto hacia la sabiduría exterior. Sin embargo, él mismo, después de haber presentado en sus famosas «Palabras sobre la Santa Trinidad» una doctrina profundamente observadora sobre la idea de Tres en Uno, así habla de sí mismo: «Aquí tratamos de exponer para ustedes, lo más corto posible, nuestra sapiencia – dogmáticamente, no por medio de la observación; con el método de los pescadores y no de Aristóteles; espiritualmente, y no sagazmente; según el reglamento de la Iglesia y no del mercado.

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Monumento de erudición bizantina, nos brinda importantes datos sobre gran número de obras patrísticas. Existe, finalmente, en la literatura siríaca un Catálogo de autores eclesiásticos, compuesto hacia el año 1317–18 por Ebedjesu bar Berika, el último gran escritor nestoriano. Contiene noticias muy interesantes sobre literatura cristiana primitiva. El humanismo dio origen a un período de renovado interés por la literatura cristiana antigua. Contribuyeron en gran manera a acrecentar este interés, por una parte, la tesis de los reformadores de que la Iglesia católica había perdido la tradición de los Padres, y, por otra, las decisiones a que se llegó en el concilio de Trento. El De scriptoribus ecclesiasticis liber unus, del cardenal Belarmino, que va hasta el año 1500, aparece en 1613. Siguieron dos obras francesas: las Mémoires pour servir à I’histoire ecclésiastique des six premiers siècles, de L. S. Le Nain de Tillemont (París 1693–1712), en 16 volúmenes, y la Histoire générale des auteurs sacrés et ecclésiastiques, de R. Ceillier (París 1729–1763). Esta última obra comprende 23 volúmenes y estudia todos los escritores eclesiásticos anteriores a 1250. La inauguración de una nueva era para los estudios de la literatura cristiana antigua quedó patente, sobre todo, con las primeras grandes colecciones y excelentes ediciones particulares de textos patrísticos, que aparecieron en los siglos XVI y XVII. El siglo XIX ensanchó el campo de esta literatura con un gran número de nuevos descubrimientos, sobre todo de textos orientales. Se dejó sentir la necesidad de nuevas ediciones críticas. Las Academias de Viena y de Berlín emprendieron ediciones críticas de una serie latina y otra griega de los Santos Padres, mientras que los eruditos de lengua francesa empezaron la edición crítica de dos grandes colecciones de literatura cristiana oriental. Además, la mayor parte de las Universidades fundaron cátedras de Patrología. El siglo XX se ha preocupado, sobre todo, de la historia de las ideas, conceptos y términos de la literatura cristiana, y de la doctrina de los autores eclesiásticos.

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No todos los personajes de la Patrística han tenido la misma importancia. Tampoco todos son conocidos o han sido estudiados por igual. De Agustín de Hipona poseemos no sólo un número considerable de obras sino también una bibliografía cuya mera enumeración ocupa varios volúmenes de regular tamaño. Por el contrario, de otros padres sólo contamos con el nombre y poco más. Sus escritos no han llegado hasta nosotros, su identificación personal es dudosa y los esfuerzos para hallar fragmentos de su legado son discutibles en buen número de casos. Con todo, hemos tendido a no excluir ninguno de esos nombres, grandes o pequeños, del cuerpo de esta obra. En ella, ordenados alfabéticamente, el lector encontrará acceso a varios centenares de padres de los seis primeros siglos de acuerdo a una metodología que estimamos sencilla y clara. En primer lugar, se hallan recogidos los datos relativos a la biografía del personaje así como, brevemente, los de su tiempo. A continuación, se consigna su obra escrita – al menos, la más importante – y, finalmente, se recogen las aportaciones teológicas – caso de existir – realizadas por el sujeto en cuestión. De manera rápida y sencilla, la persona que consulte el presente diccionario obtendrá la información esencial sobre la vida, la obra y la teología del padre concreto. No todo en los padres – sería absurdo engañarse – es oro, por mucho que reluzca. Tampoco nadie puede esperar hallar en ellos formulaciones similares a algunas de las nacidas en los momentos más delicados de la historia del cristianismo. Pero, pese a ese carácter imperfecto, limitado por la circunstancia, aquí tan claramente orteguiana, no se puede ni caer en una hagiografía falsa que oculte la realidad histórica ni tampoco hacer caso omiso de cómo vivieron, pensaron y afrontaron las crisis y problemas de su tiempo, desde una perspectiva deseada evangélica, aquellos cristianos, ejemplo vivo para nuestra época – aunque nos cueste creerlo – mucho menos convulsa. No hacerlo así nos abocaría, como lúcidamente señaló Santayana, a repetir la historia, muchas veces trágica, del pasado.

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a) Las fuentes del rito bizantino , en su período más antiguo, son principalmente las homilías de San Gregorio Nacianceno y de San Juan Crisóstomo pronunciadas en Constantinopla, el Tractatus de traditione Missae, atribuido a Proclo (+ 446), y las otras, ricas en referencias litúrgicas en los historiadores griegos del siglo V, Sozomeno, Sócrates, Filostorgio. Sobre el desarrollo ulterior del rito nos dan interesantes datos la Mystagogia, de Máximo el Confesor, y sus Schola de Ecclesiastica Hierarchia, del Pseudo Dionisio; los historiadores Eutiquio y Evagrio, las obras poéticas del himnógrafo Romanos y los Comentarios de San Germán I de Constantinopla (+ 740) y de San Teodoro Estudita (+ 726). b) Los Textos Litúrgicos más Importantes son: a) La liturgia de San Basilio (+ 379), que probabilísimamente, al menos en la parte anaforal, se le atribuye a él. Contiene la antigua liturgia de Cesárea, reformada por el santo obispo y adoptada con alguna variante en Constantinopla, donde estuvo generalmente en uso hasta más allá del siglo VII. Pedro Diácono, en el año 512, da testimonio de su gran difusión en casi todo el Oriente. Hoy día no existe la liturgia normal sino reducida a pocos días del año, es decir, a las dominicas de Cuaresma (excepto la de las palmas), al Jueves y Sábado Santo, a las vigilias de Navidad y de Epifanía, al primer día del año y a la fiesta de San Basilio. b) La liturgia de San Juan Crisóstomo (+ 407). Es semejante en todo a la anterior de San Basilio, a excepción de las plegarias del celebrante, que se hallan sustituidas por un texto muy breve. Es difícil precisar si tuvo alguna parte en este trabajo San Juan Crisóstomo. Nos faltan casi por completo los testimonios antiguos. El Pseudo Proclo solamente alude a la tradición de que el Crisóstomo, para hacer más fácil al pueblo la observancia religiosa, abrevió considerablemente las plegarias litúrgicas. De todos modos, el texto primitivo ha sufrido no pocos retoques y notables adiciones, como el canto de Monogenes durante la entrada del celebrante (pequeño introito) y del trisagio antes de las lecturas, la larga y compleja ceremonia de la proscomide (preparación de las oblatas), la procesión con las ofrendas (grande introito), el Credo, etc. La liturgia de San Juan Crisóstomo goza actualmente de un uso cotidiano.

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La utilización de la metáfora deportiva recorre todo el epistolario paulino desde su primera Carta a los de Tesalónica, en la que habla del combate (agón), hasta su última Carta a Timoteo, que abunda en metáforas deportivas. También en su terminología se encuentra la palabra «gimnasia» como entrenamiento corporal, y la «corona,» que es el premio otorgado al vencedor. El Apóstol estuvo acompañado en su trabajo en Corinto no sólo por Silas y Timoteo, sino también por otros misioneros auxiliares, entre los que podemos contar a Esteban, Fortunado, Acacio y a la fiel diaconisa Febe, que trabajaba en el puerto de Cencreas, en el barrio de los marineros. Dada las buenas comunicaciones entre las ciudades de Efeso y de Corinto, es indudable que Pablo, durante su permanencia en Efeso, se mantuvo bien informado sobre las vicisitudes de la Iglesia de Corinto. Entre estos informadores Pablo cita «a los de la casa de Cloe,» que tal vez eran esclavos cristianos, o familiares, de una dama efesina llamada Cloe: palabra que significa «la rubia» o «la verdeante,» y era un epíteto que los griegos daban a Deméter, la diosa de los cereales. Los Cuatro Bandos de Corinto Para acercarnos a la Iglesia de Corinto vamos a analizar los datos contenidos en la primera Carta de Pablo a dicha Iglesia, primera de las dos que se conservan, ya que sabemos que hubo, por lo menos, otra carta anterior, que se ha perdido. Esta que vamos a analizar la escribió el Apóstol desde Efeso, probablemente en la primavera del año 56. El primer tema tratado en la carta es el que podíamos llamar «los bandos de Corinto,» es decir, las divisiones y contiendas que se habían suscitado entre los fieles de dicha Iglesia. Es indudable que los antecedentes paganos de la Iglesia de Corinto influyeron en estas divisiones y banderías. La religiosidad en el mundo helenístico contemporáneo de Pablo, incluso fuera del cristianismo, dependía fundamentalmente de la constitución de grupos que recibían su iniciación a través de un maestro con el que quedaban estrechamente vinculados, de suerte que se producía un cierto peligro de «culto a la personalidad» del catequista o pedagogo.

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En el siglo V y a principios del VI, una larga serie de concilios provinciales en las Galias y en España miran no tanto a establecer, cuanto a poner orden y uniformidad en la recitación del oficio, y especialmente en las horas de laudes y de vísperas. Baste referir lo que sancionó en el 506 el concilio de Agde, presidido por San Cesáreo de Arles, que ejerció durante mucho tiempo gran influencia en las Galias y en Italia superior: Quia convenit ordinem Ecclesiae ab ómnibus aequaliter custodiri, studendum est, ut sicut ubique fit... et hymni matutiríi vel vespertini diebus ómnibus de-cantentur; et in conclusione matutinarum vel vespertinarum missarum ( – oficios de laudes y de vísperas) capitella de psalmis (=las preces) dicantur; et plebs collecta oratione ad vesperam ab episcopo cum benedictione dimittatur. De los testimonios aducidcs podemos, por tanto, deducir que, en los siglos IV y V, el oficio de vísperas era regularmente celebrado cada día en las principales iglesias de Occidente de la misma forma que las laudes. Resta por ver el uso de Roma. Hay quien ha opinado recientemente que la Urbe hasta el siglo VII no conoció en su cursus la hora de vísperas, hora que ya era celebrada solemnemente en tantas otras iglesias. Pero no parece que tal opinión tenga en la debida cuenta varios datos importantes. San Jerónimo (+ 420), muy práctico en las costumbres de Roma, enumera las vísperas entre las horas canónicas que recomienda repetidamente a la piedad de sus discípulas; a Leta: accensa lucerna reddat sacrificium vespertinum, y a Demetríades: Praeter psalmorum et orationis ordinem quod tibi hora tertia, sexta, nona, ad vesperum... semjoer est exercendum. Hablando del monasterio de Paula, en Jerusalén, donde es cierto que se seguía el cursus romano, escribe: Afane, hora tertia, sexta, nona, véspero, medio noctis per ordinem psalterium canebant. Del mismo modo obraba la joven Santa Meliana, aun siendo fiel secuaz de las costumbres romanas. Algo semejante a esto se encuentra en los dos vetustos sacramentarlos romanos, el leoniano y el gelasiano, los cuales contienen una serie de orationes ad vesperum, que por su tenor muestran una evidente pertenencia al oficio cotidiano. Pero sobre todo se pone de relieve con Callewaert la importantísima contribución que al conocimiento del antiguo oficio romano vespertino dio la regla benedictina, cuyas estrechas relaciones con el cursus de la ciudad son admitidas por todos.

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Lino, del 78–80. Anacleto, del 89–92. Clemente, del 92–101. Es muy probable que Clemente, según todos estos datos, fuera instruido por los mismos apóstoles, y Orígenes así lo dice expresamente y lo identifica con aquel Clemente, recordado por San Pablo en su Carta a los Filipenses, juntamente con las cristianas Evodia y Syntique. Y aunque no puede ser probado indubitablemente, existe, sin embargo, una antiquísima tradición de que fue así. El conocimiento de la Sagrada Escritura que Clemente muestra en su Carta a los Corintios parece indicar que no provenía de una familia pagana, sino que más bien se trataba de un judío helenista. Las semejanzas literarias de esta Carta a los Corintios con la Carta a los Hebreos, hizo que algunos atribuyesen esta última al mismo Clemente. Este papa fue mártir, como lo afirma el escritor Eusebio: «Clemente pasó de esta vida en el año tercero del emperador Trajano. Y dejó el oficio de su ministerio a Evaristo, después de haber presidido por nueve años en el magisterio de la Divina Palabra.» También esto mismo es afirmado por San Jerónimo, que añade: «A su memoria se construyó en Roma un templo que todavía existe.» Faltan indicaciones precisas sobre el tipo de martirio que sufrió Clemente, ya que unas Actas del siglo IV no ofrecen la credibilidad deseable. Según ellas, Clemente fue enviado por el emperador Trajano a una ciudad del Quersoneso (orilla septentrional del mar Negro) donde se encontraban dos mil cristianos condenados a trabajos forzados en las canteras de mármol. Allí, Clemente fue condenado a morir y el juez ordenó que, atado a un ancla, fuese arrojado al mar. Tras lo cual se siguieron algunos prodigios relatados en dichas Actas. Siglos después, San Cirilo, el apóstol de los eslavos, que había emprendido la evangelización en Crimea, encontró en unas excavaciones un sepulcro que contenía unos huesos con un ancla, y creyó que se trataba de los restos de Clemente. Posteriores excavaciones, llevadas a cabo en la Iglesia de San Clemente, descubrieron que bajo la basílica medieval no solamente estaba la otra original del siglo IV sino que a un nivel más bajo había restos de construcciones del siglo I, destruidas en el incendio de Roma del 64. Y que en ellas existió primitivamente un recinto cristiano, con el «título» de Clemente, transformado después en Basílica. La “Carta a los Corintios.”

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