El monasterio de Optina, con su labor de traducción, edición y distribución entre el laicado de los escritos de los Padres de la Iglesia, dio como resultado la aparición de un grupo de teólogos seglares, comúnmente conocidos como los «eslavófilos,» que, cerca ya de la mitad del siglo XIX, emprendieron una lucha por la restauración del conciliarismo y por la renovación general de la Iglesia, ya que los concilios habían sido abolidos por Pedro el Grande, pero los zares se resistieron a la restauración hasta el hundimiento mismo de la monarquía en 1917. Y aunque el secularismo, el positivismo y el radicalismo dominaban a una vasta mayoría de los intelectuales rusos de las décadas de 1860 a 1880, una minoría de la sociedad culta siguió la tradición teológica eslavófila. Entre sus representantes más famosos puede mencionarse a Dostoievsky y al filósofo Vladimir Soloviov. Fueron sumamente críticos con la estructura sinodal, que, según las palabras de Dostoievsky, había llevado a la Iglesia a un estado de parálisis, y reclamaban la restauración de su estructura canónica, la libertad religiosa y la autonomía de la Iglesia respecto al Estado. Fue su visión de la Iglesia, libre de la politización de Iósif y de la burocratización de Pedro, la que hizo que volviera a la Iglesia un nutrido e influyente grupo de intelectuales neófitos a comienzos del siglo XX. Todos ellos habían sido marxistas que regresaban al cristianismo a través de un rechazo filosófico del materialismo. Muchos de ellos llegarían a ser destacados teólogos ortodoxos y filósofos de la religión, entre los que cabe incluir a modernistas Sergej Bulgakov, Semen Frank, Pavel Florensky, George Fedotov y docenas de otros más. Se conoció a este movimiento como el «renacimiento religioso y filosófico de Rusia.» La mayoría de estos pensadores fueron expulsados de la Unión Soviética en 1922 por orden de Lenin; otros, como Florensky, perecieron en los campos de concentración soviéticos. Quienes habían sido desterrados fundaron el Instituto Teológico Ortodoxo de San Sergio en París, el cual, junto con los escritos de sus profesores, conocidos como la «nueva escuela rusa de Teología,» logró más que nada presentar la Ortodoxia al mundo occidental – lamentablemente en forma modernizada y deformada.

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Condena luego toda forma de pintura, escultura y artes plásticas (c.5), y prohíbe toda participación en los festivales públicos (c.15). Con esto se llega a la cuestión: ¿Qué cargos del Estado puede ejercer un cristiano? Según el autor, nadie puede creer que sea posible evitar la idolatría, bajo una u otra de sus muchas formas, ocupando cualquier cargo público. Por consiguiente, ningún fiel puede aceptar ninguno de ellos (c.18). Todos los miembros de la Iglesia han abjurado las pompas del demonio en el bautismo. El cristiano será un magistrado tanto más feliz en el cielo por haber renunciado a estos honores en la tierra. Tertuliano declara que el Estado es enemigo de Dios: «Que esto sirva para recordaros que todos los poderes y dignidades de este mundo no solamente son extraños a Dios, sino enemigos» (c.18). No puede, pues, sorprendernos que, con semejantes ideas sobre las relaciones entre la fe y el Imperio, rechace el servicio militar: «No puede haber compatibilidad entre los juramentos hechos a Dios y los juramentos hechos a los hombres, entre el estandarte de Cristo y la bandera del demonio, entre el campo de la luz y el de las tinieblas. Una sola alma no puede servir a dos señores, a Dios y al César » (c.19). 14 . Sobre el ayuno (De ieiunio adversus psychicos). El mismo título del tratado indica que Tertuliano, ya montañista, lo escribió contra los católicos, los psychici. El tema es la cuestión del ayuno, que había sido causa de una apasionada controversia entre los dos bandos. El autor ataca violentamente a los católicos, «esclavos de la lujuria y reventando de glotonería» (c.1), porque rechazan las prácticas montañistas. Se acusaba a la secta de Tertuliano, según parece, de aumentar el número de los días de ayuno, de prolongar las estaciones generalmente hasta el atardecer, de practicar las xerofagias, es decir, de no tomar más que comidas no condimentadas de carne, salsas o jugos de fruta; de no tocar nada que tuviera el gusto de vino, de abstenerse del baño en los días penitenciales (c.1). Se condenaban todas estas prácticas como novedades inspiradas en la herejía o pseudoprofecía. Tertuliano sale a su defensa. Prepara sus argumentos, como los haría un abogado en un alegato. Apoyándose en el Antiguo y Nuevo Testamento, demuestra la necesidad del ayuno después de la desobediencia de Adán y las ventajas de la abstinencia, niega que haya nada nuevo en esa forma de practicar las estaciones (c.10). Después de haber refutado la acusación de herejía y de pseudoprofecía (c.11), pasa a un violento ataque contra la indulgencia de los cristianos para consigo mismos. Les acusa de «instalar cocinas en la prisión para deshonrar a los mártires» (c.12) y de ser más impíos que los mismos paganos (c.16). Se hallan en esta obra las expresiones más brutales que usara jamás Tertuliano. Sin embargo, para la historia del ayuno sigue siendo una valiosa fuente de información.

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El relato de su construcción figura en el libro I de Moisés, es decir, en el Génesis, mucho antes del tiempo de los patriarcas. Abraham vivió, según pudo deducirse de los hallazgos realizados en Mari, en el siglo XIX antes de J.C. ¿Es eso una contradicción? La historia de la torre «cuya cúspide tocaba el cielo» se pierde en la noche de los tiempos. Más de una vez fue destruida y de nuevo reedificada. Después de la muerte de Hammurabi los hititas intentaron derribar la formidable construcción. Nabucodonosor no hizo más que reconstruirla. Siete escalonados, es decir, «siete cuerpos» se sobreponían unos a otros. La tablilla de un «arquitecto» encontrada en las ruinas del templo describe con precisión que la longitud, la anchura y la altura eran exactamente iguales y sólo las terrazas tenían distintas dimensiones. La longitud lateral que se asigna a los fundamentos es de algo más de 89 metros. Los arqueólogos han medido 91,5 metros. Así, la altura de la torre debe de haber sido de unos 90 metros. La torre de Babel estaba también al servicio de un culto sumamente oscuro. Heródoto dice a este respecto: «Sobre la última torre hay un gran templo, y en el templo hay un gran diván, cual blando lecho y delante de él una mesa recubierta de oro. Existe además una estatua yaciente. Nadie pernocta allí excepto una mujer que, precisamente, el dios elige entre todas las de la ciudad, según afirman los caldeos, por mediación de los sacerdotes de este Dios. También afirman los mismos, cosa que no me hacen creer, que el propio dios visita el templo y descansa en el lecho, cosa que ocurre también en Tebas de Egipto, según los egipcios afirman; allí duerme también una mujer en el templo del Zeus tebaico...» En las calles y en las plazas entre los templos, las capillas y los altares florecían los negocios y prosperaba el comercio. Procesiones festivas, caravanas pictóricas de carga, carros de los mercaderes, sacerdotes, peregrinos y mercaderes deambulaban de un sitio para otro, produciendo un ruido ensordecedor. El servicio del culto y los negocios estaban tan compenetrados en el día ordinario de Babilonia, que muchas veces se engranaban y completaban, cual sucedía en los templos. ¿Qué podían hacer, en efecto, los sacerdotes con todas las ofrendas, de todos los «diezmos» que diariamente llovían sobre los altares, siendo muchas de ellas cosas susceptibles de echarse a perder, más que procurar convertirlas rápidamente en dinero? Como en Ur, las administraciones de los templos de Babilonia disponían también de almacenes propios y de tiendas también propias. Para emplear en forma provechosa sus entradas, hasta tenían bancos propios.

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Prof. Johannes Quasten Introducción Concepto e Historia de la Patrología La Patrología es aquella parte de la historia de la literatura cristiana que trata de los autores de la antigüedad que escribieron sobre temas de teología. Comprende tanto a los escritores ortodoxos como a los heterodoxos, aun cuando se ocupe preferentemente de los que representan la doctrina eclesiástica tradicional, es decir, de los llamados Padres y Doctores de la Iglesia. Se puede, pues, definir la Patrología como la ciencia de los Padres de la Iglesia. Incluya en Occidente, a todos los autores cristianos hasta Gregorio Magno (+ 604) o Isidoro de Sevilla (+ 636), mientras que en Oriente llega generalmente hasta Juan Damasceno (+ 749). El nombre de esta rama de la teología es reciente. El primero en usarlo fue Juan Gerhard, quien lo empleó como título de su obra Patrología, publicada en 1653. Mas la idea de una historia de la literatura cristiana en la que predomine el punto de vista teológico es antigua. Empieza con Eusebio. En la introducción a su Historia eclesiástica (I 1,1) dice que se propone tratar «de aquellos que, bien sea de palabra o por escrito, fueron los mensajeros de la palabra de Dios en cada generación: y asimismo de los nombres, número y época de aquellos que, llevados por el deseo de innovación hasta los límites extremos del error, se proclamaron a sí mismos introductores de la falsa gnosis.» Efectivamente, enumera a todos los escritores y escritos que él conoce y cita amplios pasajes de la mayor parte de ellos. Por esta razón. Eusebio es una de las fuentes más importantes de la Patrología, tanto más cuanto que se han perdido gran número de los escritos que él cita. Para ciertos autores eclesiásticos constituye la única fuente de información. Fue San Jerónimo el primero en componer una historia de la literatura teológica cristiana. En su De viris illustribus se propone responder a aquellos paganos que se mofaban de la mediocridad intelectual de los cristianos. Por eso enumera a los escritores que honraron la literatura cristiana.

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La oración de ofrenda es una anáfora que consta de Prefacio, que termina en el Sanctus, oblación y narración de la Institución, invocación del Logos, intercesión en favor de los vivos, intercesión en favor de los difuntos, recitación de los Dípticos y oración por los oferentes. En esta anáfora merecen destacarse varios puntos que llaman la atención. Tenemos aquí el testimonio seguro más antiguo del uso del Sanctus en la liturgia eucarística. La transición del Sanctus a las palabras de la Institución es también típica de la liturgia egipcia más reciente. Pero es todavía más sorprendente el que, entre las palabras de la Institución que se pronuncian sobre el pan y las que se pronuncian sobre el cáliz, se inserta una oración por la unión de la Iglesia, tomada de la Didaché (9,4). Es cierto que algunas frases del Prefacio coinciden al pie de la letra con la liturgia que se conoce con el nombre de liturgia de San Marcos. Por otra parte, examinándola de cerca, es evidente que la anáfora presenta muchas particularidades propias. Algunos pasajes reflejan un colorido predominantemente especulativo y teológico, y más específicamente «gnóstico,» que no proviene de la tradición antigua, sino que representa la contribución propia de Serapión. El autor da muestras de una osada independencia, que le lleva a crear oraciones enteramente nuevas y a revisar las fórmulas cristianas antiguas. Por esta razón, su canon eucarístico, aunque de gran valor para la historia de la liturgia, es, con respecto a la tradición, sólo un testigo de segunda clase. La misma epiclesis del Logos parece también una contribución propia de Serapión. Pedro y Teófilo, patriarcas de Alejandría, atestiguan que ni Atanasio ni las liturgias de Alejandría conocieron nunca semejante invocación pidiendo la venida del Logos sobre el pan y el cáliz; pero se puede probar que depende de oraciones eucarísticas gnósticas, y de hecho presenta algunas analogías con ellas. La Carta acerca del Padre y del Hijo, que en el manuscrito sigue inmediatamente después de las treinta oraciones del Euchologion, no lleva nombre alguno. G. Wobbermin sostiene que se debe atribuir a Serapión, pero el estilo difiere del que vemos en el tratado Contra los maniqueos y en el Euchologion. La doxología con que termina la carta: «Al Dios sabio e invisible, honor y poder, grandeza, magnificencia, ahora y siempre; fue, es y será por generaciones y generaciones, por los siglos de los siglos incorruptibles y eternos. Amén,» es muy distinta de la doxología estrictamente trinitaria dirigida a Dios Cristo en el Espíritu Santo, que aparece en términos casi idénticos al final de todas las oraciones del sacramentarlo de Serapión. El autor de la carta tiene una idea confusa acerca de la tercera Persona. Siguiendo a «los santos maestros de la Iglesia católica y apostólica,» quiere probar que el Hijo es coeterno con el Padre. Probabilísimamente pertenece a una generación más antigua de adversarios de la herejía arriana.

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Pero las hipótesis no aquietan al historiador. Éste requiere siempre una demostración palpable y material, y semejante demostración no existía; ningún científico, cualquiera que fuera su especialidad, podía demostrar su existencia. Sólo por una pura casualidad, es decir, por medio de unas excavaciones practicadas con finalidades muy distintas, se le ofreció al investigador la prueba palpable de la existencia del diluvio. Y esto sucedió en un lugar que ya conocemos: ¡en las excavaciones practicadas en Ur! Hacía seis años que los arqueólogos americanos e ingleses estaban explorando las tierras de Tell-al-Muqayyar, las cuales, entre tanto, daban la sensación de una inmensa obra en construcción. Cuando el ferrocarril se detiene por unos instantes en este lugar, los viajeros quedan asombrados al ver los enormes montones de arena extraída de las excavaciones. Fueron removidos trenes enteros de tierra, cascotes y examinados cuidadosamente. La arena fue pasada por tamices y los escombros milenarios fueron manejados cual si se tratara de un valioso tesoro. La actividad, la perseverancia, el cuidado, los desvelos desplegados durante seis años habían procurado un botín considerable. Los templos sumerios con sus almacenes, sus talleres y sus tribunales, las casas de los ciudadanos constituyeron desde 1926 a 1928 hallazgos de tal importancia, que eclipsaron todo cuanto se había realizado anteriormente. Tales eran las tumbas reales de Ur – con cuyo nombre Woolley había designado, en la euforia de sus descubrimientos, los sepulcros de notables sumerios – colocadas en una larga hilera cuyo esplendor verdaderamente real, las palas habían sacado a la luz desde el interior de un montículo de arena de 15 metros de altura, situado al sur del templo. Las cámaras sepulcrales de piedra parecían verdaderas cámaras de un tesoro, pues estaban completamente llenas de todo lo de valor que en otro tiempo poseía Ur. Copas y tazas de oro; cántaros y vasos de formas maravillosas; objetos de bronce; mosaicos de madrépora en relieve; obras de lapislázuli y de plata rodeaban a los cadáveres reducidos a polvo. Arpas y liras estaban apoyadas en los muros. Un hombre joven «héroe del país de Dios,» según dice de él una leyenda, lleva un yelmo de oro. Un peine de oro adornado con flores formadas con piedras de lapislázuli adorna el cabello de la bella sumeria Shub-ad, la «Lady Shub-ad,» como la llaman los ingleses... Cosas tan bellas no las hubo ni en la célebre cámara nupcial de Nofrete ni en la de Tutankamon. ¡Y las tumbas reales de Ur son 1.000 años más antiguas que aquéllas!

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Su obra continúa siendo de capital importancia para la historia de la literatura cristiana antigua. Tiene menos valor la obra De viris illustribus de San Isidoro de Sevilla, escrita entre el 615 y el 618. Viene a representar otra continuación de la obra de Jerónimo. Dedica una atención especial a los teólogos españoles. El discípulo de Isidoro, Ildefonso de Toledo (+ 667), escribió una continuación parecida; pero su De viris illustribus es de carácter local y nacional. Quiere, ante todo, glorificar a sus predecesores en la sede de Toledo. Solamente ocho de las catorce biografías se refieren a escritores, y el único autor no español que menciona es Gregorio Magno. Hasta fines del siglo XI no hubo ningún nuevo intento de poner al día la historia de la literatura cristiana. El cronista benedictino Sigeberto de Gembloux, en Bélgica (+ 1112), acometió esta tarea en su De viris illustribus (ML 160,547–588). Primeramente trata de los escritores eclesiásticos antiguos, siguiendo muy de cerca a Jerónimo y a Genadio; compila luego escasos datos biográficos sobre teólogos latinos de la alta Edad Media; no menciona a ningún autor bizantino. Honorio de Autún, hacia el año 1122, compuso un compendio algo parecido, De Iuminaribus Ecclesiae (ML 172,197–234). Unos años más tarde, hacia el 1135, el Anónimo de Melk publicó su De scriptoribus ecclesiasticis (ML 213,961–984). Su lugar de origen parece ser Pruefening, cerca de Ratisbona, y no Melk, en la baja Austria, donde se descubrió el primer manuscrito de esta obra. El De scriptoribus ecclesiasticis del abad Juan Tritemio es una fuente de información mucho mejor. Esta obra, compuesta hacia el año 1494, proporciona detalles biográficos y bibliográficos sobre 963 escritores, algunos de los cuales no son teólogos. Tritemio mismo toma de Jerónimo y de Genadio todo lo que trae de los Padres. En Oriente, el De viris illustribus de Jerónimo fue conocido muy pronto gracias a una traducción griega atribuida comúnmente a Sofronio, quien, según San Jerónimo (De vir.

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Por lo que atañe a Dositeo (1641–1707), que fue patriarca de Jerusalén (1669–1707), destaca su actividad restauradora de monasterios, el principal de los cuales fue la laura de San Sabas en Palestina, su actividad cultural, con la creación, dadas las dificultades en Constantinopla, de una tipografía griega en Iasi, que fue un centro de producción editorial griega. Además de la Confessio ya citada, Dositeo escribió muchas obras de polémica anti-latina, como también tiene escritos contra los uniatas. Entre la literatura polémica destacan: Τομος καταλλαγης (Tomus reconciliationis), Τομος αγαπης (Tomus amoris) y Τομος χαρας (Tomus jubilationis). Antes del sínodo de Jerusalén de 1672, otro autor escribió una Confesión de fe (que había de tener una gran repercusión) para contrarrestar el escrito de Cirilo Lukaris. Se trata de Pedro Moghila , metropolita de Kiev (1633–1647). Nacido en 1597, originario de una familia noble de Valaquia, de joven se trasladó a Lvov, en la región de Galicia (Galitsia; Ucrania occidental), entonces bajo el reino de Polonia, y en 1627 se hizo monje en la laura de las Grutas de Kiev, de la cual fue archimandrita, y fundó, en 1631, una academia que fue la cuna de la posterior Academia eclesiástica de Kiev, donde se formarían las principales figuras eclesiásticas de toda la Iglesia rusa. Metropolitano de Kiev desde 1633, llevó a cabo una gran actividad y defendió a la Iglesia Ortodoxa ucraniana frente a protestantes y católicos. En su academia se impartían las enseñanzas en latín e incluso se enseñaba teología de acuerdo con el sistema escolástico occidental. Entre 1639 y 1640 Moghila compuso un gran catecismo que fue conocido como Confessio Orthodoxa. El texto, redactado en latín, fue sometido a la aprobación de una conferencia de teólogos en Iasi, en 1642 (donde se condenó la obra de Lukaris), y allí se constataron divergencias entre los teólogos griegos y los de la escuela de Kiev, que en algunas cuestiones concordaban con los católicos. Entre los delegados patriarcales estaba el exarca Melecio Syrigos, reconocido teólogo, quien tradujo al griego el texto latino original de Moghila, al cual aportó algunos retoques que luego aplicó él mismo al texto latino (perdido dicho original, nos ha negado el texto corregido por Syrigos, que poseemos, por lo tanto, en latín y griego). La Confessio de Moghila fue aprobada por los diversos patriarcas en un sínodo de Constantinopla del año 1643, aunque no fue editada hasta 1667 en Amsterdam.

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Muchos y diversos factores contribuyeron a este extraordinario desarrollo litúrgico, que comienza en el siglo IV y se acentúa en los siglos sucesivos. El primer factor es el traslado de las reliquias de los mártires, no obstante las rigurosas disposiciones de las leyes antiguas, que salvaguardaban la inviolabilidad de los sepulcros. Esto sucedió primeramente en Oriente. Fundada Bizancio, la nueva Roma, se la quiso enriquecer, a semejanza de la antigua, de reliquias de mártires. Y así Constancio en el 356 transportó los restos de San Timoteo; en el 357, los de San Andrés y San Lucas, y más tarde, de San Foca y de algunos mártires egipcios. Bajo Teodoro (379–395) se hizo lo mismo con las reliquias de San Pablo de Cucuso, de los mártires Terencio y Africano y de la cabeza de San Juan Bautista. A Antioquía se transportaron también los cuerpos de San Ignacio, de San Melecio, de San Babila; a Cesárea, el de San Sabas; a Alejandría, los restos del Precursor. Los despojos de los mártires eran llevados en triunfo por las ciudades y depositados en templos erigidos a propósito, donde daban origen a un nuevo centro de culto. Además, en esta misma época no sólo fueron exhumados fácilmente de los lugares primitivos los despojos de los mártires, sino que, para satisfacer el deseo de obispos, iglesias y particulares, se dividieron con la misma facilidad las reliquias. En Roma, donde sobre este punto eran muy severos, a duras penas se concedían reliquias tocadas; pero en otras iglesias, y especialmente en Oriente, eran mucho más amplios. De las reliquias de San Esteban, encontradas en el 415 en Caphargamala, se enriqueció todo el mundo, y las de los Santos Gervasio y Protasio, dice Gregorio de Tours, per universam Italiam vel Galliam délatac sunt. Es cierto que la fecha de la deposición de las reliquias era cuidadosamente anotada, y muchas veces venía a ser como el equivalente del dies natalis del mártir cuando por ventura se ignoraba éste. Muchas inscripciones africanas lo recuerdan: Positae sunt reliquiae S. luliani et Laurentii cum sociis suis, per manus Colombi episcopt sanctae ecclesiae universis... sub pridie nonas octobris. Memoriae sanctorum martyrum Laurentv, Hippolyti, Eufemiae, Mimnae et de Cruce Domini, depositae die III nonas Februarias. De este modo, los mártires más ilustres, rotas las barreras del reducido culto local, pudieron en poco tiempo difundirse en las principales iglesias de la cristiandad, entrar en sus martirologios y en sus dípticos y tener casi un culto universal. San Agustín podía decir ya de San Vicente: Quae hodie regio, quaeve provincia ulla, quousque vel romanum imperium vel christianum nomen extenditur, natalem non gaudet celebrare Vincentii? El Culto de los Santos

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La edición de M. Mesnart (B), publicada el año 1545 en París, añade los siguientes tratados: De Trinitate (de Novaciano), De testimonio animae, De anima, De spectaculis, De baptismo, Scorpiace, De idololatria, De pudicitia, De ieiunio, De cibis iudaicis (de Novaciano), De oratione. El editor los tomó de un manuscrito del que no da el nombre ni hace la descripción. Por el texto del De baptismo se ve que el códice era inferior al Codex Trecensis; en los márgenes se dan, sin embargo, algunas lecciones tomadas de este último códice, como ya dijimos más arriba. Mesnart se sirvió, además, del Codex Agobardinus y de otro manuscrito desconocido. La edición (Gel.) de Segismundo Gelenio (Basilea 1550) está basada en la Mesnartiana y en un Codex Masburensis, como ya dijimos. La edición (Pam.) de Jacobo Pamelio (Amberes 1579) depende de las de Mesnart y Gelenio. Empleó, además, el Codex Iohannis Clementis Angli, que ya no existe, y que contenía De spectaculis, De praescriptione haereticorum, De resurrectione carnis, De monogamia, De ieianio, De pudicitia. La edición de Francisco Junius (Jun.), publicada en Franeker en 1597, no es más que una reimpresión de la Pameliana. Son de importancia sus Adnotationes, porque introducen excelentes correcciones. La edición (Rig.) de Nicolao Rigault (París 1634) se basa en el texto del Agobardino, en el cual Ph. Priorius, en la segunda edición y otras posteriores, introdujo algunas variaciones. 2 . Los escritos apologéticos de Tertuliano. Entre las obras apologéticas de Tertuliano, los libros Ad nationes y el Apologeticum están relacionados entre sí. Los dos fueron escritos el año 197 y tratan del mismo asunto. Sin embargo, el Apologeticum representa una forma más acabada. Por esta razón y por algunas alusiones concretas a la revuelta de Albino contra Septimio Severo y a la sangrienta batalla que siguió en Lión el 19 de febrero del año 197, se deduce que el Ad nationes fue compuesto antes que el Apologeticum. 1. A los paganos (Ad nationes). Este tratado consta de dos libros.

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