4.° La clasificación de los textos. El texto litúrgico, y en general cualquier hecho ritual, es tanto más utilizable como elemento de síntesis cuanto con más exactitud se halla clasificado. La liturgia, como veremos, abarca grandes unidades, con tipos y subtipos, con caracteres comunes y particulares, que se reflejan en los textos, en las perícopas, en las formas, en los ritos. Determinar si pertenecen a uno o a otro tipo, precisar sus derivaciones desde el punto de vista cronológico o sus influencias, indagar su común origen de un tipo primordial, es labor, muchas veces difícil de la ciencia litúrgica. 5.° El examen comparativo de las diversas liturgias orientales y occidentales para ver lo que tienen de común y lo que los diferencia; examinar las relaciones eventuales entre ellas o con otras liturgias de confesiones separadas y también de cultos no cristianos; deducir, en cuanto sea posible, las leyes que regulan la evolución litúrgica. 6.° El estudio de las leyes de la evolución litúrgica. Es ciertamente prematuro pretender hablar de leyes mientras permanecen todavía en la historia litúrgica, hasta en la latina, tantos puntos oscuros: se puede, sin embargo, enunciar algunos principios generales, como los siguientes: a) Los ritos sufren el influjo del ambiente en el cual han nacido. El judaísmo y el mundo greco-romano, en los orígenes, y más tarde la civilización bizantina y las corrientes de los bárbaros han dejado rasgos auténticos en la liturgia de los primeros siglos y en la de los siglos sucesivos. Basta aludir a los numerosos elementos venidos de la liturgia de la sinagoga y a la distinta impronta estilística de los formularios, que son una expresión de la austera concisión del pensamiento romano o de la sonora prolijidad de los teólogos orientales. b) La analogía externa entre dos ritos de diversas religiones no significa por sí misma, salvo pruebas ulteriores, una relación histórica del uno y del otro. Es éste un principio de frecuente aplicación en el estudio de los orígenes eucarísticos y bautismales.

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En la baja Edad Media, las patenas conservaron substancialmente la simplicidad de la forma circular antigua; en el fondo de la concavidad se grababa la cruz o la figura del Cordero o una mano nimbada, símbolo de la divinidad, o la efigie de Cristo bendiciendo; también, a veces, una inscripción conmemorativa, como ésta: En pañis sacer, et fidei laudabile munub, ómnibus omnis adest, et sufficit ómnibus unus. Asimismo se encuentran patenas con la superficie modelada en forma de medallones, quizá guardando relación con la costumbre mozárabe de agrupar las oblatas sobre la patena en determinada forma simbólica. En cuanto a las dimensiones, podemos creer que las patenas antiguas, usadas en la época de las ofrendas en especie, serían ligeramente diversas unas, de otras. Había una pequeña para uso del celebrante, sobre la cual éste consagraba la oblata; los Ordines romani prescribían que esta patena debía colocarse a la derecha del cáliz. Además se usaban otras, llamadas ministeriales, bastante más amplias, en las que se hacía la fracción del pan consagrado, y de las cuales el sacerdote tomaba una a una las porciones que daba en comunión a los fieles. En efecto, el Líber pontificalis, a propósito de algunos papas de los siglos VII-VIII, consigna regalos de patenas que pesaban veinte y más libras, y algunas incluso provistas de asas. Una rica patena ministerial de estilo bizantino es la que se conserva en Venecia, en el tesoro de San Marcos. Es de alabastro y tan amplia, que en cada una de las seis cavidades que rodean la figura del Salvador en esmalte cabe perfectamente una de nuestras más grandes hostias de celebrar. La patena está circundada por una lujosa corona de perlas, y el esmalte central por la inscripción en griego: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. En los siglos X-XI, al cesar el rito del ofertorio popular y extendiéndose el empleo de las planchas para fabricar las hostias, éstas fueron poco a poco reduciendo su tamaño, y, por consiguiente, también las patenas acortaron sus dimensiones.

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Mientras tanto, el zar Boris cambió nuevamente de opinión; en el 869 expulsó al obispo latino e hizo volver a los griegos. Esto incorporó definitivamente su reino a la órbita de la ortodoxia bizantina. Deficiencias y Realizaciones Bizantinas El Imperio bizantino alcanzó su esplendor dentro de su larga y gloriosa historia bajo el capacitado gobierno de la dinastía macedónica (867–1056). Durante dos siglos, Constantinopla, con riqueza, cultura y realizaciones artísticas, dominó el mundo mediterráneo. Sus magníficas iglesias, adornadas de mármoles y mosaicos, y sus numerosos palacios, bibliotecas, hipódromos, monasterios y hospitales la convertían en objeto de maravilla para todos. La estratégica posición geopolítica en que se hallaba su capital, la eficiencia de su administración civil, su eficaz sistema legal, el fuerte basamento religioso que influía en toda la organización social, la disciplina y la organización de sus fuerzas armadas, la pericia de sus artesanos y la experiencia de sus banqueros y comerciantes hacían de Bizancio el país más próspero y estable de la cristiandad. Su besante de oro fue durante siglos la única moneda universalmente reconocida, inspirando la misma confianza desde China a Irlanda, desde África a las estepas del sur de Rusia. La idea que mantenía este vigor y estabilidad era la creencia de que Jesucristo regía a este extraordinario reino. El Imperio era suyo y la soberanía del Señor Encarnado se interpretaba de manera realista. El palacio imperial contenía un trono vacío en el que reposaba el libro de los Cuatro Evangelios, y se reservaba este sitio de honor a la presencia invisible del Maestro Celestial. Las leyes se promulgaban en nombre de Jesucristo, y su cabeza coronada con la diadema imperial se estampaba en el besante de oro. El ejército marchaba gritando rítmicamente: «Cristo es Conquistador,» y llevaba su imagen en las banderas. El emperador era únicamente su virrey, y su vestido y conducta acentuaban su papel como icono visible del invisible Rey.

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Así, en el curso de los seis primeros siglos de su historia, el cristianismo se difundió por una considerable parte de Asia y penetró en Etiopía. Sin embargo, no tuvo éxito entre los habitantes más primitivos del África tropical y encontró poca aceptación entre los budistas hinayhanas y los indostanos. Roma y el Oriente Cristiano Para los cristianos orientales constituyeron un problema especial sus relaciones con Italia, África del Norte y la Galia, que consideraban al papa de Roma como su obispo dirigente. Desde la época de la reconciliación entre la Iglesia y el Imperio, la organización de la comunidad cristiana tendió cada vez más a seguir la pauta de la administración imperial, y los obispos de las ciudades mayores recibieron el título de metropolitano y una autoridad sobre sus vecinos episcopales. A mediados del siglo V, a cinco metropolitanos se les dio una autoridad todavía mayor y se les denominó patriarcas. El primero de ellos fue el papa de Roma, cuya jurisdicción se extendió por toda la mitad occidental del Imperio y por una considerable parte de los Balcanes (Iliria). El segundo lugar perteneció al patriarca ecuménico de Constantinopla, el arzobispo de la Nueva Roma, que supervisaba a treinta y nueve distritos metropolitanos con unos cuatrocientos obispos diocesanos. Dominaba las provincias de Tracia, Ponto y Asia. El papa de Alejandría fue el tercer jerarca y regía en Egipto con sus catorce metropolitanos y ciento catorce obispos. El cuarto, el patriarca de Antioquía, tuvo trece metropolitanos y ciento cuarenta obispos en Siria y Arabia. El quinto, el patriarca de Jerusalén, gobernaba sobre Palestina con sus cinco metropolitanos y cincuenta y nueve obispos. En teoría, los cinco patriarcas eran iguales, y el destino de la Iglesia se hallaba confiado a su quíntuple caudillaje. En la realidad, sin embargo, la importancia de los patriarcas difería considerablemente, y la rivalidad entre las principales sedes vino a ser uno de los mayores problemas de la vida eclesiástica en el decurso de los siglos V y VI.

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Especialmente en Milán, es cierto que en el tiempo de San Ambrosio su iglesia seguía substancialmente el rito de Roma. El mismo la afirma expresamente, y es prueba de ello el hecho, de una importancia capital, pasado por alto por Duchesne, de que el santo obispo, en su obra De Sacramentis, cita como anáfora de uso milanés gran parte del arcaico canon romano. Solamente más tarde, durante los siglos VI y VII, la iglesia de Milán debió de importar no pocos elementos bizantinos; sobre todo cuando, ausentes sus obispos n durante casi ochenta años, sacerdotes y monjes, huidos del Oriente por las persecuciones persas e islámicas, se refugiaron en la tierra lombarda y se encontraron de hecho constituidos en jefes de la iglesia de Milán y ordenadores de su vida litúrgica. Con todo esto, Milán, a diferencia de las liturgias del otro lado de los Alpes, se mantuvo siempre fiel al sistema anaforal de Roma. Si además se tiene en cuenta la situación Histórica de los siglos V-VIII, se comprende fácilmente cómo en la convulsión universal de Europa provocada por las invasiones de los bárbaros es de todo punto improbable derivar de una sola sede, por importante que fuera, la irradiación de un complejo tan amplio de ritos litúrgicos como son los galicanos. Milán había perdido entonces gran parte de la supremacía política y eclesiástica de otros tiempos, mientras Aquileya, puerta del Ilírico; Rávena, sede de los exarcas; Pavía, capital de les lombardos; Arles, Lyón, Toledo, habían acrecentado su poderío y eran capaces de transmitir este o aquel rito, transplantado después a otras regiones, donde pudo desenvolverse con gran variedad según el genio de los diferentes pueblos. En las Galias, por ejemplo, y en España, el amor a la novedad y a la pompa literaria era sentido mucho más que en Milán y en Roma. Finalmente, no debemos creer que todos los ritos galicanos hayan nacido o hayan sido importados al mismo tiempo. Faltando manuscritos litúrgicos verdaderamente antiguos, c quién puede decir con seguridad qué fórmula o qué ceremonia pertenezca más bien al siglo V que al VI o al VII? Una exposición bastante ordenada de los ritos galicanos merovingios se encuentra por vez primera en las cartas atribuidas a San Germán (+ 576); pero éstas, como dijimos, fueron escritas hacia finales del siglo VII.

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Sobre este particular ha de recordarse cómo en la Iglesia antigua el honor de las luces a la cruz procesional estaba confiado a algunos cirios fijados sobre los brazos o sobre la parte superior de la cruz misma. El uso es ya atestiguado en Francia por Gregorio de Tours, accensisque super crucem cereis; pero debía ser común también en Italia, tanto en Milán, donde se mantuvo hasta el siglo XVII y ha dejado todavía rastros, como en Roma. Una práctica muy difundida entre los pueblos antiguos era la de llevar cirios en los cortejos fúnebres y encender luces delante de los sepulcros. Se atribuía a ellos la virtud mágica de alejar a los demonios, que se imaginaba fácilmente que habitasen en lugares de muerte y de corrupción. También los cristianos, por impulso de inveteradas costumbres, hacían así, obligando al concilio de Elvira (303) a una expresa prohibición: Céreos per diem placuit in coemeteño non incendi; inquietandi enim sanctorum spiritus non sunt (en.34). Pero probablemente la prohibición tuvo poco éxito, porque por los escritores del tiempo vemos que los honores fúnebres a laicos distinguidos y a obispos continuaron haciéndose con hachas y luces; pero el gesto fue substancialmente cristianizado. En efecto, en los siglos IV y V, cuando el culto de les mártires tomó un desarrollo extraordinario, el encender luces delante de su tumba – y la practicase había hecho general en la Iglesia – no fue ya unido a la superstición pagana, sino considerado solamente como acto de honor tributado a sus reliquias. El mismo Vigilancio lo reconocía, aun reprendiéndolo: Magnum hornorem praebent huiusmodi homines (los fieles) beatissimis martyribus, quos putant de vilissimis cereolis illustrandos. Por tanto, el uso de encender luces delante del sepulcro de los mártires a los piadosos iconos de la Virgen y de los santos y en los últimos honores tributados a los difuntos, fue admitido en la liturgia y mantenido siempre como muy valorado por los fieles. En los cementerios cristianos de Roma, Nápoles, Aquileya y África, en los siglos V y VI, es frecuenta la representación simbólica del difunto puesto entre dos candeleros encendidos. La Iglesia, como afirmaba San Jerónimo, en las luces, ardiendo junto a la tumba de sus hijos difuntos, no vio solamente un testimonio de honor a su cadáver santificado por la gracia, sino también un expresivo símbolo de la beatífica inmortalidad de sus almas: Ad significandum lumine fidei Vlustratos sanctos decessisse, et modo in superna patria lumine gloriae splendescere.

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Polielei : en eslavo significa «mucha misericordia» (¡Cuán misericordioso es el Señor!). Es una parte solemne de los Matutinos, que se oficia con la puerta real abierta y con lucerna y candelabros encendidos, y durante la cual se cantan los salmos 134 «Alabad el nombre del Señor» y el 135 «Confesad al Señor,» o algunos versos de estos salmos. Prokimen (puesto en adelante) – pasaje de las Sagradas Escrituras (generalmente del Salterio) que se acompaña con uno o varios versículos. Es pronunciado por el lector y luego es repetido por el coro antes de la lectura de la Epístola, el Evangelio, la paremía. El sentido del prokimen concuerda con la lectura que le sigue. La Iglesia nos llama a prestar atención con la exclamación: «¡Sabiduría, estemos atentos!» Sin mancilla (inmaculados, castos) – se denomina así la kathisma 17 del Salterio (salmo 119), por las palabras iniciales de ese salmo: «Bienaventurados los perfectos de camino.» Teotoquios – cantos en honor a la Madre de Dios. Los cánticos que representan el llanto de la Madre de Dios ante la cruz se denominan teotoquios de la cruz: ellos se encuentran en los oficios del miércoles y del viernes. Con Teotoquio se finalizan grupos de troparios, estiqueras y sedalion (sentados). Todo el oficio está embebido de alabanzas a la Madre de Dios y de invocaciones para su intercesión. Con expresiones de esperanza en el amparo de la Madre de Dios, finalizan tanto cada parte interna de los servicios Divinos, incluso las letanías, como todo oficio por separado. Los teotoquios a menudo están precedidos por la alabacion a la Santísima Trinidad: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.» Typica (representativos, figurativos) – servicio corto que comienza con los salmos: 102 «Bendice, alma mía, al Señor» y 145 «Alaba, alma mía, al Señor.» Se oficia cuando no está estipulado oficiar la Liturgia antes de las Vísperas. A partir del nombre de este servicio divino, los dos salmos mencionados que se cantan al principio de la Liturgia, también se llaman «salmos típicos.» Algunas veces, por alguna necesidad, se reemplaza la Liturgia por el oficio de Típicas. En esos casos generalmente se llama «oficio de mediodía.»

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De los demás libros del Antiguo Testamento se eligen lecturas, en mayor medida para las paremias. Durante la Gran Cuaresma en la paremia se leen en partes determinadas el Génesis, los Proverbios y citas del profeta Isaías. Durante la Semana Santa se leen extractos de los libros del Éxodo, de Job y también de los profetas Isaías, Jeremías, Ezequiel. En el transcurso del año en las fiestas escuchamos las lecturas de los profetas, de los libros de los Reyes, de los Proverbios, de la Sabiduría de Salomón, y otros. Además, de los libros del Antiguo Testamento se extraen en breve los recuerdos de diversos acontecimientos, las imágenes de personas y fenómenos de carácter instructivo. Por ejemplo, el canon de San Andrés de Creta está colmado de imágenes del Antiguo Testamento. Ese canon se lee durante la primera y la quinta semanas de la Gran Cuaresma. Los creadores de los cánticos eclesiales El servicio Divino cristiano se desarrolló paulatinamente, en él hay partes más antiguas y algunas más tardías. Además del material bíblico y del Evangelio, en él se conservan oraciones y alabanzas de los santos hombres de la Iglesia, que recibimos de los primeros siglos del cristianismo. En las Vísperas, por ejemplo, «Luz apacible» la que cita el santo mártir Athinogeno del siglo II y San Basilio el Grande, su versión actual es atribuida a Isofonías, patriarca de Jerusalén del siglo VII. En el oficio de Matutinos, San Atanasio el Grande y las Resoluciones Apostólicas (siglos II–V) indican la antigüedad de «Gloria a Dios en las alturas.» «Gloria... ahora y siempre,» confesión de la igualdad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tiene su origen en tiempos antiguos en contrapeso al arrianismo. La parte eucarística fundamental de la Liturgia viene desde la antigüedad: «Estemos buenamente... Hacia lo alto elevemos los corazones... Agradecemos al Señor... Es digno y justo... Santo, Santo, Santo,» acompañando la oración eucarística del sacerdote durante la bendición de los Santos Dones. La oración eucarística se ha diversificado en expresiones, permaneciendo inalterable en esencia. Igualmente antiguas y lejanas son las oraciones previas a la comunión de los Santos Dones. El rito de la Liturgia, a rasgos generales, es transmitido por San Justino mártir, en las Resoluciones Apostólicas y se ve con mayor claridad en la Liturgia del primer obispo de Jerusalén, Santiago, hermano del Señor.

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Origen y Desarrollo del Adviento En la organización actual de la liturgia romana, el tiempo llamado de Adviento está a la cabeza de todo el ciclo festivo cristiano, que se llama «año eclesiástico o litúrgico.» De hecho, el misal y el breviario se abren con los oficios de la primera dominica de Adviento. Esto es perfectamente lógico, porque, como observa Cabrol, «todo comienza en la Iglesia desde la venida de Cristo.» Sin embargo, este sistema de computar el año litúrgico no estuvo siempre en uso en la Iglesia. Ya desde el siglo III, por consideraciones astronómicas simbólicas, estaba universalmente difundida la opinión de qus el 25 de marzo, día del equinoccio de primavera, hubiese sido creado el mundo, María Virgen hubiese concebido al Verbo y que éste hubiese muerto en la cruz. VIII Kalendas Aprilis – dice un calendario mozárabe – Equinoxis verni et dies mundi primus, in qua die Dominas et conceptas et passus est. Sentado esto, era muy natural que se comenzase a contar el tiempo a partir de esta fecha, de capital importancia. Así lo encontramos en Tertuliano, el cual habla de la Pascua in mense primo, y las cuatro témporas, que en su origen vienen ordinariamente designadas con el nombre de ieiunium mensis primi, quarti, septimi, decimi, correspondientes a los meses de marzo, junio, septiembre y diciembre. San Ambrosio declara expresamente: Pascha veré omni principium primi mensis exordium. Sólo quedan rastros de este cómputo primitivo. El Génesis se comienza a leer en esta época, y el más antiguo leccionario conocido supone un ciclo de lecturas que comienza la noche de Pascua y acaba con el Sábado Santo. Pero con la introducción de la fiesta de Navidad y a causa del traslado de la fiesta de la Anunciación al período de Adviento, operado en muchas iglesias (porque la Cuaresma antigua excluía rigurosamente toda solemnidad), se corrió sensiblemente el principio del año litúrgico, fijándolo en el período navideño. Ya el catálogo filocaliano lleva en el encabezamiento de la Depositio martyrum: VIII fea en, natus Chrístus in Bethlem ludeae; y los libros litúrgicos de los siglos VI-VII llegados hasta nosotros comienzan con la vigilia Natalis Domini, como el sacramentarlo gelasiano, el gregoriano, el comes de Víctor de Capua, el leccionario de Luxeuil y el Missale gothicum gallicanum; o bien con el Natale Domini, como el leccionario y el evangeliario de Wurzburgo. Más tarde, hacia los siglos VIII-IX, cuando el Adviento, entendido como período de preparación para Navidad, tuvo casi en todas partes una ordenación estable y uniforme, los libros litúrgicos anticipan el anni circulum, como se llamaba a la primera dominica de Adviento, o con la dominica V ante Natale Domini, como hacen los gelasianos (s.VIII), contando con un poco de retraso. Uno de los primeros ejemplos nos lo ofrece el Cantatorium de Monza, del siglo VIII. El uso, sin embargo, no se hizo común sino después del siglo IX.

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Origen y Desarrollo del Traje Litúrgico El origen de las vestiduras litúrgicas no hay que buscarlo, como erróneamente afirman algunos liturgistas medievales, en los vestidos sagrados prescritos por Moisés y usados en el templo judaico. De ellos, la Iglesia lo más que pudo tomar es la idea de la conveniencia de un vestuario especial para el servicio del culto. Nuestras vestiduras sagradas se derivan sencillamente del antiguo traje civil greco-romano. El mismo tipo de vestidos que usaba entonces la población civil en su vida social se utilizó también en la celebración de los actos litúrgicos. Primis temporibus – escribe exactamente W. Estrabón – communi indumento vestiti missas agebant, sicut et hactenus quídam orientalium faceré perhibentur. No tenemos testimonios explícitos de los primeros siglos a este propósito, pero podemos suplirlos con pruebas monumentales que nos suministran las pinturas de las catacumbas. En ellas, los ministros son representados durante la celebración del culto con la misma vestimenta que lleva el común de los ciudadanos romanos. Esta identidad del traje civil y litúrgico se mantuvo en la Iglesia por espacio de varios siglos, incluso después de la paz constantiniana, como se desprende de múltiples testimonios. He aquí algunos de los más importantes. En el 428, el papa Inocencio I escribe a algunos obispos de las Galias, censurando ciertas novedades extrañas por ellos introducidas en su modo de vestir, y les dice que el clero debe, sí, distinguirse del pueblo, pero doctrina, non veste; conversatione, non habitu; mentís púntate, non cultu. En África, San Agustín (+ 430) afirma de sí mismo que vestía como uno cualquiera de los diáconos y demás personas que convivían con él, bastándole una túnica linea para debajo y el byrrus para encima. Un fresco del cementerio de Calixto, del tiempo de Juan III (560–573), representa a los papas Sixto II y Cornelio vestidos con la dalmática, la planeta y el manto. Excepto esta última prenda, puramente eclesiástica, tal era todavía el traje civil de los honestiores en tiempo de San Gregorio Magno (+ 606). En efecto, su biógrafo Juan Diácono refiere haber visto en el monasterio romano ad clurn Scauri los retratos de su padre, el senador Gordiano, y del santo pontífice, entrambos representados con el mismo traje, con dalmática y planeta.

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