Antes de la invasión mongólica él núcleo del pueblo ruso se extendía desde los Cárpatos hasta los bosques y pantanos, región que habría de convertirse, luego de algunos siglos, en la Rusia Central, o Gran Rusia. En el siglo XIII, el lugar donde se encuentra actualmente Moscú, constituía el extremo límite de la penetración de colonos, llegados desde la Rusia Primera, o la Rusia de Kiev, conocida posteriormente con el nombre de «Pequeña Rusia,» o «Rusia Menor» o sea Rusia Inicial (hoy llamada Ucrania). Es griego el origen conceptual de la denominación Pequeña Rusia, o Rusia Menor (Malorosia). Los griegos llamaban Pequeña Grecia a la zona que había sido la cuna de la Gran Grecia y de todo el pueblo helénico. Del mismo modo, la Pequeña Rusia (Malorosia) fue la cuna de la Gran Rusia y de todo el pueblo ruso. Respecto a las denominaciones «pueblo ucranio,» o «Ucrania» es un desconocimiento. En el nombre «Ucrania» se trata de un malentendido etimológico: ateniéndonos al significado exacto de la palabra «ukraina,» u «okraina» significa «tierra marginal.» Por lo tanto, refiriéndose al pueblo «ucraniano,» se habla del pueblo «limítrofe.» La palabra Ucrania fue introducida por los polacos en el siglo XV. Pero volvemos a los acontecimientos del siglo XIII. El pánico que surgió como consecuencia de la invasión mongólica fue tan grande, que el noventa por ciento de los sobrevivientes de la Rusia Original (es decir la Rus’ de Kiev) se refugió en la región boscosa del noroeste, comarca que entonces eran muy poco poblada. Los habitantes, primitivos nómadas pertenecían etimológicamente a la etnia ugro-finesa (finlandesa), quienes se mezclaron rápidamente con las multitudes de refugiados rusos, que venían del sudoeste y eran agricultores, y por lo tanto sedentarios. En efecto, cuesta imaginar lo que fue el régimen impuesto por los tártaros durante los siglos XIII y XIV. Durante los primeros años el yugo tártaro fue atrozmente cruel. Poco a poco se modero, ya que los conquistadores se encontraron bajo la influencia cultural de los conquistados. Para tener una idea de la mentalidad primitiva de los invasores, hay que citar aquí una frase conocida del Khan tártaro Ghengis-Khan, que dijo: «El hombre más feliz es aquel que persigue a sus enemigos derrotados, los roba sus bienes, monta sus caballos al galope, contempla las lágrimas de los vencidos, roba sus bienes y abraza a sus mujeres e hijas.» Agresiónes teutónica y lituana

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De los monasterios, sobre todo por influencia de Cluny, el uso de la capa se difundió pronto a todas partes. Mientras la casulla mantenía, por razones predominantemente simbólicas, la forma tradicional, la cappa, mucho más cómoda cara el libre movimiento de los brazos, se impuso pronto en las funciones menores, como procesiones, incensación en laudes y vísperas (de ahí el nombre dado por los alemanes a la capa de rauchmantel, vespermantel), las consagraciones solemnes, etc. En el siglo XI, la capa pluvial era ya de uso general. Los Colores Litúrgicos La variedad de colores en las vestiduras sagradas era cosa conocida en la liturgia mosaica, con la diferencia de que, mientras nuestros ornamentos tienen un color predominante, entre los judíos los cuatro colores litúrgicos – jacinto, púrpura, azafrán y carmesí – debían ir juntos. En los primeros siglos cristianos no se halla rastro de colores litúrgicos propiamente dichos. Los frescos y mosaicos de las antiguas basílicas muestran que el artista ha elegido a su antojo el color de las vestiduras sagradas. Así, San Ambrosio, en el mosaico de la basílica de su nombre en Milán (s.v), aparece vestido de una pénula de color amarillo; amarillas son, asimismo, las pénulas de la capilla de San Sátiro; en cambio, son de color púrpura las de los mosaicos de San Vital, en Rávena (s.Vl). Muchos documentos de los siglos IV y V – como las Constituciones apostólicas y los Cañones, de Hipólito y Paladio – hablan de «vestidos espléndidos» usados en el servicio litúrgico, lo cual hace suponer que se trataba de tejidos policromos. Esto sería lo más natural. «Sería extraño – dice Braun – que en el siglo V, cuando, como atestigua la carta cornutiana, del 471, se embellecían las basílicas alrededor del ciborio y en los intercolumnios con ricos paños de oro y púrpura, estos colores no apareciesen también en las vestiduras usadas en el altar.» Por lo tanto, hay que considerar errónea la opinión de muchos, según los cuales antes del siglo VIII el color blanco fue el único color litúrgico.

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La hipótesis es sugestiva, pues brota espontáneamente de aquel simbolismo eucarístico que ya San Pablo había ilustrado, y al que se alude repetidas veces en los escritos primitivos, donde la eucaristía es considerada en función de la caridad y de la unidad eclesiástica . La epiclesis contenida en la Traditio (216) desarrolla sobre todo. este pensamiento. De todas formas, San Justino guarda silencio absoluto al respecto. En cambio, hace mención de otro concepto, que acaso servía para concluir la anáfora, y que está en relación con la idea epiclética mencionada. Lo hallamos en el Diálogo con Trifón. Después de enumerar los beneficios divinos derramados sobre los seres humanos, a cambio de los cuajes le tributan ellos oraciones e himnos de alabanza, añade: «y nosotros le pedimos que nos haga nacer a la inmortalidad por causa de la fe con que hemos creído en El . «Nos inclinamos a ver en estas palabras un reflejo del contenido de la anáfora, que probablemente terminaba con una aspiración vehemente del cielo. La eucaristía era prenda o garantía de inmortalidad. Lo había dicho Jesús, y los escritos primitivos se hacían eco gustoso de este pensamiento. Frangentes panera unum – escribía San Ignacio de Antioquía – qui est Pharmacum Immortalitatis; y la Didaché: Gratías tibí agimus, Pater Sancte..., pro scientia, fide et Immortalitate, quam indicasti nobis per lesum puerum tuurn. 63. La plegaria consagratoria concluía, finalmente, con una doxología trinitaria. Es lógico suponerlo, por más que San Justino nada diga de ella, por lo que él mismo afirma en torno al tema de la anáfora, orientado a la glorificación de la Trinidad. Por lo demás, todos los textos de alguna importancia que conservamos de los primeros siglos, comenzando por las cartas de San Pablo y, más tarde, todas las anáforas, tienen un final doxológico más o menos extenso. Valga como ejemplo contemporáneo a la época de la Apología aquella con que San Palicarpo, atado al patíbulo, concluyó su última oración: «Por tanto, ¡oh Dios! te doy gracias por todo; te bendigo, te glorifico por medio del eterno y celestial Pontífice, Jesucristo, tu Hijo amado, por el cual a ti, con El y con el Espíritu Santo, sea la gloria ahora y por todos los siglos futuros.

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La oración de ofrenda es una anáfora que consta de Prefacio, que termina en el Sanctus, oblación y narración de la Institución, invocación del Logos, intercesión en favor de los vivos, intercesión en favor de los difuntos, recitación de los Dípticos y oración por los oferentes. En esta anáfora merecen destacarse varios puntos que llaman la atención. Tenemos aquí el testimonio seguro más antiguo del uso del Sanctus en la liturgia eucarística. La transición del Sanctus a las palabras de la Institución es también típica de la liturgia egipcia más reciente. Pero es todavía más sorprendente el que, entre las palabras de la Institución que se pronuncian sobre el pan y las que se pronuncian sobre el cáliz, se inserta una oración por la unión de la Iglesia, tomada de la Didaché (9,4). Es cierto que algunas frases del Prefacio coinciden al pie de la letra con la liturgia que se conoce con el nombre de liturgia de San Marcos. Por otra parte, examinándola de cerca, es evidente que la anáfora presenta muchas particularidades propias. Algunos pasajes reflejan un colorido predominantemente especulativo y teológico, y más específicamente «gnóstico,» que no proviene de la tradición antigua, sino que representa la contribución propia de Serapión. El autor da muestras de una osada independencia, que le lleva a crear oraciones enteramente nuevas y a revisar las fórmulas cristianas antiguas. Por esta razón, su canon eucarístico, aunque de gran valor para la historia de la liturgia, es, con respecto a la tradición, sólo un testigo de segunda clase. La misma epiclesis del Logos parece también una contribución propia de Serapión. Pedro y Teófilo, patriarcas de Alejandría, atestiguan que ni Atanasio ni las liturgias de Alejandría conocieron nunca semejante invocación pidiendo la venida del Logos sobre el pan y el cáliz; pero se puede probar que depende de oraciones eucarísticas gnósticas, y de hecho presenta algunas analogías con ellas. La Carta acerca del Padre y del Hijo, que en el manuscrito sigue inmediatamente después de las treinta oraciones del Euchologion, no lleva nombre alguno. G. Wobbermin sostiene que se debe atribuir a Serapión, pero el estilo difiere del que vemos en el tratado Contra los maniqueos y en el Euchologion. La doxología con que termina la carta: «Al Dios sabio e invisible, honor y poder, grandeza, magnificencia, ahora y siempre; fue, es y será por generaciones y generaciones, por los siglos de los siglos incorruptibles y eternos. Amén,» es muy distinta de la doxología estrictamente trinitaria dirigida a Dios Cristo en el Espíritu Santo, que aparece en términos casi idénticos al final de todas las oraciones del sacramentarlo de Serapión. El autor de la carta tiene una idea confusa acerca de la tercera Persona. Siguiendo a «los santos maestros de la Iglesia católica y apostólica,» quiere probar que el Hijo es coeterno con el Padre. Probabilísimamente pertenece a una generación más antigua de adversarios de la herejía arriana.

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La oratio veli, que debía seguir, sería, según él, ni más ni menos que la oratio super sindonem. Como se ve, hay aquí una serie de afirmaciones gratuitas, que vienen a deshacer el orden tradicional de este punto de la misa ambrosiana. Pero, como ha observado De Meester, para el rito bizantino, apoyándose también sobre el estudio de Petrovsky, la preparación de la materia del sacrificio está, por su misma naturaleza, íntimamente unida al rito eucarístico, y, en consecuencia, a la misa de los fieles; tenía lugar en un principio después de la despedida de los catecúmenos, y consistía en la ofrenda que los fieles hacían del pan y del vino. Cuando estas ofrendas cayeron en desuso, entonces la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa de los fieles; desaparecido el rito de la ofrenda, se desarrolló el rito de la preparación, llamada prótesis. Emita cambio piensa De Meester y Petrovsky que haya podido tener lugar entre los siglos VIII y IX. Todavía antes de que tuviese lugar esta transformación, cuando todavía los fieles llevaban sus dones al altar, se introdujo en el oficio bizantino, en la segunda mitad del siglo VI, el canto del himno Cherubicon. Cuando la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa, entonces este canto en este punto, más que al rito de la ofrenda, acompañó al traslado procesional de las oblatas de la prótesis al altar. Es ilógico, por tanto, declarar primitivo en la misa ambrosiana el rito de la procesión de las oblatas, que no es primitivo ni siquiera en la oriental; y más ilógico todavía afirmar que Milán del ó este pretendido uso primitivo hacia los siglos VI-VII por influjo de Roma, de la cual habría tomado el uso de la ofrenda de los fieles, precisamente cuando el Oriente dejaba el uso primitivo de la ofrenda para substituirlo con la prótesis, con la correspondiente procesión de las ofrendas. El rito de la prótesis al principio de la misa de los catecúmenos no ha formado nunca parte de la misa ambrosiana. Solamente en el siglo V hubo alguna tentativa sobre el particular. El Canon Con el diálogo entre el sacerdote y los fieles comienza la parte más sagrada de la misa, el canon. San Ambrosio la llama con los nombres benedictio, sacrae orationis mysterium, prex, sermo caelestis, verba sacramentorum. La introducción al canon está constituida por el Praefatio. Tal nombre, faltando en el leoniano y encontrándose excepcionalmente en tres lugares del gelasiano antiguo, Jungmann piensa no ser improbable que haya pasado a designar las fórmulas Veré dignum en los libros romanos posteriores del uso milanés. La abundancia de prefacios en el misal ambrosiano no es una característica suya, sino que representa el uso romano antiguo, reducido después en el gregoriano. Sobre los prefacios ambrosianos genuinos, de los cuales se distinguieron los derivados en el misal ambrosiano de otras fuentes, particularmente de los gelasianos del siglo VIII, ha hecho un excelente estudio Paredi.

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Dos anécdotas importantes sirven para ilustrar este punto. Jerónimo, una de las mentes más brillantes de la cristiandad occidental, disfrutaba con la lectura de Cicerón. Pero cada vez que leía a su autor favorito, se sentía culpable. En vano había intentado convencerse de que lo que hacía no era pecaminoso. En un sueño trató de convencer a Cristo de que era un fiel cristiano, pero el Juez Celestial, frente al alegato «Soy cristiano» (Christianus sum) lo reprimió con un «Sí eres ciceroniano, pero no cristiano» (Ciceronianus es, non Christianus). 3 A finales del s. VI, el papa Gregorio Magno (590–604) reprendió amargamente al obispo de Viena por enseñar literatura. Gregorio afirmó: «Una boca no puede contener alabanzas a Cristo y alabanza a Júpiter.» 4 Se oponía duramente a la enseñanza de los clásicos pese a resultar ser un papa progresista y reformador. El que algunos papas romanos desconfiaban de los clérigos que habían estudiado a los clásicos queda de nuevo reflejado por otra historia del s. VII. Teodoro de Tarsos había recibido una excelente educación clásica tanto en Tarsos como en Atenas. Cuando fue nombrado Arzobispo de Canterbury, el papa Vitaliano, que lo consagró en 688, manifestó su temor y preocupación sobre la ortodoxia de Teodoro. El romano pontífice ordenó al abad Hadrian que acompañara a Teodoro a Gran Bretaña y que «vigilara atentamente a Teodoro para que no enseñara nada que fuese contrario a la fe verdadera según el modo de los griegos.» 5 Gilbert Highet relata que «siempre hubo una fuerte oposición en la Iglesia (Occidental) a cualquier tipo de estudio de la civilización clásica, porque fue el producto de un mundo corrupto, pagano, muerto y maldito.» 6 A pesar de ello, por lo menos los clásicos romanos se preservaron en Occidente, mediante su estudio y transcripción en algunas comunidades monásticas de la Iglesia Occidental. Pero volvamos al este. Además de Justino el filósofo, Arístides y Atenagoras de Atenas y más tarde Clemente y Origen de Alejandría se esforzaron enormemente por presentar las enseñanzas cristianas en un lenguaje y estilo comprensibles para los gentiles cultos. Durante los primeros siglos del cristianismo y, concretamente, en los siglos IV y V, intelectuales cristianos, como Basilio el Grande, Gregorio de Nazianzos, y Gregorio de Nisa observaron que muchos aspectos del pensamiento, la filosofía y la ética clásicos, y en concreto el pensamiento de Platón eran bastante cercanos a la doctrina cristiana. De este modo, la filosofía, la antropología, el pensamiento político, la ética y la psicología griegas fueron puestos al servicio de la teología cristiana. La literatura clásica dejó de estar considerada como inapropiada para la fe cristiana. «Como una abeja reuniré todo lo que sea conforme a la verdad, incluso sirviéndome de lo que escribieron nuestros enemigos (autores paganos),» 7 afirmó el teólogo del siglo VIII Juan de Damasco.

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Mas la acción del cursus se ejercita, sobre todo, en las cadencias, ya sean incidentales, ya finales de la oración. Se entiende por cursus, escribe Dom Mocquereau, ciertas sucesiones armoniosas de palabras y de sílabas usadas por los prosistas griegos y latinos al final de las frases y de los miembros de frase para obtener diversas cadencias de efecto agradable al oído y al oyente. Si estas sucesiones de sílabas están basadas sobre la cuantidad, el cursus es métrico; pero si se hallan basadas en el acento o en el número de las sílabas, el cursus es rítmico. En los siglos IV-V, presunta época de nuestras más antiguas oraciones, y en los dos siglos siguientes, el puro cursus métrico de los tiempos clásicos (Cicerón) había dado lugar a un cursus mixto, compuesto en parte por cláusulas métricas y en parte rítmicas. De estas últimas, por ejemplo, el sacramentario leoniano, (en un total de 1030 cadencias) tiene 242 (23–8 por 100), mientras 775 son métricas (76,2 por 100). Mediante la combinación de estos cursus principales y de algunos otros pocos secundarios, los antiguos compositores supieron dar una extraordinaria viveza y sonoridad a las oraciones litúrgicas, las cuales, dotadas de un concepto siempre elevado, de un estilo siempre lapidario, de una fraseología robusta, vinieron a resultar verdaderas joyas de la literatura cristiana. Sirva como ejemplo la colecta del domingo séptimo después de Pentecostés con sus signos métricos: Deus cuius providentja in sui dispositi one non fallitur (c. tardus) te supplices exoramus (c. velox) ut noxia cuneta submoveas (c. tardus) et omnia nobis pro futura concedas (c. planus). Afines a las oraciones de las que hemos hablado hasta aquí son algunas otras fórmulas que o forman parte del ritual sacramentarlo o sirven para la bendición de algunos elementos: aceite, agua, etc.; mas se presentan con un texto de desarrollo amplio, discursivo. Mientras a las primeras (colectas) podemos llamarlas fórmulas sintéticas por su brevedad, las otras podrían llamarse fórmulas analíticas.

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La doble traditio que hemos descrito arriba, fundados en los testimonios patrísticos de los siglos IV-V, se relaciona con ceremonias realmente vividas, es decir, realizadas sobre capacitados adultos, al menos en su mayor parte. Las fórmulas que debían acompañarlas se han perdido; solamente nos quedan las del gelasiano, que son ciertamente contemporáneas, si no anteriores, al siglo VI, época de su composición, junto con textos de las tres misas pro scrutinio, en cuyo cuadro estaban insertas las traditiones. No podemos, en cambio, considerar igualmente como antiguas las rubricas correspondientes, las cuales acusan una apoca posterior, porque suponen que las ceremonias se desarrollan preferentemente delante de los niños (infantes); algunos de ellos de tan tierna edad, que debían ser llevados en brazos por sus padrinos. También las tres homilías o exposiciones catequísticas, antepuestas, según el gelasiano, por el pontífice a toda traditio, y que substituyen en pocas líneas a la antigua larga catequesis pre-bautismal, indican, en su suscinta estilización, un desarrollo litúrgico más avanzado y una situación diferente. La traditio en la liturgia posterior y en Roma era triple: de los Evangelios, del símbolo y de la oración dominical. Todas tenían lugar el miércoles de la cuarta semana de Cuaresma (in mediana). El gelasiano las titula in aurium aperitíonem ad electos. En la primera, la traditio Evangelii, exclusiva de Roma, se iniciaba al catecúmeno en el conocimiento de los cuatro Evangelios, los títulos de la ley cristiana (instrumenta legis divinae). Cantado el responsorio gradual de la misa, cuatro diáconos, precedidos de acólitos con velas encendidas y un incensario humeante, llevaban procesionalmente del secretarium al altar los cuatro libros de los Evangelios, colocándolos sobre los cuatro ángulos de la mesa. Un acólito, sosteniendo en brazos a un niño (infans) e imponiendo la mano sobre su cabeza, recitaba (decantando) el símbolo en latín o en griego, según la nacionalidad del niño, ya que en Roma en los siglos VII-VIII, después que los ejercitos de Justimano conquistaron Italia, era numerosa la colonia bizantina. El símbolo se recitaba según el texto niceno-constantinopolitano; pero primitivamente, sin duda, debía decirse el apostólico; Juan Diácono lo atestigua expresamente. Proseguía la misa, en la cual se admitía a los padres o los futuros padrinos a presentar la oblación en nombre de sus hijos respectivos, y su nombre era leído por el diácono en los dípticos.

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Fue canonizado por la Iglesia rusa. En esta misma corriente encontramos luego a Máximo el Griego (1470–1556), humanista griego que vivió largos años en Italia, donde colaboró con Aldo Manuzio en la edición de libros griegos. Fue amigo de Savonarola, cuyas cenizas recogió cuando aquél fue quemado en la hoguera. Llamado a Moscú (1515), trabajó en la revisión de los libros litúrgicos. Fue perseguido y, en 1525, se refugió en Volokolamsk, para trasladarse posteriormente al monasterio de la Santísima Trinidad en Serguiev Posad, el monasterio de san Sergio de Radonezh, donde murió y donde gozó de veneración. Representante principal de la otra corriente fue José de Volokolamsk (1439–1515). Este monje ponía el acento en el aspecto ritual, litúrgico y tradicional. La pobreza, para él, era una cosa más bien individual, mientras que el monasterio podía tener propiedades y riquezas que le permitieran ser un centro cultural. En cuanto a la relación entre Iglesia y Estado, era partidario de una vinculación de intereses entre ambas instituciones. Frente a los herejes defendía una actitud de estricto rigor. Fue canonizado también por la Iglesia rusa, junto con san Nilo de Sora. Ambas corrientes tuvieron seguidores, pero terminó por triunfar la segunda, la corriente «estatista,» que se plasmó sobre todo con el zar Iván IV el Terrible. a) Siglos XVI y XVII: confesiones antiprotestantes y «raskol» En los siglos XVI y XVII intentan penetrar, tanto en Constantinopla como en Kiev o en Moscú, las ideas y doctrinas de la Reforma protestante. Y los escritos teológicos ortodoxos se ven marcados por esta penetración, sea que reciban su influencia, o bien que se presenten como una reacción contra ella. Así, destaca el patriarca Jeremías II (+ 1595), quien respondió en tres ocasiones con largos escritos a las cartas con que los luteranos alemanes intentaban atraerse a la Iglesia griega. Con los testimonios de los santos Padres y de los autores bizantinos medievales, Jeremías trató temas como la procesión del Espíritu Santo, el libre albedrío, la justificación por la fe y las buenas obras, los sacramentos, la invocación de los santos, la vida monástica, etc. Terminaba su último escrito con las palabras: «Seguid vuestro camino y no nos escribáis más sobre cuestiones dogmáticas, sino solamente por amistad.»

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Esto tiene gran importancia para la demostración de la tardía introducción en el calendario ambrosiano de algunas fiestas, especialmente de la Santa Cruz, de la Virgen y de algunos santos, principalmente de apóstoles. Otras fuentes son los manuales, que son una mezcla de salterio, calendario, antifonario y oracional tanto para la misa como para el oficio; también aquí la época del manuscrito no es anterior a la de los misales. El Breviario. Parte 1. La Historia 1. Preliminares La Oración Pública en los Tres Primeros Siglos Las primeras señales ciertas de una oración pública específicamente cristiana se encuentran en los Hechos (2:42), cuando se dice que aquellos fieles que se habían adherido a las palabras de San Pedro y habían recibido el bautismo erant perseverantes in doctrina apostolorum et communicatione fractionis panis et orationibus; es decir, como se expresa mejor el texto griego, eran asiduos en el aprender la doctrina de los apóstoles y mantener la unión fraterna entre ellos, participar en la fracción del pan (eucaristía) y en las oraciones en común. ¿Qué oraciones? Es difícil precisar la índole y la relación; si en relación a la Fractio panis o independientemente de ella, como parece más probable. Separándose poco a poco la Iglesia del judaísmo y habiendo penetrado en el mundo grecoromano, encontramos la primera incipiente organización eucológica, constituida preferentemente por el oficio nocturno de las vigilias: en primer lugar, las dominicales; después, las estacionales y las cementeriales, las cuales durante más de tres siglos, es decir, hasta el advenimiento de la paz, representan, junto con la misa, la expresión pública y oficial de la oración de la Iglesia. Pero junto a ellas vemos que los fieles tienen otras oraciones (orationes legitimae), fijadas generalmente en la mañana y en la tarde; pero éstas, aunque calurosamente recomendadas, no tienen todavía carácter oficial reconocido. Se delinea, además, desde el principio la tendencia en algunos de consagrar a la oración ciertos mementos determinados del día y de la noche (oraciones apostólicas), los cuales durante el siglo IV serán reconocidos y organizados oficialmente por la Iglesia.

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