Troparion: significa «invocación,» también puede ser «corona.» Así se denomina el cántico fundamental que expresa la esencia de la festividad. Contiene la glorificación del acontecimiento o santo, su coronación con alabanzas. Ese tropario, más exactamente se denomina «tropario de despedida.» En otros casos existen grupos enteros de troparios de alabanza. Los cantos de los cánones están compuestos por un irmos seguido de troparios. En el canon Pascual esos troparios se cantan, en los demás cánones se leen. Verso de la Comunión – verso que se canta en la Liturgia después de «El Único Santo, el Único Señor Jesucristo,» mientras el clero comulga en el altar. Zadostoinik – oración que se canta durante la Liturgia en lugar de «Verdaderamente es digno bendecirte,» luego de la transubstanciación de los Santos Dones. En las fiestas, este cántico se sustituye por el irmos de la novena oda del canon de los matutinos correspondiente al día con su verso propio. El contenido de la oración E l material de los servicios divinos de la Iglesia Ortodoxa es muy rico. Se utilizan miles de himnos sagrados, sin contar los muchos que ya se han dejado de usar. ¿Cuál es el contenido de este rico material? La oración es una conversación con Dios y con Sus santos, en esencia semejante a una conversación con los hombres. Expresamos nuestros pensamientos y sentimientos, pedimos perdón, agradecemos, alabamos, pedimos ayuda. La misma plática ocurre en la Casa de Dios, y los elementos básicos de su contenido son: La adoración, la glorificación a Dios, la exaltación de la Madre de Dios, la alabanza a los santos; El agradecimiento a Dios; El arrepentimiento, la aflicción por la caída, por los pecados; En un sentido acotado, oración significa pedir ayuda, pedir la liberación de la debilidades espirituales y físicas, la liberación de los peligros, rezar por la salvación, rezar los unos por los otros, por la Iglesia, por el pueblo, por todo el mundo. Un apartado especial de la oración por el prójimo lo compone la oración por nuestros difuntos padres, hermanos y hermanas, la oración por su descanso eterno;

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Se nos objetará, quizá, que la disensión dogmática entre Oriente y Occidente no fue más que accidental, que no desempeñó un papel decisivo, que se trataba más bien de dos mundos históricos diferentes que tarde o temprano debían separarse para seguir cada uno su propio camino; que la disputa dogmática no fue más que un pretexto para romper definitivamente la unidad eclesiástica, la cual, de hecho, hacía mucho tiempo que no existía ya. Tales afirmaciones, que se dejan oír muy frecuentemente tanto en Oriente como en Occidente, son debidas a una mentalidad puramente laica, a la costumbre general de tratar la historia de la Iglesia según los métodos que prescinden de la naturaleza religiosa de la Iglesia. Para un «historiador de la Iglesia», el factor religioso desaparece, encontrándose reemplazado por otros, como el juego de los intereses políticos y sociales; o el papel de las condiciones étnicas o culturales, consideradas como fuerzas determinantes en la vida de la Iglesia. Se cree más listo, más al día, invocando estos factores como las verdaderas razones dirigentes de la historia eclesiástica. Un historiador cristiano, aunque reconoce la importancia de estas condiciones, apenas puede resignarse a considerarlas diferentemente que exteriores al ser mismo de la Iglesia; no puede renunciar a ver en la Iglesia un cuerpo autónomo, sometido a una ley distinta de la del determinismo de este mundo. Si se considera la cuestión dogmática sobre la procesión del Espíritu Santo, que dividió a Oriente y Occidente, no se la puede tratar como un fenómeno fortuito en la historia de la Iglesia, considerada como tal. Desde el punto de vista religioso, es el único motivo que cuenta en la concatenación de los hechos que condujeron a la separación. Aunque condicionada, quizá, por varios factores, esta determinación dogmática fue, para unos como para otros, un compromiso espiritual, una toma de partido consciente en materia de fe. Si frecuentemente se está inclinado a quitarle importancia al hecho dogmático que determinó todo el desarrollo ulterior de ambas tradiciones, es debido a una cierta insensibilidad con respecto al dogma, considerado como algo exterior y abstracto. La espiritualidad es lo que cuenta, dicen; la diferencia dogmática nada cambia. Sin embargo, espiritualidad y dogma, mística y teología, están inseparablemente ligados en la vida de la Iglesia. Por lo que se refiere a la Iglesia de Oriente, como hemos dicho, no establece una distinción bien nítida entre la teología y la mística, entre el terreno de la fe común y el de la experiencia personal. De ahí que, si queremos hablar de la teología mística de la tradición oriental, no podremos tratar dicho tema de otro modo que dentro de los límites dogmáticos de la Iglesia ortodoxa.

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Agustín reconocía el conflicto que los humanos experimentaban entre varias operaciones corporales y mentales. Esta tensión, sin embargo, era comprendida como la manifestación de una división más fundamental dentro del propio espíritu creado entre el amor de Dios y el amor de uno mismo. El espíritu humano fue creado y establecido originalmente en unión con la verdad y la belleza divinas . Guiada por la sabiduría, el alma armonizaba todas sus operaciones dirigiéndolas hacia el bien más elevado, Dios. El pecado original de la humanidad, igual que el de los ángeles, fue consecuencia de la pasión desordenada del ego individual y de las ansias por querer dominar el mundo material. La criatura rechazó la acción soberana de la sabiduría divina y ejerció orgullosamente la elección autónoma. Agustín explicaba así la noción paulina del espíritu y de la carne como dos orientaciones opuestas de una sola alma: la caridad o sumisión a Dios y el orgullo o autonomía criatural. Al oponerse a su orientación natural a Dios , prefiriendo su bondad y poder derivados , el alma creada se divide contra sí misma y llega a ser « carne .» Apartada de la sabiduría divina, la mente pierde su clara comprensión de la unidad, proporción y armonía; luego fracasa en integrar todas sus operaciones corporales y mentales. El espíritu ya no gobierna perfectamente al cuerpo y no mantiene su fortaleza original, que previene la corrupción y la muerte. Los apetitos y energías de la operación corporal son gobernados pobremente. El conflicto resultante, experimentado dentro del cuerpo, manifiesta una desarmonía más fundamental en el espíritu humano mismo. Para recuperar el control y la coordinación de sus complejas actividades, la mente humana debe establecer modelos de evaluación, una respuesta y una operación afectiva. Estas costumbres o hábitos convierten la mayoría de las actividades en rutina y así capacitan a la persona para concentrar la atención y la energía en objetivos más importantes, espirituales. Una vez establecidas, sin embargo, estas costumbres otorgan a objetos sensibles particulares el poder de atraer o repeler; limitan la capacidad de la persona para modificar la respuesta e inician un nuevo tipo de conducta. Las costumbres virtuosas mantienen a la persona en la buena elección y actuación. Los hábitos enraizados en el amor a sí mismo, sin embargo, resisten a las buenas intenciones subsiguientes y pueden impedirles tener salida en la acción. Las costumbres pueden atar la voluntad al mal.

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Inmediatamente después de los maitines generalmente se lee la primera hora. Los maitines festivos se diferencian de los diarios por sus agregados solemnes. Entre ellos se cuentan: a) el polielei, es decir, cuando se canta «Alabad el nombre del Señor» y la celebracion; b) el canto de las las antífonas anabáticas (cantos cortos tomados de los salmos 120–134); de ellos los que se cantan con mayor frecuencia son «Desde mi juventud...»; c) la lectura del Evangelio; d) el agregado de la katavasia al canon, es decir, de irmos complementarios que culminan cada canto; e) el canto y no la lectura de la Gran Doxologia, y finalmente f) una pequeña variación en la ubicación de las letanías y estiquerias finales. Todos los matutinos dominicales están embebidos con la alegría de la resurrección de Jesucristo. Ya el Troparion que sigue a «Dios, el Señor» anuncia que el objeto de alabanza será la resurrección de Cristo. La primera mención de la resurrección se oye después de las kathismas en los troparios que hablan sobre las miróforas que fueron al sepulcro del Salvador y quienes recibieron la noticia del ángel: «El concilio angelical se asombró» y los troparios siguientes. Luego de una pequeña letanía escuchamos el «ipakoi» (oído, rumor): en él se relata el anuncio de la noticia de la resurrección del Señor a los apóstoles, para quienes era el primer rumor regocijante que oían. El prokimen también habla de la resurrección con palabras de los salmos. Después de él – sigue una de las once lecturas del Evangelio sobre la resurrección de Cristo. Ahora en la plenitud del regocijo, la Iglesia canta: «Habiendo visto la Resurrección de Cristo...» Siguen el canon y las estiquerias resurreccionales. Aún más solemnidad presenta la Maitines Pascual , donde en todo, salvo las letanías, se oye el regocijo por la victoria sobre la muerte. A imagen de los maitines diarios están construidos algunos otros ritos. Ellos incluyen el «parastas» (permanecer de pie), que es un oficio funeral de maitines, un breve oficio en memoria de los difuntos. Cercanas a los maitines están también las entonaciones del «moleben» que con frecuencia se resumen en: «Santísima Madre de Dios, sálvanos» o al santo: «ruega a Dios por nosotros.» Se permite abreviar de este modo para lograr la viva participación en el moleben de la mayor cantidad posible de fieles. La vigilia pernocturna. “Y por la noche le canto”

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Por lo demás, este fenómeno se verifica todos los días. Qué enseñanza más sublime y, a la vez, más intuitiva del misterio de la encarnación que la fiesta litúrgica de Navidad? ¿Cómo se podría enseñar mejor la presencia real de Cristo en la Eucaristía sino con las múltiples señales de adoración y de respeto con las que la Iglesia rodea al Santísimo Sacramento? Todo el culto cristiano desde sus más pequeños detalles, bien comprendido, es una escuela práctica de las más altas verdades dogmáticas; es doloroso constatar cómo muchísimas veces el mismo clero no sabe captar lo suficiente estas grandes lecciones que da la Iglesia en la liturgia de la misa, los sacramentos, sacramentales, para hacerla comprender adecuadamente al pueblo. Entre todas las formas de las que se puede servir la enseñanza de la religión, la más eficaz es la de la liturgia, por ser la más interesante, la más dramática y la más conforme con las aspiraciones del corazón y las necesidades de la inteligencia. Devolverle a la liturgia su primitiva belleza, desembarazándola de las alteraciones que muchas veces le han hecho sufrir la negligencia o la ignorancia de los tiempos pasados; iniciar a los fieles en la inteligencia y. por tanto, en el amor de los misterios que se celebran en el altar, poner en sus manos el misal, sustituido, desgraciadamente, por tantos libros de devoción vulgar o mediocre; invitarle, a tomar la modesta parte de colaboradores con los ministros sagrados, especialmente mediante el canto colectivo; hacer, en suma, que vivan todo cuanto sea posible de la vida litúrgica de la misma Iglesia, he aquí el verdadero método de enseñar la religión, de mantener unidos a la Iglesia a todos los que la frecuentan, de hacer volver pronto o tarde a aquellos que la han abandonado. Es sobre todo por medio de la belleza de la liturgia como el alma humana es llevada a comprender las verdades de la religión. 3. El derecho litúrgico en su desenvolvimiento histórico La Obra de Jesucristo. Se ha afirmado recientemente que «Jesús, durante su ministerio, no prescribió a sus apóstoles, ni siquiera practicó El mismo, ninguna de las reglas del culto exterior que han caracterizado al Evangelio como religión. Jesús no pensó en regular el culto cristiano más allá de lo que reguló formalmente la constitución y los dogmas de la Iglesia...» Prescindiendo de esta última afirmación, que no nos afecta directamente, creemos poder demostrar, por el contrario, que las grandes líneas del sistema litúrgico, las que se refieren a la sustancia misma del culto cristiano – la misa, los sacramentos, fueron fijadas implícita o explícitamente por Jesucristo.

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«Reza con simplicidad. No esperes encontrar en tu corazón un don de oración extraordinaria. No te consideres digno de ello. Entonces, encontrarás la paz. Sírvete de tu oración vacía, fría, seca, para alimentar tu humildad. Repite, sin cesar: ¡No soy digno, Señor; no soy digno! Di/o tranquilamente, sin agitarte. Dios aceptará esta humilde oración. «Cuando recites la oración de Jesús, acuérdate de que lo más importante es la humildad, luego la facultad, y no sólo la decisión, de mantener siempre el agudo sentido de las responsabilidades hacia Dios, hacia tu padre espiritual, hacia los demás, hacia todas las cosas. Isaac el Sirio nos previene de que la cólera de Dios se abate sobre los que rechazan la cruz amarga de la agonía, la cruz del sufrimiento activo, y que, a fuerza de buscar visiones y gracias particulares de oración, se obstinan en querer hacer suyas las glorias de la cruz. Dicen también: «La gracia de Dios viene por sí misma, de forma repentina, sin que la veamos aproximarse. Viene cuando tu corazón está limpio. Límpialo, pues, cuidadosa, diligente, constantemente. Bárrelo con la escoba de la humildad.» (Starets Macario de Óptino) »El intelecto exige absolutamente de nosotros, cuando cerramos todas sus salidas por el recuerdo de Dios, una obra que pueda satisfacer su necesidad de actividad. Es preciso, por lo tanto, darle al Señor Jesús como la única ocupación que responde enteramente a su fin... ...Que en todo tiempo el intelecto, se concentre en su santuario interior, de modo tan exclusivo sobre sus palabras que no se desvíe hacia ninguna imaginación... ...Entonces el alma mantiene la gracia misma que medita y que grita con ella: «¡Señor Jesús!» como una madre enseñaría a su pequeño la palabra «padre,» repitiéndola con él hasta que en lugar del balbuceo infantil, ella lo haya llevado a la costumbre de llamar distintamente a su padre, incluso en su sueño...» (San Diádoco de Fótice). «¿Qué significa la entrada de Moisés en las tinieblas y la visión que tuvo de Dios?

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L a influencia de Orígenes no se dejó sentir con fuerza sólo en Egipto; sus ideas se extendieron mucho más allá de las fronteras de su país natal. El Asia Menor, Siria y Palestina se convirtieron en el campo de batalla de sus amigos y de sus adversarios. Es interesante observar que hasta sus mismos enemigos le deben más de lo que ellos admiten. Un ejemplo típico lo tenemos en Metodio. Los centros de esta controversia fueron dos escuelas; la primera de ellas, la de Cesárea de Palestina, fundada por el mismo Orígenes, continuó la obra del maestro después de su muerte; la otra, en Antioquía de Siria, se creó en oposición a su interpretación alegórica de la Escritura. La Escuela de Cesárea Cesárea tuvo el privilegio de servir de refugio a Orígenes al ser éste desterrado de Egipto (232). La escuela que él fundó allí se convirtió, después de su muerte, en asilo de su legado literario. Sus obras formaron el fondo de una biblioteca que el presbítero Panfilo transformó en centro de erudición y saber. Como director continuó la tradición del maestro. Allí fue donde se educaron Gregorio el Taumaturgo y Eusebio de Cesárea, y los Capadocios, Basilio el Grande, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno, recibieron la influencia e inspiración de la teología alejandrina. La Escuela de Antioquía La escuela de Antioquía fue fundada por Luciano de Samosata (312) en directa oposición a los excesos y fantasías del método alegórico de Orígenes. Esta escuela centraba cuidadosamente la atención en el texto mismo y encaminaba a sus discípulos hacia la interpretación literal y el estudio histórico y gramatical de la Escritura. Los sabios de los dos centros de enseñanza antagónicos tenían conciencia de la profunda diferencia y contradicción fundamental de sus métodos respectivos. En Antioquía, el objetivo de la investigación escriturística era descubrir el sentido más obvio; en Cesárea o en Alejandría, por el contrario, la atención iba dirigida a las figuras de Cristo. Una parte acusaba a la alegoría de destruir el valor de la Biblia como historia del pasado y convertirla en una fábula mitológica; la otra llamaba «carnales» a todos los que se adherían a la letra. A pesar de todo, no existía una contradicción absoluta entre las dos escuelas; antes bien, estaban de acuerdo en toda una tradición exegética ; pero cada uno recalcaba sus propios puntos de vista. Orígenes descubre tipos, no solamente en algunos episodios, sino en todos los detalles de la palabra inspirada. Cada línea está, para él, preñada de misterio. Antioquía, en cambio, estableció como principio fundamental no reconocer, en el Antiguo Testamento, figuras de Cristo más que ocasionalmente. Admitía una prefiguración del Salvador sólo allí donde la semejanza era marcada y la analogía clara. Los tipos forman la excepción, no la regla; la Encarnación, si bien era preparada en todas partes, no estaba prefigurada siempre.

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E. Löfstedt sostuvo en 1915 la superioridad del Fuldensis, y tres años más tarde la volvió a defender. Pudo demostrar que en la Vulgata recensio había interpolaciones, pero tuvo que admitir asimismo que el texto del Fuldensis ha sufrido también alteraciones, sobre todo en la última parte del Apologeticum. 3 . El testimonio del alma (De testimonio animae). Era un lugar común entre los filósofos helenísticos, como Posidonio, Filón, Crísipo, Séneca y otros, deducir el conocimiento de Dios del examen del macrocosmos y del microcosmos, es decir, del grande universo y del pequeño mundo del alma humana. Tertuliano sigue este ejemplo. En el capítulo 17 del Apologeticum escribe: ¿Queréis que probemos la existencia de Dios por sus obras, tantas y tales que nos conservan, nos sostienen, nos alegran, y aun por las que nos aterran? Por el testimonio mismo del alma, la que, si bien presa en la cárcel del cuerpo, o pervertida por una depravada educación, o debilitada por las pasiones y concupiscencias, o esclavizada a falsos dioses, cuando recapacita, cual si saliese de la embriaguez, o del sueño, o de alguna enfermedad y recobra la salud, invoca entonces a Dios con ese único nombre, porque el verdadero Dios es único. «¡Dios grande, Dios bueno!» y «Lo que Dios quiere.» He ahí la voz universal. Reconócele también por juez al decir: «Dios lo ve» y «A Dios me encomiendo» y «Dios me lo pagará.» ¡Oh noble testimonio del alma naturalmente cristiana! (17,4–6). (Trad. G. Prado.) Tertuliano desarrolló este argumento del Apologeticum, el testimonium animae naturaliter christianae, en un tratado especial, llamado El testimonio del alma (De testimonio animae), escrito en el mismo año que el Apologeticum, el 197. El carácter apologético de este tratado, que comprende solamente seis capítulos, es evidente: el autor utiliza el testimonio del alma que no ha sido aún pervertida por la «educación,» para demostrar la existencia y los atributos de Dios, la vida de ultratumba, el premio o el castigo después de la muerte. No hay necesidad de reflexión ni de instrucción filosófica. Todas estas verdades están presentes al alma. La naturaleza es la maestra del alma; ella le enseña que es imagen de Dios:

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Iglesia, sacramentos, Escritura... tres presupuestos necesarios para nuestro viaje. Estudiaremos ahora los tres grados: – la vida activa o práctica de las virtudes, – la contemplación de la naturaleza, – la contemplación de Dios. El reino de los cielos exige esfuerzo La vida activa requiere, por nuestra parte, un esfuerzo, una lucha, el ejercicio persistente de nuestro libre albedrío. «Estrecha es la puerta y apretado es el camino que lleva a la Vida... No diciendo: Señor, Señor, se entrará en el reino de los cielos, sino haciendo la voluntad de mi Padre» ( Mt 7:14–21 ). Debemos encontrar el equilibrio justo entre dos verdades complementarias: sin la gracia de Dios, no podemos nada, pero sin nuestra cooperación voluntaria, Dios tampoco hará nada. « La voluntad del hombre es una condición esencial: sin ella, Dios no hace nada.» (Homilías de San Macario). La salvación resulta de la convergencia de dos factores de valor desigual, pero indispensables: la iniciativa divina y la respuesta humana. Lo que Dios hace es incomparablemente más importante, pero exige la participación del hombre. En un mundo no caído, la respuesta del hombre al amor divino sería espontánea y jubilosa. En un mundo caído, el elemento de espontaneidad y de alegría permanece, pero coexiste con la necesidad de luchar resueltamente contra hábitos profundamente enraizados, inclinaciones que son fruto del pecado original y personal. Una de las cualidades más necesarias es la perseverancia. Los que quieran lanzarse al asalto de la montaña de Dios necesitan la resistencia física del alpinista. El hombre debe hacerse violencia a sí mismo, es decir a su ser caído, pues «el reino de los cielos sufre violencia y son los violentos los que se apoderan de él» ( Mt 11:12 ). Nuestros guías nos lo repiten desde el momento en que nos aventuramos en el camino. Se dirigen tanto a cristianos casados como a monjes o religiosas. «Dios le pide todo al hombre, su espíritu, su inteligencia, sus acciones... ¿Deseas salvarte cuando mueras? Anda, agótate.

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La lucha entre el cristianismo y la doctrina de Lenin del materialismo dialéctico continua todavía. Los comunistas tenían la ventaja de un monopolio de la educación y podían excluir a los cristianos de todos los puestos principales, temían y desconfiaban de la libertad, y negaban a los cristianos el derecho de defender su religión mediante argumentos, y esto fue su principal debilidad. La causa cristiana sufre a causa de las restricciones artificiales impuestas a las actividades de la Iglesia, de la falta de libertad intelectual y de la exclusión, respecto de su liderazgo, de personas considerados por los comunistas como demasiado independientes. Sin embargo, su fuerza estriba en la verdad de su enseñanza, y, en cuanto se refiere a la Iglesia rusa, en la experiencia eucarística de sus miembros, que les asegura el amor divino y la realidad de su unión con el Cristo resucitado y ascendido. La Iglesia Rusa en el Exilio Los años 1918–22 fueron una época de guerra civil en Rusia. Después de la derrota militar de las fuerzas anticomunistas, tuvo lugar un gran éxodo; fueron desterradas más de un millón de personas. Estos fugitivos eran de diversas nacionalidades, credos y opiniones políticas, pero la mayoría de ellos pertenecían a la intelligentsia rusa. La dureza de la vida fuera de su propio país y la amargura de la derrota alteraron su modo ver. Muchos de ellos reconocieron la verdad de las advertencias de Vekhi, que habían predicho que el comunismo, por cuya victoria habían trabajado los rusos occidentalizados, no produciría igualdad y libertad, sino una dictadura cruel. La desilusión política ayudó a muchos a retornar a la Iglesia, que se convirtió en centro de los grupos de rusos exiliados, particularmente numerosos al principio en los Balcanes, Francia y Alemania. La generación joven de la intelligentsia había comenzado este retorno al cristianismo aun antes de la Revolución, pero el proceso se vio acelerado por la emigración. Los miembros de la Iglesia rusa en el exilio se enfrentaron con muchas tareas difíciles: podían organizar la vida eclesiástica sin interferencia política, pero se veían entorpecidos por la inseguridad, la pobreza y la degradación social; también deseaban ayudar a sus oprimidos hermanos de religión en Rusia; y se veían obligados a definir su actitud frente a los cristianos occidentales, entre quienes tenían que vivir y trabajar.

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