Según Christos Yannarás, los dos nombres que se encuentran en la vanguardia de la renovación teológica griega son Nikos Nissiotis (1925–1986) y Ioannis Zizioulas 1931). El primero se interesó por la incomprehensibilidad de Dios y la posibilidad de su conocimiento y sentó las bases de la gnoseología teológica. El segundo (actualmente metropolitano titular de Pérgamo y residente en el Reino Unido) se ha ocupado preferentemente de eclesiología. En su obra fundamental, La unidad de la Iglesia en la Eucaristía y el episcopado durante los tres primeros siglos (Atenas 1965), ha expuesto su pensamiento sobre la Iglesia, fundada en la Eucaristía y la liturgia, no en la administración y la organización. Y así como en la tradición teológica rusa se citan los nombres de literatos como Gógol o Dostoievsky, en Grecia puede mencionarse al escritor de principios de siglo Aléxandros Papadiamandís , hijo de la espiritualidad popular griega, como dice Yannarás. Conocedor de los textos patrísticos y litúrgicos, su literatura refleja la teología de la transfiguración, la teología de la espiritualidad litúrgica de un pueblo que sigue encarnando la realidad del cuerpo de Cristo. No hay ni un solo detalle en la obra de Papadiamandís que no sea litúrgico; por ello, su obra es auténticamente ortodoxa y teológica. Entre las filas de teólogos griegos contemporáneos se dibuja un notable movimiento que quiere confrontar la tradición teológica ortodoxa con los tiempos modernos y los problemas que éstos plantean. Entre estos teólogos cabe mencionar a Christos Yannarás 1935), cuyas obras principales han sido ya traducidas a lenguas latinas. Destaca entre ellas una excelente introducción a la teología ortodoxa: La foi vivante de l’Eglise. Introduction a la théologie orthodoxe, 1989. Yannarás es «uno de los guías del movimiento ‘neo-ortodoxo,’ grupo informal que comprende jóvenes intelectuales de la izquierda cristiana griega deseosos de reencontrar en profundidad las raíces vivas de la Ortodoxia.» En la obra mencionada, «el término «ortodoxo» no es usado en un sentido confesional sino en el sentido de una referencia constante a la fe universal, «católica,» de la Iglesia indivisa. Si esta fe es la confesada hoy por la Iglesia Ortodoxa, ¿en qué modo es vivida y encarnada? se pregunta ansiosamente Yannarás, quien sostiene que una auténtica contribución al esfuerzo de reconciliación de las Iglesias consistiría en trabajar para hacer emerger de nuevo esta ortodoxia que se revela como una «ortopraxis» a través de las personas de los santos, los sacramentos y el arte litúrgico, signos de la «vida verdadera.» Otra obra de Yannarás traducida es De l’absence et de l’inconnaissance de Dieu (París 1971). Hay que decir que las ideas de Yannarás no han sido siempre bien aceptadas en ciertos sectores de Grecia, especialmente en la universidad de Atenas.

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De la palabra de Dios se debe deducir que los cuerpos resucitados serán en su esencia los mismos, que pertenecieron a las almas en la vida terrenal: «Es necesario que esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad…» ( 1Cor. 15:53 ). Pero, ellos se transfigurarán y primeramente, los cuerpos de los rectos estarán incorruptibles e inmortales, como se ve de las palabras del Apóstol . Estarán libres de la extenuación y de las debilidades de la vida actual. Ellos serán espirituales y celestiales, no tendrán necesidades corporales y terrenales. La vida después de la resurrección será similar a la vida de los espíritus angelicales incorpóreos, según palabras del Señor (Luc. 20:3). En lo que respecta a los cuerpos de los pecadores, ellos también se levantarán en forma nueva, pero ellos, al recibir espiritualidad, al mismo tiempo reflejarán la condición de sus almas. Para aliviar la fe en la futura transfiguración de los cuerpos, el Apóstol compara la resurrección con la siembra de semillas, como símbolo que nos brinda la naturaleza de la resurrección: «dirá alguno: ¿cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué cuerpo vendrán? Necio, y lo que siembras, no llega a tener vida, si antes no muere. Y lo que siembras, no es la planta tal como va a brotar, sino un simple grano, de trigo, por ejemplo, o de cualquier otra planta. Dios da a cada semilla la forma que Él quiere a cada clase de semilla el cuerpo que corresponde» ( 1Cor. 15:35–38 ). Con ese mismo fin los Padres de la Iglesia indicaban , que en el mundo nada se aniquila ni desaparece, que Dios tiene el poder de restablecer aquello que Él mismo creó. Dirigiéndose a la naturaleza ellos encontraban en ella ejemplos de la resurrección: la germinación de la planta de la semilla que es arrojada a la tierra y que se corrompe, la renovación anual de la naturaleza en primavera, el despertar del sueño, la creación inicial del hombre del polvo y otros fenómenos. La resurrección universal y los hechos posteriores, representan un fenómeno que nosotros no estamos en condiciones de representar plenamente con nuestra imaginación, ya que nunca lo hemos vivido en su forma futura original, ni podemos comprenderlo con nuestra mente racional, ni las numerosas preguntas que surgen con respecto a esto en nuestra mente curiosa. Por ello, tanto las preguntas como las concepciones personales que en respuesta se han expresado, a menudo de manera diferente, en los escritos de los Padres y Maestros de la Iglesia, no son directamente objeto de la teología dogmática, cuya obligación es trazar la verdad exacta de la fe, basada sobre las Sagradas Escrituras. La inconsistencia del hiliasmo (milenarismo)

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De tal manera la acción de los Apóstol es fue colmada de elementos místicos, mystiri o n. Pero entre ellos el lugar central lo ocupaban los oficios sacerdotales. Por eso es natural que en la vida de la Iglesia, una serie de momentos importantes y especiales de la edificación llena de gracia, una serie de oficios sacerdotales, paulatinamente recibiera preferentemente el nombre de «Sacramentos.» San Ignacio el Teóforo, discípulo directo de los Apóstol es escribe sobre los diáconos, de que ellos igualmente son «servidores de los misterios de Jesucristo» (epístola a los Trallanos). Con estas palabras de San Ignacio se desmiente la afirmación de los historiadores protestantes de que en la iglesia Antigua el término «Sacramento» nunca se apeló al culto eclesiástico. Los servicios sacerdotales llamados «Sacramentos» son como las cimas en una larga cadena de colinas, la cadena de los restantes servicios litúrgicos y oraciones. En los Sacramentos, las oraciones están unidas con las bendiciones, en una forma u otra, por medio de un acto especial. Las palabras de bendición, acompañadas por actos exteriores son como vasijas espirituales del cual se extrae y se distribuye la Gracia del Espíritu Santo a los miembros de la Iglesia que creen sinceramente. De esta manera, el Sacramento es el acto sagrado, que de modo visible , hace participar al alma de los fieles, la Gracia invisible y efectiva de Dios . Bajo el nombre de «Sacramentos» se establecieron en la Iglesia siete ritos. Ellos son los siguientes: Bautismo, Crismación, Comunión o Eucaristía, Confesión (Arrepentimiento) Sacerdocio, Matrimonio y Unción con los Oleos. El extendido Catecismo Cristiano así define la esencia de cada misterio: «En el Bautismo el hombre nace misteriosamente a la vida espiritual; en la Crismación recibe la gracia del crecimiento y del fortalecimiento (Confirmación); en la Comunión se alimenta espiritualmente; en el Arrepentimiento es medicado contra enfermedades espirituales – los pecados; en el Sacerdocio recibe la gracia de renacer y educar a otros espiritualmente por medio de la enseñanza, la oración y los sacramentos; en el Matrimonio recibe la gracia que santifica la vida conyugal y el natural nacimiento y educación de los hijos; en la Unción con los Oleos es medicado contra las enfermedades corporales, por medio de la curación de las malencias espirituales.» Para la vida misma de la Iglesia, como cuerpo íntegro de Cristo y como «establo del rebaño de Cristo,» especialmente importante están: a) el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo o Eucaristía, b) el sacramento de la consagración de los elegidos para el servicio de la Iglesia en sus grados jerárquicos, o imposición de manos (Quirotonía), dada como indispensable para la estructura de la Iglesia, y juntamente a ellos, c) el sacramento del Bautismo, que abastece el cuerpo de la Iglesia.

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La escuela racionalista, que con frecuencia recurre a la historia de las religiones para explicar naturalmente los orígenes cristianos, aplica su método sobre todo al tratar del bautismo y de la eucaristía. En un primer tiempo, afirmó brutalmente la tesis de que ambos sacramentos se derivaban conjuntamente de la confluencia de corrientes y doctrinas religiosas orientales-helénicas. En la mayor parte de ellas – agregan – había ritos de iniciación y prácticas teofágicas, que tenían por objeto la incorporación de las fuerzas de la divinidad mediante la comida de determinados alimentos. En época más reciente, muchos críticos, entre ellos Loisy, visto lo absurdo y arbitrario de las primeras teorías sincretistas, comenzaron a hablar sólo de influencias indirectas, así como de una amplia asimilación de los elementos más vitales existentes en las religiones de los misterios. Esos misterios, influyendo la concepción cristiana primitiva, la transformaron, hasta crear el tipo del «misterio cristiano. «Una tal elaboración constituyó principalmente la obra de San Pablo. Inconscientemente, y sin ninguna intención de copiar a la letra una tilde del ritual pagano, el Apóstol se inspiró en él para dar la doctrina y la forma a los dos sacramentos. Es cierto – limitándonos a la eucaristía – que en algunas religiones antiguas de Babilonia y de Egipto y también en el culto mosaico se encuentran ya convites sagrados que se parecen a la comunión eucarística. Pero igualmente es cierto que, excepciones hechas del culto judaico, tales ritos eran desconocidos de los primeros fieles. Mayor interés presentan los ritos de algunos cultos orientales y griegos, como los misterios de Eleusis, de Attis, de Dionisos y de Mitra, en los cuales las analogías externas entre sus banquetes y la eucaristía son más destacadas y llamativas. En las orgías de Dionisos o Sabacio, mientras las mujeres se embriagaban ejecutando una danza sagrada, los adeptos cortaban en pedazos la víctima (un toro), que representaba a Dios, y comían aquella carne cruda. En los misterios de Cibeles y de Attis, al iniciando se le daban unos alimentos y unas bebidas, de las que debía esperar la salud y la vida. En algún caso se añadía el rito del taurobolio, o sea una especie de bautismo de sangre, durante el cual el fiel sorbía determinada cantidad de la misma. A las personas que eran iniciadas en los misterios de Eleusis se suministraba el ciceon, es decir, una mezcla de agua, harina de cebada y menta selvática, con lo cual quedaban introducidas a la intimidad de la diosa. En el ritual de Mitra se servía al adepto una cena de pan y agua, que San Justino y Tertuliano denuncian como parodia diabólica de la eucaristía. La comida quería significar la conmemoración del festín que el dios Mitra tuviera con el Sol. En algunas representaciones que han llegado a nosotros, se ve a los dos dioses sentados, con otros invitados, ante una mesa, sobre la cual hay algunos panes que llevan el signo de la cruz, y un vaso.

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Esta quietud o silencio interior se llama en griego hesychia. El que practica la oración de quietud es un hesycasta. Por hesychia entendemos una concentración sobre un fondo de paz interior. No se debe entender la quietud de una manera negativa, como la ausencia de palabras y de actividad exterior, ya que es la apertura del corazón humano al amor de Dios. Para la mayor parte de nosotros, la hesychia no es un estado permanente. Al practicar la oración de quietud, el hesycasta, se sirve también de otras formas de oración: oficios litúrgicos, lectura de la Escritura, recepción de los sacramentos . La oración apofática coexiste con la catafática y ambas se refuerzan mutuamente. La vía de la afirmación y la vía de la negación no son una alternativa; son complementarias. ¿Cómo callar y empezar a escuchar? Esta es la más difícil de todas las lecciones sobre la oración. No sirve de gran cosa decirse: «No pienses,» pues la suspensión del pensamiento discursivo no se obtiene por medio de un simple ejercicio de la voluntad. Nuestro espíritu exige que hagamos algo para satisfacer su necesidad de actividad. Si nuestra estrategia espiritual es enteramente negativa, si intentamos eliminar todo pensamiento consciente sin ofrecer a nuestro espíritu otra actividad, tenemos grandes probabilidades de llegar a un vago ensueño. El espíritu tiene necesidad de alguna cosa que lo mantenga ocupado, permitiéndole superarse para alcanzar la paz. En la tradición hesycasta ortodoxa, se recomienda la repetición de alguna oración muy breve, «oración jaculatoria,» casi siempre la oración de Jesús: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí que soy pecador. Cuando recitamos la oración de Jesús, se nos aconseja evitar, si es posible, toda imagen o representación particular. «El novio está presente, pero no se le ve» (San Gregorio de Nisa). La oración de Jesús no es una forma de meditación imaginativa sobre los diferentes momentos de la vida de Cristo. Dejando a un lado las imágenes, tratamos de concentrar nuestra atención sobre las palabras. La oración de Jesús no es un hechizo hipnótico sino una frase cargada de sentido, una invocación dirigida a otra Persona. Su fin no es la relajación, sino la vigilancia. No es un sueño ligero, sino una oración muy viva. No debe ser recitada de forma mecánica, sino con un objetivo interior, vigilando que las palabras sean pronunciadas sin la menor tensión, sin violencia, sin exagerada insistencia. El cordel que rodea nuestro paquete espiritual debe estar tenso y no flojo, pero no tan tenso como para desgarrar los bordes del paquete.

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Agustín era claro en que esta imagen reside solamente en la mens, o dimensión más elevada del alma. «A partir de esto debemos comprender que el hombre fue hecho a imagen de Dios en aquella parte de su naturaleza por la que sobrepasa a las bestias brutas; es decir, por supuesto, su razón (raízo), o mente (mens), o inteligencia (intelligentia), o como queramos llamarla.» (Comentario literal al Génesis 3:20–30) Puesto que la mens incluye los aspectos tanto intelectual cuanto la voluntad del sujeto humano (La Trinidad 9:12–18), Agustín desarrolló la comprensión de la persona humana como una imagen trinitaria basada tanto en el amor como en el conocimiento . Una línea de pensamiento que explora la relación entre la Trinidad y nuestra experiencia de amor interpersonal fue desarrollada en La Trinidad 8:5–8, antes de que el obispo volviera su atención a análisis más extensos del conocimiento y del amor de sí mismo de la mente en cuanto imagen primordial. El esfuerzo principal de los últimos libros de La Trinidad está dedicado a la exploración del alma intelectual como una imagen trinitaria. Las complejas variaciones de Agustín sobre este tema podrían hacer pensar que los libros 9–15 son primordialmente un ejercicio de especulación filosófica; pero, aunque contengan mucha observación filosófica, deben ser entendidas dentro del amplio programa espiritual de la meditación sobre la imagen como la mejor manera de interactuar con la restauración por Dios de la imago dañada a su ejemplar trinitario, como queda claro en la magnífica oración que cierra la obra. Agustín exploró cómo la presencia de la mente a sí misma (el principale mentís de 14.8.9 o abstnisior profimdüas memoriae de 15:21–40) suscita actos de amor y conocimiento de uno mismo a través de la producción de la palabra interior (por ejemplo, 14:7–10, 15:12–22). La fascinación del obispo por la memoria, iniciada en las Confesiones, alcanzó una culminación en la última parte de La Trinidad, donde la memoria en cuanto base de toda actividad intelectual humana refleja el papel del Padre como fundamento para la procesión tanto del Hijo, entendida como un acto de conocimiento consubstancial, como del Espíritu Santo, concebida como acto de amor igualmente consubstancial (por ejemplo, La Trinidad 15:23–43). Agustín exploró estas estructuras trinitarias de la parte íntima y más noble de cada persona humana especialmente en sus magistrales análisis de las tríadas mens notitia sui amor sui (por ejemplo, 9:3–3) y memoria, intelligentia sui, voluntas sui (por ejemplo, 10:11–17). Sin embargo, el ejercicio de entender la mente como imago Trinitatis no es la meta.

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Hay que decir que la doctrina de Khomiakov no es la doctrina oficial de la Iglesia Ortodoxa. Pero sí que es doctrina general de la Ortodoxia que el Espíritu Santo asegura la única infalibilidad que reconoce la Iglesia Ortodoxa: la de la Verdad. Y el Espíritu hace evidente la Verdad a la Iglesia, es decir, a los cristianos que hacen de la Iglesia el fundamento de su conciencia. Son todas las iglesias particulares, reunidas en concilio o en comunión de fe, las que aseguran la verdad. Y la verdad sancionada por el colegio episcopal requiere el consenso de toda la Iglesia. Un consenso que no tiene nada de jurídico ni deriva de una concepción democrática de la Iglesia. Olivier Clément concluye toda esta cuestión diciendo: «Lo repetiremos contra toda interpretación «democrática» del pensamiento a veces confuso de Khomiakov, a través del cual, casi siempre se lee esta encíclica: el pueblo (por supuesto, clérigos y seglares, no seglares solamente) protege la verdad, pero no la define; la definición pertenece únicamente al Magisterio, pero todo cristiano consciente tiene el deber, en caso de incertidumbres graves, de exigir un nuevo juicio del magisterio, al que la Iglesia, esta vez, pueda responder con un amén análogo al de la epíclesis: digamos, pues, que si el consenso de la Iglesia no es idéntico al amén dé la epíclesis, debe llegar a ser idéntico por un proceso histórico en el que el Espíritu puede servirse de los profetas para llamar al episcopado a su carisma, para hacer coincidir en la asamblea de los obispos el inevitable momento personal con el momento funcional, a fin de que la asamblea sea concilio, instrumento fiel de la Verdad.» Nicolás Afanassieff, el teólogo de la eclesiología eucarística, resume su aportación sobre la infalibilidad de la Iglesia de la manera siguiente: «Según la doctrina de la Iglesia Ortodoxa, la infalibilidad pertenece a la Iglesia en sí misma. Dicho de otra manera, la respuesta viene ya incluida en la pregunta. Desde el momento que la infalibilidad pertenece a la Iglesia – y le pertenece, para emplear el término católico, ex sese –, queda excluido el que haya de pertenecer a un órgano cualquiera, ya sea unipersonal o colectivo. La dificultad, por tanto, del problema de la infalibilidad de la Iglesia no estriba en el concepto mismo de infalibilidad, sino en el concepto de Iglesia, tal como es considerado por los distintos sistemas eclesiológicos.» 7. El mundo sacramental

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Se ha descubierto que los «mantras» presentados a los seguidores del Maharishi son invocaciones, en la mayoría de los casos, a todas las deidades veneradas por los hindúes, negando así en un sentido real la unidad de Dios y fomentando el politeísmo. 2. El hombre es considerado capaz de lograr una perfección ilimitada, de ser totalmente liberado de todo dolor y sufrimiento a través de la práctica de la Meditación Trascendental (MT) realizada de la manera propuesta por el Maharishi. Asimismo, a través de la MT, el hombre puede encontrar la solución a todos los problemas que oscilan desde el control de los elementos hasta el logro de la indestructibilidad e inmortalidad. Dos deficiencias, entre otras, se presentan claramente en esta doctrina: (a) la misma no acepta la inmortalidad del alma, ni la vida después de la muerte, como parte de la naturaleza del alma; (b) ignora completamente la existencia del pecado original, un dogma cristiano, y las consecuencias de las realidades de la vida. 3. Maharishi plantea la manera de llegar a Dios a través de la MT y la manifiesta como una manera interpretada por el mismo, sus libros, y sus seguidores. Además, la MT se presenta como la manera exclusiva de llegar a Dios. Nuevamente, dos deficiencias se esconden detrás de estas afirmaciones: (a) el abuso del término MT que ha sido apropiado por ellos como si su método fuera «la» MT por excelencia, la única auténtica (existe el misticismo cristiano, incluso los autores hablan del misticismo hindú y budista, y ciertamente, existe además el afamado método de meditación za-zen); y (b) la manera de llegar a Dios en la enseñanza actual para todos es el camino de la Cruz mientras somos peregrinos, como lo predicara explícitamente Cristo mismo, y fuera aceptado en la doctrina y en la vida cristiana. El heroísmo del sufrimiento cristiano fiel, manifestado con el mayor coraje y dignidad parece encontrarse ausente en la manera de llegar a Dios del Maharishi. (Misticismo> ) 4. El rechazo del valor retentivo del sufrimiento y de la existencia de Cristo como el Redentor se encuentra implícito en el método del Maharishi con respecto al problema del dolor y el sufrimiento. En realidad, el Maharishi en su libro, Meditaciones del Maharishi Mahesh Yogi (Nueva York, Editorial Bantam, 1968, p.23), escribe explícitamente: «No creo que Cristo haya sufrido alguna vez o que Cristo pudiera sufrir.» (Los seguidores del Maharishi han repetido esta afirmación en varios lugares.)

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El lugar de Máximo el Confesor (ca. 580–662) en la historia de la doctrina cristiana se asocia primordialmente con su defensa de la ortodoxia calcedonia contra el monoteletismo (la creencia de que Cristo tenía sólo una «voluntad» divino-humana). En verdad, para Máximo, la humanidad real es dinámica, creativa y dotada de una «energía» apropiada: éste fue, realmente, el caso de la humanidad de Cristo, quien, siendo humano, poseía una voluntad humana distinta de la divina. Esta voluntad humana de Cristo fue restaurada en conformidad con el propósito original y eterno de Dios, establecido antes de la caída. En el monoteletismo, la humanidad de Cristo, aunque accesible a la «contemplación» (en theoría), no poseía ningún «movimiento» o energía propia a ella misma, y la definición calcedonia , que afirmaba que « la propiedad característica de cada naturaleza de Cristo fue preservada » en la unión hipostática , había perdido su significado . El mérito de Máximo fue, por lo tanto, el haber contrarrestado decisivamente una tendencia «monofisista» que interpretaba la «deificación» como una absorción de la humanidad en la divinidad. Para Máximo, la deificación debía ser vista no como una negación sino como una reafirmación y restauración de la humanidad creada en su integridad apropiada y establecida por Dios. Sin embargo, en ningún punto de su sistema estaba Máximo renunciando al mensaje esencial de la cristología ciriliana. Dios se hizo humano, afirmaba siempre Máximo, de modo que, Todo Dios participado en todos (Theós Logos olois metejómenos), y de la misma manera en que el alma y el cuerpo están unidos, Dios se haría participable por el alma y, a través del intermediario del alma, por el cuerpo, para que el alma pudiera recibir un carácter inmutable (ten atrepsían), y el cuerpo, la inmortalidad; y, finalmente, que el ser humano todo se hiciera Dios, deificado por la gracia del Dios hecho hombre – todo hombre, alma y cuerpo por naturaleza – y, haciéndose todo Dios, alma y cuerpo por la gracia (Ambigua [PG 91, col. 1088c]).

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Las limitaciones de la antropología tradicional de la imago Dei y los programas ascéticos y místicos a los que dio origen llegaron a ser obvios con el paso del tiempo. La concentración en el alma, o persona interior, como la verdadera imagen, y las dificultades que los pensadores de esta tradición tuvieron para expresar la unión substancial del cuerpo y el alma, llevaron a ambigüedades sistemáticas que estimularon el menosprecio del cuerpo y algunas veces soslayaron la salud de las observancias ascéticas. Aunque las tradiciones latinas en general insistían en la igualdad tanto de los hombres como de las mujeres en su posesión de la imagen, la práctica de hecho consideraba frecuentemente a las mujeres como un poco inferiores, en conformidad con los valores simbólicos asignados a lo femenino. Con todo, una mirada sin prejuicios a la espiritualidad de la antropología latina tradicional muestra que trajo a la luz valores de mérito permanente que no siempre han sido recordados o plenamente apreciados en los siglos subsiguientes. Principal entre éstos es lo que podríamos llamar el «giro antropológico,» esto es, la convicción de que el misterio de Dios y el misterio de la persona humana son estrictamente correlativos. El conocimiento de sí mismo es el reconocimiento tanto de la grandeza como de la desgracia de la persona humana: grandeza en cuanto imagen de Dios, desgracia en cuanto atrapada en las redes del pecado. La introspección y la humildad forman , por lo tanto , el punto de partida del viaje a Dios , un peregrinaje que es también un descubrimiento del verdadero sí mismo; mas esta creación dinámica de la nueva persona es posible solamente porque la Palabra divina hizo primero el experimento haciéndose plenamente humana por nuestra causa . 7. La Gracia: el Fundamento Agustiníano. J. Patout Burns E n la Iglesia occidental, la comprensión del papel de la gracia de Dios fue modelado por la interacción de tres tradiciones. Cada una contribuyó con un elemento particular a la doctrina forjada en los escritos de Aurelio Agustín (354–430), el obispo de Hipona en el África romana a fines del siglo IV y comienzos del V. La enseñanza de Agustín sirvió como fundamento para la subsecuente teología latina de la gracia.

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