Muchos autores cristianos usan las categorías ontológicas de mente y materia para interpretar la descripción paulina del conflicto entre el espíritu y la carne. El cuerpo material era caracterizado como la sede de deseos insaciables e insistentes, de la pasión y la emoción, de la concupiscencia por la dominación. Todas estas pasiones parecen surgir de la necesidad de asegurar y de consumir los recursos, limitados para sostener la vida corporal. Las necesidades del cuerpo y las energías dirigidas a satisfacer sus apetitos eran reconocidas como la fuente del conflicto social y el medio principal de ejercer el dominio sobre los otros humanos. En contraste con el cuerpo, la mente era caracterizada como estable en la vida e intrínsecamente libre de pasión, nutrida por la verdad eterna e indivisible y, como la sede del amor que modera los bajos instintos, armoniza a las personas una con otras y las une a Dios. A diferencia de los deseos corporales, los deseos del espíritu admiten un accionar progresivo e incluso permanente. A causa de estas diferencias, muchos autores cristianos describían regularmente el camino a la realización humana y a la bienaventuranza como la limitación de los deseos del cuerpo y el cultivo de los recursos del espíritu. La felicidad para la persona entera sería obtenida finalmente con la transformación de la carne y su asimilación a la vida del espíritu. Esta interpretación ontológica de la oposición del espíritu con la carne requería alguna clarificación de la intención y propósito de Dios en la constitución de la persona humana . La real condición del cuerpo humano y su resistencia al espíritu eran explicadas generalmente como las consecuencias de una desviación intencional, usualmente un pecado de sensualidad, introducido por Adán y Eva. Este primer pecado sacudió la unidad original en la que Dios había creado a la naturaleza humana; trajo la mortalidad a la carne y cargó el espíritu con las demandas de un cuerpo debilitado. Entre las funciones principales de la gracia redentora estaban el fortalecer el espíritu en su lucha para dominar el cuerpo por el ascetismo y el restaurar la carne a una condición espiritualizada en su resurrección de entre los muertos .

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Sus sistemas teológicos constituían unos compendios de verdades, presentados en forma relacionada, pero embrollados y pico útiles por sus infinitas divisiones y subdivisiones. En síntesis, los teólogos escolásticos prestaban su atención exclusivamente a la parte formal del asunto: para ellos fue importante no la enseñanza de la fe, sino su planteo. De ahí pasó que los escolásticos elevaron al grado de dogmas a numerosas enseñanzas erróneas, que existían en la iglesia de Roma en forma embrional, ó en forma de opiniones separadas. Con el paso del tiempo, ante la dominación completa de escolásticos, toda la teología de la iglesia de roma concluye en sólo una forma y los dogmas de la iglesia se podía aceptar solo como la presentaban los escolásticos. La fe viva y activa, igual que la investigación inteligente en la materia de religión, pero que no coincidía con los escolásticos, se destruía completamente . Paralelamente con la dirección escolástica n la teología, marchaba la dirección mística (de la expresión de cerrar los ojos). La escolástica trataba de entender la enseñanza de la fe de la Iglesia por el camino del intelecto y por medio de conclusiones lógicas. Los teólogos de la dirección mística, al contrario, querían concebir al dogma con el sentimiento, por el camino de contemplación interior y la profundización en si mismo. La mística afirmaba que el ser humano puede conocer a Dios y a toda la enseñanza revelada, no a través de demostraciones dialécticas, sino a través de la elevación del espíritu a Dios que es la forma de contemplación directa. Al encontrarse en el estado de contemplación y éxtasis, el ser humano siente en su alma la presencia de la Divinidad, se siente pleno e iluminado por esta. En esto consiste el conocimiento de Dios directo e interior. Es el grado débil de aquel conocimiento que tendrá lugar en la vida futura. Para alcanzar aquí, en la tierra, la contemplación y el cono cimiento de la Divinidad, decían los místicos, hay que pasar varios grados de perfeccionamiento propio.

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Así era en tiempo de los Apóstol es. Pero cuando la Iglesia recibió la libertad de confesión y comenzó a colmarse de personas, cuando la inspiración de la fe comenzó a flaquear en todos, entonces se hizo más aguda la necesidad de palabras fuertes, de acusaciones, de llamados a la vigilancia espiritual, al temor de Dios y al temor por su propio destino. Aun entre los compendios de las enseñanzas pastorales de los archipastores más fervientes, leemos palabras severas de las imágenes del futuro juicio que nos espera después de la muerte. Esas palabras están destinadas para llegar a la comprensión de los pecadores y, evidentemente, fueron pronunciadas en una época del año de arrepentimiento cristiano general, antes de la Gran Cuaresma. En ellas la veracidad de la «verdad de Dios,» la verdad de que nada impuro entrará al Reino de la santidad, está revestida de imágenes vivas, en parte afluentes, cercanas a lo terrenal y conocidas por cada uno de nosotros. Los mismos Santos llamaron a estas imágenes del juicio que sigue inmediatamente a la muerte: « mytarstva .» Las mesas de los publicanos («mytar«– publicano), recaudadores de impuestos y aranceles, eran aparentemente, puntos de inspección donde se controlaba el paso para seguir el camino a la ciudad, a su parte central. Por supuesto, la palabra por sí misma no nos introduce a su sentido religioso. En el discurso patrístico significa un corto período después de la muerte cuando el alma cristiana deba responder por su contenido moral. El siglo IV nos dio ejemplos de tales llamamientos pictóricos en cuadros vivos. »Que nadie se adule con palabras vanas ya que la destrucción caerá repentinamente sobre ti» (I Tesalonicenses V: 3) y se producirá un viraje semejante a una tormenta. Vendrá un ángel severo y conducirá a la fuerza tu alma atada por los pecados. Ocúpate pues de reflexionar sobre el último día,... imagínate la confusión, el acortamiento de la respiración y la hora de la muerte, la sentencia de Dios que se acerca, los ángeles presurosos, la terrible turbación del alma atormentada por la conciencia, que con mirada lastimosa ve lo que ocurre a su alrededor. Y finalmente, la necesaria inminencia de la subsiguiente migración» (San Basilio el grande – en «Experiencia de la teología ortodoxa con exposición histórica» del obispo Silvestre, tomo 5 pág. 89). San Gregorio el Teólogo, quien trabajó con una gran congregación sólo durante cortos períodos, se limita a palabras generales, y dice que «cada uno es juez sincero de sí mismo a causa del juicio venidero.»

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Las reservas con respecto a la vida interna en Dios son la expresión de un vivo sentimiento que atestigua la omnipresencia Divina, la veneración que le debemos, el temor de Dios. En el Antiguo Testamento ese sentimiento llegaba a ser el miedo de pronunciar el propio nombre de Dios. Solo en los especiales momentos de la elevación espiritual piadosa el pensamiento de los Padres de la Iglesia se atreve a observar la vida interior Divina. El principal campo de sus indagaciones es la doctrina de la Santa Trinidad revelada en el Nuevo Testamento. En esta misma dirección se dirige también la teología cristiana ortodoxa, en su totalidad. La filosofía se dirige por otro camino. Le interesan, más que nada, los problemas ontológicos: el sentido de la existencia, la unidad de la existencia, las relaciones entre los principios absolutos y el mundo en sus expresiones concretas, etc. La filosofía, por su naturaleza, proviene del escepticismo, de la duda de todo lo que nos dicen nuestros sentidos e impresiones, y hasta cuando llega a tener fe en Dios (en sus tendencias idealistas), reflexiona sobre Dios de manera objetiva, como si fuera una fría materia de estudio, un objeto de reconocimiento racional, que puede ser analizado en su esencia, su relación como ser absoluto para con el mundo de los fenómenos. Estos dos ámbitos – la Teología dogmática y la Filosofía – se distinguen también por sus métodos y por sus fuentes . La Revelación Divina compuesta por las Sagradas Escrituras y la Sagrada Tradición sirven de origen para la teología. El carácter fundamental de las Sagradas Escrituras y Sagrada Tradición yacen en nuestra fe sobre su veracidad. La teología recopila y estudia el material que proviene de esas fuentes, lo sistematiza y lo clasifica, sirviéndose en este trabajo de los mismos métodos que utilizan también las ciencias experimentales. La Filosofía es racional, abstracta. Su fuente no es la fe, como en la teología, sino busca basarse en los conceptos básicos e indiscutibles de la razón, sacando luego deducciones correspondientes o sobre los datos de la ciencia y de los conocimientos generales de la humanidad.

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La piedad eucarística se dirigía a Jesús en la cruz, en tanto la teología eucarística se concentraba en la consagración y en la presencia de Cristo en la eucaristía, más bien que en el memorial de su pasión. La intensa percepción religiosa de la sacralidad de la eucaristía, que mientras tanto se estaba desarrollando en el culto de la presencia real, llevó también a una conciencia creciente de los requisitos para recibir la comunión. Fue cerca del siglo XII cuando desapareció la comunión del cáliz . (excepto por el sacerdote) , mayormente por temor a derramar la preciosa sangre . La comunión bautismal de los niños también fue abandonada en esta época, ya que también era hecha con el vino. Hasta este período, la práctica parecía haber sido mandada por la enseñanza de Juan de que la comunión era necesaria para la salvación ( Jn 6:53 ) Hacia el siglo XII tomó la delantera la réplica paulina del autoexámen antes de comulgar (1 Co 11:28). La teología y la práctica pastoral iniciaron los pasos hacia una nueva configuración de la práctica sacramental, codificada por el canon 21 del cuarto concilio de Letrán. Los niños que eran bautizados en seguida del nacimiento (incluso el día del nacimiento) debían ahora esperar los años de la discreción, el tiempo en que serían capaces de confesarse , para recibir la comunión . El siglo XII atribuyó al menos tanta importancia a la confesión cuanto a la devoción eucarística. El modo de la penitencia (prescrito oficialmente por el cuarto concilio de Letrán) difería de la confesión «tarifaria» precedente sólo en el abandono de los catálogos de penitencias, siendo en adelante hecha su determinación por el sacerdote. De ahora en adelante, fue subrayada mucho más la primacía de la contrición interior. Los cristianos de esta época iban a confesarse más frecuentemente que a comulgar , y este énfasis puesto en el sacramento de la penitencia reemplazó en cierto sentido parte de la espiritualidad bautismal de la antigüedad cristiana . 10. Icono y Arte. Leonid Ouspensky U na de las características que distinguen a la ortodoxia oriental de otras confesiones cristianas es la actitud hacia los iconos o imágenes sagradas . En la tradición ortodoxa , los iconos son esenciales e irreemplazables . No sólo adornan la iglesia e ilustran los escritos sagrados; son también una condición necesaria para la plenitud de la adoración .

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Por la envidia y rivalidad mostró Pablo el galardón de la paciencia. Por seis veces fue careado de cadenas; fue desterrado, apedreado; hecho heraldo de Cristo en Oriente y Occidente, alcanzó la noble fama de su fe; y después de haber enseñado a todo el mundo la justicia y de haber llegado hasta el límite del Occidente y dado su testimonio ante los príncipes, salió así de este mundo y marchó al lugar santo, dejándonos el más alto ejemplo de paciencia (BAC 65,182). 2) El capítulo sexto nos informa, además, sobre la persecución de los cristianos bajo Nerón. Habla de una multitud de mártires, diciendo que muchos de ellos eran mujeres: A estos hombres que llevaron una conducta de santidad vino a agregarse una gran muchedumbre de elegidos, los cuales, después de sufrir por envidia muchos ultrajes y tormentos, se convirtieron entre nosotros en el más hermoso ejemplo. Por envidia fueron perseguidas mujeres, nuevas Danaidas y Dirces, las cuales, después de sufrir tormentos crueles y sacrílegos, se lanzaron a la firme carrera de la fe, y ellas, débiles de cuerpo, recibieron la generosa recompensa(BAC 65,182–183). Historia del dogma. Desde el punto de vista dogmático, este documento es valioso. Se le podría llamar el manifiesto de la jurisdicción eclesiástica. Hallamos en él, por primera vez, una declaración clara y explícita de la doctrina de la sucesión apostólica. Se insiste en el hecho de que los miembros de la comunidad no pueden deponer a los presbíteros, porque no son ellos los que confieren la autoridad. El derecho de gobernar deriva de los Apóstoles, quienes ejercieron su poder obedeciendo a Cristo, quien, a su vez, había sido enviado por Dios. Los Apóstoles nos predicaron el Evangelio de parte del Señor Jesucristo; Jesucristo fue enviado de Dios. En resumen, Cristo de parte de Dios, y los Apóstoles de parte de Cristo ; una y otra cosa, por ende, sucedieron ordenadamente por voluntad de Dios. Así, pues, habiendo los Apóstoles recibido los mandatos y plenamente asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, salieron, llenos de la certidumbre que les infundió el Espíritu Santo, a dar la alegre noticia de que el reino de Dios estaba para llegar.

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La tradición oriental jamás ha distinguido netamente entre mística y teología, entre la experiencia personal de los misterios divinos y el dogma afirmado por la Iglesia. Las palabras que, hace un siglo, dijo un gran teólogo ortodoxo, el metropolitano Filareto de Moscú, expresan perfectamente esta actitud: «Ninguno de los misterios de la más secreta sabiduría de Dios debe parecernos ajeno o totalmente trascendente, sino que, con toda humildad, debemos adaptar nuestro espíritu a la contemplación de las cosas divinas». Dicho de otro modo, al expresar el dogma una verdad revelada que nos aparece como un misterio insondable, debemos vivirlo en un proceso durante el cual, en vez de asimilar el misterio a nuestro modo de entendimiento, será preciso, por el contrario, que cuidemos de un cambio profundo, de una transformación interior de nuestra mente, a fin de hacernos aptos para la experiencia mística. Lejos de oponerse, la teología y la mística se sostienen y se complementan mutuamente. La una es imposible sin la otra: si la experiencia mística es una fructificación personal del contenido de la fe común, la teología es una expresión, para la utilidad de todos, de lo que puede ser experimentado por cada cual. Fuera de la verdad guardada por el conjunto de la Iglesia, la experiencia personal estaría privada de toda certidumbre, de toda objetividad; sería una mezcla de lo verdadero y de lo falso, de la realidad y de la ilusión: el «misticismo» en el sentido peyorativo de la palabra. Por otra parte, la enseñanza de la Iglesia no tendría ninguna influencia sobre las almas si no expresara en cierto modo una experiencia íntima de la verdad dada, en diferente medida, a cada uno de los fieles. No hay, pues, mística cristiana sin teología, pero sobre todo no hay teología sin mística. No es casualidad que la tradición de la Iglesia de Oriente haya reservado especialmente el nombre de «teólogos» a tres escritores sagrados, el primero de los cuales es san Juan, el más «místico» de los cuatro evangelistas; el segundo, san Gregorio Nacianceno, autor de poemas contemplativos; y el tercero, san Simeón, llamado «el nuevo teólogo», cantor de la unión con Dios. La mística es, pues, considerada aquí como la perfección, la cumbre de toda teología; como una teología por excelencia.

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Pero en la liturgia de la Iglesia antigua se empleaba también en el rito de los demás sacramentos, sin excluir la Eucaristía. Entraba en la preparación de los catecúmenos para el bautismo. Después de la oración, advierte la Tradivo, cuando el que instruye ha impuesto las manos sobre los catecúmenos... los despedirá; en la confirmación y en la absolución de los pecadores y en la reconciliación de los penitentes, la frase imponere manum in poenitentiam era ya antigua en tiempo de San Cipriano (+ 258); en la celebración de la Eucaristía: imponens manum in eam (oblationem) cum omni presbyterio, prescribe la Traditio a propósito del obispo consagrado, dicat gratias agens...; entraba también en la unción de los enfermos, pues ya Orígenes traduce el conocido texto de Santiago orent super eum así: imponant ei manum. También en otros muchos ritos extrasacramentales, la imposición de las manos tenía y tiene x todavía una amplia aplicación. Así lo encontramos en la consagración de las vírgenes, en la bendición de los abades y abadesas, en los exorcismos, en el canon de la misa, en muchas bendiciones; tanto que, en no pocos textos escriturísticos y antiguos, el término benedicere equivale a imponer las manos. Podemos decir que desde comienzos del siglo III, a medida que los documentos son más numerosos, la imposición de las manos se presenta en el ceremonial litúrgico como un rito tan tradicional, que no pueda dudarse un momento de su antigvedad. El gesto, evidentemente, era casi igual en todos los ritos antes citados; la mano derecha o ambas manos extendidas o levantadas sobre o hacia una persona o cosa, o bien puestas en contacto con ella; pero el significado simbólico era diverso en cada caso. Unas veces quería indicar la elección o designación de una persona para un determinado oficio; otras, la transmisión de un poder o de un carisma; otras, la consagración a Dios de una persona o cosa; bien el auspicio de la bendición celestial sobre alguno, o el conjuro y la purificación de un influjo demoníaco, o la invocación del perdón y de la gracia de Dios, o, como en el Hanc igitur, la declaración tácita de poner sobre una víctima expiatoria (Cristo) los pecados del mundo. Es corriente encontrar que la imposición de las manos esté acompañada de una fórmula que precise el sentido de la misma y una señal de la cruz, que indica la causa eficiente de la misma. Escribe San Cipriano: Praepositis Ecclesiae offeruntur (los neófitos) et per nostram orationem ac manus impositionem Spíritum Sanctum consequuntur ac signáculo dominico consummantur.

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3. De perfectione et qualern oporteat esse Christianum Este opúsculo va dirigido al monje Olimpio, quien le había pedido una orientación para alcanzar la perfección «mediante la vida conforme a la virtud.» Se basa enteramente en los grandes textos cristológicos de San Pablo, a quien Gregorio considera como el guía más seguro del cristiano en sus esfuerzos por imitar a Cristo. Contempla la santificación, no ya solamente en términos de libre albedrío, sino en función de las operaciones de Cristo en el alma. Así, Gregorio habla de Cristo como poder y sabiduría de Dios, como la paz del alma, como la verdadera luz, como redención, como Pascua nuestra y Sumo Pontífice, como propiciación, como resplandor de la gloria de Dios y sello de su substancia, como alimento y bebida espiritual, como la roca, como el fundamento y piedra angular de la fe, como imagen de Dios invisible, como cabeza del cuerpo de la Iglesia, como primogénito de la creación, primogénito entre los muertos, primogénito entre muchos hermanos, como mediador entre Dios y los hombres, como Hijo unigénito, como Señor de la gloria, como principio del ser, como rey de justicia y de paz. Se discuten todos estos nombres de Cristo. El autor distingue entre primogénito y unigénito, y toca cuestiones cristológicas. El tema Sobre la perfección recibe aquí un estudio más completo que en la carta a Armonio. Gregorio concluye el tratado con estas palabras: «La verdadera perfección nunca está quieta, sino que siempre va creciendo hacia lo mejor: la perfección no está limitada por ninguna frontera» (285C-D). Parece que este tratado lo compuso después que la carta a Armonio. El destinatario es el mismo Olimpio a quien dedicó Gregorio su Vida de Macrina. La forma epistolar no es más que una ficción literaria. 4. De instituto Christiano W. Jaeger nos ha dado la primera edición completa de este tratado, que hasta ahora sólo se conocía bajo la forma de un extracto muy deficiente del periodo bizantino, publicado por Migne (PG 46,287–306) con el título De proposito secundum Deum et exercitatione iuxta veritatem el ad religiosos qui proposuerant quaestionem de pietatis scopo. Migne emplea el título instituto Christiano en el encabezado de las páginas. El título griego es Περ του κατ Θeoν σκοπο και της κατ λθειαν ασκσεως. Como la segunda parte de este tratado coincide con la segunda parte de la llamada «Gran Carta» de Macario (cf. supra, p.174), se pensó que el De instituto Christiano era espurio y que lo que aparece como parte segunda no era más que una copia de aquella carta. Al descubrirse la obra entera ha quedado probada la prioridad del De instituto Christiano. De esta manera se ha arrojado mucha luz sobre el «problema de Macario» y estamos mucho más cerca de una solución.

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De este modo, ponemos el naciente día bajo la protección de la Trinidad. Continuamos: «Gloría a ti, Dios nuestro, gloria a ti» de esta manera, esta jornada totalmente nueva está impregnada de un espíritu de celebración, de alegría, de reconocimiento. Viene luego una oración al Espíritu Santo: «Rey del cielo...,» seguida por la invocación: " Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal, ten piedad de nosotros.» La triple repetición de la palabra santo es un recuerdo del himno «Santo, santo, santo,» cantado por los serafines en la visión de Isaías ( Is 6:3 ) y por los cuatro vivientes en el Apocalipsis de san Juan (Ap 4:8). La palabra «santo,» repetida tres veces, es por sí misma una invocación a la eterna Trinidad. La oración continúa con la frase repetida con más frecuencia en la liturgia: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.» Vigilemos para que la familiaridad de estas palabras no engendre la desenvoltura. Cada vez que esta frase se repita, es esencial, vital, que respetemos su verdadera significación como una forma de dar gloria a la Tri-Unidad. Al Gloria, le sigue otra oración a las tres Personas: «Santísima Trinidad, ten piedad de nosotros; Señor, purifícanos de nuestros pecados; Maestro, perdónanos todas nuestras iniquidades; Santo, visítanos y cura nuestras enfermedades en consideración a tu Nombre.» Así continúan nuestras oraciones cotidianas. En cada paso, de forma implícita o explícita, hay una estructura trinitaria, una proclamación de Dios como «uno-en-tres.» Pensamos en la Trinidad. Hablamos de la Trinidad. Respiramos la Trinidad. Volvemos a encontrar esta dimensión trinitaria en la oración más querida por los ortodoxos, que no tiene más que una sola frase, la «oración de Jesús» de la que los ortodoxos se sirven, tanto cuando trabajan, como cuando se reúnen. He aquí su forma más corriente: " Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, que soy pecador.» Parece una oración a la segunda persona de la Trinidad, el Señor Jesucristo y sin embargo, las otras dos están también presentes aquí, aunque no sean nombradas. En efecto, al hablar de Jesús, «Hijo de Dios,» hacemos referencia a su Padre; el Espíritu Santo está contenido también en nuestra oración, puesto que «nadie puede decir Jesús es el Señor, si no es con el Espíritu Santo» ( 1Cor 12:3 ). Así, la oración de Jesús no solamente está centrada en Cristo, sino que es trinitaria. Vivir la Trinidad.

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