The Bible is filled with exhortations to not only attend but to also remember. We need to continually be reminded of: who God is, how God has saved us, the miracles which attest to God’s love for us, the commands God taught us, the saints of old who inspire us, and also remember those that need charitable aide or divine intervention. The high point of the Divine Liturgy is when we observe the sacrament of communion, which was commanded by God to be done “in remembrance” of Christ (Luke 22:19; 1 Corinthians 11:24-25). Orthodox worship services, particularly in its litanies and hymns, are specifically designed to help us remember. The Need For Growth and Transformation Some may argue it is easier to lose one’s attention within Orthodox services because they are so repetitive. It is believed contemporary services draw one’s attention better because they change from week to week and are therefore more stimulating. First, it should be noted that Orthodox services are not completely repetitive—the readings, the homilies, and a few of the hymns do change every week. Second, repetition is good for us: it is how we learn. Besides being an assembly by which we give God His due—praise and thanksgiving—Orthodox worship services are also classrooms of instruction about how to rightly believe and behave. Part of the reason why the worship of the Orthodox Church is so ritualistic is because a lot of information is being condensed within a ninety minute service. You can spend decades going to Divine Liturgies every Sunday and still not plumb all the rich, symbolic depths of meaning found in that ceremony. The Divine Liturgy is unchanging because its formula works to help us grow in knowledge and virtue to become Christ-like—which is the purpose of our lives (Colossians 1:28-29; 2 Peter 3:18). Even if our attentions occasionally wander (which they shouldn’t!), something of the service is still absorbed within our spirit to bless our souls. Repetition is transformational. After a while, the Divine Liturgy becomes more than an ordinance or an observance; it becomes something intimately a part of out lives—like the beating of our hearts (and no one complains when hearts keep the same life-giving rhythm!).

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Por lo demás, hay que tener en cuenta que en esta época, excepto el principio substancial del perdón divino a los pecadores, transmitido por la tradición apostólica, no había ni podía haber todavía normas filas y generales en la aplicación de aquel perdón a las necesidades tan diversas de las almas extraviadas. El determinar la medida, los límites, la Oportunidad, se dejaba necesariamente al juicio prudente del obispo, el cual, en conciencia y sin ceder a influencias menos ortodoxas, podía seguir criterios más amplios o más rigurosos. En efecto, encontramos frecuentes ejemplos, aun en una misma provincia, de dos direcciones penitenciales diversas, sin que por esto resultase amenazada la unión de las iglesias. San Cipriano, por ejemplo, refiere que varios obispos de la provincia de Cartago, sus antecesores, antes del edicto de Calixto, rehusaban la penitencia a los adúlteros, mientras que otros la concedían. Por Dionisio de Corinto (c. 170) sabemos que Amastri, en el Ponto, era generoso en el perdón a todos los pecadores, mientras que su colega vecino de Gnoso se mostraba muy riguroso. Efectivamente, la corriente rigorista, a pesar del laudable fin de defender el purísimo ideal evangélico, se separaba de la tradición penitencial primitiva, que no ponía límites a la dispensa del perdón de Dios. Era, sin embargo, una medida prudencial de contingencia dictada por las necesidades del momento histórico y en plena coherencia con las facultades de la Iglesia. La Iglesia es arbitro que debe hacer uso del poder de las llaves a ella confiado, y puede prodigarlo o reservarlo no ciertamente a capricho, sino según los tiempos y las circunstancias, para mayor bien de la comunidad. Y esto tanto más cuanto que la absolución eclesiástica no es la única vía por la cual cada uno de los fieles puede obtener el perdón de Dios; de donde negar aquella absolución no era sinónimo de condenar a la desesperación. Si pacem hic non metit –escribió Tertuliano a propósito de estos pecadores –, apud Dominum seminal; nec amittit, sed praeparat fructum. Ciertamente debía pesar en los caídos aquel período largo y acerbo de penitencia; tanto más si, tratándose de los tres pecados conocidos, éste se habría terminado solamente con la muerte. No hay que maravillarse si Tertuliano confiesa que la mayor parte (plerique) de los culpables o se substraían a la ignominia de la exomologesis o la diferían indefinidamente. La Iglesia, sin embargo, que no se encastillaba en sus posiciones y vigilaba, apenas advirtió que una postura demasiado rígida no sanaba, sino que exasperaba las llagas de sus hijos, se apresuró a mitigar su disciplina, adoptando una práctica penitencial más benigna.

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Acción De Gracias. – «También nosotros te damos gracias, ¡oh Señor mío! nosotros tus siervos, débiles, frágiles y miserables, porque nos has dado una ayuda mayor de lo que se puede imaginar, vivificando nuestra humanidad con tu divinidad, exaltando nuestro bajo estado y restaurando lo caído, y levantando nuestra mortalidad, olvidando nuestras culpas, justificando nuestras faltas, iluminando nuestras mentes; tú, Señor y Dios nuestro, has condenado a nuestros enemigos y asegurado la victoria a la debilidad de nuestra frágil naturaleza con la sobreabundante misericordia de tu gracia.» Institución Eucarística. – ‘Y nosotros también, ¡oh Señor mío! nosotros, tus débiles, frágiles y miserables siervos, que nos hemos reunido en tu nombre y estamos delante de ti y hemos recibido por tradición el ejemplo que nos has dado... alegrándose, glorificando, exaltando y conmemorando esta [grande, dramática, santa y vivificante reproducción de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de nuestro Señor y salvador nuestro Jesucristo.» Epiclesis . – «Descienda, ¡oh Señor mío! tu Santo Espíritu y repose sobre esta oblación de tus siervos; bendícela y conságrala, a fin de que sea para nosotros, ¡oh Señor mío! perdón de las ofensas y remisión de los pecados y gran esperanza en la resurrección de los muertos y en una nueva vida en el reino de los cielos, junto con todos aquellos que fueron agradables a tus ojos.» Doxología. – «Por toda esta maravillosa dispensación (de bienes que nos haces), te damos gracias y te alabamos incesantemente en tu Iglesia, redimida por la preciosa sangre de tu Cristo, con la boca abierta y la frente elevada, alabando, honrando, adorando, confesando tu viviente y vivificante nombre ahora y siempre por los siglos de los siglos.» La anáfora de los Santos Adeo y Maris, a pesar de cierta antigüedad en la frase, no va dirigida al Hijo, como quieren algunos, sino a Dios, designado con un término semítico, frecuente en la antigua eucología judaicocristiana : «nombre «(– majestad, potencia de Dios). La dedicación actual a la Trinidad fue añadida cuando fue inserta la anáfora en la alabanza angélica con su breve preámbulo. Falta el texto escrito de la narración de la institución, omitida, sin duda, por un temor reverencial, muy común en las liturgias del Oriente. Este, sin embargo, era recitado por el celebrante precisamente en el punto donde se habla del ejemplo dado por el Señor e impuesto a los apóstoles: Hoc jacite... A la institución eucarística alude, por lo demás, la fórmula de la anamnesis, que la sigue inmediatamente. Ahora debe ser claro el sentido consacratorio de la epiclesis del Espíritu Santo, con el cual se cierra la anáfora.

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San Cipriano intervino pronto con firmeza y energía. Admite un valor de intercesión en los mártires y consiente de buena gana, pero no les reconoce una autoridad jurídicamente capaz de substraerse a la jerarquía divinamente constituida y de suprimir, sin más, las etapas de la actio poenitentiae. Condena por esto a aquellos presbíteros que con la simple exhibición de un certificado de los mártires han reconciliado a los lapsi:... contra eoangeln legem, ante actam poenitentiam, ante exomologesin gravissimi atque extremi delicti factam, ante manum ab episcopo et clero in poenitentiam impositam; exige que los mártires no den a los lapsi billetes genéricos colectivos, sino estrictamente personales, pero aun en este caso se reserva el examinarlos, junto con la comunidad, al final de la persecución. Los confesores y los lapsi recibieron mal estas disposiciones; más aún, en algunas comunidades los lapsi llegaron a rebelarse e imponer violentamente su paz a los obispos. San Cipriano, tenaz en la observancia de la disciplina, pidió consejo y apoyo a Roma, la cual, con la pluma de Novaciano, se declaró plenamente solidaria con el primado de Cartago. Los lapsi, reconociendo la grandeza de su culpa, no deben precipitar la reconciliación, o por lo menos deben pedirla con humildad y sin violencia. La sabia resistencia de San Cipriano y de la Sede romana tuvo un feliz éxito. En el concilio de Cartago, en el 251, celebrado una vez que terminó la persecución, los obispos tomaron las oportunas disposiciones sobre la conducta a seguir con las diversas categorías de lapsi, cuyos casos debían ser examinados individualmente sin tener en cuenta los documentos o cartas de indulgencia de los confesores. Cumplidas la penitencia y la exomologesis prescritas, éstos podrían obtener la paz y ser nuevamente admitidos en la Iglesia. La Penitencia Privada 119. Para completar el cuadro de la disciplina penitencial del siglo III es necesario discutir, aunque sea brevemente, una cuestión que, si es poco importante desde el punto de vista dogmático, lo es, y mucho, desde el histórico-litúrgico. La cuestión puede formularse así: ¿De las noticias contenidas en los escritos del siglo III podemos sacar datos suficientes para afirmar que al lado de la penitencia pública se practicaba también, si bien en forma reducida, una penitencia privada?

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Esto sucedió con la organización del catecumenado a principios del siglo III. La Traditio nos da de ello claro testimonio; y así se expresa siempre la tradición litúrgica de Roma, exigida severamente por los papas en los siglos IV y V cuando en muchas iglesias de Occidente se había introducido el uso oriental de bautizar en la fiesta de la Epifanía, en memoria del bautismo de Cristo en el Jordán. Tenemos sobre el particular una enérgica carta del papa Siricio (385–398) a Himerio de Tarragona, la cual delinea claramente la disciplina eclesiástica sobre la materia: Sequitur deinde baptizaríaorum... improbabilis et emendando confusio... ut passim ac libere natalitiis Christi seu apparitionis (Epifanía) necnon et apostolorum seu martyrum festiüitatibus innumerae, ut asseris, plebes baptismi mysterium consequantur; cum hoc sibi privilegium, et apud nos et apud omnes eccesías, dominicum specialiter, cum pentecoste sua, Pascha defendat; quibus solis per annum diebus ad fidem c o nflu er. tib us generalia baptismatis tradi convenit sacramenta, his dumtaxat electis, qui, ante quadraginta vel eo amplius elíes, nomen dederint, et exorcismis quotidianisque orationibus ieiunüs fuerint expiati. Exceptúa, sin embargo, de esta regla los casos de necesidad, como sería el temor de un naufragio, la invasión de un ejercito o una enfermedad grave en los neófitos. Sicut sacram ergo paschalem reverentiam in nullo dicimus esse minuendam, ita infantibus, qui nondum loqui poterunt per aetatem, vel his quibus in qualibet necessitate opus fuerit sacri unda baptismatis, omni volumus celeritate succurri; ne ad nostram perniciem tendat animarum, si negato desiderantibus fonte salutari, exiens unusquisque de saeculo et regnum perdat et vitam. El abuso condenado por el papa Siricio existía también en Italia, en la zona rural, en el Piceno, en Sicilia. San León Magno y después el papa Gelasio lo deploran en sus cartas a aquellos obispos. Sin embargo, a pesar de las recriminaciones de los papas, la costumbre se mantuvo durante largo tiempo.

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La primera acusación se funda en la fórmula indulgcntia a poena et a culpa, usada frecuentemente en el lenguaje indulgencial popular en les siglos XII-XV; como si la adquisición de la indulgencia eximiese al fiel, sin más, de la obligación de la confesión. La fórmula efectivamente era equívoca, porque la indulgencia miraba a la pena, no a la culpa. Los canonistas de la época lo habían notado. Proprie loquendo – escribía Nicolás Weigel en el siglo XV – non est indulgentia dicenda a poena et a culpa, licet pvsset dici absolutio aliqua a poena et a culpa. La expresión, en efecto, se había introducido con ocasión de las dos grandes indulgencias plenarias de la cruzada y del jubileo, y en tales casos podía entenderse y aceptarse rectamente. La Iglesia, de todos modos, la toleró, pero rara vez se sirvió de ella en sus formularios oficiales; más aún, se preocupó de aclarar por todos los medios la verdad y de distinguir los dos elementos. En el 1450, en el concilio de Magdeburgo, el delegado pontificio, cardenal Nicolás de Cusa, condenó expresamente a aquellos que habían defendido o predicado tal doctrina. Por lo demás, en la práctica, la aplicación de la indulgencia hecha por el confesor iba siempre precedida de la confesión: Auctoritate apostólica – decía la fórmula relativa – in hac parte mihi concessa, te ab ómnibus peccatis tuis, ore confessis et corde contritis... absolvimus et plenariam tuorum peccatorvm remissionem indulgemus. No puede negarse que hubiera confusiones, provocadas ya por parte de ciertos predicadores poco prudentes, sólo preocupados de hacer aceptar a los fieles la indulgencia, ya por parte de los llamados quaestores (encargados de notificar las indulgencias y de recoger las limosnas), los cuales, por ignorancia o por lucro, declaraban que ciertas indulgencias podían muy bien substituir a la confesión. Pero tales confusiones, aunque deplorables, no se pueden imputar a la Iglesia. El otro y más grave abuso proviene de las colectas en dinero, con las cuales, de hecho o de derecho, se concedían y aplicaban las indulgencias.

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Pasamos por alto los pormenores del debate que para remediar tal estado de cosas se desencadenó entre los obispos de la iglesia africana, capitaneados por San Cipriano, y el concilio de Roma, presidido por el papa Cornelio. El resultado fue éste: los verdaderos lapsi serían admitidos a la penitencia durante un período muy largo (traheretur diu poenitentia), pero con la esperanza de la reconciliación; los libellatici recibirían el perdón caso por caso, según la gravedad de su pecado; los sacrificati podrían esperarlo solamente a la hora de la muerte (sacrificatis in exitu subveniri). Además, en cuanto a los lapsi que no hubiesen querido someterse a la penitencia y a la exomologesis, ni siquiera en caso de muerte se les debía dar la reconciliación aunque la pidiesen: quia rogare illos non delicti poenitentia, sed mortis urgentis admonitio compellit t nec dignus est in morte accipere solatium, qui se non cogitavit esse moriturum. Las decisiones de Cartago y de Roma tuvieron gran resonancia en toda la Iglesia a pesar de la tenaz y prolongada oposición cismática de Novaciano y de su partido y de algún obispo inclinado al antiguo rigorismo. En las Galias, por ejemplo, Faustino de Lyón adoptó en seguida los nuevos criterios de indulgencia; en cambio, Marciano de Arles se mostró refractario, provocando las protestas de San Cipriano. En Egipto, Dionisio de Alejandría, solidario con el papa Cornelio y San Cipriano, se hizo apóstol del perdón a los lapsi penitentes, pero no consiguió persuadir a Fabio de Antioquía. Pero Demetrio, su sucesor, en el concilio de Antioquía (252), constituido por obispos de todas las provincias orientales, condenó el novacianismo y sus principios rigoristas y heréticos. La Didascalia apostolorum (primera mitad del siglo III) alude a una persistente corriente de rigorismo cuando amonesta al obispo a no dejarse apartar de la misericordia para seguir sus propias duras recriminaciones. En Roma, según refieren dos epígrafes damasianos, bajo les papas Marcelo y Eusebio (303–309) ocurrieron graves turbulencias por parte de los lapsi en la persecución de Diocleciano, a los cuales, según parece, habían exasperado las condiciones de penitencia. En España, más ampliamente que en otras partes, los obispes ratificaron las severas reglas de la antigua disciplina penitencial; pero quizá había algún influjo novaciano en tanto rigor.

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Pronto debió sentirse la necesidad de un formulario para la reconciliación de los penitentes al final de la vida, dado el número extraordinario de adultos que después del siglo IV entraban a formar parte del grupo de los penitentes. El gelasiano antiguo, en el libelo penitencial inserto el Jueves Santo, trae, bajo el título Reconciliatio poenitentis ad mortem, cuatro oraciones, anteriores al siglo VII, pero sin ninguna rúbrica. Supone en el enfermo una confesión y una penitencia en curso, porque en la segunda se dice: huic fámulo tuo, longo squalore poenitentiae macerato, miseratíonis tuae veniam largiri digneris. La primera: Deus misericors, Deus clemens..., se recita todavía en el Ordo commendationis animae. La cuarta, casi una repetición de la primera, es posterior. Un caso regulado por criterios especiales en el procedimiento penitencial eclesiástico es el del clero caído en pecados graves. El culpable merecía justamente la penitencia; pero en tiempo de San Cipriano, como veíamos, antes de asociarlo a las filas de los penitentes, se le deponía de su grado jerárquico. Más tarde, en cambio, y de ello es testigo el concilio Romano del 313, se estableció como regla canónica el excluir totalmente a los clérigos de la penitencia pública: Poenitentiam agvere – declara el papa Siricio (+ 399) – cuiquam non conceditur clericorum. El papa León I consideraba esto como una tradición apostólica. Repetir sobre personas consagradas la imposición de las manos in poenitentiam, escribe Optato de Mileto, sería una desconsagración, un desdoro del sacramento: non homini, sed ipsi sacramento fit iniuria; Dios quiere que se respete la unción de sus sacerdotes: oleum suum defendit Deus, quia si peccatum est hominis, unctio tamen est divinitatis. Pero, aunque se le excluyese al clérigo infiel de la humillación de la penitencia pública, aquél no podía evitar la quizá peor de la degradación. El papa Siricio depuso a algunos clérigos notoriamente incontinentes: ab omni ecclesíastico honore apostolicae sedis auctoritate deiectos, y los condenó a penitencia perpetua.

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Del contexto se deducen dos cosas: a) Que el autor de los Capitula, después de haber aducido las condenaciones infligidas a¡os pelagianos por algunos papas anteriores, quiere sacar un argumento, como lo hizo Agustín, del tenor de las oraciones solemnes recitadas en la liturgia, de un modo uniforme en todas las iglesias: obsecrationum quoque sacerdotalium sacramenta respiciamus, quae... in omni ecclesia catholica uniformiter celebrantur. b) Que el autor no pretende de ninguna manera establecer el principio general que de la norma de orar se deduzca la norma de la fe; solamente pretende demostrar cómo en este caso concreto la plegaria colectiva litúrgica, hecha en favor de tan diversas clases de personas, demuestra la fe de la Iglesia en la eficacia de los socorros de la gracia de Dios. Este es el sentido genuino de estas palabras. El aforismo, por tanto, lex orandi, lex credendi, interpretado en este supuesto sentido, tiene un justo valor reconocido por todos; no tiene, sin embargo, valor alguno en el sentido de que toda plegaria y todo rito equivalgan sin más a la enunciación de un dogma y vengan a ser de esta forma una regla de fe. La liturgia no determina ni constituye absolutamente ni por sí misma la fe católica, sino que más bien... puede aducir argumentos y testimonios de no poco valor para esclarecer un punto particular de la doctrina cristiana. Si queremos distinguir y determinar de un modo general y absoluto las relaciones que existen entre fe y liturgia, se puede afirmar con razón que «la ley de la fe establece la ley de la plegaria.» " No toda ley que manda la plegaria – escribe el P. Polidon – es ley de fe, sino solamente la que posee las cualidades reconocidas por los teólogos; es decir, cuando equivale a una enseñanza dogmática. Esta enseñanza no mira nunca a simples hechos particulares, corno son, por ejemplo, la traslación del cuerpo de Santa Catalina al Sinaí, del que se habla en la colecta de su fiesta, sino a doctrinas y hechos que se hallan en conexión con la doctrina ortodoxa cerrada ya con los apóstoles.

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Evidentemente, se refiere aquí a las dos liturgias de San Juan Crisóstomo y de San Basilio. El canon 32 del sínodo de Trullo del año 692 condena a los armenios por usar vino sin mezcla en su liturgia eucarística, mientras que Santiago, el Hermano del Señor, y Basilio el Grande de Cesarea, que han transmitido la liturgia por escrito, prescriben vino mezclado con agua. De todos estos testimonios tenemos derecho a concluir que la Liturgia de San Basilio lleva rectamente el nombre del, eminente obispo de Cesarea. Sin embargo, investigaciones hechas recientemente han demostrado que Basilio no fue su creador, sino el que la revisó desde el punto de vista teológico, no abreviando, sino más bien ampliando el original. Con el tiempo sufrió muchos cambios, pero el meollo se mantuvo y sigue dando testimonio de ser obra de uno que dominaba la lengua griega. El prestigio de San Basilio y su importancia en los círculos monásticos griegos explican la vasta influencia que ejerció su Liturgia; la mejor prueba de esta influencia fueron su adopción por la sede patriarcal de Constantinopla y su rápida expansión en todo el Oriente y hasta en Sicilia y en Italia. San Cirilo y San Metodio la tradujeron al eslavo en el siglo IX, y la introdujo en Rusia el año 987 el gran duque Wladimir. La liturgia copta de San Basilio es una forma abreviad de la griega. El manuscrito más antiguo es el Codex Barberini, del año 795, ahora Codex Vat. Barb. III,55; el Codees Sevastianof C no es más que una copia de aquél. El Codex Paris. Gr. 325 del siglo XIV contiene la anáfora copta de San Basilio en griego. Además de otras versiones orientales, se conservan dos traducciones latinas del siglo XII. Una de ellas, hecha por Nicolás de Otranto, se halla en un manuscrito de la Italia meridional del siglo XIII, que contiene el original griego y la traducción latina a dos columnas. Este códice se encuentra ahora en la Landesbibliothek de Karlsruhe, en Alemania. II. La Teología de San Basilio. La doctrina de San Basilio pira en torno a la defensa de la doctrina de Nicea contra los distintos partidos arrianos.

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