Las estadísticas de sondeos sociológicos serios indican que, aunque el sector religioso de la población en general y el cristiano en particular han ido creciendo de manera constante en proporción al resto de la población, el porcentaje de personas que se declaran miembros practicantes de la Iglesia Ortodoxa ha ido decreciendo en relación con el conjunto de las demás religiones. Según un sondeo, mientras que el índice de creyentes cristianos ha crecido de un 27% de la población total en 1990 hasta un 42% en 1992, en 1990 el 80% de ellos se declaraban ortodoxos, pero en 1992 sólo lo hacía el 38%. Esto indica un crecimiento del 50% de los cristianos en general, pero un descenso del 3% de los ortodoxos. Como los protestantes y los católicos constituyen tan sólo un 2% del sector religioso y los fieles del antiguo ritual no podrían ser más de un 3%, el resto de los «cristianos» no parecía pertenecer a ninguna confesión cristiana particular. La mayoría de ellos eran probablemente ortodoxos alejados: bautizados pero no practicantes. Esta hipótesis parece quedar confirmada por un sondeo de 1995, según el cual el 55% de la población se declaraba ortodoxa, el 6% decía pertenecer a otras denominaciones religiosas, pero sólo el 23% decía que la religión desempeñaba un papel significativo en su vida. En otras palabras, la mayor parte de la gente mencionaba una religión en la que habían sido educados (bautizados o iniciados de alguna otra manera) en la infancia. Mucho más significativos son los datos del Centro Analítico del Consejo de la Federación, que indican que, aunque alrededor del 70% de la población rusa está bautizada en la Iglesia Ortodoxa, sólo de un 5 a un 10% son miembros practicantes y sólo la mitad de esas cifras comulga con frecuencia. Sin embargo, no todo es tan negativo. Hay algunos sacerdotes muy entregados y de formación muy elevada, especialmente los más jóvenes; y también algunos conversos, aunque muy distintos de los que se mencionaba antes. Un buen número ingresó en la Iglesia en los años setenta y ochenta, época en la que hubo una oleada considerable de jóvenes conversos, en su mayoría intelectuales y estudiantes; de éstos, bastantes habían sido disidentes en el pasado por razones políticas o al menos intelectuales.

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Escriben, publican, participan en conferencias, organizan actividades misioneras y caritativas, trabajan con los jóvenes y con otros grupos de fuera de la Iglesia, contribuyendo a su acercamiento a la misma, participan en diversas comisiones no gubernamentales que se interesan por cuestiones morales, los derechos humanos o la amnistía, etc. En una palabra, están en contacto con las realidades que les rodean, aceptan la vida tal como es y se enfrentan al futuro en vez de soñar con restaurar la monarquía o cualquier otra cosa. La línea adoptada por el clero reformista obtuvo por fin una valoración positiva, aunque fuera indirecta, en el concilio de obispos de toda la Iglesia Rusa de diciembre de 1994 (había un total de 128 participantes con derecho a voto). El concilio reconoció la necesidad de desarrollar una doctrina social de la Iglesia, aprobando el proceso de democratización de Rusia y las reformas económicas radicales. Ordenó que se diera prioridad absoluta a la formación teológica de los candidatos al sacerdocio, elevando el nivel de las universidades. Se hace necesario extender la red de escuelas dominicales para que alcance a todas las parroquias y la Iglesia se encargará de proporcionar profesores de religión debidamente formados a todas las escuelas donde se ofrezca como asignatura optativa, presionando al gobierno para que amplíe el derecho a enseñar religión en las escuelas. El concilio canonizó al sacerdote Alexander Khotovsky, asesinado por los bolcheviques, que había sido un ecumenista entusiasta, dando así su aprobación al ecu-menismo, «anatema» a los ojos de los conservadores. Decretó que se completase la labor inacabada del concilio local de 1917–18, y esto habría de incluir reformas litúrgicas, la solución al problema de la lengua litúrgica (la comisión preparatoria del concilio había recomendado el uso del ruso en lugar del eslavo, pero el concilio no tomó ninguna decisión al respecto). El concilio de 1994 estuvo muy cerca de reconocer la necesidad de la reforma de la lengua cuando decretó: La labor misionera está inseparablemente vinculada a la necesidad de restaurar una vida eclesial intensa en las diócesis y en las parroquias...

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Pasaban por sus manos cientos de miles de rublos, pero el ni los contaba: los tomaba con una mano y con la otra en el mismo instante lo daba. Además de esta inmediata caridad el padre Juan fundó una organización caritativa. En el 1882 en Kronstadt fue inaugurada «la casa del trabajo,» tenía iglesia propia, enseñanza inicial para varones y niñas, alojamiento para huérfanos, atención para ambulatorios, asilo, biblioteca popular de lectura, casa para el público con capacidad para 40.000 personas por año, variados talleres, donde los pobres podían trabajar, comedor público económico, donde en días festivos se ofrecían gratuitamente 800 almuerzos y local hospitalario. Por iniciativa del padre Juan y por su ayuda material fue construída una estación de salvataje a orillas del estuario del río. En su patria construyó una hermosa iglesia. No es posible citar todos los lugares y provincias hacia donde llegaba su ayuda y preocupación. Falleció el padre Juan el 20 de diciembre de 1908 a los 80 años de vida. Incontable multitud lo acompañó desde Kronstadt hasta San Petersburgo, donde fue sepultado en el convento de Ivanov, fundado por él. Al lugar de su sepultura fluían de toda Rusia peregrinos y se rezaban permanentemente letanías. Fuerte en la fe, ardoroso en la oración y en su amor a Dios y a todas las personas, el padre Juan de Kronstadt recibió por la voluntad de Dios, los honores de toda Rusia. 6. El Gran Concilio (Sobor) de la Iglesia en 1917–1918 Resultaría extraño, no obstante, ver la era sinodal en la historia de la Iglesia ortodoxa rusa únicamente en términos negativos. La formación teológica llegó a su madurez con aquel sistema, produciendo teólogos realmente prominentes hacia la segunda mitad del siglo XIX, así como una revitalización de la teología patrística verdaderamente ortodoxa a finales del mismo. En realidad, resulta irónico que fuese bajo el reinado de Pedro el Grande cuando se sistematizó la formación teológica y comenzaron a multiplicarse con una rapidez sin precedentes los seminarios teológicos. La paradoja estriba en que las escuelas laicas, por las que Pedro estaba realmente interesado, fracasaron estrepitosamente, mientras que las vinculadas a la Iglesia, las que menos le interesaban, fueron las que en realidad cobraron auge. La razón era que toda la instrucción que había existido en la época anterior a Pedro estaba relacionada con la Iglesia, mientras que la formación laica carecía de tradición en Rusia. De aquí que, una vez que Pedro comenzó a estimular la educación, ésta comenzara a dar fruto allí donde ya existían escuelas y algo de cultura. Como consecuencia de esto, hasta el segundo cuarto del siglo XIX los seminarios siguieron siendo las mejores escuelas de Rusia, y la mayoría de los hombres de Estado, diplomáticos y profesionales rusos de todas las condiciones sociales del primer siglo posterior a Pedro, habían estudiado en los seminarios.

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Aun cuando toda la formación intelectual que había en Rusia estaba vinculada a la Iglesia y la mayor parte de los profesores habían obtenido sus títulos en la Academia de Kiev o habían sido estudiantes de la recién creada Academia de Moscú, la mayor parte del clero ruso tenía sus recelos frente al excesivo entusiasmo de Pedro el Grande respecto a Occidente y su secularismo. Quería una Iglesia que fuera sierva del Estado, plenamente subordinada al gobierno, que actuase como corren de transmisión que comunicase la política del Estado a la nación en general. El modelo lo encontró en la Prusia luterana y en la Inglaterra anglicana durante un viaje que hizo por Europa occidental, y decidió transplantarlo a Rusia. Por eso, en 1700, cuando murió el patriarca Adriano, rechazó la elección de su sucesor. Se dio cuenta de que, para llevar a cabo unas reformas eclesiásticas tan radicales, necesitaría de obispos que no tuvieran apoyo social y que mantuvieran sus puestos solamente gracias a la benevolencia del monarca. Y fue en Ucrania donde encontró ese tipo de obispos: Esteban Yavorsky y Teófanes (Feofan) Prokopovich, ambos monjes ordenados y profesores de la Academia de Kiev. Por orden de Pedro fueron llevados a Moscú, donde los consagraron obispos. Aunque Yavorsky había recibido el mayor rango posible – era exarca y patriarca interino y, además, era el metropolitano más joven de la Iglesia rusa –, pronto dio muestras de que a Pedro no le convenía, ya que era partidario de restaurar el Patriarcado e incluso en algunas ocasiones reprochó en público los excesos de Pedro. Fue Teófanes, luterano de corazón y persona sin escrúpulos morales, quien se ganó la confianza de Pedro, y en 1721 elaboró la llamada Regulación espiritual, que reemplazaba al Patriarcado con un sínodo (que en principio incluía a varios representantes del clero bajo, pero que unos cien años más tarde quedaría reducido a sínodo integrado tan sólo por obispos). Aunque oficialmente lo presidía el metropolitano más veterano en función de la fecha de su consagración, la cabeza temporal de la Iglesia ahora lo era oficialmente el emperador, mientras que su representante, un «superintendente» seglar (Pedro le llamaba «el ojo del emperador») sin el cual el sínodo no podía celebrar ninguna sesión, acabó con el tiempo convirtiéndose en un auténtico dictador del sínodo y de la Iglesia.

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El encuentro con la Europa occidental (suecos, germánicos del Báltico, y sobre todo polacos) durante la «era del terror» causó un doble efecto en la mentalidad religiosa de Rusia. Por una parte, tampoco en esta ocasión resultó cordial el encuentro (y esto es decir poco), en particular con los polacos, ya que intentaron convertir a los rusos al catolicismo romano y dieron muestras deliberadas de desprecio hacia la piedad rusa, convirtiendo las iglesias en caballerizas, etc. Por otra parte, el encuentro convenció a los rusos de que la civilización occidental, su educación y su tecnología estaban muy por delante de las de Rusia. El resultado fue la confusión y una «esquizofrenia» social: el hecho de darse cuenta de que necesitaban aprender de Occidente se mezclaba con el miedo y la repulsión hacia las realidades occidentales. Fue en esta atmósfera donde surgió el antedicho movimiento de los «amadores de Dios,» que se extendió entre el clero parroquial mejor formado, siguiendo la orientación de Dionisio, abad del monasterio de la Trinidad y San Sergio, que había resistido los ataques polacos contra su monasterio y cuya fama se asienta más que nada en sus escritos históricos y en su dirección espiritual. Los «amadores de Dios» proclamaron su doctrina no sólo en las celebraciones litúrgicas, sino también en las plazas y en los mercados. Incluso invitaban a que predicaran los laicos. Los «amadores de Dios» atacaban a los administradores corruptos, y exigían una renovación espiritual de la nación, prestaban su apoyo creando escuelas y dirigían la editorial mixta del Estado y de la Iglesia, que publicó durante el período en que ellos la administraron, de 1630 a 1650, muchos más libros que en ningún otro momento hasta bien entrado el siglo XVIII. Sus publicaciones incluían traducciones de los libros más recientes de Europa occidental en torno a la ciencia, la medicina, la ingeniería, así como a las humanidades. Como encontraron apoyo y comprensión en el zar Alejo Mihailovich (el segundo de la dinastía de los Romanov) prohibieron la venta de bebidas alcohólicas durante las épocas de ayuno así como los domingos, e insistieron en que no se abreviaran los oficios religiosos (de hecho, los hicieron más largos) y que se leyeran los textos lenta y claramente para que pudieran entenderlos los laicos. Todo esto le creó al movimiento numerosos enemigos entre la burocracia, los cortesanos y los comerciantes.

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Las relaciones entre las dos partes de la que técnicamente seguía siendo una única Iglesia habían sido tensas durante siglos por motivos tanto teológicos como políticos. Las principales desavenencias teológicas se referían a las pretensiones de supremacía del papado sobre toda la cristiandad y la cuestión del Filioque, una adición franca al credo de Nicea que fue aceptada por Roma a comienzos del siglo XI bajo las presiones de los francos, de los que dependía en gran medida. Los ortodoxos veían al Papa simplemente como el primero entre iguales en la jerarquía de los cinco patriarcas (Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía Jerusalén). Pensando que en este caso se trataba de otra disputa episcopal más, de las muchas que había habido en los tres siglos anteriores, el Oriente ortodoxo en general permaneció tolerante y cordial respecto a la Iglesia latina. Sus parroquias siguieron funcionando junto con las ortodoxas en todas las ciudades importantes de Bizancio, el Próximo Oriente y Rusia. Parece que a la Rus’ es a quien menos preocupó el cisma. John Fennell ha contado al menos treinta matrimonios entre miembros de la realeza latina y rusa desde 1050 hasta final del siglo XII. El metropolitano Hilarión no hacía ninguna diferencia entre la Iglesia latina y la griega, p. ej.: «La tierra romana honra por igual a Pedro y a Pablo, por medio de los cuales creyeron en Jesucristo...» En contraste con los cruzados germanos que estaban convirtiendo a los bálticos por la fuerza, los rusos, si bien cobraban tributos en algunas partes del territorio báltico, jamás intentaron obtener conversiones por la fuerza; ni impidieron tampoco que los germanos lo hicieran. Es más, el príncipe Vladimiro de Polotsk, por ejemplo, en 1188 dio permiso a un monje agustino para que predicara entre los livonios (una tribu de Letonia), aunque pagaban tributo al príncipe ruso, es decir, eran súbditos suyos. Hasta 1448 todos los metropolitas de la Rus’ habían pertenecido a la jurisdicción del Patriarcado ecuménico (de Constantinopla).

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Fuera de la tradición teológica griega y rusa podemos señalar los intentos de renovación teológica propia de la Iglesia de Rumania. En 1974 se publicó un volumen que quería ser una visión global y un balance de la reflexión teológica rumana: La teología ortodoxa rumana desde los orígenes hasta nuestros días (en rumano) y donde se podía constatar la existencia de una tradición teológica local, y particularmente una rica tradición hesicasta. De hecho no hay que olvidar que Paisy Velichkovsky, el autor de la Filocalía eslava, vivió en el monasterio de Neamt. Precisamente una traducción y adaptación rumana de la Filocalía ha sido llevada a cabo recientemente por Dumitru Staniloae (1903–1995), que se ha dado a conocer en Occidente a través de sus numerosos escritos, muchos de ellos traducidos a lenguas occidentales o incluso escritos en francés. Cabe destacar: Teologia dogmática ortodoxa, 3 vols. (Bucarest 1978), Dieu est amour (1980) o Le génie de l’Orthodoxie (1985). El pensamiento de Staniloae creó escuela, un movimiento teológico en búsqueda de una teología al servicio de la vida, fiel a las fuentes, con capacidad de realizar una síntesis, abierta al diálogo. Núcleos Doctrinales de la Teología Ortodoxa 1. Preliminares a) Teología y teólogo. Para la Ortodoxia, la teología no es una ciencia, un conjunto sistemático de razonamientos, una ciencia que pretenda efectuar el inventario del dogma y enriquecerlo con la especulación intelectual en una prolongación racional y sistemática. Más que sistematización racional, la teología es sabiduría. No es que el Oriente cristiano, la Iglesia Ortodoxa en concreto, sea indiferente al conocimiento de la verdad. Pero verdad y conocimiento son cuestiones de vida y de amor y no una curiosidad intelectual desligada de la vida. Según el teólogo griego Nikos Nissiotis, «teología es, ante todo, una respuesta a la acción constante del Espíritu Santo, por el que la gracia de Dios uno y trino actúa sin interrupción en la Iglesia y se extiende por el mundo. Pero la respuesta teológica a Dios sólo puede ser una respuesta de eucaristía, una respuesta de acción de gracias, pues el conocimiento del Dios incomprensible depende siempre de una actitud de agradecimiento profundo del hombre ante ese Dios que lo conoce a él. La meta de la teología es la doxología teológica y espiritual, aunque ello no se formule de manera explícita. Por esta razón la teología y la liturgia están estrechamente unidas entre sí; no se puede celebrar la anáfora eucarística si no le precede la confesión de fe. La verdad dogmática es ofrecida por la Iglesia a la gloria de Dios, que la ha revelado. La teología se entrega a sí misma a Dios en cuanto himnología espiritual e intelectual. Porque el fin supremo de la teología no es la apologética de la sabiduría humana, ni la respuesta a los herejes, ni la descripción confesionalista de lo que yo pienso, sino un sacrificio racional de alabanza a la gloria de Dios.»

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Por lo que atañe a Dositeo (1641–1707), que fue patriarca de Jerusalén (1669–1707), destaca su actividad restauradora de monasterios, el principal de los cuales fue la laura de San Sabas en Palestina, su actividad cultural, con la creación, dadas las dificultades en Constantinopla, de una tipografía griega en Iasi, que fue un centro de producción editorial griega. Además de la Confessio ya citada, Dositeo escribió muchas obras de polémica anti-latina, como también tiene escritos contra los uniatas. Entre la literatura polémica destacan: Τομος καταλλαγης (Tomus reconciliationis), Τομος αγαπης (Tomus amoris) y Τομος χαρας (Tomus jubilationis). Antes del sínodo de Jerusalén de 1672, otro autor escribió una Confesión de fe (que había de tener una gran repercusión) para contrarrestar el escrito de Cirilo Lukaris. Se trata de Pedro Moghila , metropolita de Kiev (1633–1647). Nacido en 1597, originario de una familia noble de Valaquia, de joven se trasladó a Lvov, en la región de Galicia (Galitsia; Ucrania occidental), entonces bajo el reino de Polonia, y en 1627 se hizo monje en la laura de las Grutas de Kiev, de la cual fue archimandrita, y fundó, en 1631, una academia que fue la cuna de la posterior Academia eclesiástica de Kiev, donde se formarían las principales figuras eclesiásticas de toda la Iglesia rusa. Metropolitano de Kiev desde 1633, llevó a cabo una gran actividad y defendió a la Iglesia Ortodoxa ucraniana frente a protestantes y católicos. En su academia se impartían las enseñanzas en latín e incluso se enseñaba teología de acuerdo con el sistema escolástico occidental. Entre 1639 y 1640 Moghila compuso un gran catecismo que fue conocido como Confessio Orthodoxa. El texto, redactado en latín, fue sometido a la aprobación de una conferencia de teólogos en Iasi, en 1642 (donde se condenó la obra de Lukaris), y allí se constataron divergencias entre los teólogos griegos y los de la escuela de Kiev, que en algunas cuestiones concordaban con los católicos. Entre los delegados patriarcales estaba el exarca Melecio Syrigos, reconocido teólogo, quien tradujo al griego el texto latino original de Moghila, al cual aportó algunos retoques que luego aplicó él mismo al texto latino (perdido dicho original, nos ha negado el texto corregido por Syrigos, que poseemos, por lo tanto, en latín y griego). La Confessio de Moghila fue aprobada por los diversos patriarcas en un sínodo de Constantinopla del año 1643, aunque no fue editada hasta 1667 en Amsterdam.

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Entre los teólogos que destacaron en el Congreso de Atenas hay que citar a P. Bratsiotis (1903–1982), con su aportación Los principios fundamentales y las características principales de la Iglesia Ortodoxa, y que trabajó además activamente en el movimiento ecuménico. Otro teólogo notable, J. Karmiris (1903–1992), ofrece, por un lado, una recopilación de Los monumentos dogmáticos y simbólicos de la Iglesia Católica Ortodoxa, 2 vols. (Atenas 1952–1953; 21960) y una Síntesis de la enseñanza dogmática de la Iglesia Católica Ortodoxa (Atenas 1957). Tiene publicados también, en italiano, estudios principalmente sobre la Iglesia. Un buen número de teólogos griegos han ido recuperando la propia tradición genuina, con la renovación de los estudios patrísticos y gracias también al influjo de los círculos teológicos de la diáspora rusa. Las dos Facultades teológicas griegas, de Atenas y Tesalónica, llevan a cabo una labor muy destacada, especialmente la última, en donde un joven equipo de investigadores, bajo la dirección del profesor P. Christu (1917–1995), realiza un conjunto de estudios sobre la tradición teológica, entre los que cabe señalar la edición de las obras de san Gregorio Palamás. También en Tesalónica existe el Instituto de Estudios Patrísticos, dependiente del patriarcado de Constantinopla, fundado en 1965 en el monasterio de Vlatades (Moni Vlatadon), en Tesalónica, y dirigido actualmente por el profesor Ioannis Fundulis 1927), conocido especialmente por sus trabajos litúrgicos y sobre san Simeón de Tesalónica. El Instituto, además, trabaja activamente en la microfilmación de todos los manuscritos del Monte Athos y en las ediciones patrísticas. Publica diversas colecciones y la revista Klironomía. Otro centro dependiente también del Patriarcado de Constantinopla se halla en pleno corazón de Europa: el Centro Ortodoxo del Patriarcado Ecuménico, en Chambésy-Ginebra, Suiza, creado en 1966. Publica las revistas Epískepsis (desde 1970) y Synodiká (desde 1976). Hay otras escuelas teológicas menores, sin relieve teológico destacable. El año 1971 las autoridades turcas cerraban la Escuela teológica de Halki, situada en la pequeña isla homónima, frente a Estambul, en Turquía, y perteneciente al Patriarcado de Constantinopla. Fundada en 1844, en ella se habían formado algunas generaciones de eclesiásticos.

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La eclesiología de Jomiakov se centra en la verdad y el amor como organismo. La Iglesia, según él, no es autoridad, porque la autoridad es algo exterior a nosotros. La Iglesia no es una autoridad sino la verdad. La aportación eclesiológica más notable de Jomiakov es la idea de la sobornost. Este término deriva del adjetivo eslavo que traduce la palabra καθολικη del Credo: «Creo en la Iglesia una, santa, católica (καθολικη, sobórnaya) y apostólica.» Más que «universal,» el término griego significa, etimológicamente (καθ’ ολον), la integridad en el sentido intensivo. Se trata de un término cualitativo; la extensión cuantitativa, espacial, no es una suma de diferentes partes: la Iglesia local, en torno al obispo, es ya, en su mismo ser, pléroma católico. «La infalibilidad – dice Jomiakov – reside sólo en la hermandad ecuménica (en la sobornost) de la Iglesia, unida por un amor mutuo: la custodia de los dogmas y la pureza de los ritos es encomendada no sólo a la jerarquía sino a todos los miembros de la Iglesia que constituyen el Cuerpo de Cristo.» Si Jomiakov llenó la primera mitad del siglo XIX, en la segunda mitad sobresale el filósofo Vladímir Serguéievich Soloviov (1853–1900), con quien la tradición espiritual rusa elabora por primera vez un concepto del mundo en el que la racionalidad occidental y la contemplación oriental se integran en una síntesis de ciencia, filosofía y religión. Amigo personal de Dostoievsky, sobre cuyas ideas influyó, poeta, teólogo y filósofo, bajo el influjo, a su vez, del idealismo alemán, especialmente de Hegel y Schelling, publicó, en 1874, su tesis: La crisis de la filosofía occidental contra los positivistas, que fue seguida de otras obras filosóficas. Después de una etapa eslavófila, hacia los años ochenta, Soloviov, con una vocación de universalidad, se consagra al acercamiento de las Iglesias. No se adhiere al catolicismo, pero afirma su fe en la unidad profunda y mística de la Iglesia, mantenida a pesar de las divisiones históricas de los cristianos. Hace un gesto de intercomunión: en 1896 comulga de manos de un sacerdote católico que comparte sus convicciones sobre la unidad de los cristianos. En su deseo de reconciliar Oriente y Occidente, ve en la Iglesia tres elementos diferentes y complementarios figurados en tres apóstoles: Juan, el teólogo, que representa el espíritu contemplativo de Oriente; Pedro, la acción y la guía de la Roma católica; Pablo, la interpretación del mensaje evangélico, que simboliza el protestantismo.

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