Para resolver alguna de estas dificultades, se hacía que el vino fuese sorbido por los fieles a través de una cañita metálica (fístula, calamus, pugillaris) de oro o de plata; pero más que otra cosa, pareció a muchos oportuno adoptar el modo, que desde el siglo VIII adoptaron los griegos, de dar un trozo de pan consagrado empapado en la preciosa sangre. La novedad apareció en Occidente a mitades del siglo XI, encontrando la aprobación de algunos y muchas protestas. El rito de la comunión Antiguamente, el aproximarse el momento de la comunión fue señalado ritualmente a los fieles: Si quis sanetus est, accedat, leemos en la Didaché. Más tarde, un diácono advertía que se retirasen aquellos que no intentaban comulgar: Si quis non communicai, det locum! Así se decía en Roma, según refiere San Gregorio Magno. Posteriormente, haciéndose cada vez más raros los comulgantes y desaparecida la fórmula, se usó sonar una campanilla o también golpear la patena sobre el cáliz, como dicen las instrucciones camaldulenses (1253). En España, la fórmula mozárabe diaconal decía: Locis vestris acceditel Entre los orientales, desde el siglo IV el celebrante, elevando ante el pueblo el pan consagrado, exclamaba: Sancta sanctis! como invitación a la comunión y a la vez amonestación para recibirla dignamente. La vibrante aclamación eucarística fue introducida en seguida en casi todos los países de Occidente, comprendida Italia del Norte y del Sur, de las cuales posteriormente ha desaparecido; solamente Roma parece que no la aceptó nunca. Tampoco entró nunca oficialmente semejante advertencia en el Ordo Missae romano, que tanto en los siglos más antiguos como durante la Edad Media fue práctica muy común en las otras iglesias. Se amonestaba a los fieles a purificar la conciencia llorando los propios pecados, como advierte ya la Didaché; a deponer los rencores, como prescriben varios sínodos, comenzando por el de Nantes (s. IX). El Canto de la Comunión Sabemos por San Agustín que, viviendo él, se había introducido hacía poco en Cartago la costumbre de cantar durante la distribución del pan consagrado a los fieles: Hymni ad altare dicerentur de Psalmorum libro, sive ante oblationem (consagración), sice cum distribueretur populo quod fuisset oblatum. Era una novedad adivinada y ya en uso en las iglesias de Oriente y quizá también en Roma; él la defendió de las críticas de un tal Hilario y, sin duda, la adoptó en la propia iglesia.

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El uso ritual del agua es uno de los más comunes tanto en la liturgia hebrea como en los cultos paganos y mistéricos. Se le confería un carácter sagrado sumergiendo un carbón encendido tomado del altar del sacrificio o bien mezclando ceniza o sal, según los fines a los cuales debía servir. Los romanos ponían en ello un solícito cuidado, porque hubiera sido un mal presagio el que unas pocas gotas nada más hubieran caído mal durante un sacrificio. Con todo, la Iglesia debió mostrarse muy reacia a introducir en su ceremonial este elemento pagano tan característico, que Tertuliano denunciaba como superstición y magia. No tenemos, en efecto, noticia de que entre las antiguas comunidades cristianas ortodoxas se usase el agua lustral; la encontramos, en cambio, en las iglesias heréticas y gnósticas del Oriente en los siglos II y III. Los Hechos apócrifos de Pedro (s. II) y de Tomás (alrededor del año 232) hablan expresamente de ello. El agua es bendecida por los dos apóstoles con una fórmula epiclética con fin exorcístico y curativo. También en Oriente, al final del siglo III, encontramos las primeras fórmulas ortodoxas de bendición del agua, contenidas en el sacramentarlo de Serapión de Thmuis (+ 362), junto a Alejandría. La primera (V) lleva el título Oratio pro oléis et aquis oblatis, porque presenta juntos los dos elementos – oleo y agua –, cuyos vasos eran presentados separadamente por los fieles al altar inmediatamente después de la anáfora. Una segunda fórmula (s. VIII) no menos interesante desarrolla las mismas ideas que la precedente. Va dirigida a Cristo e invoca su bendición sobre el agua para que neutralice el influjo maléfico de los malos espíritus, alcance el perdón de los pecadcs y conceda la salud a los cuerpos enfermos en nombre de Aquel qui iudicaturus est vivos et mortuos. Como se ve, las fórmulas de Serapión contienen ya lo que será después el tema principal de todos los textos eucológicos sobre el agua, recordando los fines esenciales para los cuales se bendice: la liberación de las influencias demoníacas y la curación de las enfermedades.

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La Iglesia antigua y medieval, como ya observaba San Hipólito, no consideraba como sacramento el subdiaconado; excluía, por tanto, a los subdiáconos de la imposición de las manos y los ponía, aunque en primer puesto, entre las órdenes menores. Urbano II en el concilio de Benevento, en el 1091, declaraba: Sacros ordines dicimus diaconatum et presbyteratum; hos siquidem solos primitiva legitur ecclesia habuisse. El primero en considerarlo orden mayor ha sido Durando. Con todo, los subdiáconos, por sus estrechas relaciones en el altar, fueron en seguida equiparados a las órdenes mayores en la obligación del celibato. Encontramos una primera obscura alusión en el canon 33 del concilio de Elvira (303). El Ritual de las Órdenes Menores La historia del ritual romano de las ordenaciones abraza dos grandes períodos: a) el antiguo, que llega hasta el siglo X; b) el moderno, que llega hasta nosotros. En este apartado, naturalmente, nos limitamos a las órdenes menores. El ritual romano antiguo. Nada sabemos de cómo se realizaba la investidura de los ostiarios y de los exorcistas. En cuanto a los lectores, San Cipriano, como hemos visto, alude a un rito de ordenación, sin precisar las formas. La Traditio, en cambio, prescribe que «el lector queda constituido como tal por el solo hecho de entregarle el obispo el libro de las Sagradas Escrituras »; pero añade: «No se le deben imponer las manos. «Un Ordo quomodo in Sancta Romana Ecclesia lector ordinatur, editado por Andrieu, cuya redacción se puede fijar en los siglos VII-VIII, dispone que el joven suficientemente instruido, atque clericus iam legitima aetate adultus, sea presentado al papa, pidiendo que in sánela ecclesia ex permissu vestro efficiatur lector. El pontífice lo invita a una próxima vigilia nocturna para que delante de él y del pueblo dé señales de su idoneidad. Si la prueba resulta favorable, terminada la lección, el candidato va delante del papa y, prostratus omni corpore in térra, osculans pedes illius, recibe de él la investidura de lector con la fórmula Intercedente B.

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La Iglesia griega ha mantenido la práctica de que también el simple sacerdote sea ministro ordinario de la confirmación. El Ambrosiáster observaba ya en el 395 que en Alejandría el uso litúrgico era diverso del romano: Apud Aegyptum, presbyteri consignant, si praesens non sit episcopus; Renaudot hace notar que esto es ciertamente anterior a la herejía de Nestorio, porque todavía se halla en vigor en las iglesias cismáticas. Entre los griegos, la primitiva imposición de las manos cayó en desuso, y prevaleció únicamente como materia de sacramento la unción con el crisma, con el cual tocan la frente, los ojos, los oídos, las narices y el pecho; estas unciones las recuerda ya San Cirilo de Jerusalén en sus Catequesis. De la fórmula sacramental Signaculum doni Spiritus sancti, que repiten en cada unción, hay testimonies desde el 381 en el II concilio ecuménico de Constantinopla; pero en un principio no debía ser exclusiva. Sujeto de la Confirmación. Los Padrinos La disciplina antigua, como decíamos, obligaba a administrar la confirmación, si estaba el obispo, inmediatamente después del bautismo, sin ninguna distinción de edad; y. si estaba ausente, en cuanto fuese posible tenerlo presente. San Jerónimo da testimonio de la costumbre de los obispos de dirigirse a las pequeñas y remotas comunidades de sus diócesis para confirmar a los que solamente habían sido bautizados por sacerdotes o por diáconos. De esta norma no estaban, por tanto, exentos los infantes. San Agustín y el papa Inocencio I lo declaran expresamente: De consignandis infantibus manifestum est, non ab alio, quam ab episcopo fieri licere, y la práctica estampada en las normas de los Ordines romani refleja exactamente tal disciplina. Con la separación de la confirmación y el bautismo, se hizo necesario, o al menos conveniente, dar al confirmando un padrino que asumiese espiritualmente sus cuidados en defecto de sus legítimos parientes. Las primeras noticias sobre el particular las encontramos en algunos sínodos franceses de los siglos VIII-IX, como Compiégne (757), Chalons (813), París (829), que excluyen de tal oficio a los padres y a los penitentes públicos, y en varias decretales apócrifas atribuidas al papa Higinio y a San León Magno, admitidas por Graciano en su Decretum y trasladadas después al Corpus luris. El abuso frecuente de suplir con un único padrino a varios confirmandos fue siempre desaprobado por la Santa Sede y sólo tolerado en caso de necesidad. Cada candidato, según la prescripción del Código Canónico, debe tener un padrino o madrina propio, según su sexo, los cuales son distintos de los del bautismo y contraen con sus ahijados una cognatio spiritualis, que los obliga a preocuparse de su formación religiosa.

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en todos estos sitios es adorado el nombre de Cristo.» . Si de estos testimonios más generalizados queremos retroceder en la historia para descubrir los verdaderos orígenes, el propósito resulta más arduo, y los documentos históricos se mueven a veces en la frontera de la leyenda. En esta zona imprecisa se mencionan los siete varones Apostólicos. Y puede ser que también la venida del apóstol Santiago a España, que hay que distinguir cuidadosamente del hecho histórico del culto en su sepulcro de Galicia. Los siete varones apostólicos Se mencionan por vez primera en varios manuscritos del siglo X, donde se conservan unas Actas o relatos de sus vidas. Sus nombres son: Torcuato, Tesifonte, Indalecio, Segundo, Eufrasio, Cecilio y Hesiquio. Según estas Actas, estos santos varones fueron ordenados en Roma por los apóstoles Pedro y Pablo. Y una vez en España, llegaron a Acci (Guadix), donde los paganos celebraban las fiestas de Júpiter, Mercurio y Juno. Y al ser reconocidos como cristianos, fueron atacados por una turba. que pereció después al cruzar un puente. Más adelante fueron recibidos por una nobilísima matrona, llamada Luparia, etc. Es muy probable que los manuscritos del siglo X transmitan un texto redactado en los siglos VIII o IX, de donde pasó a algunas redacciones oficiales de los leccionarios visigóticos o mozárabes. Aunque algunos historiadores les dan cierto valor a estos documentos, su autenticidad histórica permanece dudosa, por lo que creemos que la existencia de estos siete varones apostólicos es difícilmente demostrable en el estado presente de la investigación. Santiago, en España Al hablar de los orígenes de la fe cristiana en España y de la Iglesia primitiva no podemos olvidar la «posible» presencia del apóstol Santiago en España. Decimos posible porque la tradición y la leyenda se entremezclan sin dejarnos posibilidad de conocer la verdadera historia. Quizá en este punto uno de los escritores más prestigiosos fue Zacarías García Villada en su Historia Eclesiástica de España, quien, tras un estudio muy considerado del tema, prefirió exponer tanto los motivos favorables como los argumentos opuestos a la predicación de Santiago en España, sin tomar una postura absoluta y excluyente.

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Los más insignes himnógrafos ortodoxos fueron San Efraín el Sirio (muerto en 378) y su discípulo, Romanos el Méloda, que llegó de Siria a Constantinopla. Romanos popularizó el arte de la poesía religiosa en la capital, y fue seguido de un número de poetas bizantinos, Anatolio (muerto en 458), Sergio (muerto en 638) (ambos patriarcas de Constantinopla) y Jorge el Diácono (siglo VII). Los himnógrafos posteriores incluyen a Andrés de Creta (muerto en 720), autor de un magnífico poema penitencial recitado todos los años en Cuaresma. En el siglo VIII, Cosme, obispo de Maium (muerto en 743), y San Juan de Damasco (muerto en 749), enriquecieron el culto de la Iglesia oriental. En los siguientes siglos, se hicieron también valiosas adiciones por José el Himnógrafo (muerto en 983), el emperador León el Filósofo (886–912) y San Teodoro de Studion (muerto en 826), ardiente defensor de los iconos. También contribuyeron varias mujeres a esta poesía religiosa. La más célebre fue una monja llamada Cassia (siglo IX), autora de uno de los más conmovedores himnos de la Iglesia ortodoxa, que describe el lavatorio de los pies de Cristo por una prostituta. Este himno se canta el martes y el miércoles en Semana Santa. Sin embargo, la mayor parte de esta elaborada poesía fue legada a la Iglesia ortodoxa por escritores anónimos. Sólo una proporción de esta rica himnografía se halla incorporada en los libros de servicios impresos y se utiliza regularmente. El resto existe en manuscritos y es únicamente accesible a los expertos. El lenguaje de la poesía oriental es muy barroco y contiene una profusión de epítetos, en los que se desborda la imaginación oriental. Tiene muchos puntos en común con los brillantes colores de los mosaicos, pues exhibe la misma combinación de ricos detalles artísticos con sujeción al estricto código de la convención característica del arte bizantino. Los servicios corrientes de la Iglesia ortodoxa concuerdan con un complejo sistema de ciclos. El primero son los siete días de la semana, cada uno con su propio tema, reflejado en las oraciones. El domingo es el día de la Resurrección; el lunes conmemora las huestes angélicas; el martes, a San Juan Bautista y a los Profetas; el miércoles y viernes, la Pasión de Cristo; el jueves, a los Apóstoles, a San Nicolás y a todos los santos; el sábado, a todos los difuntos, especialmente a los mártires.

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Poco sabemos del estadio inicial de la liturgia de las horas, aquellos «himnos de la mañana y de la noche» mencionados en la Historia Ecclesiástica de Sozomeno (439/450), pero del rito de catedral posterior, que disponía el canto de un solo salmo vespertino (140/141), podemos deducir que también en este sector se manifestaba la influencia antioquena. Al mismo tiempo se desarrolla un sistema de liturgia procesional inicialmente concebida como oposición a los arríanos y destinada a constituir con el tiempo uno de los caracteres más específicos y llamativos de la liturgia de Constantinopla. En el contexto de la liturgia estacional hará su aparición por primera vez en el 438 el célebre himno trisaghion: ¡Santo es Dios, santo y fuerte, santo e inmortal! ¡Ten piedad de nosotros! Al contrario de lo que sostenía F. Probst, las familias litúrgicas o «ritos,» incluyendo el bizantino, no se configuran a consecuencia de un proceso de diversificación de un supuesto rito «apostólico» primitivo y único, que se habría difundido en los grandes centros de la antigüedad hasta el siglo IV. La verdad es muy otra: entre los siglos V y VIII – como sostiene A. Baumstark – las diversas tradiciones locales se unifican en territorios dependientes de centros político-eclesiásticos litúrgicamente hegemónicos y constituidos en sedes patriarcales. El centro impone la propia tradición. Al mismo tiempo se perfilan con mayor precisión y continúan desarrollándose los rasgos característicos de las diferentes tradiciones litúrgicas, no sólo en el aspecto ritual, sino también y sobre todo en aquello que constituye el espíritu propio de toda tradición. El rito bizantino, en cuanto rito de la capital del imperio romano de Oriente, encontrará en el protocolo de la corte una primera e indeleble caracterización. IV. La Liturgia del Rey de la Gloria La ascensión al trono de Justiniano I y su largo reinado (527–565) señala idealmente el comienzo de la que Roberto Taft ha llamado fase imperial del rito bizantino, que se prolonga, también idealmente, hasta la ocupación de Constantinopla por los francos (a. 1204).

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Es natural, por otra parte, que, al crecer la importancia del subdiaconado, se pensara en darle una vestidura diversa de la simple alba, que llevaba como hábito ordinario de servicio mientras era considerado como orden menor. Esto acaeció probablemente en las Galias. En cuanto a la forma, la tunicela sufrió las mismas vicisitudes de la dalmática. Es decir, progresivamente se fue acortando y después fue abierta por los flancos, hasta quedar reducida a la forma de la dalmática, como actualmente se encuentra. Tanto la dalmática como la tunicela, quizás por razón de su color blanco primitivo, se consideraron siempre como vestiduras de fiesta y de júbilo, por lo cual se dejaban de usar en los días de penitencia, siendo substituidas por las planetas o casullas plegadas. Por el mismo motivo, el obispo, al revestir al diácono con la dalmática, le dice: Induat te Dominas indumento salutis et vestimenta laetitiae, et dalmática iustitiae cincumdet te semper; y al subdiácono al ponerle la tunicela: Túnica iucunditatis et indumento laetitiae induat te Dominus. La capa pluvial . La capa pluvial, llamada en los países meridionales de Europa, a partir del siglo IX, pluviale, o mejor, pluvialis (se. cappa), y, en cambio, en los pueblos del Norte simplemente cappa, trae su origen, según Wilpert, de la antigua acema, o birrus, convenientemente alargada hasta debajo las rodillas. Según otros, la capa pluvial no es más que una transformación de la poenula, provista de capucho para la lluvia y luego abierta por delante para mayor comodidad. Son evidentes las analogías de forma entre la capa medieval y la lacerna romana, pero está fuera de duda que esta última en los siglos VIII y IX, cuando el pluviale entró a formar parte del vestuario litúrgico, había por completo desaparecido de la moda civil de vestir. Braun demuestra que la capa pluvial fue en un principio una capa con su capucho (cucullus), que llevaban en los días solemnes los miembros más conspicuos de las comunidades monásticas, y especialmente los principales cantores.

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e) Las ventanas son en un primer tiempo pocas, largas y estrechas, por lo cual en el interior la luz es escasa; posteriormente se engrandecieron y se adornaron al exterior con esguinces y columnitas con arcos concéntricos, de manera que, en las iglesias más perfeccionadas, la luz, el aire y el espacio son más abundantes. f) La decoración está casi enteramente confiada a la escultura, que se adhiere sobre todo a las vigas arquitectónicas, entallando con las figuraciones geométricas las columnas y las cornisas de los portales, los ángulos del edificio, los capiteles de las pilastras, los rosetones y las ménsulas; escultura fuerte y contorsionada, que prefiere animales verdaderos o fantásticos, quimeras, centauros, monstruos, ángeles, demonios; y sólo en las iglesias del período último adquiere una mayor perfección estilística. Las iglesias románicas, que en los siglos XI, XII y XIII comenzaron a difundirse con rapidez febril y con admirable entusiasmo del pueblo y de los ayuntamientos en Italia, en Francia, en Alemania y en Inglaterra, fueron el resultado de un gallardo renacimiento político y religioso en los pueblos y de la preponderancia espiritual y civil de algunas grandes órdenes monásticas (cluniacenses y cistercienses), que en sus inmensos monasterios habían formado laboratorios artísticos completos de arquitectos, escultores, directores de obras, pintores, etc., los cuales reproducían con agrado aquí y allá ciertos tipos constructivos, aun variando los elementos accesorios según las condiciones locales. Se tuvieron así escuelas diversas: una renana (catedral de Espira, María Magdalena, de Vézelay; San Lázaro, de Autún), una normanda (San Esteban, de Caen, en Normandía; catedral de Peterborough, en Inglaterra), una alverniatense (Nuestra Señora del Puerto, en Clermont; San Fermín, en Tolosa; Santiago de Compostela, en España), la del Poitou (Notre Dame la Grande y San Sabino, de Poitiers), de Provenza (San Trófimo, de Arles). En Italia, el estilo románico tuvo en Lombardía y en las regiones adyacentes su forma típica en la basílica de San Ambrosio, de Milán (s.VIII-XI), construida por los maestros comacinos, de donde viene el nombre particular dado entre nosotros de «estilo lombardo.» Según este estilo fueron erigidas las principales iglesias de aquel tiempo: San Miguel, de Pavía (s.XI); San Eusebio, en Vercelli (s.XII); las catedrales de Genova (s.XI) y de Parma, con el admirable baptisterio; de Piacenza, de Módena, de Cremona, de Ferrara (s.XII).

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Praefatio Missae. – Christo Domino nostro, qui pro nobis dignatus est.carne nasci, lege circumcidi, flumine baptizari, in hac octava nativitatis eius die, qua in se circumcisionis sacramentum secundum praecepti veteris formara agí voluit,.fratres carissimi, humiliter depraece.mur ut intra Ecclesiae uterum nos vivantes quotidie recreatione parturiat. quosque in nobis sua forma, in qua perfecte aetatis plenitudinem teneamus, appareat. Cordis nostri preputia, quae gentilibus vitiis excreberunt non ferro sed spiritu circumcidat; doñee carnali incremento, facinoribus amputatis, hoc solum in natura nostra faciat vivere; quod sibi et serviré yaleat et placeré. Quod ipse praestare dignetur qui fum Patre et Spiritu Sancto vivit et regnat. Collectio Sequitur. – Sánete, omnipotens, aeterne Deus, tu nos convertens vivifica; quos error gentilitatis involvit, agnitionis tuae munus absolvat; ut acúleo mortis extincto, aeternis vivificemur oraculis; ut sicut per mfirmitatem carnis servivimus iniustitiae et iniquitati ita mine, liberati a peccatis, serviamus iustitiae in sanctificatione. Per Dominum nostrum lesum Christum Filium tuum. Venían después las lecturas en número de tres: la primera, del Antiguo Testamento; la segunda, de las epístolas de los apóstoles, reemplazadas en las fiestas de los santos por la narración de su vida y seguida per el canto intercalado del Benedicite omnia opera Domini, el cántico de los tres jóvenes en el horno y el responsorio gradual; la tercera lectura, la del evangelio, era mucho más solemne: una procesión con siete cirios llevaba el libro santo hasta el ambón, mientras repetía el coro otra vez el trisagio. Leído el evangelio, volvía la procesión al altar. En este momento el obispo predicaba la homilía; a falta de él podían predicar los sacerdotes, y si llegaban a faltar éstos, se autorizaba a un diácono para leer algún sermón de los Santos Padres. Después del sermón venía la plegaria litánica, entonada por el diácono y contestada por el pueblo. Los libros merovingios no nos han conservauo el texto; pero conocemos la del misa en irlandés de Stowe (siglos VII-VIII), colocada, sin embargo, entre la epístola y el evangelio, clara traducción de una antigua letanía diaconal. He aquí una prueba:

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