La oratio veli, que debía seguir, sería, según él, ni más ni menos que la oratio super sindonem. Como se ve, hay aquí una serie de afirmaciones gratuitas, que vienen a deshacer el orden tradicional de este punto de la misa ambrosiana. Pero, como ha observado De Meester, para el rito bizantino, apoyándose también sobre el estudio de Petrovsky, la preparación de la materia del sacrificio está, por su misma naturaleza, íntimamente unida al rito eucarístico, y, en consecuencia, a la misa de los fieles; tenía lugar en un principio después de la despedida de los catecúmenos, y consistía en la ofrenda que los fieles hacían del pan y del vino. Cuando estas ofrendas cayeron en desuso, entonces la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa de los fieles; desaparecido el rito de la ofrenda, se desarrolló el rito de la preparación, llamada prótesis. Emita cambio piensa De Meester y Petrovsky que haya podido tener lugar entre los siglos VIII y IX. Todavía antes de que tuviese lugar esta transformación, cuando todavía los fieles llevaban sus dones al altar, se introdujo en el oficio bizantino, en la segunda mitad del siglo VI, el canto del himno Cherubicon. Cuando la preparación de las oblatas fue anticipada al principio de la misa, entonces este canto en este punto, más que al rito de la ofrenda, acompañó al traslado procesional de las oblatas de la prótesis al altar. Es ilógico, por tanto, declarar primitivo en la misa ambrosiana el rito de la procesión de las oblatas, que no es primitivo ni siquiera en la oriental; y más ilógico todavía afirmar que Milán del ó este pretendido uso primitivo hacia los siglos VI-VII por influjo de Roma, de la cual habría tomado el uso de la ofrenda de los fieles, precisamente cuando el Oriente dejaba el uso primitivo de la ofrenda para substituirlo con la prótesis, con la correspondiente procesión de las ofrendas. El rito de la prótesis al principio de la misa de los catecúmenos no ha formado nunca parte de la misa ambrosiana. Solamente en el siglo V hubo alguna tentativa sobre el particular. El Canon Con el diálogo entre el sacerdote y los fieles comienza la parte más sagrada de la misa, el canon. San Ambrosio la llama con los nombres benedictio, sacrae orationis mysterium, prex, sermo caelestis, verba sacramentorum. La introducción al canon está constituida por el Praefatio. Tal nombre, faltando en el leoniano y encontrándose excepcionalmente en tres lugares del gelasiano antiguo, Jungmann piensa no ser improbable que haya pasado a designar las fórmulas Veré dignum en los libros romanos posteriores del uso milanés. La abundancia de prefacios en el misal ambrosiano no es una característica suya, sino que representa el uso romano antiguo, reducido después en el gregoriano. Sobre los prefacios ambrosianos genuinos, de los cuales se distinguieron los derivados en el misal ambrosiano de otras fuentes, particularmente de los gelasianos del siglo VIII, ha hecho un excelente estudio Paredi.

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A la distancia de casi dos siglos, San Ambrosio no describe de otra manera la escena de la ablución bautismal. Todos los antiguos ordines baptismi, aun orientales, convienen substancialmente con el ritual romano. Las pocas diferencias existentes se refieren solamente a los artículos de la fe, puestos más o menos de relieve en las interrogaciones, como observaba ya Tertuliano: Dehinc ter mergitamur, amplius aíiquid respondentes quam Dominus in evangelio determinavit. Tratándose de niños, respondían en su nombre los que los presentaban. Las interrogationes fidei se conservan todavía en nuestro ritual, pero extraídas del acto del bautismo. No es fácil saber cuándo sucedió esto. Probablemente alrededor de los siglos VIII-IX al menos en las Galias, ya que es en esta época cuando aparece la pregunta Vis baptizan? inserta entre las interrogaciones y la ablución. El nombre, que en nuestro Ordo precede a la primera interrogación: credis..., falta en el ceremonial antiguo, pero se encuentra ya en los gelasianos del siglo VIII. Por los testimonios antes citados, se deduce con bastante claridad que el bautismo se administraba con una triple inmersión acoplada a una triple infusión. En la práctica, la inmersión estaba limitada a la parte inferior de las piernas, que quedaban sumergidas en el agua de la piscina hasta casi las rodillas, mientras el ministro, imponiendo la mano izquierda sobre el bautizando, derramaba con la derecha por tres veces el agua sobre su cabeza, la cual después fluía a lo largo de todo el cuerpo. Los antiguos monumentos confirman esta práctica litúrgica. La triple inmersión simbólica, ya prescrita por la Didaché en homenaje al dogma trinitario y que ha permanecido como norma litúrgica en toda la Iglesia, sufrió una excepción en España y en alguna provincia de Italia, donde hacia el final del siglo V se introdujo el uso de una única inmersión, como afirmación de fe en la unidad de las tres divinas personas, contra los arríanos. La novedad fue muy combatida; más aún, fue oficialmente deplorada por el papa Pelagio I, en el 560, en una carta al obispo de Volterra, y antes de él por el papa Vigilio (540–555) a Profuturo de Braga. Más tarde, diferida la cuestión a San Gregorio Magno, la práctica fue reconocida como legítima por éj, porque, aunque contraria al uso romano, in tribus mersionibus pérsonarum trinitas, et in una potest divinitatis singularitas designari.

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En la baja Edad Media, las patenas conservaron substancialmente la simplicidad de la forma circular antigua; en el fondo de la concavidad se grababa la cruz o la figura del Cordero o una mano nimbada, símbolo de la divinidad, o la efigie de Cristo bendiciendo; también, a veces, una inscripción conmemorativa, como ésta: En pañis sacer, et fidei laudabile munub, ómnibus omnis adest, et sufficit ómnibus unus. Asimismo se encuentran patenas con la superficie modelada en forma de medallones, quizá guardando relación con la costumbre mozárabe de agrupar las oblatas sobre la patena en determinada forma simbólica. En cuanto a las dimensiones, podemos creer que las patenas antiguas, usadas en la época de las ofrendas en especie, serían ligeramente diversas unas, de otras. Había una pequeña para uso del celebrante, sobre la cual éste consagraba la oblata; los Ordines romani prescribían que esta patena debía colocarse a la derecha del cáliz. Además se usaban otras, llamadas ministeriales, bastante más amplias, en las que se hacía la fracción del pan consagrado, y de las cuales el sacerdote tomaba una a una las porciones que daba en comunión a los fieles. En efecto, el Líber pontificalis, a propósito de algunos papas de los siglos VII-VIII, consigna regalos de patenas que pesaban veinte y más libras, y algunas incluso provistas de asas. Una rica patena ministerial de estilo bizantino es la que se conserva en Venecia, en el tesoro de San Marcos. Es de alabastro y tan amplia, que en cada una de las seis cavidades que rodean la figura del Salvador en esmalte cabe perfectamente una de nuestras más grandes hostias de celebrar. La patena está circundada por una lujosa corona de perlas, y el esmalte central por la inscripción en griego: Tomad y comed, éste es mi cuerpo. En los siglos X-XI, al cesar el rito del ofertorio popular y extendiéndose el empleo de las planchas para fabricar las hostias, éstas fueron poco a poco reduciendo su tamaño, y, por consiguiente, también las patenas acortaron sus dimensiones.

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Debe acentuarse, sin embargo, que la mayor parte de la liturgia romana creada entre los siglos IV y VIII, con su año litúrgico, las lecturas bíblicas, los cantos y oraciones, siguió sustancialmente sin cambios hasta el siglo presente. Este hecho tiene una enorme importancia al considerar la espiritualidad cristiana occidental, la que fue profundamente impregnada tanto directa como indirectamente, consciente o inconscientemente, por este período de fecundidad litúrgica. Este fenómeno aparece mayormente en el curso del año litúrgico: su significado, sus estaciones y fiestas principales, e incluso los detalles de ritos y textos específicos. Ni los autores patrísticos ni los medievales consideraban el año litúrgico (una expresión del siglo XVIII) como una clase de especificidad ritual dentro del tiempo humano (profano). Era más bien este tiempo humano considerado dentro del tiempo de la salvación y cortado por su dinamismo el que lleva a la Iglesia a su cumplimiento escatológico. Dicha teología, ya desarrollada por Agustín en el caso de la pascua, fue extendida por León el Grande para incluir el conjunto de las fiestas litúrgicas. En torno a la misma época (siglos IV y V e incluso más temprano) aparecieron las principales fiestas y estaciones del año comunes a Oriente y Occidente: cuaresma y los cincuenta días de Pascua, Navidad y Epifanía, Ascensión y Pentecostés. Dentro de este marco festivo compartido hay una diferencia notable: la significación de la Epifanía. En Roma y doquiera en Occidente, esta fiesta celebraba la adoración de los Magos, los primeros entre los gentiles en quienes fue inaugurada la aproximación de los pueblos paganos a la fe en Cristo. A este curso del desarrollo litúrgico común, Occidente agregaba la estación del Adviento (en Roma, en la segunda parte del siglo VI), que abría y cerraba el año litúrgico. Fue sólo en torno del siglo XII cuando empezó a desintegrarse la tensión escatológica entre las dos venidas de Cristo, presente en ésta y en otras estaciones del año, y esencial desde los tiempos del Nuevo Testamento para la comprensión cristiana de la historia de salvación.

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La doble traditio que hemos descrito arriba, fundados en los testimonios patrísticos de los siglos IV-V, se relaciona con ceremonias realmente vividas, es decir, realizadas sobre capacitados adultos, al menos en su mayor parte. Las fórmulas que debían acompañarlas se han perdido; solamente nos quedan las del gelasiano, que son ciertamente contemporáneas, si no anteriores, al siglo VI, época de su composición, junto con textos de las tres misas pro scrutinio, en cuyo cuadro estaban insertas las traditiones. No podemos, en cambio, considerar igualmente como antiguas las rubricas correspondientes, las cuales acusan una apoca posterior, porque suponen que las ceremonias se desarrollan preferentemente delante de los niños (infantes); algunos de ellos de tan tierna edad, que debían ser llevados en brazos por sus padrinos. También las tres homilías o exposiciones catequísticas, antepuestas, según el gelasiano, por el pontífice a toda traditio, y que substituyen en pocas líneas a la antigua larga catequesis pre-bautismal, indican, en su suscinta estilización, un desarrollo litúrgico más avanzado y una situación diferente. La traditio en la liturgia posterior y en Roma era triple: de los Evangelios, del símbolo y de la oración dominical. Todas tenían lugar el miércoles de la cuarta semana de Cuaresma (in mediana). El gelasiano las titula in aurium aperitíonem ad electos. En la primera, la traditio Evangelii, exclusiva de Roma, se iniciaba al catecúmeno en el conocimiento de los cuatro Evangelios, los títulos de la ley cristiana (instrumenta legis divinae). Cantado el responsorio gradual de la misa, cuatro diáconos, precedidos de acólitos con velas encendidas y un incensario humeante, llevaban procesionalmente del secretarium al altar los cuatro libros de los Evangelios, colocándolos sobre los cuatro ángulos de la mesa. Un acólito, sosteniendo en brazos a un niño (infans) e imponiendo la mano sobre su cabeza, recitaba (decantando) el símbolo en latín o en griego, según la nacionalidad del niño, ya que en Roma en los siglos VII-VIII, después que los ejercitos de Justimano conquistaron Italia, era numerosa la colonia bizantina. El símbolo se recitaba según el texto niceno-constantinopolitano; pero primitivamente, sin duda, debía decirse el apostólico; Juan Diácono lo atestigua expresamente. Proseguía la misa, en la cual se admitía a los padres o los futuros padrinos a presentar la oblación en nombre de sus hijos respectivos, y su nombre era leído por el diácono en los dípticos.

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Capítulo II. Los Concilios Ecuménicos Siglos IV-VIII Constantino el Grande (306–337). – El Emperador y el Concilio Ecuménico. – El arrianismo. – Las consecuencias de Nicea. – La victoria de la ortodoxia nicena. – El segundo Concilio Ecuménico y el emperador Teodosio (379–395). – La conversión en masa del Imperio y sus efectos sobre la Iglesia. – San Juan Crisóstomo (347–407). – El cisma nestoriano. – El segundo Concilio de Efeso (449). – El cuarto Concilio Ecuménico (451). – El cisma calcedónico. – Justiniano I y su política eclesiástica (527–565). – La definición de Calcedonia y la separación de las Iglesias orientales. – El cristianismo y el nacionalismo. – El cristianismo fuera del Imperio Bizantino. – Roma y el Oriente cristiano. – El monacato oriental. Constantino El Grande (306–337) Por la época en que la persecución de Diocleciano había estremecido a la Iglesia y desequilibrado al Imperio, Constantino, hijo de Constancio Cloro, y joven teniente del temido y anciano Emperador, creó una situación enteramente imprevista estableciendo una cooperación entre la Iglesia y el Estado romano. Entre los cristianos orientales era reverenciado como santo y considerado «igual a los Apóstoles.» Pocos hombres han ejercido tan gran influencia sobre el destino de la humanidad como este brillante soldado, que alteraría el curso de la historia convirtiendo en compañeros a la Iglesia y al Imperio durante los mil setecientos años siguientes. Prolongaría asimismo la vida de su reino durante otros mil doscientos años, trasladando su capital a las playas del Bósforo. Durante varios siglos había de seguir siendo Constantinopla el centro de una original y vigorosa cultura cristiana. Constantino fue un genio, insigne en todos los sentidos, hombre alto e impetuoso, siempre vencedor, gobernante de visión y administrador experto. Sólo un hombre de la imaginación de Constantino pudo concebir un plan tan osado como el de unir a los dos elementos opuestos: la Iglesia y el Imperio; sólo un hombre de sus dotes de estadista y sabiduría pudo hacer tan duradera una alianza.

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Dos anécdotas importantes sirven para ilustrar este punto. Jerónimo, una de las mentes más brillantes de la cristiandad occidental, disfrutaba con la lectura de Cicerón. Pero cada vez que leía a su autor favorito, se sentía culpable. En vano había intentado convencerse de que lo que hacía no era pecaminoso. En un sueño trató de convencer a Cristo de que era un fiel cristiano, pero el Juez Celestial, frente al alegato «Soy cristiano» (Christianus sum) lo reprimió con un «Sí eres ciceroniano, pero no cristiano» (Ciceronianus es, non Christianus). 3 A finales del s. VI, el papa Gregorio Magno (590–604) reprendió amargamente al obispo de Viena por enseñar literatura. Gregorio afirmó: «Una boca no puede contener alabanzas a Cristo y alabanza a Júpiter.» 4 Se oponía duramente a la enseñanza de los clásicos pese a resultar ser un papa progresista y reformador. El que algunos papas romanos desconfiaban de los clérigos que habían estudiado a los clásicos queda de nuevo reflejado por otra historia del s. VII. Teodoro de Tarsos había recibido una excelente educación clásica tanto en Tarsos como en Atenas. Cuando fue nombrado Arzobispo de Canterbury, el papa Vitaliano, que lo consagró en 688, manifestó su temor y preocupación sobre la ortodoxia de Teodoro. El romano pontífice ordenó al abad Hadrian que acompañara a Teodoro a Gran Bretaña y que «vigilara atentamente a Teodoro para que no enseñara nada que fuese contrario a la fe verdadera según el modo de los griegos.» 5 Gilbert Highet relata que «siempre hubo una fuerte oposición en la Iglesia (Occidental) a cualquier tipo de estudio de la civilización clásica, porque fue el producto de un mundo corrupto, pagano, muerto y maldito.» 6 A pesar de ello, por lo menos los clásicos romanos se preservaron en Occidente, mediante su estudio y transcripción en algunas comunidades monásticas de la Iglesia Occidental. Pero volvamos al este. Además de Justino el filósofo, Arístides y Atenagoras de Atenas y más tarde Clemente y Origen de Alejandría se esforzaron enormemente por presentar las enseñanzas cristianas en un lenguaje y estilo comprensibles para los gentiles cultos. Durante los primeros siglos del cristianismo y, concretamente, en los siglos IV y V, intelectuales cristianos, como Basilio el Grande, Gregorio de Nazianzos, y Gregorio de Nisa observaron que muchos aspectos del pensamiento, la filosofía y la ética clásicos, y en concreto el pensamiento de Platón eran bastante cercanos a la doctrina cristiana. De este modo, la filosofía, la antropología, el pensamiento político, la ética y la psicología griegas fueron puestos al servicio de la teología cristiana. La literatura clásica dejó de estar considerada como inapropiada para la fe cristiana. «Como una abeja reuniré todo lo que sea conforme a la verdad, incluso sirviéndome de lo que escribieron nuestros enemigos (autores paganos),» 7 afirmó el teólogo del siglo VIII Juan de Damasco.

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Sin embargo, tanto en los mosaicos y en la pintura como en las artes menores fue siempre perdiendo el contacto con la realidad viva de la naturaleza, para reducirse a reproducir formas convencionales y figuras de tipo fijo, rígidas, aplanadas y sin vida. Tal se presenta no sólo en Oriente, sino también en Italia, en los siglos IX-XI, durante los cuales el arte sagrado, en plena decadencia, no supo más que copiar de mala manera y en forma de estucos los modelos bizantinos; hasta que con el siglo XII, principalmente en Roma, Florencia y Siena, tuvo principio aquella lenta y minuciosa inyección de italianidad en aquellos esquemas convencionales, que poco a poco consiguió renovarlos, creando a las propias concepciones formas independientes. Las Iglesias Románicas Las pocas iglesias que a ambos lados de los Alpes representan el arte constructivo cristiano en el período desde el siglo VI al XI – si se exceptúan aquellas de tipo basílicas edificadas en Roma y en Rávena –, ofrecen demasiada variedad, por no decir confusión, de particulares estilísticos para ser definidas; después la mayor parte ha sufrido retoques considerables. De los elementos que sobreviven se puede deducir la profunda desorientación artística en que se encontraba gran parte de Italia y de Europa después de la hecatombe de las invasiones bárbaras y el sucesivo trabajo de consolidación. No obstante esto, en la alta Italia con Luitprando (712–744) y en Francia con los carolingios se advierte un oscuro madurarse de nuevas formas, de las cuales surgirá un nuevo estilo. Este estilo nuevo, fusión de elementos bárbaros, de influjos orientales y de reminiscencias clásicas, iniciado en los siglos VIII-IX con los maestros Comacinos, se afirma vigoroso en Occidente después del 1000, y fue llamado románico, porque es derivado del arte romano. En efecto, los nuevos constructores, especialmente en el Septentrión, partieron del tipo tradicional de la basílica latina, pero buscaron nuevos sistemas para cubrir de bóvedas las naves.

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De los monasterios, sobre todo por influencia de Cluny, el uso de la capa se difundió pronto a todas partes. Mientras la casulla mantenía, por razones predominantemente simbólicas, la forma tradicional, la cappa, mucho más cómoda cara el libre movimiento de los brazos, se impuso pronto en las funciones menores, como procesiones, incensación en laudes y vísperas (de ahí el nombre dado por los alemanes a la capa de rauchmantel, vespermantel), las consagraciones solemnes, etc. En el siglo XI, la capa pluvial era ya de uso general. Los Colores Litúrgicos La variedad de colores en las vestiduras sagradas era cosa conocida en la liturgia mosaica, con la diferencia de que, mientras nuestros ornamentos tienen un color predominante, entre los judíos los cuatro colores litúrgicos – jacinto, púrpura, azafrán y carmesí – debían ir juntos. En los primeros siglos cristianos no se halla rastro de colores litúrgicos propiamente dichos. Los frescos y mosaicos de las antiguas basílicas muestran que el artista ha elegido a su antojo el color de las vestiduras sagradas. Así, San Ambrosio, en el mosaico de la basílica de su nombre en Milán (s.v), aparece vestido de una pénula de color amarillo; amarillas son, asimismo, las pénulas de la capilla de San Sátiro; en cambio, son de color púrpura las de los mosaicos de San Vital, en Rávena (s.Vl). Muchos documentos de los siglos IV y V – como las Constituciones apostólicas y los Cañones, de Hipólito y Paladio – hablan de «vestidos espléndidos» usados en el servicio litúrgico, lo cual hace suponer que se trataba de tejidos policromos. Esto sería lo más natural. «Sería extraño – dice Braun – que en el siglo V, cuando, como atestigua la carta cornutiana, del 471, se embellecían las basílicas alrededor del ciborio y en los intercolumnios con ricos paños de oro y púrpura, estos colores no apareciesen también en las vestiduras usadas en el altar.» Por lo tanto, hay que considerar errónea la opinión de muchos, según los cuales antes del siglo VIII el color blanco fue el único color litúrgico.

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Especialmente en Milán, es cierto que en el tiempo de San Ambrosio su iglesia seguía substancialmente el rito de Roma. El mismo la afirma expresamente, y es prueba de ello el hecho, de una importancia capital, pasado por alto por Duchesne, de que el santo obispo, en su obra De Sacramentis, cita como anáfora de uso milanés gran parte del arcaico canon romano. Solamente más tarde, durante los siglos VI y VII, la iglesia de Milán debió de importar no pocos elementos bizantinos; sobre todo cuando, ausentes sus obispos n durante casi ochenta años, sacerdotes y monjes, huidos del Oriente por las persecuciones persas e islámicas, se refugiaron en la tierra lombarda y se encontraron de hecho constituidos en jefes de la iglesia de Milán y ordenadores de su vida litúrgica. Con todo esto, Milán, a diferencia de las liturgias del otro lado de los Alpes, se mantuvo siempre fiel al sistema anaforal de Roma. Si además se tiene en cuenta la situación Histórica de los siglos V-VIII, se comprende fácilmente cómo en la convulsión universal de Europa provocada por las invasiones de los bárbaros es de todo punto improbable derivar de una sola sede, por importante que fuera, la irradiación de un complejo tan amplio de ritos litúrgicos como son los galicanos. Milán había perdido entonces gran parte de la supremacía política y eclesiástica de otros tiempos, mientras Aquileya, puerta del Ilírico; Rávena, sede de los exarcas; Pavía, capital de les lombardos; Arles, Lyón, Toledo, habían acrecentado su poderío y eran capaces de transmitir este o aquel rito, transplantado después a otras regiones, donde pudo desenvolverse con gran variedad según el genio de los diferentes pueblos. En las Galias, por ejemplo, y en España, el amor a la novedad y a la pompa literaria era sentido mucho más que en Milán y en Roma. Finalmente, no debemos creer que todos los ritos galicanos hayan nacido o hayan sido importados al mismo tiempo. Faltando manuscritos litúrgicos verdaderamente antiguos, c quién puede decir con seguridad qué fórmula o qué ceremonia pertenezca más bien al siglo V que al VI o al VII? Una exposición bastante ordenada de los ritos galicanos merovingios se encuentra por vez primera en las cartas atribuidas a San Germán (+ 576); pero éstas, como dijimos, fueron escritas hacia finales del siglo VII.

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