Muchas de éstas, sin duda alguna, se remontan a su tiempo y a su escuela; pero también hay otras muchas de época posterior; sin embargo, puede decirse que la mayor parte pertenecen a la primera mitad del siglo VI. Lietzmann y Duchesne, relacionando algunas colectas con el sitio de Roma, realizado por Vitige en el 537–38, colocan la redacción definitiva en la mitad del siglo VI, bajo el pontificado del papa Vigilio (+ 555). Bourque, después de un minucioso análisis de los diversos libellt insertos en la colección para indagar la época probable de su composición, llegó a la conclusión de que son de una época comprendida entre el año 440, como término mínimo, hasta el año 560, como límite extremo. Si en algún formulario podemos fácilmente adivinar el autor, nada sabemos sobre quién ha hecho la composición leoniana. Escribe Bourque: «Cualquiera que sea, esto es verdad: que los materiales empleados por él son de origen claramente romano. Aquel que los ha reunido candorosamente sentía, desde luego, una profunda veneración por la liturgia de Roma, y de ella pudo procurarse los preciosos textos con singular largueza. Quizá era un romano; pero no podemos tampoco excluir que fuese un extranjero. La historia litúrgica nos enseña que muchas veces fueron precisamente los extranjeros los que apreciaron los tesoros rituales de Roma.» El leoniano nos ha llegado en un solo manuscrito, el de Verona, que probablemente no fue jamás reproducido, transcrito en un manuscrito de la alta Italia, quizá en Bobbio. Pero muchos han creído ver derivaciones del mismo en algunos restos que en cuanto a su tipo parecen inspirados en el leoniano o derivados de una fuente común. Son los siguientes: a) Algunas fórmulas de probable origen arriano, del siglo IV-V, descubiertas y publicadas por el cardenal Mai en el 1828. b) Diecisiete oraciones (secretas y postcomuniones) editadas por Mercati según un manuscrito de la Ambrosiana (siglos VII-VIII). c) Cuarenta oraciones relativas a la preparación de la fiesta de Navidad, originarias de Rávena, del siglo V-VI, editadas por Ceriani. d) Doce oraciones contenidas en un pergamino del siglo VIII, descubiertas y editadas por A. Dold. e) Una benedictio super fideles bajo la forma de prefacio, atribuida a Prisciliano (fin del siglo VI); f) Una serie de dieciséis prefacios para todos los formularios de la Cuaresma, existentes en el sacramentario ge» lasiano Philipps, del siglo VIII, los cuales, por el estilo y por las frases, pudieran ser muy bien copia de los prefacios cuaresmales que faltan en el leoniano.

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Víctor I Papa (189–198). Vida: Nacido en África, fue el primer papa latino y, parece indiscutible, contribuyó poderosamente a la romanización de la Iglesia. Llevó a otras iglesias a seguir la celebración dominical de la Pascua en oposición a Blasto. Ante la oposición de las iglesias de Asia Menor de abandonar el uso histórico de celebrar la Pascua el 14 de Nisán, Víctor excomulgó a las citadas iglesias no sólo de la comunión romana sino de la universal. Esta actitud provocó una reacción contraria en medio de la cual destacó la figura de Ireneo, quien le recordó la postura de respeto que, en relación con este tema, había prevalecido en los papas anteriores. Víctor también decretó la excomunión de Teodoto de Bizancio – quien afirmaba que Cristo sólo había sido Dios después de la resurrección – y depuso al gnóstico Florino de sus labores sacerdotales. Fue el primer papa del que sabemos que tuvo tratos con la familia imperial. Es dudoso que muriera mártir, como se ha afirmado en ocasiones. Obras: Fue autor de varias epístolas sobre la controversia pascual. Ver Ireneo. Victorino de Petabio Vida: Obispo de Petabio, hoy Pettau, murió martirizado en torno al 304, durante la persecución de Diocleciano. Obras: Considerado el primer exegeta en lengua latina, sólo ha llegado hasta nosotros su Comentario al Apocalipsis (de carácter marcadamente milenarista), un fragmento del tratado Acerca de la creación del mundo y un opúsculo Contra todas las herejías. Victorio de Aquitania Vida: Escritor aquitano de mediados del s. V. Obras: Compuso un ciclo pascual que seria aceptado oficialmente por el sínodo de Orleans del 541, difundiéndose por las Galias hasta el s. VIII, así como un Libro de cálculo. B. Krusch le atribuyó un Prólogo de Pascua, pero la tesis no es aceptada de manera generalizada. Victricio de Rouen Vida: Nació el 340 en la frontera del imperio. Militar de profesión, dejó el ejército al convertirse – uno más de los múltiples ejemplos de objetores de conciencia cristianos de los primeros siglos – y, ordenado sacerdote, evangelizó a nervios y morinos.

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Si bien se considera que el cisma se había consumado a partir de este momento, las relaciones entre ambas Iglesias no faltaron, ni los intentos para la reconciliación. Pero ya cada Iglesia estaba mental y sentimentalmente muy alejada de la otra, siguiendo cada una su propia tradición con total desconocimiento de la otra. Este distanciamiento llegó a su punto culminante con la Cuarta Cruzada . Proclamada por Inocencio III, fue desviada por los venecianos hacia Constantinopla, que fue tomada y saqueada en 1204 por los cruzados, quienes establecieron el Imperio latino de Constantinopla. El pueblo bizantino no podía comprender cómo los cristianos de Occidente, en lugar de recuperar los lugares santos de Tierra Santa, se habían ensañado con ellos, cristianos de Oriente. Más que muchas cuestiones doctrinales, el dominio latino en las tierras bizantinas contribuyó al alejamiento y a los resentimientos populares hacia el Occidente latino. d) Concilios unionistas No faltaron tampoco intentos de reconciliación. En el mismo siglo XIII, el año 1274, se celebró el segundo Concilio de Lyón con el objetivo de llegar a la unión entre Roma y Constantinopla. El emperador Miguel VIII Paleólogo, que en 1261 había recuperado Constantinopla, desde 1204 bajo dominio latino, envió legados al concilio. Pero las concepciones eclesiológicas de ambas partes eran ya muy distantes entre sí, incluso contrarias. Sin preparación adecuada ni conocimiento previo, el concilio significaba una sumisión de la Iglesia oriental a la sede romana, a sus formulaciones, a sus costumbres. Así, los griegos asistentes al concilio cantaron el Credo y se les impuso una fórmula de fe en que no sólo se exigía la aceptación de la sustancia herética de la fe romano-católica, según la cual el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, sino que además se trataba de imponer a la fuerza al Oriente formulaciones típicamente latinas de Occidente (por ejemplo, el término y concepto de transubstanciación para referirse a la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre de Cristo) y la concepción del primado del Papa. Se imponía también en Lyón que el sacramento de la confirmación sólo podía ser administrado por el obispo, contra la tradición oriental. Vueltos los legados a Constantinopla, el pueblo, con la jerarquía a la cabeza, no aceptó tal humillación y la unión quedó sin efecto. Y a partir de entonces se interrumpen prácticamente las relaciones entre ambas Iglesias. Incluso se ahondó todavía más en la separación, y en Occidente dominaba el pensamiento de que los griegos eran cismáticos que había que someter y absorber. De todas formas, durante los siglos XIII-XIV, hubo no pocos teólogos por ambas partes que conocían los escritos del adversario, muchos de los cuales eran precisamente polémicos.

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La vida de la comunidad cristiana se ha enriquecido en gran manera mediante el movimiento monástico. Ayudó a acentuar los dones carismáticos del Espíritu Santo – la profecía, la curación, el conocimiento del estado interno del ser humano – que la Iglesia ofrece a sus miembros, pero que son a menudo inexplorados por los cristianos. Los ascetas y los místicos penetraron profundamente en el misterio de la comunión entre Dios y el ser humano y han facilitado a otros el camino de su ulterior descubrimiento. También enriquecieron el culto en gran manera, y la liturgia de la Iglesia ortodoxa recibió su forma definitiva en las comunidades monásticas. Pero el movimiento monástico tuvo facetas negativas y facetas positivas, y su principal defecto fue el deseo de acelerar el advenimiento del Reino de Dios parando en seco el proceso de transformación gradual de la sociedad humana. La determinación de someter la carne a los dictados del espíritu adquirió una desproporcionada importancia. La lucha contra las tentaciones sexuales y el temor de las desviaciones heréticas dominaban la mente de muchos ascetas, y esto creó un espíritu de intolerancia que convirtió a los monjes en amenaza para la Iglesia en los atribulados años de las disputas cristológicas. Sus bandas de fanáticos estaban dispuestas a asaltar sus oponentes doctrinales, y los que afirmaban ser los promotores de un orden cristiano integral introdujeron el odio y la enemistad en las filas de los creyentes. Los monjes no se daban cuenta de que el uso de la fuerza podía ser desastroso; ese celo por la doctrina correcta no justificaba la violencia; y ese ascetismo no les eximía de la caridad hacia sus oponentes doctrinales. Los monjes orientales fueron en gran manera los responsables de la ruptura de la unidad eclesiástica; su intransigente posición contribuyó a la apasionada atmósfera que rodeaba los debates teológicos. Eran heroicos seguidores de su Señor, pero deficientes en el dominio de sí mismos. En realidad, la idea religiosa de muchos monjes orientales se desequilibró tanto, que facilitó la victoria del Islam. Los ascetas fueron pioneros audaces, creando una nueva sociedad que tenía por base la fe en la Encarnación. Intentaron tomar por asalto a la celestial Jerusalén; pero, al hacerlo, fueron víctimas de su propia impaciencia y, pese a sus intenciones originales, se convirtieron en abanderados de un nacionalismo agresivo. Capítulo III. El Islam y las Cruzadas. Siglos VIII-XIII

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El último intento de reconciliación con el Papado se efectuó en la víspera de la caída del Imperio. El emperador, Juan VIII (1425–48), estaba resuelto a obtener refuerzos de Occidente, la última esperanza de salvar su reino, que se limitaba ya a Constantinopla y a una estrecha franja de tierra en la costa asiática del Mar de Mármara. El 24 de noviembre de 1437, el Basileus, acompañado de su hermano Demetrio, el patriarca José II (1416–39), y veintidós obispos, zarparon para Italia. Llegaron a Venecia el 8 de febrero de 1438, y enseguida iniciaron las negociaciones con el papa, Eugenio IV (1431–47), que convocó un concilio objeto de restaurar la unidad con los griegos. Las primeras sesiones de este sínodo tuvieron lugar en Ferrara, pero el 10 de enero de 1439 se trasladó la asamblea a Florencia, donde ambas partes firmaron el acta de reunión en julio del mismo año. El Concilio de Florencia fue una asamblea representativa; los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén enviaron delegados, e Isidoro, metropolitano de Moscú (muerto en 1463), actuó en nombre de la Iglesia rusa. Los obispos ortodoxos se hallaban divididos. Un grupo, acaudillado por Besarión, arzobispo de Nicea (1395–1472), e Isidoro de Moscú, que era griego, deseaba la reunión con el Occidente latino, no sólo por razones políticas, sino también por razones religiosas. El otro grupo, acaudillado por Marcos, arzobispo de Efeso (muerto en 1443), pensaba que la rendición a Roma significaba traición a la tradición apostólica que conservaba el Oriente cristiano. Los latinos estaban acaudillados por el cardenal Giuliano Caesarini (1398–1444). Se dejaron a un lado los puntos triviales que tanto se habían aumentado en la polémica entre los griegos y los latinos en los siglos precedentes. Todo el problema del cisma se consideraba ahora desde un punto de vista puramente doctrinal. Se creía que, si se podía conseguir un entendimiento teológico, se restauraría inmediatamente la unidad del cristianismo y se eliminaría la amenaza islámica.

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En el siglo VIII comienzan a multiplicarse los manteles (pallae), sin duda para evitar que el vino consagrado, caso de derramarse, se extendiera fuera del altar. Los cánones penitenciales de la época hablan ora de dos, ora de cuatro manteles, y así también los liturgistas de los siglos sucesivos. Por esta época fue cuando el mantel superior, que recibía inmediatamente el cuerpo de Cristo, comenzó a llamarse palla corporalis, o simplemente corporal o sábana, como atestigua Amalario: Sindon, quam solemus corporale nominare. Ese mantel, pues, cubría el altar entero: tantae quantitatis esse debet – dice el VI OR – ut totam altaris superficiem capiat; pero se trataba de altares mucho más reducidos que los actuales. El I OR describe así el acto de extender el mantelcorporal al ofertorio de la misa: Diaconus ponat eum super altare a dextris, prefecto capite altero ad diaconum secundum, ut expandatur (n.67). El corporal era cuadrado o rectangular y se doblaba de forma que en su parte delantera contuviese la oblata, y la parte posterior pudiese replegarse y cubrir el cáliz propíer custodiam immunditiae, como dice San Anselmo de Cantorbery. Tal era el uso franco-italiano. La rúbrica de un sacramentarlo de Italia meridional del siglo XI dice: diaconus (hecha la oferta) cooperiat calicem dimidia parte ipsius sindonis. Los cartujos conservan todavía esta costumbre. Por razón de su contacto inmediato con la eucaristía, el corporal fue muy apreciado en la Edad Media, más que las mismas reliquias de los santos; se le consideraba dotado de eficacia sobrehumana contra las enfermedades y, sobre todo, contra los incendios. Por esta razón se solía colocar el corporal como reliquia en la consagración de los altares; las Consuetudines cluniacenses mandaban tenerle permanentemente sobre el altar, ut ad manum Possit esse contra periculum ignis, y en muchas iglesias, después de la misa, el sacerdote tocaba con él en la cara a los fieles, como antídoto contra las enfermedades de los oíos. La práctica de la Iglesia desde el siglo V prohibió que el corporal fuese tocado por mano de mujer, aunque fuese consagrada a Dios, a menos que un sacerdote o un subdiácono lo hubiese antes purificado. Todavía hoy en el rito de la ordenación se exige al subdiácono este menester.

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No de otra manera se expresan en Occidente San Ambrosio, San León, San Máximo de Turín y, sobre todo, San Agustín: Adventum Spiritus Sancti – comienza este santo Doctor – anniversaria festivitate celebramus. Huic solemnis congregatio, solemnis lectio, solemnis sermo debetur. Illa dúo persoluta sunt, quia et frequentissími convenistis, et cum legeretur audistis. Reddamus et tertiam... A este largo desenvolvimiento de la fiesta de Pentecostés contribuyó, en primer lugar, el uso, que al principio del siglo IV comienza a imponerse casi como ley, de reservar a la vigilia nocturna de esta solemnidad la administración del bautismo a aquellos que por algún motivo no habían podido recibirlo en la noche de Pascua. La Peregrinatio calla sobre esta función bautismal supletiva de Pentecostés, pero San Agustín y San León en sus sermones de este día se dirigen varias veces a los neófitos bautizados en la noche precedente. El servicio litúrgico era casi el de la vigilia pascual; una serie de lecturas, solamente cuatro: Tentavit Deus Abraham...; Et scripsit Moyses canticum hoc...; Apprehendent septem mulleres...; Audi, Israel, mandato vitae, intercaladas con cánticos y oraciones; la bendición de la fuente, seguida del bautismo y de la confirmación de los catecúmenos, y, por último, la misa. La bendición del fuego y del cirio fue en todas partes, excepción hecha de alguna iglesia galicana, excluida por el ritual. Después, hacia los siglos VIII-IX, encontramos que la función nocturna se anticipaba a la tarde del sábado, en algunas partes a la hora sexta, como en Italia, en otras a la hora nona, según nos atestigua Amalario. Además, el XI OR (s.XII) prescribe no sólo cuatro, sino seis lecturas, número que ha quedado todavía en el misal. El ayuno hoy prescrito en el sábado de Pentecostés, a pesar de la antigua disciplina, que lo excluía rigurosamente del tiempo pascual, es de origen incierto. Algunos creen que es una importación galicana. En Roma, en el siglo V, San León (+ 461) no lo conoce todavía. El más antiguo documento que alude a él es el sacramentarlo leoniano, el cual, en una serie de orationes pridie Pentecostés, habla dos veces del ayuno. También el gelasiano presenta una misa In vigilia Pentecosten, cuya segunda colecta es todavía más explícita: Da nobis, quaesumus, Domine, per gratiam S. Spiritus, novam tui Paracliti spiritalis observantiae disciplinam, ut mentes nostrae, sacro purificatae ieunio, cunctis reddantur eius numeribus aptiores. El ayuno no aparece más en los textos del gregoriano. Pero su observancia en este día fue siempre tenazmente mantenida en toda la Iglesia latina. Los Domingos Después de Pentecostés

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La antigua práctica no ha desaparecido; sobrevive en alguna congregación religiosa y en ciertos países de fe más viva, y es conmovedor verla de hecho alguna vez en algún monasterio por grupos enteros de peregrinos. La plegaria en direccióa al oriente y con los ojos hacia el cielo . El gesto era muy común en los cultos paganos y entre los hebreos, quienes oraban en dirección al templo de Jerusalén; pero los cristianos, adoptándolo, le dieron un motivo enteramente propio y original. Jesús, según el salmista, subió al cielo por la parte de oriente, donde actualmente se encuentra (el cielo), y del oriente había dicho que debíamos esperar su retorno. Maranatha! Veni, Domiíne lesu! oraba ya el autor de la Didaché. Las Constituciones Apostólicas se refieren a este primordial significado cuando prescriben que después de la homilía, estando de pie y dirigidos hacia el oriente... todos a una sola voz oren a Dios, que subió al cielo superior por la parte del oriente. Además, del oriente sale la luz, los cristianos son llamados hijos de la luz, y su Dios, la verdadera luz del mundo, el oriente, el sol de justicia. En el oriente estaba situado el paraíso terrenal, «y nosotros – escribe San Basilio –, cuando oramos, miramos hacia el oriente, pero pqcos sabemos que buscamos la antigua patria.» Debemos tener en cuenta que la orientación en la plegaria era, sobre todo, una costumbre oriental, mucho menos conocida en Occidente, al menos en su origen. Solamente más tarde, hacia los siglos VII-VIII, por influencias bizantino-galicanas, se sintió el escrúpulo de la orientación, que se manifestó en la construcción de las iglesias, así como en la posición de los fieles y del celebrante durante la oración. El I OR lo atestigua para Roma. Terminado el canto del Kyrie, nota la rúbrica: Dirigens se pontifex contra populum, dicens «pax vobis» et regirans se ad orientem, usquedum finiatur. Post hoc dirigens se iterum ad populum, dicen «pax vobis» et regirans se ad orientem, dicit oremus.» Et sequitur oratio. Todavía algún tiempo después, un sacramentarlo gregoriano del siglo IX prescribe que en el Jueves Santo el obispo pronuncie en la solemne oración consecratoria del crisma respiciens ad orientem. Después, la práctica, si bien no desconocida por la devoción privada medieval, tuvo entre nosotros una escasa aceptación y ningún reconocimiento oficial en la liturgia.

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Los dos principales maestros cristianos del siglo III, Hipólito en Roma y Orígenes en Oriente, eran los oponentes contemporáneos de los rabinos que proporcionaron la oración judía con su estructura plenamente desarrollada. En la espiritualidad cristiana, el bautismo era el sacramento más importante, porque a pesar de las persecuciones – o más probablemente a causa de ellas – el cristianismo se difundió rápidamente. Según Tertuliano, «la sangre de los cristianos es una semilla,» esto es, aumenta su número (Apología 50:13). La mayoría de los bautizados eran adultos, aunque los hijos de padres cristianos eran bautizados en una edad temprana, a pesar del requerimiento en contra de Tertuliano, resumido en la fórmula «los cristianos se hacen, no nacen» (Apología 18:4). El caso de los hijos de familias cristianas bautizados sólo al llegar a ser adultos, como está atestiguado en el siglo IV, parece debido más a un temor a las exigencias de penitencia que a la perpetuación de una praxis cristiana temprana. Ya los mismos ritos bautismales tenían una estructura comunitaria, con un tiempo de preparación por la conversión personal, las instrucciones y los exorcismos del demonio. El tiempo de preparación, que en el siglo IV evolucionó al tiempo litúrgico de la cuaresma, llevó a que la celebración bautismal tuviera lugar en la vigilia pascual. Para ser admitido en el catecumenado era necesario renunciar a todo estilo de vida incompatible con el Evangelio. Los ritos del bautismo constituían un conjunto: el bautismo mismo consistía en una triple interrogación sobre la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu, acompañada de una triple inmersión. Ninguna otra fórmula bautismal fue conocida en Occidente hasta los siglos VII y VIII, época en que la interrogación de la fe fue combinada con la fórmula «y yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo,» que preservaba un carácter distintivamente epiclético con su invocación a la Trinidad. El bautismo era seguido de una doble unción con aceite (por el sacerdote y por el obispo) , una imposición de manos y finalmente por la comunión .

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El momento de los difuntos. Memento etiam, Domine, famulorum famularumque íuarum N. et N., qui nos praecesserunt cum signo fidei et dormiunt in somno pacis. Ipsis, Domine, et ómnibus in Christo quiescentibus, locum refrigerii, lucís et pacis, ut indulgeas, deprecamur. Per eumdem Christum Dominum nostrum. Amen. Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas N. y N., que nos precedieron con la señal de la fe y duermen el sueño de la paz. Te pedimos, Señor, que a éstos y a todos los que descansan en Cristo les concedas el lugar de la luz y de la paz. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén. El momento de los difuntos, a pesar de sus etiam, no tiene verdadera unión lógica con la oración anterior, a menos que pensemos que entre los cultos del sacrificio se haya querido poner también el sufragio por las almas de los difuntos. Es un hecho que en muchos manuscritos arcaicos, comenzando por el antiguo gelasiano, el Memento defunctorum, con o sin el Nobis quoque peccatoribus, no se encuentra; sabemos que en Roma, per el contrario, en las misas dominicales no se recitaba nunca, sino sólo en las feriales. El Ordo de Juan Archicantcr lo declara expresamente: In diebus septimanae de secunda feria, quod est usque in sabbatho, celebrantur missas vel (et) nomina eorum (defunctorum) commemorant; die autem dominica non celebrantur agendas mortuorum nec nomina eorum ad missas recitantur, sed tantum vivorum nomina... vel pro omni populo christiano oblationis vel vota redduntur. Con la mencionada rúbrica concuerda la del sacramentarlo gregoriano de Padua puesta en el memento: Si fuerint, nomina defunctorum recitentur, dicentg diácono: Memento...; y más abajo añade: Hic orationes duae dicuntur una super dipütios (sic) (que es la fórmula Memento...), altera (es decir, el Nobis quoque...), post lectionem nominum; et hoc quotidianis vel in agendis tantum diebus. Tal era, por tanto, el uso remano en los siglos VII-VIII. Así pues, es cierto que el sacramentarlo gregoriano enviado por el papa Adriano a Carlomagno contenía el Memento, pero con las limitaciones de la práctica romana. Esto no debía andar muy a tono con el genio del clero romano, porqué pocos años después, en el 813, el concilio de Chalonssur Saone (en. 39) prescribe que, en todas las misas, en su debido lugar se rogase al Señor por las almas del purgatorio. ¿Cuál era este lugar? En un principio se puede fundadamente creer que se encomendaba a los difuntos, sea genéricamente, sea nominalmente, en la recitación de les dípticos, que seguía al ofertorio; pero más tarde, no después del siglo IV ciertamente, según Bishop, se introdujo el recuerdo sólo ocasionalmente, es decir, no en las misas públicas, dominicales o festivas, sino en las privadas y en las celebradas a propósito en sufragio de los difuntos, insertando la fórmula conmemorativa en el canon, y más precisamente en el Hanc igitur. El leoniano y el gelasiano contienen todavía muchos ejemplos.

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