Una de sus acciones fue confiscar las tierras pertenecientes a la Iglesia y reducir drásticamente un gran número de casas religiosas. Estas medidas recibieron una decidida protesta de la mayoría de los obispos más independientes. Su jefe fue Arsenio Matsievich, metropolitano de Rostov, condenado a morir de hambre en 1772 por orden de la Emperatriz, por haber criticado su política. Otros obispos fueron encarcelados y despojados de sus hábitos. Durante el reinado de Catalina, San Petersburgo floreció en toda su extravagante belleza; la Emperatriz y su cortejo seguían las más recientes modas de París y copiaban a las grandes capitales de Europa; pero este refinamiento y lujo eran comprados a costa del trabajo de esclavos de los campesinos rusos, que hicieron infructuosos, pero formidables intentos de desembarazarse del gobierno extranjero bajo el cosaco Pugachev. Durante un breve período, los rebeldes dominaron la mayor parte de las provincias orientales (1773–75). Catalina tuvo la suerte de conseguir los servicios de varios hombres de extraordinaria capacidad. Entre sus generales, el más insigne era Alejandro Suvorov (muerto en 1800). En el curso de dos guerras contra los turcos, los rusos penetraron por primera vez en los Balcanes en 1768–74 y nuevamente en 1787–92. El tratado de paz concertado en Kuchuk Kainarjie en 1774 establecía el control ruso sobre el Mar Negro y concedía a los monarcas rusos el derecho de proteger a la población ortodoxa del Imperio otomano. Este fue el cambio de la historia de los esclavizados cristianos orientales, cuyas esperanzas de liberación dejaron de ser un sueño irrealizable. Las tres divisiones de Polonia, en que Catalina participó de mala gana (1772, 1793 y 1795), introdujeron en el Imperio otra gran sección de los ucranianos ortodoxos y rusos blancos, pero también añadieron un territorio habitado por polacos católicos romanos y por un considerable número de judíos. El Imperio Ruso se dilató grandemente, pero a medida que creció su poder político, se hicieron más complejas también sus condiciones sociales y religiosas.

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Privados de sus obispos, los que se oponían a la unión se veían acosados por todas partes, y algunos empezaron a desesperar, desaliento agravado por los sucesos de la Época de Tribulaciones, durante la cual los polacos ocuparon incluso Moscú. Sin embargo, el cambio se produjo en 1620, cuando Teófanes, patriarca de Jerusalén (1608–45), de camino a Moscú, ordenó secretamente a siete obispos ortodoxos en Ucrania. El gobierno polaco decretó su inmediato arresto, pero inesperadamente acudió al rescate una nueva fuerza, los cosacos. Estos piratas de las estepas, forajidos de Polonia y Rusia, eran ortodoxos en su mayoría que mostraban poco respeto hacia otras religiones. No reconocían ninguna autoridad, y sus campamentos en la tierra de nadie del curso bajo del Dnieper y el Don eran una amenaza por igual para los tártaros, turcos y polacos. Sin embargo, cuando los ortodoxos fueron víctimas de una organizada persecución, fueron protegidos por los cosacos, que obligaron a los polacos a hacer importantes concesiones. Con este inesperado patrocinio, los ortodoxos volvieron a abrir sus escuelas y restauraron su vida eclesiástica. La Academia Teológica de Kiev se convirtió en centro de resistencia a Roma. Ya no era suficiente adiestrar a los hombres para el sacerdocio; habían de ser equipados para luchar con los unitas o unificados, que tenían el apoyo de la Iglesia romana con sus realizaciones escolásticas, recursos financieros e influencias políticas. Los ortodoxos de Ucrania se sentían aislados. Moscú no comprendía su posición, los griegos luchaban por la supervivencia, y los teólogos de Kiev no podían esperar ayuda de ninguna parte. En este momento crítico, un hombre de destacada personalidad y erudición se convirtió en su jefe: Pedro Mogila (1596–1647). Era hijo de un príncipe moldavo educado en París; graduado en la Sorbona, gozó de todos los refinamientos de la cultura europea; pero, al contrario que muchos otros nobles ortodoxos, había permanecido fiel a su Iglesia y le ofreció sus servicios.

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La nueva conciencia nacional que surgía de la creencia en la Encarnación produjo resultados casi opuestos fuera y dentro del Imperio. Desintegró el Estado bizantino, pero consolidó a las naciones independientes del Oriente y les dio estabilidad y vigor. La primera nación que se identificó con la religión de la Encarnación fue Armenia. En el año 301, el rey Tiridates III (261–314) proclamó que el cristianismo era la fe de su pueblo. Mediante este acto levantó una permanente barrera contra los persas, sus poderosos vecinos, que eran fervientes zoroástricos. El Rey fue convertido por San Gregorio Loosavorich (San Gregorio el Iluminador, muerto en el año 325), que también pertenecía a la familia real, pero durante largo tiempo fue perseguido por Tiridates y pasó mas de quince años en prisión. En el año 302, fue ordenado obispo San Gregorio. En el 303, fundó el Etchmiadzin, que hasta la fecha es la residencia del Catholicos, jefe de la Iglesia de Armenia. La conversión en masa de los armenios, que no sabían ni griego ni siríaco, las dos lenguas en que, por aquel entonces, circulaban en Asia las Sagradas Escrituras, creó el problema de la traducción. Dos héroes de la historia armenia ejecutaron con éxito esta tarea: el obispo San Sahak I (387–439) y San Mesrop Mashthotz (354–440), antiguo secretario del rey y hombre de extraordinaria erudición. No sólo tradujeron al armenio las Sagradas Escrituras, sino que también inventaron un alfabeto especial para su pueblo, que se compone de treinta y seis caracteres que se adaptaban excelentemente a los sonidos de su lengua. Los armenios cobraron existencia como nación después de unirse a la Iglesia cristiana. Su literatura y su cultura datan de aquella época. Su lealtad a Jesucristo se convirtió en una señal que los distinguía de sus vecinos no cristianos, y la retuvieron a través de todas las pruebas de su tempestuosa historia. Una conversión similar tuvo lugar casi simultáneamente entre los georgianos, que habitaban la región suroeste del Cáucaso.

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Esta noble creencia fue el origen de muchas realizaciones extraordinarias; pero, como todas las cosas humanas, tenía sus aspectos negativos. La debilidad principal era una identificación demasiado estrecha del prototipo divino con la imperfecta equivalencia humana. Los bizantinos sentían la tentación de tomar lo simbólico por lo realizado. Consideraban que una acción ritualista era suficiente en sí y se olvidaban de sus implicaciones morales. Les agobiaba e inmovilizaba la pretensión de que en su reino se realizaba el reino de Cristo, y cerraban los ojos a muchas flagrantes violaciones de la enseñanza del Nuevo Testamento bajo el pretexto de que su orden social y político era aprobado y aceptado por su Maestro divino. Se hallaban satisfechos de sí mismos, y esto les impedía continuar las exploraciones científicas y técnicas, las dos esferas en que mostraban poco interés o sutileza. Este excesivo énfasis sobre el simbolismo les condujo a un abuso tan curioso como el de nombrar a eunucos para una serie de importantes cargos en palacio. Se suponía que representaban a los ángeles, y lo mismo que Cristo estaba rodeado del ejército celestial, así atendían al emperador unos seres humanos sin sexo. El propio Basileus ocupaba una paradójica posición. Era una figura sagrada y cualquier acción dirigida contra él constituía no sólo un delito político, sino un sacrilegio, y era cruelmente castigado; sin embargo, si tenía éxito una conspiración contra él, su derrota era considerada como señal de displicencia divina, y el nuevo emperador, que probablemente había asesinado a su predecesor, era aclamado como un semidiós , como un jefe elegido de su pueblo. La vida política bizantina estaba llena de intrigas; la administración centralizada desconfiaba del autogobierno local y suprimía la iniciativa económica; la libertad no confirmaba la igualdad; el estático concepto de la vida era un estorbo para el progreso. Estas deficiencias del orden social bizantino eran tanto más graves porque afectaban también a la estructura de la Iglesia, e incluso las ocasionaba en parte una torcida idea de su misión entre los jefes y las filas.

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La Iglesia albanesa adquirió estado autocéfalo en 1922 y sus miembros alcanzaban la cifra de unos 215.000. También nació otra Iglesia: la cárpato-rusa de Checoslovaquia. Esta aislada rama de la Iglesia rusa había aceptado la unión con Roma en 1652. Varios intentos que algunos de estos unificados hicieron de retornar a la Iglesia ortodoxa fueron considerados por el gobierno como traición política. Cuando su país se incorporó a la República checa, unos 200.000 unificados se hicieron ortodoxos, mientras que unos 500 000 permanecieron sometidos a Roma. No menos importantes cambios tuvieron lugar entre los ortodoxos orientales. La peor suerte recayó sobre los armenios. Durante la guerra, fueron completamente exterminados por los turcos en su propio país y sólo sobrevivieron los que por casualidad vivían en Constantinopla. La Iglesia en la Armenia soviética estaba al mismo tiempo expuesta a la opresión comunista. No obstante, esa vigorosa raza continuó adhiriéndose a su Iglesia nacional, cuyos miembros alcanzaban el número de 3 000 000 en 1930. Los coptos de Egipto (900 000) y los monofisistas de Etiopía (8 000 000) continuaron en su aislamiento como antes, oponiéndose obstinadamente a cualquier desviación de las formas de vida eclesiástica que conservaban intactas desde la Edad Media. La Iglesia ortodoxa siria de Travancore, por el contrario, mostró señales de nueva vitalidad. El nivel docente de su clero mejoró mucho, se inició la obra misionera y sus representantes tomaron parte activa en la tarea ecuménica y entraron en contacto con los ortodoxos de la tradición bizantina, con quienes nunca habían tenido relaciones. Sin embargo, estas mejoras causaron un cisma en 1908 entre sus filas. La sección más conservadora permaneció bajo el control del patriarca jacobita sirio, residente en Homs, pero el partido más progresista, acaudillado por el catholicos Gevarguese, rechazó su tutelaje y afirmó su derecho de autogobierno. Cada rama tenía por aquel entonces unos 500 000 miembros. En 1959, se reconciliaron por fin ambas partes. Los jacobitas de Siria continuaron declinando en fuerza y número. De 400 000, quedaron reducidos a 80 000 después de la guerra. La Iglesia nestoriana o asiría aún padeció más lastimosamente. Después de la proclamación de la independencia del Iraq en 1920, los mahometanos dieron muerte a sus compatriotas cristianos. De 200 000 en 1910, sólo sobrevivieron unos 70 000 como fugitivos de su propio país. Su jefe espiritual, Mar Shimun, fue expulsado y encontró refugio temporal en Inglaterra, trasladándose después a los Estados Unidos de América. En términos generales se puede decir que aquellos cristianos orientales que permanecían bajo el control del Islam continuaron declinando, mientras que aquellos que consiguieron libertad mostraron una considerable vitalidad a pesar de los múltiples obstáculos y pruebas. La Revivificación del Cristianismo en los Balcanes

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A la Iglesia polaca le fue ortogada recientemente la autocefalía. Y recuerdo, cuando yo mismo venía a Polonia, y conversaba con los sacerdotes polacos, el principal problema, que a estos sacerdotes les preocupaba mucho, era sobre ¿cuál sería el futuro de la Iglesia de Polonia, qué sería su autodeterminación? ¿Se seguirían conservando las tradiciones ortodoxas de Polonia, que existían antes de ser autocéfala, o habría una transición, por ejemplo, el servicio religioso en lengua polaca? El futuro depende de Dios. Por supuesto, algunos cambios ya se dieron. Ellos deben ser no de carácter revolucionario, sino evolutivo. Por ejemplo, nosotros sabemos que tenemos parroquias donde se realiza el servicio religioso en el idioma eslavo-eclesial, e incluso, a veces, se predica en ruso y en bielorruso. Hay aquellas en las que se lleva a cabo el servicio religioso en eslavo-eclesial y el sermón es en polaco. O leen el Evangelio y el Apóstol en  lengua polaca, el servicio religioso en eslavo-eclesial, mientras que el sermón es en polaco. Por ejemplo, (en las ciudades realizamos, por lo general, dos liturgias) la liturgia más temprana se realiza en polaco, la segunda liturgia en eslavo-eclesial. También hay parroquias donde toda la liturgia se realiza sólo en polaco. Por supuesto, muchos de los que no entendían la liturgia eslava, pensaban que cuando se llevara a cabo en polaco, ellos entenderían todo. Iban a esas parroquias, pero después regresaban de nuevo a donde los servicios religiosos se realizaban en eslavo-eclesial. Para entender la liturgia, no basta con traducirla, necesitas investigarla históricamente, sentirla en sí mismo, la traducción en sí no dará ese efecto, de que la gente entienda todo en la liturgia. Creo que los jóvenes de hoy no saben el idioma eslavo-eclesial, no saben incluso el ruso, que es cercano al eslavo eclesial, por eso de manera evolutiva pasaremos a la lengua polaca. También sabemos que la Iglesia polaca vive al mismo tiempo bajo dos calendarios – Juliano antiguo y el nuevo Juliano. Y hasta donde yo sé, el jefe de la Iglesia polaca, el mitropolita de Savva, el día de Navidad, celebra el servicio festivo el 25 de Diciembre, luego viaja hacia el este de Polonia y lleva a cabo este servicio el 7 de enero. El hecho de que haya y se usen los dos calendarios también pone de relieve el período de transición que se vive ahora en la historia de la Iglesia polaca.

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Ellos hasta atrajeron a su parte al patriarca Rafael II (1603–07), quien delegó el gobierno de la metrópolis a un uniato, a través del cual llevaba una sospechosa correspondencia con Roma. Pero en los años 20 del siglo 17, como un celoso luchador contra los jesuitas apareció el famoso patriarca Cirilo Lucaris, quien conocía las acciones jesuitas en la Rusia Occidental. El comenzó a distribuir sus epístolas donde desenmascaraba a los latinos y llamaba a no tener relaciones con ellos. Los jesuitas, enojados, lograron dos veces a sobornar a visir turco con gran cantidad de dinero para hacer destituir a Cirilo (1623) y luego exilarlo. Su lugar ocupó un partidario de jesuitas, Gregorio. Pero él y su sucesor Antim no se sostuvieron mucho tiempo. El embajador de Inglaterra comunicó al sultán su pedido de restituir a Cirilo (1624), quien de nuevo continuó su trabajo contra la propaganda latina. Los jesuitas intentaron de atacarlo de su parte, y cuando eso no se logró, de nuevo sobornaron al gran visir. Los defensores de Cirilo, embajadores holandés y ingles, regalaron una suma igual al visir y Cirilo quedó en su cátedra. Entonces, los jesuitas acusaron a Cirilo que él imprime libros dirigidos contra el Islam. La tipografía fue demolida por el gobierno turco. Su jefe un sabio monje Metaksa se salvó huyendo. Cirilo tuvo que esconderse en la casa del embajador holandés. Los embajadores de Suecia, Holanda e Inglaterra exigieron al gobierno turco investigar el asunto. Resultó que el libro señalado por los jesuitas fue impreso, hace tiempo, por Cirilo en Londres, y que en otras ediciones no había nada importante contra Islam. Se aclaró que los jesuitas, con sus intrigas, ocasionan mucho molestia al gobierno turco. Vino la orden del gobierno para echar a los jesuitas de las ciudades turcas. Dejaron solo dos jesuitas en la iglesia del embajador francés. Pero los jesuitas lograron, todavía, varias veces destituir a Cirilo. En 1637, Cirilo fue restituido por quinta vez. El odio de jesuitas contra él aumentaba. En 1638, durante la ausencia de sultán Murad IV, llegó el aviso que los casacas tomaron Azov y vienen a Constantinopla. Jesuitas convencieron al visir que la culpa la tiene el patriarca, quien llamó a los cosacos. Esto fue comunicado a sultán, quien ordenó a justiciar a Cirilo, que fue enviado como en exilo, en un barco, donde lo estrangularon y su cuerpo tiraron al mar.

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Él supervisaba el lavatorio diario de los pies de los pobres escogidos para ese propósito. Otros de sus deberes era llevar la dirección de cualquier escuela, con excepción de la claustral, en conexión con el monasterio. También tenía bajo su cargo la tarea de vigilar la transmisión del obituario o relación de difuntos. En la época medieval la hospitalidad manifestada a los viajeros por los monasterios era de tales detalles constantes que el jefe de la hospedería requería de mucho tacto, prudencia, discreción, así como afabilidad, puesto que la reputación de la casa consistía en su acogida. Su primer deber era considerar que la hospedería estuviera siempre lista para la recepción de los visitantes, que según lo impuesto por la Regla, era como recibir a Cristo mismo, y durante su estancia proveerles de lo que necesitasen, entretenerles, conducirles a los servicios religiosos, y generalmente mantenerse a su disposición. Los principales deberes del chambelán de un monasterio se referían al guardarropa de los hermanos, reparando o renovando su ropa gastada, y el preservar las que estaban fuera de uso para su distribución a los pobres por el limosnero. Él tenía también la lavandería en su supervisión. Como le correspondía proveer de paño y tela para la ropa, tuvo que asistir a los mercados vecinos para hacerse con sus existencias. A él también le incumbió la tarea de preparar los baños, lavado de pies, y de afeitar a los hermanos. El maestro de novicios era por supuesto uno de los oficiales más importantes de cada monasterio. En la iglesia, en el refectorio, en el claustro, en el dormitorio, mantenía un control vigilante sobre los novicios, y pasaba el día instruyéndoles y ejercitándoles en las reglas y prácticas tradicionales de la vida religiosa, animando y ayudando a todos, pero especialmente a los que demostraban buenas cualidades para la vocación monástica. Los oficiales semanales eran, además de los servidores referidos ya, el lector en el refectorio, que le fue impuesta una preparación cuidadosa para evitar errores. También, el antifonista debía leer el invocatorio en Maitines, entonando la primera antífona de los salmos, versículos y responsorios, después de las lecciones, y del capítulo, o del pequeño capítulo, etc. El liturgista, o sacerdote que presidía la recitación del breviario de una semana, tenía que comenzar todas las diversas Horas canónicas, dando las bendiciones que hicieran falta, y cantando la Misa Conventual cada día.

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El Señor Jesucristo es el Fundador de la Iglesia: «Sobre esta roca edificaré Mi Iglesia, y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mat.16:18). Cristo es también Su Fundamento, Su piedra angular: «Nadie puede poner otro cimiento que el puesto, Jesucristo» ( 1Cor. 3:11 ). Él es también Su Cabeza. " Le (Dios Padre) constituyó Cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que llena todo en todo» (Ef. 1:22–23). «La Cabeza, esto es Cristo, de Quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento, para ir edificándose en amor» (Ef. 4:16). Así como cada uno de los miembros de nuestro cuerpo componen un organismo completo y vivo, dependiendo de su cabeza, de tal manera la Iglesia es el órgano espiritual, en el cual no hay lugar donde no actúe la fuerza de Cristo: «ella está colmada en por Cristo.» (Obispo Teofan). Cristo es el buen Pastor de Su rebaño – la Iglesia. Nosotros tenemos, según el Apóstol Pablo, al gran Pastor de las ovejas. El Señor Jesucristo es el Jefe de los pastores: «siendo ejemplos de la grey,» insistía el Apóstol Pedro a los pastores entronizados en la Iglesia como sus «co-pastores» (en griego sympersviteros), «cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria» (1 Ped. 5:1–4). Cristo mismo es el invisible soberano Pontífice de la Iglesia. El Santo padre mártir Ignacio, el teóforo, varón apostólico llama al Señor (episkopos aoratos) – «Obispo Invisible.» Cristo es el eterno Sumo Sacerdote de Su Iglesia, según lo explica el Ap. Pablo en la epístola a los Hebreos. Dice que los sumos sacerdotes del Ant. Test. «fueron muchos, porque la muerte les impedía perdurar más. Éste por cuanto permanece para siempre, tiene un sacerdocio inmutable por lo cual puede también salvar perpetuamente a los que por Él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.» (Heb. 7:23–25).

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Con el tiempo, a fuerza de repetidas revisiones, se le fueron añadiendo numerosas cartas y se introdujeron elementos espurios. El resultado final le recuerda a uno la correspondencia de Isidoro de Pelusio, que siguió la misma suerte (cf. supra, p.189). Aun en su misma personalidad, Nilo tiene mucho en común con su contemporáneo Isidoro: una franqueza tosca, un conocimiento profundo de la Sagrada Escritura, un temperamento más bien rápido, aunque su estilo no alcance la perfección ni la elegancia del de Isidoro. Sus cartas proporcionan una dirección excelente a todos aquellos que acuden a él en busca de consejo. Su figura surge de ellas como la de uno de aquellos antiguos maestros de espiritualidad que combinaban una visión profunda del alma humana con una sabiduría mundana notable. Los destinatarios pertenecen a todas las clases de la sociedad, y, consiguientemente, el contenido de estas cartas tendría interés aunque no fuera más que por su variedad. Muchas de estas cartas se dedican a la explicación de pasajes bíblicos. El autor usa mucho la interpretación alegórica. Con todo, advierte en varias ocasiones que no quiere sacrificar el sentido literal o histórico (2,223). Son más raras las discusiones dogmáticas. Ocho cartas que envió a Gainas, jefe de los godos, contienen una refutación enérgica del arrianismo. La doctrina cristológica constituye el tema de varias otras. Así, en la Ep. 3,91 afirma que «Uno solo es el Señor Jesucristo, una sola hypostasis, un solo prosopon» (cf. Ep. 3,92) Es Dios y hombre en una sola persona (Ep. 2,292). Por tanto, su madre es theotokos (Ep. 2,180). Pero el tema más importante de sus cartas es la consecución de la perfección mediante la imitación de Cristo. Cristo, el Maestro de la filosofía verdadera, no nos quiere solamente como discípulos suyos, sino como sus imitadores, viviendo una vida pura y elevando nuestra alma por encima de las pasiones de nuestro cuerpo. Desarrolla la idea de la «filosofía espiritual,» φιλοσοφα πνευματικ, y parece haber sido ιl quien acuñó esta expresión, ya que no se encuentra en ningún escrito patrístico anterior.

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