La propaganda latina no trajo un acercamiento de los ortodoxos y católicos. Todo lo contrario, potenció la mala disposición de los ortodoxos hacia ellos. Los intentos de los latinos de apoderarse de lugares santos de Palestina Los santos lugares en Palestina, después de la toma de Jerusalén por los arabas en 638, con el califa Omar, naturalmente quedaron en el poder de los ortodoxos , ya que para ese tiempo los latinos todavía no se habían separado de la Iglesia. Con los cruzados, los santos lugares fueron arrebatados por los latinos y hasta el patriarca, expulsado. Cuando en 1187 el sultán Saladino quitó Jerusalén a los cruzados, devolvió los santos lugares a los ortodoxos, restituyendo al patriarca. Cuando en 1517 el sultán turco Selim I se apoderó de Palestina, él también confirmó los derechos de los ortodoxos. De manera, que la posesión de los santos lugares por el derecho de poder primario, confirmado por todos los conquistadores, pertenece a los ortodoxos. Estos, siempre daban acceso a ellos a todos los de otras religiones, no excluyendo a los católicos, para la veneración y oficios. Para esto, los de diferentes confesiones tenían en el templo de la Resurrección de Cristo (de Sto. Sepulcro) sus altares menores. Pero los latinos querían apoderarse de los Santos Lugares. En el siglo 16, durante el reinado de Saliman (1520–66), en Sábado Santo, todos los monjes ortodoxos de Belén se fueron a Jerusalén, dejando en el templo solo al que prendía las lámparas. Este también se fue, dejando las llaves de Sto. Pesebre a un franciscano y encargándole de prender las lámparas a la tarde. Al día siguiente los franciscanos no devolvieron las llaves. El juez turco, sobornado, decidió el asunto en su beneficio, y así los franciscanos quedaron dueños del templo de Belén. Al final del s, 16, un peregrino occidental rico, dio a los jueces 6.000 monedas de oro para quitar la Gólgota. El patriarca Sofronio pago doble, para mantener la Gólgota. En los años 30 del s. 17, los latinos temporalmente se apoderaron del templo de Resurrección, Sepulcro del Señor y Gólgota. Ellos pagaron al gran visir, quien falsificó a los documentos. El patriarca Teofano fue a Constantinopla y con la ayuda del patriarca Cirilo Lucaris consiguió la orden que afirmaba los derechos de ortodoxos a los santos lugares. Después de esto, los ortodoxos recibieron también el templo de Belén, quitado en el s.16.

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Desde el punto de vista moral, los diáconos debían ser de vida intachable; San Pablo, escribiendo a Timoteo (1, 3:10), los quiere así: Y, por tanto, sean éstos antes probados; y así entren en el ministerio no siendo tachados de ningún delito. Las mujeres han de ser igualmente honestas, no chismosas; sobrias, fieles en todo. Los diáconos sean esposos de una sola mujer; que gobiernen bien sus hijos y sus familias. Pues los que el ejercitaren bien su ministerio se granjearán un ascenso honorífico y mucha confianza para enseñar la fe de Jesucristo. Los Hechos resumen las tareas confiadas por los apóstoles a los primeros diáconos en la frase ministrare mensis. Esta actividad es considerada en relación con la eucaristía y con la caridad, los dos aspectos que designan substancialmente el ministerio ejercido por los diáconos en la Iglesia, especialmente durante los seis primeros siglos. Entre las mesas agápicas que los apóstoles habían organizado en común para los primeros cristianos, y de cuyo regular funcionamiento estaban encargados los diáconos , una tenía el primer puesto por su importancia; aquella donde el apóstol o el obispo, rodeado de los ancianos o presbíteros, realizaba la fractio pañis eucarística. A aquella mesa sobre todo y a aquel que la presidía, los diáconos hacían converger sus servicios y eran de hecho sus ministros. San Ignacio de Antioquía, pone ya de relieve esta dignidad de los diáconos, llamándolos mysteriorum lesu Christi ministros...; non enim ciborum et potuum ministri sunt, sed Ecclesiae Dei; y la Didaché, después de haber aludido al sacrificio dominical, concluye: «Elegios, por tanto, obispos y diáconos, «porque éstos eran los asesores de aquéllos en la celebración de la eucaristía. Esta cooperación eucarística con el obispo la confirmaba expresamente San Justino, San Ignacio y después toda la tradición litúrgica posterior. Son los diáconos los que preparaban el altar cuando era todavía portátil, los que vestían la mesa, los que recogían y disponían las oblatas bajo las dos especies, los que asistían al papa o al obispo en el desenvolvimiento de la acción sagrada, los que distribuían a los presentes la comunión, los que la llevaban a los ausentes, los que guardaban en el sagrario las especies eucarísticas; los que, en caso de necesidad, suplían al obispo o a los presbíteros en el bautismo, en la reconciliación a los penitentes, en la predicación a los fieles y en la catcquesis a los competentes. Los primeros diáconos Esteban y Felipe habían inaugurado así su ministerio. Todavía hoy los diáconos conservan en el servicio litúrgico gran parte de estas atribuciones y las particularmente delicadas y honoríficas que se refieren a la santísima eucaristía .

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Un particular aspecto litúrgico en el cual los diáconos romanos durante el siglo V se mezclaban activamente por deber de oficio era la preparación de los cantores y la ejecucion de los cantos de la misa. Son numerosas las inscripciones de las tumbas de los diáconos romanos de los cuales se recuerda la virtuosidad del canto de los salmos. Parece, sin embargo, que alguno de los diáconos ponía en esta obligación, especialmente en la ejecucionde los responsoriales y solo, un interés excesivo y vanidoso; de manera que en la elección de los sujetos se miraba frecuentemente más a las cualidades de la voz que a las de la vida moral. San Gregorio Magno, que por Pelagio II en el 585 había sido creado archidiácono, y como tal había notado quiza el inconveniente, cuando fue hecho pontífice, en el concilio Romano del 595 desposeyó a los diáconos del encargo del canto, para transferirlo a los subdiáconos y a los clérigos inferiores. A ellos les del ó casi sólo la lectura oficial del evangelio. Junto con las funciones litúrgicas, los diáconos eran revestidos de funciones administrativas y caritativas bajo la directa dependencia del obispo. Proveer a las múltiples exigencias de las mesas agápicas, llevar cuenta de los ingresos, administrarlos fielmente, distribuir equitativamente las reservas a favor de los hermanos, especialmente de los más necesitados, como los huérfanos, las viudas, los viejos; visitar a los enfermos, tener cuidado de los prisioneros, de los condenados; asegurar una sepultura a los difuntos pobres: he aquí una colección de providencias en las cuales los diáconos debían emplear su actividad ordinaria. Esto quizá pedía parecer a un profano un negocio totalmente material, mientras que era la genuina expresión del mensaje social de caridad y de hermandad que Cristo había traído al mundo. Los fieles, como refieren San Justino y Tertuliano, el domingo llevaban sus bienes en dinero o en especie al jefe de la comunidad, el cual los ponía sobre la mesa del Señor, y dé esta manera eran consagrados a Dios; los pobres los recibían ya de la mano de Dios. El obispo, con el consejo de los diáconos, los cuales debían conocer las condiciones familiares de los hermanes, establecían la cantidad y la modalidad de los socorros, que después los diáconos repartían.

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San Basilio el Grande dice: «El Libro de los Salmos, contiene en sí mismo todo lo útil que hay en los demás libros. Profetiza sobre el futuro, trae a la memoria acontecimientos del pasado, da leyes de vida, ofrece reglas para actuar... Los versos de los salmos son cantados en los hogares y pronunciados en las plazas. El Salmo es la tranquilidad del alma, restablece la paz, apaga los pensamientos agitados y rebeldes... El Salmo es arma contra los pavores nocturnos y calma de los esfuerzos diarios. El Salmo puebla desiertos y purifica las plazas. Es la voz de la Iglesia. Ilumina las festividades... Es una teología perfecta.» Citaremos también un pensamiento de San Gregorio de Nisa. «¡Qué agradable compañero de viaje es para las personas el profeta David, a quien encontramos en todos los caminos de la vida! ¡Qué bien se adapta a toda edad espiritual y cómo comparte toda clase de actividad! Se alegra con los niños de Dios, trabaja con los hombres, enseña a los jóvenes, fortalece a los ancianos, es todo para todos: arma para los soldados, enseñanza de los luchadores espirituales, corona de los vencedores, alegría de las fiestas, consuelo en los funerales. No hay minuto en nuestra vida que esté privada de sus agradables bienes. ¿Existe alguna oración que no esté fortalecida por David? ¿Existe fiesta que no esté iluminada por este profeta?» ¿No diría acaso lo mismo sobre el Salterio un cristiano actual? En los Salmos encuentra la resonancia de todos los movimientos de su alma, de sus tristezas que buscan consuelo, sus esperanzas que esperan fortalecimiento, y sus alegrías que lo llaman al agradecimiento y a la glorificación. Y al mismo tiempo, encuentra una guía en los avatares de la vida social y estatal, y en los trastornos mundiales. El Salterio incesantemente llama al arrepentimiento, al temor de Dios, al cumplimiento de los mandamientos, a la misericordia y la verdad en relación con el prójimo. En la Iglesia cristiana muchos conceptos y términos del Antiguo Testamento se comprenden en un sentido nuevo, más perfecto. Es por ello que los Santos Padres expresan sus pensamientos sobre la lucha contra los enemigos de nuestra salvación , contra las pasiones, contra los pecados, contra los espíritus malignos, utilizando palabras de los salmos en las que se habla de la defensa de los enemigos. Por ello no sorprende que los salmos ocupen un gran lugar en el servicio religioso. Cada grado consecutivo comienza con salmos. Además, el Salterio completo se lee en las Kathismas en el transcurso de una semana, y durante la Gran Cuaresma dos veces cada semana. Una gran cantidad de versos separados del Salterio está diseminada por todos los ciclos de oficios religiosos.

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El primer libro da una respuesta a la calumnia de que los cristianos fueran causa de todos los males que afligieron a la raza humana en los últimos años. Acusa a los sacerdotes paganos de haberla inventado, porque sus ingresos iban disminuyendo de día en día. Existieron calamidades antes de la aparición de la fe cristiana. En realidad de verdad, la nueva religión tiende más bien a aminorar ciertos azotes, como las guerras, que á su vez son causa de otros muchos males. Si todos quisieran, aunque fuera por poco tiempo, prestar oído atento a sus preceptos de paz y de salvación y creyeran no en su propia arrogancia e hinchado orgullo, sino en sus consejos, todo el mundo, desviando el uso del hierro a fines menos violentos, pasaría sus días en la tranquilidad más serena y llegaría a una armonía saludable y respetaría las cláusulas de los tratados, sin violarlos jamás (1,6). Arnobio contesta luego al reproche que se hace a los cristianos de adorar a un simple hombre, que, por añadidura, fue crucificado. Los paganos son los menos indicados para proponer esta clase de objeciones, puesto que ellos han elevado al rango de dioses a héroes y emperadores. La doctrina y los milagros de Cristo dan testimonio de que su naturaleza divina no sufrió detrimento por el hecho de morir. La propagación de la fe corrobora este testimonio. Era necesario que el Salvador apareciera en forma humana, porque venía a redimir al hombre. El libro segundo trata del odio de los paganos contra el nombre de Cristo. Se explica este odio, porque el Señor arrojó de la tierra los cultos paganos. El, en cambio, trajo a los hombres la verdadera religión, que los paganos, estúpidamente, rehúsan aceptar. Cuando la convierten en objeto de burla, deberían recordar que buena parte de su doctrina se encuentra en los escritos de sus filósofos, como, por ejemplo, la inmortalidad del alma en Platón. A pesar de este reconocimiento, Arnobio lanza inmediatamente un largo ataque contra el concepto platónico de la inmortalidad, que constituye la parte más interesante de toda la obra. En el libro tercero empieza su violento ataque contra los adversarios. Denuncia primeramente su antropomorfismo; atribuyen a los dioses toda clase de bajas pasiones, especialmente las sexuales, contradiciendo de esta manera la noción misma de Dios. En el libro cuarto ridiculiza la deificación de ideas abstractas, las divinidades siniestras, las torpes leyendas de los amores de Júpiter, atestiguadas por la misma literatura. El libro quinto censura los mitos de Numa, de Atis y de la Gran Madre. Se ensaña contra las ceremonias y fábulas relativas a las religiones de misterios y rechaza toda interpretación alegórica de esas fábulas. El libro sexto es una polémica contra los templos y los ídolos paganos, y el séptimo, contra los sacrificios paganos. La causa de todas estas supersticiones es el concepto erróneo de la divinidad, al cual, para terminar, opone Arnobio el concepto cristiano.

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La explicación es ésta: entre el arte del deporte de nuestros días y el de entonces existe una pequeña, aunque muy importante diferencia . Esta diferencia no consiste precisamente en los ejercicios considerados en sí mismos. Éstos han seguido siendo los mismos durante 2.000 años. La diferencia consiste en el vestido. Fieles al modelo olímpico, los juegos se practicaban con el cuerpo completamente desnudo . ¡Éste sólo era «recubierto» por... una tenue capa de aceite ! El desnudismo era precisamente lo que debían condenar los severos creyentes de Judá. Creían en forma inquebrantable en la perversidad de la naturaleza humana y en la fragilidad del cuerpo. No era, pues, de extrañar que el ejercicio de los deportes a la vista del templo, sólo a pocos pasos de la acrópolis, fuese considerado como una gran afrenta y levantara una fuerte oposición. Según relatos de aquella época, el Sumo Sacerdote Jasón hizo erigir el estadio en medio de Jerusalén, en el borde del montículo donde se elevaba el templo, en el llamado «Valle» Pero no paró aquí la cosa. Pronto ocurrió un hecho insólito: los atletas judíos se hicieron gravemente culpables ante la Ley: " ¡Ya no practicaban la circuncisión!» (1 Mac. 1:16). El sentimiento de la belleza de los griegos y la circuncisión de los atletas judíos mostrada en público eran dos cosas antitéticas. Los judíos, no sólo eran objeto de burlas y de bromas (esto no acontecía en Jerusalén, donde ya estaban acostumbrados), sino que hasta inspiraban asco tan pronto aparecían en los campeonatos de los países extranjeros. La Biblia nos habla sobre los «juegos quinquenales que se celebraban en Tiro» (2 Mac. 4:18). Muchos, ante la repulsión que causaban, debieron de sufrir tanto, que buscaban una solución. Otras versiones hacen alusión a intervenciones quirúrgicas que volvían las cosas a su estado natural (así Kautzsch, 1Mac. 1:15 ). Por segunda vez el desnudismo se extendió como una gran tentación en Judea. El desnudismo era la característica más destacada de las diosas de la fecundidad de Canaán. Ahora lo adoptaban los púgiles en las exhibiciones de los estadios, que se iban erigiendo en todo el país. A los ejercicios gimnásticos se les daba entonces otro significado que el que hoy día tienen. Eran juegos consagrados por culto a los dioses extranjeros de los griegos, Zeus y Apolo. La reacción de creyentes tan severos como eran los judíos sobre esta nueva y peligrosa amenaza, se comprende que tenía que ser enérgica.

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En la segunda mitad del s. 17, a los latinos ayudaron Francia e Inglaterra. El embajador de Francia ante la corte turca, marques Noantel, habiendo viajado en 1673 a Jerusalén, se permitía diferentes violaciones sobre los ortodoxos. Pero, asustado por la agitación popular, no pudo hacer nada. Luego, según la paz de Carlovize (1699), que firmaron los austriacos con los turcos, por intermedio de Francia, Turquía prometió entregar los santos lugares a los latinos. Estos destruyeron en el templo de Resurrección el altar principal ortodoxo, que se encontraba ante el Sepulcro del Señor, tiraron a todas las decoraciones, destruyeron en el templo de beles el «iconostasis», etc. Entonces se potenció la propaganda latina en los patriarcados de Jerusalén y Antioquia. Un tiempo ellos sonaron expulsar completamente a los ortodoxos de Jerusalén. En 1756, en Domingo de Ramos, ellos atacaron en Jerusalén a los templos ortodoxos y saquearon todos los adornos. El patriarca Partenio dirigió una queja al sultán Osman III. El estado investigó los «firmanes,» según los cuales los santos lugares poseían los griegos y los latinos; y se en encontró, que los «firmanes» de los griegos son mas antiguos. Por eso con un nuevo «firman» en 1757 fueron devueltos a los griegos los derechos anteriores sobre la posesión de los Santos Lugares. En 1808 se quemó el templo de Resurrección, sobre el Sepulcro del Señor quedó solo la capilla del Sepulcro del Señor. Los turcos permitieron a los ortodoxos la reconstrucción de un nuevo templo. Los católicos trataban de parar la construcción, pero el templo fue construido, pero dos tercios del dinero reunido se fue en regalos para la administración turca. Desde 1811 hasta 1820, los latinos, con la ayuda de los diplomáticos católicos obtuvieron el derecho exclusivo sobre la posesión de Sto. Sepulcro, hasta fue prohibido oficiar en el templo a los ortodoxos. La guerra de Crimea 1854–56 fue provocada porque Turquía, bajo la influencia de Francia, presionaba a los ortodoxos por la posesión de Santos Lugares. Desde segunda mitad del s. 19 se estableció un equilibrio tolerable entre los ortodoxos y católicos. Nuevos intentos de los papas en favor de la únia

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En la vida de Pablo, al que vamos acompañando en sus viajes apostólicos a través del relato de los Hechos de los Apóstoles, la ciudad griega de Corinto representa uno de los centros difusores del cristianismo primitivo. Ya hemos visto en el capítulo anterior la acción exterior de Pablo, que terminó con su comparecencia ante el gobernador romano Gallón y su permanencia posterior en la ciudad. Ahora vamos a regresar a Corinto para observar más de cerca aquella comunidad cristiana y los problemas que en ella se originaron, ya que para eso poseemos un abundante material, proporcionado por las cartas que se conservan dirigidas por el Apóstol a los fieles de dicha Iglesia. Como ya hemos indicado (c.XXI), Corinto, por aquella época, era la capital de la provincia romana de Acaya, y entre todas las ciudades de Grecia era la que tenía más extensión en su superficie, que alcanzaba unas 600 hectáreas, y su perímetro urbano se hallaba rodeado por un circuito de murallas de 21 kilómetros. La ciudad poseía 23 templos, dos termas, dos basílicas y varios teatros y anfiteatros, uno de los cuales podría contener hasta 22.000 espectadores sentados. En una palabra, Corinto era una población dinámica y abierta, hecha a medida para la empresa de San Pablo. El Mundo Olímpico de San Pablo. En la lectura de esta epístola vamos a hallar una de las primeras citas olímpicas de San Pablo, que se refiere muchas veces en sus cartas a estos juegos deportivos del mundo helenístico, y los transforma en imágenes y metáforas para describir algunos aspectos de la vida cristiana. Recordemos que el verbo griego atbleo significa «participación en los juegos públicos.» Y de él procede la palabra «atleta» en muchos idiomas modernos; y asimismo que agón significa el conjunto del espectáculo de las luchas, aunque después se aplicase más estrictamente al propio certamen o combate, de donde en castellano ha salido la palabra «agonía,» que es el supremo combate con la muerte. Sin duda que Pablo, desde niño, estuvo familiarizado con este mundo de los juegos públicos, y, aunque él no los practicase, los tenía ante sus ojos en la ciudad de Tarso, donde había un estadio. Los juegos deportivos, las competiciones y certámenes públicos formaban parte del calendario de muchas ciudades helenísticas, y con el tiempo estas actividades llega-

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Las hermandades construyeron iglesias y escuelas ortodoxas en sus terrenos. Los obispos tuvieron que llegar a un entendimiento con ellos, y de este modo prevaleció un sistema conciliar de la comunidad: los consejos de clérigos y laicos elegían a sus obispos. Además el Patriarcado ecuménico concedió a las hermandades un estatuto de autonomía, otorgándoles un control total sobre sus iglesias y sobre los nombramientos de los sacerdotes responsables de las mismas. El estatuto obligaba a los obispos a aceptar los decretos de excomunión pronunciados por las hermandades. Fue la limitación de los derechos de los obispos por parte del Patriarcado junto con la envidia que les tenían a sus «colegas» católicos, ya que éstos pertenecían al Senado y tenían unos poderes de los que carecían los ortodoxos, lo que les condujo a una serie de negociaciones secretas con el papado en la década de 1580 a 1590. Esto desembocó finalmente en la llamada « Unión de Brest » de 1596, en virtud de la cual el papado permitía que los uniatas mantuvieran el rito bizantino al mismo tiempo que los subordinaba administrativa y teológicamente a Roma y a su doctrina. Pero la mayoría del laicado y del clero diocesano se negaron a aceptar la unión y celebraron un concilio ortodoxo paralelo en la misma ciudad de Brest y al mismo tiempo que el concilio uniata. El rey se negó a reconocer la validez del concilio ortodoxo, declaró nula e inválida a la Iglesia Ortodoxa en el territorio de la comunidad y decretó que quien siguiera siendo miembro de aquella Iglesia fuera declarado traidor. Comenzaron las persecuciones masivas y crueles de los ortodoxos, y su único reducto relativamente libre quedó limitado a las iglesias de la fraternidad, que disfrutaban de la inmunidad propia de los gremios, así como a las iglesias de la zona del Dnieper inferior, incluyendo Kiev, que estaban protegidas por los cosacos ortodoxos, a los que necesitaba la corona como fuerza militar fronteriza que defendiera a la comunidad de los tártaros de Crimea y de los turcos. El destino de los ortodoxos en el resto de la comunidad lo describe de manera colorista Lavrenti Drevinsky, diputado ortodoxo asistente a la sesión de 1620 de la Dieta (Seim) de la comunidad: «Han precintado nuestras iglesias y encierran al ganado en nuestros monasterios. Los niños mueren sin haber sido bautizados; entierran a la gente sin ritos funerarios... Los hombres viven en pecado con sus mujeres... a los ortodoxos se les prohibe afiliarse a los gremios de artesanos. A los monjes ortodoxos los persiguen, los apalean y los meten en la cárcel.»

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Los Libros del Oficio Divino El Salterio. El libro del los Salmos, desde los comienzos de la Iglesia, fue el primero y más importante libro de las plegarias publicas, germen fecundo del que gradualmente se desarrolló a través de los siglos el árbol magnífico del oficio canónico. Tratando aquí del Salterio, intentamos referirnos únicamente a aquellos códices del libro de los Salmos que tienen alguna relación con la recitación de las horas canónicas. A este respecto pueden distinguirse cuatro tipos: a) El Psalterium non feriatum o salterio simple, es decir, el texto con el orden numérico de los 150 salmos. Este, aunque no redactado directamente para el oficio canónico, lleva en el apéndice algunos textos de uso litúrgico, como los Cántica Bíblica acostumbrados, el Te Deum, el Gloria in excelsis, el símbolo, las letanías de los santos, etc. Tal es, por ejemplo, uno de los más antiguos salterios conocidos, el Codex Alexandrinus, del siglo V, y los no menos famosos de Utrecht y de Carlos el Calvo (siglo IX). que resumía brevemente el sentido general del salmo. Ha editado un texto del mismo el cardenal Tommasi. c) El Psalterium feriatum completo, es decir, el texto de los salmos en orden numérico, al que va unido el Ordinarium officii de tempore, es decir, los invitatorios, las antífonas, los himnos, los versículos, los capítulos señalados para cada día de la semana. Esta es la forma conocida de los salterios medievales redactados para el uso litúrgico. d) El Psalterium disposítum per hebdomadam. En éste, los salmos no están dispuestos en orden bíblico, sino según su rezo semanal. Están generalmente acoplados al proprium de tempore y al de los santos para formar el breviario en el sentido más moderno de la palabra. Los Calendarios y Martirologios La liturgia católica se desenvuelve en el ámbito del año eclesiástico; las diversas etapas de este ciclo anual están indicadas en los calendarios y en los martirologios, dos clases de libros litúrgicos que se completan mutuamente.

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