Los monumentos funerarios se encuentran a la salida de un valle desértico, donde yacen asimismo los restos de antiguas canteras y de un gran templo. Semana tras semana son separados los montones de piedras y los restos de columnas rotas del camino que conduce a la entrada de la peña, detrás de la cual se esconde la última morada del príncipe egipcio Chnem-Hotep. Los jeroglíficos, inscriptos en una pequeña antesala, contienen el nombre del difunto. Era el soberano de esta comarca del Nilo que antes se llamaba el «Cantón de las Gacelas.» Chnem-Hotep vivió en tiempo del faraón Sesostris II, hacia el año 1900 antes de J.C. Después de muchos días de trabajo, Newberry consiguió por fin penetrar en una soberbia sala, excavada en la roca. A la luz de unas antorchas distingue tres bóvedas y dos hileras de columnas que se yerguen airosas desde el suelo. Las paredes están adornadas con unas pinturas de magníficos colores. Representan escenas de la vida del príncipe: cacerías, recolección de frutos, danzas y juegos. En uno de los paneles de la pared Norte, junto a un retrato del príncipe, del tamaño natural, Newberry descubre unos tipos extranjeros. Van vestidos de diversa manera como se estila entre los egipcios; su piel es más clara y sus perfiles son duros. Dos empleados egipcios, colocados en primer término, presentan evidentemente el grupo de extranjeros al príncipe. ¿Quiénes son estos personajes? Los jeroglíficos que figuran en unas inscripciones trazadas junto a la mano de uno de los egipcios dan la contestación a esta pregunta: son «habitantes del desierto,» es decir, semitas. Su jefe se llama Abisay. Éste ha llegado a Egipto con treinta y seis hombres, mujeres y niños de su clan y trae regalos para el príncipe, entre los cuales es expresamente nombrado el destinado a la princesa, cierto precioso «stibium» Abisay es un nombre eminentemente semita, y aparece en la Biblia durante el reinado del segundo rey de Israel: «Tomando David la palabra, habló a... Abisay, hijo de Seruyá...» (1 Sam.. 26:6). El Abisay de la Biblia era hermano del jefe del ejército, Joab, malquisto por el pueblo de Israel, bajo el reinado de David, hacia el año 1000 antes de J.C., cuando Israel era un gran reino.

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Pero hacia la mitad del siglo IV encontramos un documento auténtico romano que atestigua indiscutiblemente la existencia de la fiesta de Navidad en Roma el 25 de diciembre. Es la Depositio Martyrum filocaliana, un esbozo de calendario litúrgico, que se remonta el año 336. Es sumamente probable que Roma, introduciendo esta fecha, no conociese todavía la de la Epifanía, que se celebraba en Oriente el 6 de enero. Otro documento en apoyo del precedente se ha querido encontrar por algunos en el discurso tenido por el papa Liberio en San Pedro en el 353 con ocasión de la velatio de Santa Marcelina, hermana de San Ambrosio. El tenor del discurso nos es conocido en la reevocación hecha por el santo obispo en el De Virginibus, escrito veintitrés años después. En él se habla, es cierto, de la fiesta que se celebraba en Roma en aquel día, el nacimiento del Salvador; pero en el mismo día se recordaba en la liturgia el milagro de Cana y la multiplicación de los panes y en el mismo día era cosa normal la velación de las vírgenes. Una tal celebración natalicia no puede ser otra, por eso, que la de la Epifanía, la cual en Roma, en el 353, debía ya coexistir con la fiesta del 25 de diciembre. ¿Cómo se ha llegado a fijar semejante fecha? Los liturgistas han propuesto dos hipótesis. La primera, enunciada ya por un antiguo escritor desconocido tomada últimamente por Usener y Botte, supone que la Iglesia haya querido el 25 de diciembre substituir con el nacimiento de Cristo la fiesta pagana celebrada en aquel día en honor del Sol invicto, Mitra, el vencedor de las tinieblas. En el 274, Aureliano le había levantado un suntuoso templo, cuya inauguración tuvo lugar el 25 de diciembre: N(atalis) Invicti CM. XXX, anota el calendario civil filocaliano, con la indicación de los juegos circenses a ejecutarse. De suyo, la cosa no tiene nada de inverosímil, habiendo mostrado la Iglesia en otros casos saber oponer una solemnidad cristiana a otra pagana para mejor desarraigarla de los fieles. Con todo esto, aparte la analogía de las dos fechas y de las dos fiestas, faltan pruebas positivas de una real substitución de una por la otra.

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Sabido es que a éstos se los separa para someterlos a una disciplina rígida, dedicándolos tan sólo a duros ejercicios que les críen fuerzas y vigor; se abstienen de placeres sensuales, de alimentos sabrosos y de bebidas enervantes. Se les violenta, se les baquetea, se les fatiga hasta rendirles. Ley es que a mayor ejercicio previo responde mayor esperanza de victoria (3, trad. Zameza). Los capítulos siguientes (4–6) traen ejemplos de extraordinarios sufrimientos, que van hasta el sacrificio de la vida, aceptados por pura ambición o vanidad, impuestos por el azar o por el destino. Los mártires, por el contrario, sufren por la causa de Dios. Si la última frase se refiere a la batalla de Lión, que se libró en febrero del año 197. donde Albino fue derrotado, el tratado data de aquel año. Se ha dicho también que acaso Perpetua y Felicidad pertenecían al grupo al que va destinado este tratado. Las dos eran catecúmenas y murieron por la fe el año 202. En este caso habría que datar el tratado en ese año. La Passio Perpetuae et Felicitatis (cf. p.176–8) y el Ad martyras tienen tantos puntos de contacto, que se ha dicho que Tertuliano es también el autor de la primera. El tratado De spectaculis es una condenación absoluta de todos los juegos públicos en el circo, en el estadio y anfiteatro, de los combates de atletas y gladiadores. Comprende dos secciones: la histórica (4–13) y la moral (14–30). En la primera demuestra que a ningún cristiano le es lícito asistir a esta clase de diversiones; su origen, su historia, sus nombres, sus ceremonias y el lugar donde se celebran prueban a las claras que no son sino una forma distinta de idolatría. Todos los creyentes renunciaron a ellas en sus promesas bautismales. En la segunda parte pone de relieve que, porque excitan violentamente las pasiones, socavan la base de la moralidad y son incompatibles con la religión del Salvador. El último capitulo pinta con gran colorido el espectáculo más majestuoso que presenciará jamás el mundo: «La próxima venida de Nuestro Señor» y «aquel último juicio, con sus consecuencias eternas; ese día que las naciones descuidan y convierten en objeto de burla, cuando el mundo, envejecido por el tiempo, y todos sus productos serán consumidos en un mismo fuego» (30).

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Si, en la casa, los niños se entregan a los juegos y a la ociosidad sin que los castigos puedan corregirlos, el prepósito mismo deberá amonestarlos y castigarlos durante treinta días. Si constata que perseveran en sus malas disposiciones y descubre en ellos algún pecado pero no previene al padre del monasterio, él mismo, en su lugar, será sometido a un castigo proporcional al pecado que descubrió. El que juzga injustamente será castigado por los otros a causa de su injusticia. Si uno, dos o tres hermanos han sido escandalizados por alguna cosa y dejan su casa pero vuelven después en seguida, se indagará qué los ha escandalizado y cuando se haya descubierto al culpable se lo corregirá según las reglas del monasterio. El que se hace cómplice de los que pecan y defiende a un hermano que ha cometido cualquier falta, será maldecido por Dios y por los hombres y castigado con una corrección severísima. Si se ha dejado sorprender por ignorancia sin pensar que obraba de veras de ese modo, será perdonado. En principio, todos los que pecan por ignorancia obtendrán fácilmente el perdón, pero el que peca con conocimiento de causa será sometido a un castigo proporcional a su acción. IV El jefe de la casa y su segundo deberán tejer veinticinco brazadas de hojas de palmera para que todos los demás ajusten sus trabajos sobre sus ejemplos. Si ellos están ausentes en ese momento, el que los reemplace se aplicará a cumplir esta medida de trabajo. Que los hermanos vayan a la sinaxis después de haber sido convocados; antes de la señal, nadie saldrá de su celda. Si alguno transgrede estas prescripciones recibirá la reprimenda habitual. Que no se fuerce a los hermanos a trabajar más; que una tarea justamente medida estimule a todos en el trabajo; y la paz y la concordia reine entre ellos; que se sometan de buen grado a los superiores ya estén sentados, caminando o de pie en sus lugares y, juntos, rivalicen en la humildad. En presencia de cualquier pecado los padres de los monasterios podrán y deberán reprenderlo y fijar la corrección que merezca.

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Teniendo en cuenta el hecho de que el helenismo había extendido ya sus tentáculos de mil maneras hacia Mesopotamia y Egipto mucho tiempo antes de Alejandro, la extrañeza de esta pregunta da motivo para pensar que en el Estado sacerdotal parece como que se estabilizó el tiempo y que la vida de la pequeña comunidad se regía sola y exclusivamente por la «Thora,» la ley divina. En realidad hacía mucho tiempo que había soldados griegos en los ejércitos del faraón Psamético II y del rey de Caldea Nabucodonosor. Hacía también tiempo que en las costas de Siria y Palestina se iban fundando los primeros puertos y colonias mercantiles griegas. En el siglo V antes de J.C., griegos poseedores de una gran cultura recorrieron todas las tierras del Oriente y las estudiaron: tales Heródoto y Jenofonte, Hecateo y Ctesio. ¿Es que los hombres del Estado sacerdotal no conocían ni comprendían ya los signos de los tiempos? ¿O es que cerraron a propósito los ojos cual una inútil defensa ante lo que inexorablemente tenía que venir? ¡Mucho más brusco tuvo que ser su despertar cuando vieron a Grecia sólo a pocos pasos del sagrado recinto de su templo, cuando ya no podían apartar los ojos de ello, cuando la juventud judía se entregaba con placer al deporte del lanzamiento del disco importado del mundo helénico! Los juegos olímpicos, según el estilo griego, encontraron en seguida un eco sumamente favorable entre la juventud. Grecia no resultó peligrosa para los judíos, ni por su poderío ni por la fuerza de las armas ni por seducciones inmorales; el peligro estaba más bien en las libres auras de un mundo de modernidad jamás sospechado. Hélada, con Pericles, Esquilo. Sófocles, Eurípides, con Fidias y Polignoto, con Platón y Aristóteles, había subido un peldaño más en el desarrollo dé la Humanidad. Sin preocuparse de la nueva era del género humano, el pequeño Estado sacerdotal seguía obstinadamente su propio camino; permanecía fuertemente sujeto a su tradición, al pasado. A pesar de ello no quedó libre del contacto con la nueva mentalidad. Pero hasta él siglo II antes de J.C. le quedaba aún bastante tiempo.

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Vesta procede del Panteón griego, donde se la supone hija de Saturno, y en Roma era la diosa protectora del hogar, y que permaneció virgen. La institución de las vestales se pierde en los orígenes legendarios de Roma. Las vestales llegaron a ser seis, de las que una era la Vestal Máxima. Estas vestales eran elegidas cuando fallecía alguna de ellas o cuando voluntariamente se retiraba del servicio religioso al cumplir los cuarenta años de edad. El puesto vacante se llenaba, por suerte, entre 20 niñas de seis a diez años de edad, que debían pertenecer a familias patricias de Roma y poseer una bella apariencia. Durante diez años, la nueva vestal se educaba bajo la tutela del Gran Pontífice y se instruía en todo el ceremonial en el que había de participar. La ocupación principal de una vestal era la custodia de las estatuas de los dioses, y sobre todo la conservación del fuego sagrado, que debía ser mantenido siempre encendido, bajo pena de muerte. A los cuarenta años, la vestal quedaba libre de su consagración virginal y podía casarse; aunque fueron muy pocas las que quisieron cambiar los privilegios, casi divinos, de su oficio por la condición de una madre de familia sometida a la perpetua tutela del marido. Los privilegios de las vestales eran extraordinarios. Tenían preferencia sobre los senadores y otros altos cargos públicos. Iban acompañadas por lictores, ocupaban una tribuna escogida en los juegos públicos y, si a su paso por las calles se cruzaba algún reo en su camino, la vestal tenía derecho de indulto para librar de la muerte al condenado. Respecto al área hebrea y su cultura, que tanta influencia ejerció en el campo apostólico de Pablo, la historia nos muestra que la idea de la virginidad fue ajena durante siglos al acervo cultural de Israel. El pueblo vivía bajo un signo de prestigio histórico de unos patriarcas de proverbial fecundidad y cuyas generaciones sucesivas eran la trama del devenir del pueblo judío. Los mismos profetas habían despertado una expectación colectiva del Mesías, en cuya línea generacional quería participar toda mujer hebrea.

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