Otros autores insisten en la importancia primera y exclusiva del bautismo y de la Eucaristía como sacramentos fundamentales de la introducción cristiana a la «nueva vida.» Así, por ejemplo, san Juan Damasceno (s.VIII) se ocupa sólo de los misterios estrictamente evangélicos: el bautismo (incluyendo la crismación) y la Eucaristía. Y Gregorio Palamás, en el siglo XIV, proclama que toda nuestra salvación se funda en estos dos (o tres) sacramentos, ya que son una recapitulación de toda la economía salvadora de Cristo. Y Nicolás Cabásilas, su contemporáneo, en su oba La vida en Cristo – que se centra totalmente en la vida sacramental –, dedica sendos capítulos al bautismo, a la unción (o crismación), a la Eucaristía, pero también uno a la consagración del altar. También habla de dos únicos sacramentos, bautismo y Eucaristía, el patriarca de Constantinopla Cirilo Lukaris (+ 1638), pero en este caso se trata de una influencia protestante, como ya vimos. Y por esta razón los escritos ortodoxos antiprotestantes de ese tiempo proclaman todos el número septenario. Así, antes de Lukaris, el patriarca Jeremías (+ 1595), pero también los escritos contra Lukaris, tales como la Confessio de Dositeo, patriarca de Jerusalén (1672), o la Confessio orthodoxa de Pedro Moghila (1639–1640). Actualmente, los libros de religión de la Iglesia Ortodoxa hablan siempre de siete sacramentos, los mismos sacramentos que confiesa la Iglesia Católica. Esto no impide que, para los teólogos, el campo sacramental sea más vasto y menos fijo, de acuerdo con la tradición. Hablando de los sacramentos comunes, hay que notar que la Iglesia oriental ha mantenido siempre unidos los sacramentos de la iniciación cristiana. Bautismo y crismación forman ya, prácticamente, un todo. Se atribuye, como en Occidente, a la crismación, por la cual se comunica la plenitud del Espíritu Santo, una especificidad propia, pero no por ello se separa del bautismo. Como es sabido, el sacramento de la crismación o unción era administrado siempre por el obispo, presente en los ritos de iniciación. Al multiplicarse las comunidades, se fue haciendo imposible la presencia del obispo en todas las celebraciones bautismales. Ante este hecho, Occidente optó por conservar la confirmación como prerrogativa del obispo, y con ello la confirmación fue separada del bautismo, mientras que la Iglesia oriental, para salvar la unidad de los ritos de la iniciación cristiana, delegó en los sacerdotes la potestad de administrar también la crismación. La Iglesia oriental, además, da la comunión al neobautizado inmediatamente después de la crismación, incluso a los niños recién nacidos, para que la iniciación cristiana sea completa.

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Su discípulo Nicetas Stethatos (ca.1005-ca.1090) recogió y publicó los escritos de Simeón y escribió su vida. Él mismo es también autor de obras originales (incluidas en parte en la Filocalía), en las que, al igual que su maestro, proclama la primacía de las realidades espirituales en la Iglesia. El sacramento, el rito, las instituciones eclesiásticas, conservan su sentido auténtico si van acompañadas de una práctica ascética y de una cooperación libre a la gracia divina, que les permite fructificar en una experiencia luminosa de la unión divina, que es ofrecida a todos los cristianos. Nicetas preludia el florecimiento hesicasta que le seguirá. Antes tendrían lugar los hechos de 1054, con las excomuniones entre Roma y Constantinopla que significaron la ruptura entre ambas sedes. En las discusiones con los legados papales, Nicetas fue el portavoz de la parte ortodoxa. En este sentido cabe citar, entre otras, su obra Sinthesis, que lleva como subtítulo: Contra los latinos que blasfeman contra el Espíritu Santo diciendo que procede del Hijo. En la ruptura entre Roma y Constantinopla, el patriarca Miguel Cerulario, al contrario de Focio, no es una figura teológica. Sus argumentos contra los latinos reposan propiamente en cosas exteriores sin argumentos doctrinales. El siglo XII ve penetrar en Bizancio la secta de los bogomilos. El bogomilismo, doctrina religioso-social que toma su nombre del pope Bogomil, apareció en Bulgaria a mediados del siglo X. Dualista, dicha doctrina tenía reminiscencias neomaniqueas del Asia Menor. Los bogomilos rechazaban a la Iglesia oficial con sus ritos y símbolos y se alzaban contra el poder secular y atacaban la riqueza, agrupados en comunidades a imitación de los primeros cristianos. El emperador bizantino Alejo I encargó al monje Eutimio Zigabeno (+ d. l118), docto en retórica y buen exegeta, polemizar contra los bogomilos y éste escribió una importante síntesis dogmática que lleva por título Panoplia dogmática, en 28 capítulos; los siete primeros constituyen una especie de florilegio sobre Dios, la creación y la redención; los capítulos 8–22 tratan de herejías antiguas, mientras que los capítulos 23–28 se ocupan de las herejías contemporáneas, entre las cuales los paulicianos, bogomilos, musulmanes, y también la cuestión de los ázimos, contra los armenios.

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En la tradición bizantina, los fieles, en este momento, se postran, no adorando un pan consagrado, como sería el caso de la liturgia de presantificados, sino adorando el misterio que se está realizando, simbolizado en los dones presentados. Nicolás Cabásilas, testigo de esta costumbre, deja muy claro también su sentido: «En este momento, nosotros también hemos de postrarnos ante el sacerdote y pedirle que se acuerde de nosotros en las oraciones que van a seguir [...] Y, si entre los que se postran ante el sacerdote que lleva las ofrendas, hay algunos que adoran esas ofrendas como si fueran el Cuerpo y la Sangre de Cristo [...] ésos fueron inducidos en error por la entrada de los Presantificados, desconociendo la diferencia existente entre ambos actos litúrgicos.» La liturgia es también una experiencia anticipada del Reino. La liturgia, celebración del misterio divino, tiende hacia la Parusía: en la anamnesis de la anáfora se hace mención del «segundo y glorioso advenimiento futuro.» Impregnada de la visión del Apocalipsis (especialmente Ap 4:2–11), visión que queda reflejada en el simbolismo del santuario y el altar de un templo bizantino, la liturgia hace pregustar al cristiano participante en ella la auténtica y definitiva teología doxológica de la Iglesia celestial. Por eso se acuñó la frase que señala que la liturgia es el cielo en la tierra, frase que encontramos en los autores rusos, pero cuya idea remonta a san Germán de Constantinopla (s.VII-VIII) y a san Máximo el Confesor (s.VI-VII), por no decir ya a Teodoro de Mopsuestia (s.IV-V), para quien toda la celebración litúrgica es la semejanza de las realidades celestiales. 2. Dios Trinidad De acuerdo con la teología apofática, los Padres griegos afirman siempre que no podemos saber qué es Dios, sino sólo que él es, que existe, y esto porque él se ha revelado en la historia de la salvación, y se ha revelado como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este misterio no puede ser deducido de ningún principio, ni explicado por ninguna razón suficiente, puesto que no hay principio ni causa que sean anteriores a la Trinidad. Por eso ninguna especulación filosófica ha podido nunca elevarse hasta el misterio de la Santísima Trinidad. Por eso, también, las mentes humanas no pudieron recibir esta revelación plena de la divinidad más que después de la cruz de Cristo que triunfó de la muerte. El Dios de la Iglesia es el Dios de la experiencia histórica, no el Dios de las hipótesis teóricas y de los razonamientos abstractos. Así la experiencia de la Iglesia nos garantiza precisamente cómo el Dios que se nos revela en la historia no es una existencia solitaria, una mónada autónoma ni una esencia individual. Es una trinidad de hipóstasis, tres personas que tienen una total alteridad existencial, pero también una comunidad de esencia, de voluntad y de energía.

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b) Aspecto jerárquico de la Iglesia En los primeros siglos del cristianismo, el obispo que presidía una comunidad cristiana, escogido por ella y consagrado por los obispos de las comunidades vecinas, ejercía su autoridad no por encima de la Iglesia o sobre la Iglesia, sino en la Iglesia. Y entre las diversas iglesias locales había estrechos lazos de comunión. Por medio de cartas o visitas expresaban la comunión en la misma fe. Esa comunión se manifestaba también en la consagración de un obispo, para la cual se reunían diversos obispos (el Concilio de Nicea, en 325, establecerá que el obispo ha de ser ordenado por un mínimo de tres obispos de la propia eparquía o provincia). Y cuando surgía una cuestión, los obispos de una misma región se reunían para dirimirla. El canon 5 del Concilio de Nicea establecerá también que los obispos de cada provincia se reúnan dos veces al año. Así, las grandes decisiones son tomadas colegialmente dentro de una Iglesia todavía muy local. Así surgen los concilios locales y la colegialidad de los obispos, al ejemplo del colegio apostólico. Posteriormente serán también los concilios generales, de todo el imperio, o ecuménicos. Gradualmente van apareciendo los centros de primacía. La jerarquía de las sedes episcopales vino por dos factores: la apostolicidad y la importancia civil. El origen apostólico daba prestigio y certeza en la verdad de la doctrina. Entre las comunidades de origen apostólico, gozaba de una veneración especial la ciudad santa de Jerusalén, aunque no tuvo poder jerárquico hasta el Concilio de Calcedonia, en 451. El canon 7 de Nicea decía: «Es una costumbre establecida y una antigua tradición que el obispo de Jerusalén sea tratado con un honor especial; por eso gozará de la presidencia de honor, pero de manera que la metrópoli de Cesárea conserve la dignidad a que tiene derecho.» Otras ciudades apostólicas eran – aparte, por ejemplo, ciudades de Asia Menor o de Tracia –: Roma (Pedro y Pablo), Alejandría (Marcos) y Antioquía (Pedro). Pero dichas ciudades son, a la vez, y en este orden de importancia, las capitales del mundo de entonces, a la par que son centros difusores del cristianismo. Roma tiene el primer lugar de honor como capital del Imperio, por su importancia civil. Pero no por su origen apostólico, ya que la apostolicidad no confería otra autoridad particular que no fuera el honor.

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Pero el hesicasmo se afianzó plenamente con la corriente palamítica, que toma el nombre de Gregorio Palamás (1296–1359). Hombre de gran cultura, fue iniciado en la oración hesicasta por Teolepto de Filadelfia (autor que también figura en la Filocalia) y luego se hizo monje en el Athos. Por ese tiempo, un grupo de humanistas bizantinos, que combinaban el racionalismo y el espiritualismo desencarnado, atacaban y ridiculizaban el hesicasmo. Hacían burla de los aspectos corporales de dicho método y negaban la posibilidad de una participación real en la luz divina. Entre ellos destaca el monje Barlaam el Calabrés (1290–1348), contra quien, a petición de los monjes atónitas (1340), Gregorio Palamás escribió las célebres Tríadas en defensa de los santos hesicastas, así como Capítulos sobre la oracion y la purera de corazón, o también Capítulos físicos, teológicos, éticos y prácticos, el Tomo hagiorítico, etc. Gregorio, bien representado en la Filocalia, traduce en lenguaje teológico la mística de la comunión con Dios y la visión de la luz divina experimentada por los hesicastas. Profundizando la distinción patrística entre teología y economía, Gregorio discierne en Dios la esencia inaccesible y las energías participables. Estas energías se identifican con la luz increada que proviene de Cristo transfigurado, luz que el hesicasta, el santo, ve como la luz del Tabor. Palamás escribió también dos Tratados apodícticos, sobre la procesión del Espíritu Santo y contra el Filioque. Barlaam, siguiendo la concepción escolástica de la gracia increada, concepción que identifica la esencia divina y sus atributos, acusó a Palamás de diteísta. Pero la doctrina palamítica fue aprobada (1341) por los monjes atónitas y por dos sínodos constantinopolitanos que, además, condenaron a Barlaam. Sin embargo, la controversia se reanudó, destacando como encarnizados adversarios del palamismo Gregorio Akíndynos (+ ca.1351) y Nicéforo Gregorás (ca.1295–1359/60). Acusado de herejía por el patriarca Juan Kalekas y encarcelado durante la guerra civil entre Paleólogos y Cantacuzenos (1341–1347), Palamás fue rehabilitado en 1347, con el triunfo de Juan Cantacuzeno y su doctrina nuevamente aprobada por diversos sínodos. Consagrado arzobispo de Tesalónica (1350), murió en 1359 y fue canonizado en 1368. El autor de dicha canonización fue un antiguo discípulo de Palamás, Teófilo Kókkinos , patriarca de Constantinopla en dos ocasiones (1353–1354; 1364–1376; +1379), bajo cuya redacción se publicaron algunos documentos oficiales, tales como el Tomo hagiorítico, que los monjes atónitas enviaron a Constantinopla para su defensa y del cual se sirvió Gregorio Palamás, como también aparece su mano en el tomo del sínodo de 1351; él introdujo los anatema-tismos en el Synodikón del Domingo de la Ortodoxia.

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Cabría destacar todavía, entre otros, a Georgios Mantzaridis 1935), de la Facultad teológica de Tesalónica, que destaca en el campo de la moral y de la sociología cristiana. De él se puede citar Etica e vita spirituale. Una prospettiva ortodossa (Bolonia 1989). Otro teólogo de la escuela de Tesalónica es Nikos Matsukas 1934), de quien se ha dicho que, además de una aguda inteligencia, posee una preparación completa que le proporciona instrumentos aptos para ser un teólogo ortodoxo capaz de hablar al hombre de hoy. Ha publicado una Teología dogmática y simbólica (en griego), en dos volúmenes (Tesalónica 1985). Spiteris, al final de su magnífica exposición de la teología neo-griega, se pregunta por el futuro de la teología griega. Recoge las palabras del joven teólogo Marios Begzos («El punto crítico de la teología neo-helénica hopy,» Διαβαζω 251, 1990, 53–59), discípulo de Nisiotis y su sucesor en la universidad de Atenas, el cual constata: «En el decenio de los años ochenta hemos quedado huérfanos de teólogos. ¿Quién sabe si existirá en el decenio de los años noventa una teología neo-griega digna de su nombre y de valor igual al de su espléndido pasado como aquella que tuvimos en las dos generaciones precedentes? ¿Hay esperanza de salir de la crisis?» La misma preocupación venía reflejada en una Declaración hecha pública pocos años antes por una asociación de teólogos de la Facultad de Tesalónica. Dicho documento constata, entre otras cosas: «Entre nosotros, la teología, después de un período de innocuo academicismo, ha atravesado, en los últimos decenios, una fase decisiva de autocrítica con relación a sus raíces tradicionales. Después de esta fase era de esperar que renovase su identidad y que intentase su entrada en el mundo contemporáneo. [...] Hoy la Iglesia y los hombres necesitan una teología diferente. Se trata de una teología que toma su aliento y su fuerza de las fuentes incorruptas de la ortodoxia, pero que sabe reactualizarlas y revitalizarlas, con un sentido de gran responsabilidad. Tendría que ser una teología penetrada del espíritu de la cruz y de la resurrección, del esfuerzo y de la ascesis, del sacrificio y de la esperanza por algo mejor que puede realizarse ahora y en el futuro; una teología enraizada en la profundidad del núcleo de la Iglesia, que se alimente del «pan bajado del cielo» y que sea vivificada por los latidos del Paráclito…»

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La eclesiología ha sido estudiada por el P. Nicolás Afanasieff (1893–1986), que había dirigido el Instituto San Sergio después del obispo Mons. Casiano. Su teología, fundada en san Pablo, señala cómo la diferencia entre Oriente y Occidente remonta a la eclesiología de los tres primeros siglos, que protagoniza el paso de la «eclesiología eucarística» a la «eclesiología universal.» La Ortodoxia mantiene una eclesiología eucarística. Donde hay Eucaristía hay plenitud de la Iglesia. Encontramos aquí la continuación de la doctrina de Jomiakov sobre la catolicidad cualitativa y la sobornost. Se podrían citar todavía, entre los antiguos profesores de San Sergio, a Cyprien Kern (+ 1960) o a León Zander (+ 1964). Actualmente ha adquirido gran relieve, especialmente en Occidente, el teólogo Olivier Clément , profesor de San Sergio de París, discípulo de V. Lossky y divulgador de su pensamiento. Escritor prolífíco, algunas de sus obras han sido traducidas al castellano. Cabe citar: Transfigurer le temps, 1959, o el libro de carácter histórico Effor du christianisme oriental, 1964. Es una breve pero buena introducción al pensamiento ortodoxo: La Iglesia Ortodoxa, 1990. De San Sergio destaca también Constantin Andronikof , que, como Schmemann, se ha consagrado mayormente a la liturgia. Su obra principal, El sentido de la liturgia, ha sido traducida al castellano (Valencia 1992). f) Espiritualidad monástica contemporánea Pasando del terreno propiamente teológico al de la espiritualidad, cabe destacar dos figuras contemporáneas cuya fama ha traspasado las fronteras de la Ortodoxia y cuyos escritos ejercen ya un bien espiritual incluso entre los católicos. En primer lugar, san Siluano del Monte Athos , conocido también como stárets Siluán (1866–1938), monje del monasterio atónita de San Panteleímon, canonizado por la Iglesia rusa en 1988. Sus escritos y su doctrina y espíritu han sido recogidos y difundidos por un discípulo suyo, el archimandrita P. Sofronio (Sergio Sajarov, 1896–1993), que también fue monje de San Panteleímon y luego, muerto el stárets Siluano, llevó vida eremítica. En 1959 fundó el monasterio de San Juan Bautista, no lejos de Londres, en el condado de Essex, Inglaterra (conocido, por ello, bajo la forma inglesa: P. Sophrony), desde donde ha irradiado también su doctrina e influencia espirituales. Sobre san Siluano ha sido traducida recientemente una biografía, escrita por el P. Sofronio, con escritos de san Siluano. El mismo P. Sofronio publicó diversas obras de espiritualidad que han conocido ya una notable difusión.

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La cuestión de los iconos había conmovido durante años todo el mundo bizantino, dividido entre iconoclastas e iconodulos. El resto del cristianismo oriental no se vio envuelto en estas luchas. Y Occidente no se interesó en lo más mínimo por tales cuestiones; más bien, como hemos visto, las rechazó. Y ciertamente es inimaginable la cuestión iconoclasta si no se tiene en cuenta la doctrina que el icono encierra y que veremos en otro lugar. En definitiva, la cuestión en torno a los iconos contribuyó al distanciamiento entre Oriente y Occidente. b) La cuestión de Focio y la evangelización de los eslavos. Pero el siglo IX había de traer consigo otros hechos que favorecerían que Oriente y Occidente siguieran sus propios caminos y su propia evolución. Destacan sobre todo la figura de Focio y la evangelización de los pueblos eslavos. El año 858, depuesto y desterrado el patriarca Ignacio por el emperador Miguel III (bajo las presiones del ministro Bardas), Focio ocupó su lugar. Su elección, comunicada por Focio al papa Nicolás I, fue aprobada por los legados papales. En esa comunicación, Focio envió al Papa una profesión de fe, naturalmente sin el Filioque, profesión que el Papa aprobó sin ningún reparo. Posteriormente (863), un sínodo romano condenaba a Focio, sin que ello surtiera efecto; todo lo contrario, pues el 867 un sínodo constantinopolitano declaraba depuesto al papa Nicolás. Aquel mismo año, sin embargo, el nuevo emperador, Basilio I, queriendo la paz entre el Imperio y Roma, desterró a Focio y repuso a Ignacio en el trono patriarcal. Fue convocado un concilio en Constantinopla (869–870), al que acudieron los legados papales, el cual restablecía la comunión entre las dos sedes. Fallecido el patriarca Ignacio, Focio fue restablecido en la sede y reconocido como patriarca por un sínodo constantinopolitano, en presencia de los legados papales. Focio tuvo también un papel relevante en la polémica sobre el Filioque, el inciso añadido por los latinos en el Credo. Pero durante todo este tiempo, e independientemente de que fuera Ignacio o Focio el patriarca de Constantinopla, surgieron fuertes rivalidades entre Roma y Bizancio por la cuestión eslava.

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En sus últimos años se impone a Soloviov una visión de próxima catástrofe. En su libro La historia del Anticristo prevé la llegada de un dictador universal que impondrá su gobierno de hierro a todas las religiones y anuncia la unión, en el punto álgido de la persecución, del papa Pedro II, del starets Juan y del profesor Paulus, símbolos, respectivamente, del catolicismo, de la ortodoxia y del protestantismo, unión que permite el millenium, o sea la transfiguración de la tierra y de la historia. Soloviov introdujo en su sistema filosófico-teológico un concepto gnostico de la Sofía – la Sabiduría divina. En dos ocasiones, en su infancia, durante la divina Liturgia, y años más tarde en el desierto de Egipto, había tenido una «iluminación» – el rostro femenino de la Sabiduría. Por Sofía entiende Soloviov la omnipresencia de Dios, sus entrañas de misericordia, su rostro vuelto hacia el mundo y, a su vez, la transparencia secreta de las cosas, una feminidad resplandeciente de inteligencia, de ternura, de castidad, donde se transfiguran la historia y la materia. Siendo la Sofía un principio teándrico, la sofiología es, ante todo, una tentativa gnostico-teosofica de explicar la esencia de la creación y desvelar su unidad. La doctrina sofiológica fue seguida también por P. Florensky, E. Trubetskoy, etc., pero tuvo su máximo exponente en S. Bulgákov. Muchas de sus ideas son rechazadas por la Iglesia Ortodoxa. e) La teología rusa en la emigración. Con la revolución bolchevique, muchos teólogos y pensadores emigraron gradualmente a la Europa occidental, donde fundaron centros de pensamiento. El más importante fue el Instituto de Teología Ortodoxa de San Sergio, de París. Fundado en 1925, se convirtió pronto en un foco de irradiación del pensamiento ortodoxo ruso y fue, de hecho, lo que hizo que Occidente conociera la Ortodoxia. Además de los cursos internos, dicho Instituto organizó encuentros ecuménicos y de estudio; destacan las Semanas Internacionales de Liturgia, iniciadas en 1953 y que todavía continúan celebrándose. Y el influjo que San Sergio ha ejercido en la Europa occidental lo ha realizado en América el Seminario San Vladimiro, de Nueva York, fundación del Instituto de San Sergio. Ambos centros han llevado a cabo una importante tarea de renovación teológica, en bien no sólo de la propia Ortodoxia sino también del ecumenismo. De ambos centros han salido teólogos muy importantes, cuyas publicaciones son bien conocidas también entre los católicos.

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Hay que decir que la doctrina de Khomiakov no es la doctrina oficial de la Iglesia Ortodoxa. Pero sí que es doctrina general de la Ortodoxia que el Espíritu Santo asegura la única infalibilidad que reconoce la Iglesia Ortodoxa: la de la Verdad. Y el Espíritu hace evidente la Verdad a la Iglesia, es decir, a los cristianos que hacen de la Iglesia el fundamento de su conciencia. Son todas las iglesias particulares, reunidas en concilio o en comunión de fe, las que aseguran la verdad. Y la verdad sancionada por el colegio episcopal requiere el consenso de toda la Iglesia. Un consenso que no tiene nada de jurídico ni deriva de una concepción democrática de la Iglesia. Olivier Clément concluye toda esta cuestión diciendo: «Lo repetiremos contra toda interpretación «democrática» del pensamiento a veces confuso de Khomiakov, a través del cual, casi siempre se lee esta encíclica: el pueblo (por supuesto, clérigos y seglares, no seglares solamente) protege la verdad, pero no la define; la definición pertenece únicamente al Magisterio, pero todo cristiano consciente tiene el deber, en caso de incertidumbres graves, de exigir un nuevo juicio del magisterio, al que la Iglesia, esta vez, pueda responder con un amén análogo al de la epíclesis: digamos, pues, que si el consenso de la Iglesia no es idéntico al amén dé la epíclesis, debe llegar a ser idéntico por un proceso histórico en el que el Espíritu puede servirse de los profetas para llamar al episcopado a su carisma, para hacer coincidir en la asamblea de los obispos el inevitable momento personal con el momento funcional, a fin de que la asamblea sea concilio, instrumento fiel de la Verdad.» Nicolás Afanassieff, el teólogo de la eclesiología eucarística, resume su aportación sobre la infalibilidad de la Iglesia de la manera siguiente: «Según la doctrina de la Iglesia Ortodoxa, la infalibilidad pertenece a la Iglesia en sí misma. Dicho de otra manera, la respuesta viene ya incluida en la pregunta. Desde el momento que la infalibilidad pertenece a la Iglesia – y le pertenece, para emplear el término católico, ex sese –, queda excluido el que haya de pertenecer a un órgano cualquiera, ya sea unipersonal o colectivo. La dificultad, por tanto, del problema de la infalibilidad de la Iglesia no estriba en el concepto mismo de infalibilidad, sino en el concepto de Iglesia, tal como es considerado por los distintos sistemas eclesiológicos.» 7. El mundo sacramental

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