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6 . Rechazan todos los Sacramentos. Respuesta: Los sacramentos se fundamentan en Cristo y tienen su origen en sus acciones y palabras que encontramos en el Nuevo Testamento. Tomemos por ejemplo el bautismo y la Eucaristía. El Bautismo. Consideran el bautismo solo como un símbolo y no bautizan a los niños. Respuesta: Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva (Romanos 6:4). Vemos que el bautismo no es solo un símbolo. En el recibimos la gracia de Dios para morir al pecado y nacer a una vida nueva en Cristo. La Eucaristía. Los Testigos niegan que Cristo esté realmente presente en la Eucaristía. No es difícil comprender que caigan en esta herejía ya que niegan la divinidad de Jesucristo. Respuesta: Para negar la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, los Testigos cambian temerariamente el texto Bíblico. La verdadera Biblia, la traducida del original griego dice «Esto es mi cuerpo» ( Mt 26:26 ; Mc 14:22; Lc 22:19; 1Cor 11:23 ). La Biblia de los Testigos dice en vez «esto significa mi cuerpo.» La palabra griega «estin» (es) significa identidad, jamás representación. La enseñanza de la Iglesia sobre los siete sacramentos se encuentra explicada con sus fundamentos bíblicos: «La celebración del misterio cristiano.» 7 . Niegan la Virginidad y Maternidad Divina de María. ¿Cómo pueden los Testigos, sin creer en El Espíritu Santo ni la divinidad de Jesucristo, interpretar el milagroso nacimiento virginal de Jesús? Sin encontrar otra forma de resolver el problema, los Testigos se inventan el argumento más absurdo. ¡Tratando de negar el milagro, enseñan que Jesús fue concebido por un proceso semejante a la inseminación artificial! En la misma revista «¡Despertad!» órgano oficial de la secta, 8 de diciembre ´98, pag. 8: «Hace dos mil años, Dios transfirió la vida de Jesús a la matriz de una virgen judía para que naciera como hombre. Aun hoy, la inseminación artificial permite al ser humano obtener resultados semejantes en ciertos aspectos»

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g) La Expositio symboli, de Venancio Fortunato, y muchas de sus obras poéticas. Los textos litúrgicos principales conocidos son: a) El Missale gothicum, de principios del siglo VIII, escrito, como opina Duchesne, para uso de la iglesia de Autun. Junto con las fórmulas galicanas contiene algún elemento romano, como una Missa quotidiana romana, mutilada al final. b) El Missale gallicanum vetus, escrito para la iglesia de Auxerre. Como el anterior, contiene este sacramentarlo diversas fórmulas romanas. Puede remontarse a finales del siglo VII y es muy fragmentario. c) Las Misas, de Mone. F. J. Mone publicó en 1850 una colección de once misas galicanas, sacadas de un palimpsesto de Reichenau de la primera mitad del siglo VII. El manuscrito, por una nota puesta al margen, pertenece a Juan II, obispo de Constanza (760–781). Se trata, según Wilmart, de un libellus missarum que contiene solamente siete misas, de carácter escuetamente galicano, sin mezcla alguna de elementos romanos; cada misa tiene dos contestaciones (prefacios), a elección del celebrante. Es notable también una misa compuesta toda ella en exámetros. d) Los fragmentos de Peyron, Mai y Bunsen, los dos primeros de los cuales fueron hallados en la Ambrosiana de Milán y el tercero en San Galo, y algunos otros recientemente descubiertos. e) El Leccionario de Luxeuil, del siglo VII, que contiene las tres lecciones (profética, epístola, evangelio) de cada misa del año litúrgico, comenzando por la Navidad. Es completamente galicano y, según Morin, debía pertenecer a la iglesia de París. Va unido a este otro vetusto leccionario galicano de los siglos V-VI, que A. Dold lo ha descifrado pacientemente de un palimpsesto de Wolfenbvttler. Como el de Luxeuil, contiene una triple lectura para cada circunstancia litúrgica; más todavía: pone también la indicación del salmo (gradual) que corresponde cantar. f) El Benediccionario de Autún-Freising (siglos VIII-IX), conservado en Monaco, que contiene las fórmulas con las que el obispo, y alguna vez el sacerdote, daba la bendición antes de la comunión a los fieles según el rito galicano.

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También hoy la Iglesia manifiesta los mismos sentimientos de antaño hacia el altar, ordenando al celebrante que lo bese varias veces durante la misa y las vísperas y reservando a él solo, excluidos los ministros, la facultad de poner las manos sobre la mesa durante el santo sacrificio. La ya aludida concepción del altar símbolo de Cristo, tan común en la Iglesia antigua, podía ser de un verismo mucho mayor por el hecho de que entonces había un solo altar en cada iglesia. Ya San Ignacio de Antioquía, hacía hincapié en esta unicidad del altar para deducir la unidad que debe reinar entre los fieles: Studeatis igitur una eucharistia uti; una enim est caro D. N. I. C. et unus calix in unitaten sanguinis ipsius, unum altare, sicut unus episcopus. Más tarde, San Cipriano, en el mismo sentido material y moral, escribía: Deus unus est et Christus unus et una Ecclesia et Cathedra una super petram Domini voce ftzndatam. Aliud altare constituí aut sacerdotium, non potest. De las cuales palabras se hace eco San Jerónimo cuando dice: Unum altare habet Ecclesia, sed altaría haereticorum plurima: tot habent altaría quot schismata. Si algunos Padres del siglo IV (San Ambrosio y San Paulino) hablan de altaría (pl.), no quieren referirse a una efectiva pluralidad de altares, sino que usan el término en plural conforme al uso clásico. Los siete altares que, según el Líber pontificalis, hizo erigir Constantino en la basílica lateranense no servían para la celebración de la misa, sino para poner sobre ellos las ofrendas de los fieles. La norma del altar único, y, consiguientemente, de la mesa única, que todavía conservan la Iglesia griega y los ritos orientales, comenzó a ser infringida en Occidente en tiempo del papa Símaco (+ 514) o quizá antes. A ello contribuyó la difusión del cristianismo en las poblaciones rurales, el creciente número de sacerdotes que celebraban incluso varias veces al día, el culto a las reliquias de los mártires, y más tarde, de los confesores, a los que se dedicaban altares; el multiplicarse las misas privadas, especialmente las de difuntos, celebradas antes en los cementerios y ahora en las iglesias, donde se enterraban los difuntos, y, en fin, ciertas limitaciones impuestas al uso del altar, restos de la antigua disciplina unitaria.

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Este conjunto de prolijas lecturas, de cánticos y de oraciones debía confiarse, sin duda, a los fieles; pero el ambiente fuertemente iluminado que presentaba la Iglesia en aquella solemne vigilia y más todavía la palabra viva del obispo y de los presbíteros, que comentaban los puntos más salientes de las lecciones, tenían despiertos y ocupados a los fieles durante toda la noche. San Agustín lo declara abiertamente: Multas divinas lectiones audivimus, quarum prolixitate parem sermón em nec nos valemus. nec vos capíiis, si valeamus. El rito de la vigilia verdadero y propio terminaba en este momento. Terminadas las lecturas, mientras el cortejo del pontífice y del clero, con el grupo de los catecúmenos y de sus padrinos, se dirigía hacia el baptisterio, se alternaban los versículos del salmo 41, Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum... El agua mística en la cual deseaban saciarse los elegidos era la gracia del bautismo inminente. La oración que concluye el salmo y resume el pensamiento es todavía dicha por el celebrante antes de comenzar la bendición de la fuente, y lo expresa muy bien: Ornn. aei. Deus, réspice propitius ad devotianem populi renascentis, qui sicut cervus, aquarum tuarum expetit fontem; et concede propitius, ut fideí ipsius sitis, baptismatis mys terio animam corpusque sanctificet. Nosotros no describimos los ritos de la consagración de la fuente y la administración del bautismo porque pertenecen a la historia litúrgica del bautismo, que formará la materia del segundo volumen de esta obra. Durante la larga ceremonia bautismal, la gran masa del pueblo, sin dirigirse toda al baptisterio, donde no habría cabido, permanecía en la iglesia con el clero inferior y con el grupo de los cantores. Para emplear santamente aquel tiempo se cantaban tres veces las letanías, pero de forma que, en un principio, cada invocación era repetida siete veces, después cinco y, finalmente, tres. Es ésta la razón por la que todavía hoy, a la vuelta de la procesión del baptisterio, se repiten dos veces cada una de las invocaciones de la letanía.

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Pero en las iglesias fuera de Roma, antes de comenzar el oficio, tenía lugar una solemne procesión al sepulcro para recoger la cruz y la santísima eucaristía, que habían sido depositadas en él el Viernes Santo. El sacerdote, después de haber mostrado la sagrada hostia al pueblo, la llevaba con gran pompa al altar mayor, mientras el coro, en memoria de la triunfal bajada de Cristo al limbo, cantaba la antífona Cum Rex gloriae, Christus, infernum debellaturus iniraret... Los maitines de Pascua de tres salmos eran ya en el siglo VIII el uso romano; sino que, mientras nosotros hoy repetimos constantemente en los días de la octava los tres salmos indicados, entonces, y hasta la reforma franciscana del breviario (s.XIII), eran recitados, de tres en tres, los primeros dieciocho salmos de los maitines de domingo. Entre las lecciones eran cantados tres responsorios, que recordaban la visita de las tres piadosas mujeres al sepulcro, la búsqueda del cuerpo del Señor y el anuncio de la resurrección dado por los ángeles (Super lapidem monumenti sedebant Angelí). Estos tres episodios característicos, el primero y el último sobre todo, dieron por mucho tiempo (s.IX-X) motivo a un simple pero eficaz melodrama sacro, llamado visitatio sepulchri, ojficium sepulchri, que se desarrollaba junto al sepulcro del Jueves Santo, y que, con alguna variante de diálogo y de personajes, se hizo común en muchísimos lugares, permaneciendo en uso hasta el final del siglo XV. Después de este intermedio dramático seguían las laudes. También ésas en un principio tenían por única antífona el Allelnia; fueron provistas de las actuales antífonas históricas entre finales del siglo VII y principios del VIII. La Semana de Pascua La Iglesia, inspirándose ciertamente en la antiquísima costumbre hebrea, ha prolongado la máxima fiesta cristiana durante siete días continuos: In Pascha Domini – dice una antífona del misal mozárabe – erit vobis solemnitas septem diebus, quorum dies prima venerabilis est, Alleluia! Alleluia! De esta semana pascual (hebdómada alba o in albis, διαχανσφμος δδομς=hebd.

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En la única liturgia cristiana revive Cristo: Cristo-Cabeza en la celebración de sus misterios redentores; Cristo-Cuerpo en la celebración de la liturgia santoral. En aquéllos, Cristo comunica a la Iglesia su vida; en ésta, la Iglesia ofrece por Cristo al Padre la santidad que ha recibido de su Esposo. Después, nada hay tan en función de los misterios de Cristo celebrados y revividos en el ciclo litúrgico como los sacramentos, efectiva comunicación vital del alma al gran misterio de la gracia, dada por Cristo en la encarnación y participada a través de las siete arterias sacramentales. La liturgia de los sacramentos se ha derivado, incluso históricamente, del año eclesiástico, y ninguno ignora la íntima conexión del bautismo y de la eucaristía con el misterio pascual, de las órdenes sagradas con las témporas, de la consagración de los óleos sacramentales con el Jueves Santo, de la penitencia con el miércoles de Ceniza y el Jueves Santo, del catecumenado con la Cuaresma, etc. Es decir, la Iglesia no separa los sacramentos de los misterios de Cristo revividos en el ciclo litúrgico, sino que están vinculados esencialmente y llevan su virtud santificadora a las almas. La escatología litúrgica El estudio sistemático del año eclesiástico y de las fiestas de los santos, esto es, por decirlo con término técnico, de la eortología cristiana (de εορτ, fiesta), en su significado originario y en su desarrollo histórico en las varias iglesias del Oriente y del Occidente, es, sobre todo, una contribución de la ciencia histórica moderna, iniciada por los grandes liturgistas de los siglos XVI-XVII y más recientemente ampliada y profundizada por las investigaciones de la liturgia contemporánea. 2. El Ciclo Semanal L a semana, verdadera célula del año eclesiástico, ha formado el más antiguo ciclo litúrgico. La Iglesia primitiva, recibiéndola como una institución sagrada de la Sinagoga, retiene en líneas generales, es cierto, determinadas observancias (ayuno en las ferias, reposo y servicio litúrgico el día de la fiesta); pero desde el principio transformó substancialmente el carácter y los objetivos, convirtiéndola en una institución cristiana con la conmemoración y celebración semanal de los misterios de la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

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Son célebres sobre este particular las catequesis mistagógicas de San Cirilo de Jerusalén dadas a los neófitos en la semana pascual del 347, y las de San Ambrosio, que nos han llegado en el De Mysteriis y De Sacramentis. Eran celebradas durante la misa verificada expresamente para ellos, pero en la cual no eran admitidos a hacer la ofrenda, como nos consta por San Ambrosio, no conociendo hasta ahora suficientemente el significado. Si también en Roma existía en un primer tiempo una misa especial pro baptizatis, como consta que existía en Milán, en las Galias y en España, es esto muy probable. Magani conjetura que el formulario de las misas para la octava pascua! como se encuentra en el gelasiano representa para cada día la fusión de las dos antiguas misas cotidianas, una para los neófitos, la otra para los fieles. Con todo esto, el gregoriano después la ha modificado profundamente, dirigiéndola principalmente a celebrar el misterio de la Pascua. La observancia de la semana entera pascual comenzó a decaer hacia el siglo IX, si bien muchos obispos y concilios se esforzaron por conservar la antigua disciplina. Hubo por esto diversas usanzas en los varios países. Mientras, por ejemplo, los Statuta, atribuidos a San Bonifacio (+ 754), conceden que al cuarto día los hombres puedan de nuevo comenzar a trabajar, el Decreto de Graciano (s.XII) enumera todavía en el elenco de las fiestas los siete días de Pascua. Sin embargo, de ordinario, después del siglo X, se consideraron como propiamente festivos solamente los dos primeros días de la semana después del domingo, y éstos se mantuvieron hasta el siglo XIX, cuando las exigencias de la vida moderna y el relajamiento general obligaron a suprimir también esto. Pero quedaron siempre festivos en el oficio litúrgico. En el uso litúrgico moderno se designa con el nombre de tiempo pascual aquel espacio de cincuenta y seis días que discurre desde la fiesta de Pascua al sábado (post nonam) de la octava de Pentecostés. En cambio, en la disciplina antigua, cuando Pentecostés no tenía todavía una octava (s.VIII), y por eso los días eran cincuenta y seis precisos, llamados Quinquagesima, Quinquag.

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En el libro primero de los Reyes se dice que a Saúl «un espíritu malo lo oprimía» cuando lo dejaba «el espíritu del Señor.» En el libro I de Paralipómenos (cap. 12) leemos que «satanás se levantó contra Israel e incitó a David a que hiciese el censo de Israel.» En el libro de Zacarías, al relatar la visión del sumo sacerdote Josué, se dice que el «diablo» se opuso a Josué. El libro de la Sabiduría de Salomón relata que: «Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sabiduría 2:24). «Ofrecieron sacrificio a los demonios, y no a Dios» (Deuteronomio 32:17) y «ofrecieron sacrificio...a los demonios» (Sal. 105:37). La actividad de satanás y sus ángeles está descripta de manera más completa en el Nuevo Testamento. De allí sabemos, que satanás y los espíritus malignos incitan constantemente a la gente al mal. El diablo, incluso fue capaz de tentar al mismo Señor Jesucristo en el desierto. Los espíritus malos se introducen muchas veces en las almas y hasta en el cuerpo de las personas, lo que testimonian muchos acontecimientos del Evangelio y las enseñanzas del Salvador. Sabemos de la posesión de personas por parte de los espíritus malignos por las numerosas curaciones de endemoniados que realizó el Salvador. Los espíritus inmundos es como que aguardan la despreocupación del hombre para inducirlo al mal. «Cuando el espíritu inmundo sale del hombre, anda por lugares secos, buscando reposo, y no lo halla. Entonces dice: volveré a mi casa de donde salí, y cuando llega, la halla desocupada, barrida y adornada. Entonces va, y toma consigo otros siete espíritus peores que él, y entrados, moran allí, y el postrer estado de aquel hombre viene a ser peor que el primero» (Mat. 12:43–35). Con referencia a la curación de la mujer encorvada, el Salvador dijo al principal de la sinagoga: «Y esta hija de Abraham, que satanás había atado dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día sábado?» (Luc. 13:16). Las Sagradas Escrituras llaman también a los espíritus malignos «espíritus impuros,» «espíritus de maldad,» «diablos,» «demonios,» «ángeles del diablo,» «ángeles de satanás.» El principal de ellos es llamado también «tentador,» «satanás,» «belzebú,» «baal,» «príncipe de los demonios,» «lucifer» y con otros nombres.

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Niceta Coniates (Thesaurus 1,7), siguiendo a Teodoro de Mopsuestia y a Filostorgio, asegura que el discurso estuvo a cargo de Alejandro de Alejandría. Se ha intentado conciliar todos estos informes suponiendo que Eustatio y Alejandro, los dos grandes patriarcas, dirigieron primeramente unas palabras al emperador y que sólo después se adelantó a hablar Eusebio. Pero su excomunión sigue siendo una dificultad en contra de esta sugerencia. E. Schwartz (PWK 6,1413) está convencido de que quien pronunció el discurso de bienvenida fue Eusebio de Nicomedia; pero su opinión no ha encontrado aprobación por parte de nadie. Mientras no se resuelva la cuestión de la presidencia del concilio, hay pocas esperanzas de que se encuentre una respuesta satisfactoria a este difícil problema. Tenemos muy pocas noticias de otros sermones de Eusebio. En su Historia eclesiástica (10,4,12–72) reproduce el texto completo del discurso que pronunció en la dedicación de la basílica de Tiro hacia el año 316. El tema central es la resurrección. El reciente triunfo del cristianismo, la reconstrucción de la catedral y la erección del baptisterio se utilizan como otros tantos tipos de la resurrección y glorificación final de la Esposa de Cristo, la Iglesia. En el manuscrito de Londres fechado en febrero del 411 (Brit. Mus. add. 12450), que contiene la versión siríaca de la Teofanía y de la segunda edición de su libro Sobre los mártires de Palestina, viene a continuación un panegírico de los mártires de Antioquía. El Martyrologium siríaco celebraba la fiesta de los héroes Macabeos el primero de agosto. Es probable que este sermón haya sido predicado con ocasión de aquella fiesta, pues incluye un primoroso elogio de la madre y de sus siete hijos que fueron torturados a muerte por Antíoco Epífanes y se creía enterrados en Antioquía. El sermón lo publicó W. Wright. 7. Cartas. Sus cartas debieron de ser numerosísimas, a juzgar por la enorme participación que tuvo en las disputas de su tiempo. Sin embargo, han desaparecido casi todas.

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