Del examen de los datos históricos hasta ahora conocidos podemos deducir las fases sucesivas de la formación de los libros litúrgicos. 1.° Período de improvisación carismática. – El celebrante no tiene delante de sí libro alguno; solamente de su inspiración interior toma las expresiones más adaptadas para desarrollar el tema de la gran plegaria eucarística que Cristo ha fijado y los apóstoles la han transmitido a las iglesias. Contra Qelsum, VI. Si se comienza a escribir alguna fórmula, como, por ejemplo, la de los capítulos 9 y 10 de la Didaché, ella no reviste carácter oficial; a los profetas se les permite dar gracias como quieran. 2.° Período de las fórmulas primitivas. – En este período (siglos II-III), el núcleo eucológico central, la anáfora, por la importancia capital que tiene, tiende a precisarse en una fórmula invariable o en un resumen descriptivo de su contenido. Las referencias de San Justino y, sobre todo, el texto de San Hipólito, compuesto en el 218, en uso quizá en su iglesia cismática, nos reflejan, en efecto, una situación eucológica más estable que la presente. Las demás fórmulas, sin embargo, permanecen todavía oscilantes. La Traditio, aunque propone alguna, deja todavía al oficiante plena libertad para servirse o no de ella; importa más que su plegaria sea correcta y ortodoxa. 3.° Período de libre composición (siglos IV-V). – La adaptación del latín como lengua litúrgica (siglos III-IV), el advenimiento de la paz, la afluencia de las masas populares a la Iglesia, determinó un rápido y extraordinario desarrollo litúrgico, al que corresponde un intenso trabajo de producción eucológica, especialmente en África y en Italia. En torno a la anáfora, que era como la gran plegaria central, substancialmente inmutable, se multiplican fórmulas de toda clase, tanto para el ritual de los sacramentos como para el de los sacramentales, pero sobre todo para el de la misa. De aquí los primeros libelli missarum, es decir, artículos que contienen algún formulario de la misa, de los cuales tenemos un tipo en Oriente, en el libro octavo de las Constituciones Apostólicas, y en Occidente, en el llamado misal de Stowe y en las misas de Mone. Esta imponente eflorescencia litúrgica no siempre, como es fácil suponer, ortodoxa y correcta, la ha atestiguado ampliamente a finales del siglo IV un sínodo de Hipona (393), y a principios del siglo V, los concilios de Cartago y Mileto, San Agustín y el mismo papa Inocencio I (416).

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El culto litúrgico de los mártires, que fue el primer anillo del ciclo hagiográfico fue en un principio unido con la liturgia funeraria de las catacumbas. Lo comprueban todos los datos contenidos en los antiguos calendarios, comenzando por el feríale filocaliano; no hay que maravillarse, por tanto, si durante mucho tiempo su culto conservó los caracteres de ella. La celebración de las fiestas de los mártires y después las de los santos obispos que habían ilustrado la propia sede era totalmente local, es decir, restringida a las memorias erigidas sobre sus sepulcros. En Roma, por ejemplo, fuera del cementerio de Calixto o de Priscila, cuando se celebraba el aniversario de algún mártir, la fiesta no tenía ninguna expresión litúrgica; de forma que mientras los devotos se agrupaban fuera del promerium para tomar parte en la solemnidad cementerial, el clero dedicado al servicio de los títulos urbanos continuaba en ellos la celebración de los oficios divinos según el acostumbrado ciclo hebdomadario. Sucesivamente (s. VII-VIII), al multiplicarse los altares dedicados a los mártires y a los santos confesores, que guardaban sus reliquias, también sus fiestas se multiplicaron y se extendieron; la reforma litúrgica carolingia (s. IX). La repartición de las fiestas litúrgicas según los varios ciclos arriba mencionados es más bien de orden descriptivo o didáctico. En realidad, el ciclo litúrgico es uno solo: la Pascua. En efecto, el ciclo de la encarnación (Navidad), así en el plan de la Providencia como en el pensamiento de la Iglesia, está subordinado al ciclo de la resurrección (Pascua). El Hijo de Dios se ha hecho hombre para redimirnos: propter nos et propter nostram salutem. Las fiestas de la Virgen y de los santos no están separadas de aquel ciclo cristológico, sino que forman parte integrante de él, ya que el sacrificio cruento sufrido por los mártires y el sacrificio incruento de los confesores está esbozado en torno a la pasión de Cristo; no la pasión histórica, se entiende, sino aquella que se desarrolla y se perpetúa en la Iglesia a través del misterio redentor de la misa.

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En Alejandría, por el contrarío, en tiempo de Clemente Alejandrino, están todavía unidos ágape y eucaristía; lo mismo se deduce de la Epistula A postolorum, redactada hacia el 130140. En Roma, San Clemente, escribiendo la primera Carta a los Corintios en el 97, invita a los hermanos a acudir a la iglesia para dar gracias a Dios, sin aludir a ningún otro deber. Lo cierto es que cincuenta años más tarde, cuando San Justino escribió su famosa Apología (c.152), el ágape había desaparecido completamente del rito sacrifical; la prueba es que no hace la menor alusión. 2. Los Orígenes de la Eucaristía H asta aquí, basándonos en los datos históricos que nos ofrecen los libros del Nuevo Testamento, hemos procurado trazar la estructura de la eucaristía apostólica. Hemos hecho notar que la eucaristía surgió como consecuencia de las palabras y de los hechos de Cristo realizados en la última cena; palabras y hechos que, según su expreso mandato, debían ser reiterados, como en efecto los reiteraron los apóstoles, conmemorando eficazmente la muerte redentora del Maestro. Este es el origen y ésta fue siempre substancialmente la interpretación católica del misterio eucarístico. Muy diverso es el modo de pensar de la crítica independiente. Sus representantes – que son legión especialmente en Alemania – en su mayor parte se colocan en un punto de vista crítico o filológico; otros, pocos, de los cuales únicamente debemos ocuparnos, parten de supuestos histórico litúrgicos, y, rechazando toda relación entre la última cena y la eucaristía, poniendo el origen de ésta quién en algún rito de la liturgia judaica, quién en elementos culturales paganos oportunamente elaborados y cristianizados, quién, por último, en deformaciones fantásticas de la primitiva tradición. Pero la eucaristía queda despojada de su esencial carácter de sacrificio en todos estos sistemas. Pasaremos revista a las principales de estas teorías para someterlas a una crítica objetiva. Los Supuestos Antecedentes Judaicos Fue Pablo Drews (1912) de los primeros que lanzaron la hipótesis, más tarde adoptada y desarrollada diversamente por Von der Goltz y otros muchos, según la cual Jesucristo no celebró en la última cena el tradicional banquete pascual, ni mucho menos instituyó un rito nuevo, sino que sencillamente comió con sus discípulos el llamado Kiddusch, que más tarde, después de haber desaparecido el Maestro, lo repitieron aquéllos hasta transformarlo poco a poco en un rito independiente, la eucaristía.

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Estos, observa el escritor, dicunt se observare Quinquagesimam, qui forte Quadragesimam complere vix possint. Una costumbre parecida existía en los países cisalpinos, según refiere San Máximo de Turín (+ 450). Estos usos Accidentales eran una repercusión de análogos usos orientales, donde, al decir de Casiano, el añadir una o dos semanas al ayuno cuaresmal era cosa común en los monjes, no tanto por deseo de singularizarse cuanto por mayor rigor de penitencia. Como en estos países, y Milán se contaba entre éstos en Occidente el sábado no era considerado día de ayuno, así muchos deseaban compensar los seis sábados de la Cuaresma añadiendo una séptima semana. Después, en algunos lugares en que durante la Cuaresma no se ayunaba ni el sábado ni el jueves, o bien se consideraba la Semana Santa fuera de la cuarentena, eran dos o tres las semanas a compensar; de aquí todavía una Sexagésima y una Septuagésima, También en Occidente, a ejemplo de los bizantinos, esta más larga preparación al ayuno cuaresmal fue introducida aquí y allá, pero naturalmente sin una disciplina uniforme. Fue en un principio una devoción privada o de alguna comunidad monástica, después una observancia de particulares provincias eclesiásticas, finalmente entró en el ciclo litúrgico oficial. De los datos oficiales que conocemos, podremos resumir así las sucesivas etapas históricas de este tiempo: se comenzó bajo el papa Hilario (461–68) a transformar en días de ayuno completo los semiieiunia, de los antiguos días de estación, el miércoles y viernes antecedente al Caput Quadragesimae, y a dotarles de una misa especial; el jueves y el sábado permanecieron alitúrgicos hasta el siglo VIII. Sucesivamente, como nos consta por Fausto de Rietz (+ entre el 490 y el 495), el ayuno fue extendido a toda la semana de Quincuagésima. En Roma, como justamente opina Morin, la Quincuagésima debió introducirse a principios del siglo VI, bajo el papa Hormisdas (514–523). La regla benedictina (526), sin embargo, no la conoce todavía o al menos no la admite.

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Existe la hipótesis de que Zacarías estaba cumpliendo funciones de sumosacerdote cuando se le apareció el Angel detrás del velo del Santo de los Santos, donde el sumosacerdote ingresaba solo una vez al año, el día de la purificación. Según nuestro calendario ese día corresponde al 23 de septiembre, considerado como el día de la concepción del Precursor. Seis meses después, tuvo lugar la Anunciación a la Virgen María celebrada el 25 de marzo. Nueve meses mas tarde, el 25 de diciembre, nació Nuestro Señor Jesucristo. Sin embargo, nada hay que confirme el hecho de que Zacarías fuese sumosacerdote. Ciertamente, hay otra explicación simbólica para la elección de la fecha en la que debe festejarse la Navidad de Nuestro Señor. Los antiguos estimaban que Cristo, como un segundo Adán, fue concebido por la Virgen durante el equinoccio de primavera, el 25 de marzo, fecha en la que, según una antiquísima tradición, fue creado el primer Adán. Cristo, Luz del mundo, Sol de verdad, vino al mundo luego de nueve meses durante el solsticio de invierno, cuando los días se hacen mas largos y las noches se acortan. En concordancia con esto, la concepción de Juan el Bautista, seis meses mayor que Cristo, debía celebrarse el 23 de septiembre, durante el equinoccio de otoño y su nacimiento el 24 de junio, durante el solsticio de verano, cuando los días comienzan a menguar. San Atanasio advierte este hecho en las palabras del propio Juan el Bautista en Jn. 3:30 . «Es necesario que Él crezca y yo diminuya. " Alguna confusión surge cuando el Evangelio de san Lucas se refiere al censo efectuado en la época en que nació Cristo: »Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba Siria« pues, según datos históricos, Quirino fue gobernador de Siria unos diez años después del Nacimiento de Cristo. La explicación mas apropiada para este malentendido es la siguiente: durante la traducción del texto griego (y hay sólidos fundamentos para ello) en lugar del vocablo «este censo» debería haberse aplicado «el mismo censo.» El edicto sobre el empadronamiento fue ordenado por Augusto antes del Nacimiento de Cristo, pero debido a las sublevaciones populares y a la muerte de Herodes, el censo fue interrumpido y luego completado diez años mas tarde durante el gobierno de Quirino.

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II, 5–6). Con la finalidad de evitar el control oriental sobre Iliria, fundó el vicariato apostólico de Tesalónica. Guiado por ese principio de intervención, con ocasión de apoyar la condena de Pelagio, insistió ante los obispos africanos – con disgusto de éstos – en el papel supremo en materia doctrinal que le correspondía a Roma. Asimismo rompió la comunión con Alejandría y Antioquía, cuando estas diócesis no aceptaron su punto de vista en relación con la deposición de Juan Crisóstomo. Obras: Han llegado hasta nosotros treinta y seis cartas suyas. Teología: Como ya queda indicado, Inocencio fue un defensor a ultranza del primado romano. Para ello se apoya en la tradición que hace al obispo romano sucesor de Pedro, el príncipe de los apóstoles. Con todo, también recurre en sostén de su tesis a la legislación de Nicea, tal y como se interpretaba en Roma, e incluso Wermenlinger ha hablado de una posible influencia en Inocencio de la ideología de la «Roma Eterna.» Ver Juan Crisóstomo; Pelagio. Interpolaciones en los Apócrifos Durante el período intertestamentario y, en parte, después de la aparición del cristianismo, se produce en el seno de la religión judía un fenómeno teológico-literario entre cuyos frutos se encuentra la literatura apócrifa. Consiste esta en un conjunto de escritos que pretenden proporcionar autoridad a diversas ideas atribuyéndolas a personajes históricos de relevancia como Esdras, Moisés, Isaías, etc. El hecho de que tales obras gozaran de un claro predicamento llevó a las mismas a ser objeto de interpolaciones cristianas. Experimentaron las mismas el Cuarto libro de Esdras, el Libro de Enoc, la Ascensión de Isaías, etc. Con todo, no resulta fácil en muchos casos determinar si el texto en concreto es una interpolación o si refleja el punto de vista del judaismo anterior al concilio de Jamnia. Ireneo Vida: Nació entre el 140 y el 160 en Asia Menor, quizá en Esmirna. Discípulo de Policarpo, a través de él conectaba con la Era apostólica. El 177–178 fue enviado, siendo presbítero de la iglesia de Lyón – sigue existiendo controversia acerca de la ubicación de esta ciudad –, al papa Eleuterio para mediar en una controversia relacionada con el montañismo. Consagrado obispo con posterioridad, medió en la polémica pascual entre los obispos orientales y el papa Víctor. Tuvo éxito en su intervención si bien no sabemos nada de su vida ulterior. Obras: Posiblemente sea Ireneo el teólogo más importante del s. II. Su obra Contra los herejes es una enciclopedia de heterodoxias y, sobre todo, un auténtico fondo de datos acerca del gnosticismo. Escribió asimismo una Demostración de la enseñanza apostólica y una serie de obras de las que sólo nos han llegado fragmentos o el título a secas (Acerca de la monarquía, Acerca de la ogdoada, Acerca del conocimiento, etc.).

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IV-V), el Evangelio de Felipe (gnóstico, se puede datar en la segunda mitad del s. III); el de Matías (anterior a la época de Orígenes), el de Bernabé (del que no nos ha llegado nada si bien sabemos que el Decreto Gelasiano lo consideró apócrifo), el de Bartolomé (un conjunto de diálogos en el que diversos personajes, incluido Satanás, responden a las preguntas del autor acerca del descenso de Cristo a los infiernos), el de Andrés (gnóstico), el de Judas Iscariote (gnóstico), el de Tadeo, el de Eva (gnóstico), el de Basílides (gnóstico), el de Cerinto (gnóstico), el de Valentín (gnóstico) y el de Apeles (gnóstico). En su conjunto todas estas obras, si bien nos permiten acceder al pensamiento de algunos grupos heréticos, especialmente los gnósticos, carecen de validez histórica a la hora de estudiar la figura y la enseñanza de Jesús, con la excepción – que ha de ser muy matizada-del Evangelio gnóstico de Tomás en el que, no obstante, la coloración heterodoxa obliga a desconfiar de la fuente. Ver Gnosticismo. F Fabiano Papa (236–250), desarrolló una ingente actividad en la reestructuración de la Iglesia en Roma. Por Cipriano (Epist LIX, 10) sabemos que apoyó en una carta la condena del obispo Priato de Lámbese, pronunciada en un concilio númida. Faustino Vida: Poseemos pocos datos acerca de él si bien sabemos que en torno al 380 estaba en Roma donde era sacerdote luciferiano, manteniendo algún tipo de relación con la esposa de Teodosio, Flacila. Obra: Fue autor de un tratado Acerca de la Trinidad en el que expone la postura ortodoxa enfrentada al arrianismo, de una profesión dirigida a Teodosio y de un Libelo de preces, también dirigido al emperador, que constituye fuente importante para la historia del luciferianismo. Ver Lucifer de Cagliari. Febadio de Agen Vida: Obispo de Agen en las Galias, participó en el sínodo de Rímini (359) manteniendo una postura contraria a las tesis arrianas y siendo el último en ceder ante las presiones de los legados imperiales si bien exigió antes la redacción de un conjunto de aclaraciones que suavizaban el contenido arriano de la fórmula de Rímini.

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La missa cantata más tarde (después del s. XI) se llamó también missa solemnis, porque, sobre todo en los monasterios, donde abundaba el clero, se añadió al personal litúrgico un subdiácono, que entre tanto había cobrado mayor importancia. La parte musical, después del impulso dado al canto por los carolingios, tuvo también un esplendor mayor que antes. Misa rezada . Huelga advertir que con el término misa rezada o privada se pretende sólo poner de relieve la forma ritual simple , sin canto, en contraposición a la solemnidad y pompa de la misa pontifical o solemne, pues de por sí el santo sacrificio, de cualquier manera que se celebre, reviste siempre un carácter intrínsecamente público, prescindiendo del marco ceremonial con que lo adorne la Iglesia. La misa privada, o, más exactamente, el Sacrificium, esto es, el puro rito sacrifical, se remonta probablemente a los primeros siglos, si bien la simplicidad del ritual primitivo parece que la distinguía muy poco de la misa pública, salvo que la asistencia de fieles era menor y que faltaba toda la parte introductoria, la cual era esencialmente una sinaxis pública totalmente distinta del Sacrificium. Tertuliano, a la pregunta de cómo era posible celebrar el santo sacrificio durante la persecución (dominica solemnia), responde: Sí colligere interdiu non potes, habes noctem...; sit tibi et in tribus ecclesia; como si dijera: «Si de día no te es posible celebrar los santos misterios ante la asamblea de todos los hermanos, elige la noche; celebra privadamente la misa aun cuando no tengas contigo más que a dos o tres de ellos. «Algo semejante escribía Dionisio de Alejandría. San Cipriano habla de las misas celebradas ante los confesores de la fe, detenidos en las cárceles, por un solo sacerdote, asistido por un diácono. También las misas pro dormitione celebradas en las sepulturas y en los aniversarios debían de ser privadas, así como también las – frecuentes en el siglo IV – que se decían in domiciliis, en los oratorios domésticos, para cuya disciplina intervinieron los concilios de aquel tiempo. Sabemos asi mismo con certeza que desde el siglo III se hallaba muy difundida la práctica de la celebración cotidiana de la misa, en Roma sobre todo y en África, no sólo por parte de los obispos, sino también de simples sacerdotes. Lo atestiguan San Cipriano, San Atanasio, Optato de Mileto, San Jerónimo, San Ambrosio, San Juan Crisóstomo y San Agustín. Podemos conjeturar que se trataba de misas privadas, aunque la escasez de los datos históricos no permite excluir de tales liturgias diarias la intervención de un lector o de un diácono, así como el canto del canon por el celebrante y otros elementos de carácter publico.

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La tercera Carta, muy breve y de un contenido semejante a las anteriores, está dirigida a Gayo, que por el contexto parece que fue un cristiano fervoroso y activo con el que Juan cuenta para solucionar algunos de los problemas que tiene aquella Iglesia, ya que en ella y a su cabeza se halla Diotrefes (– educado por Zeus), que es un tipo un tanto soberbio y dominante, que ni quiere someterse a lo que manda Juan ni recibir a los misioneros que él les envía. Cuando pasamos de las Cartas al Apocalipsis experimentamos la sensación de un salto o, mejor aún, de un vuelo. Es el paso de un género literario a otro, un cambio de continente y de lenguaje, aunque se trata de los mismos hombres y de la misma Palabra de Dios. El Apocalipsis o Revelación es el único libro del Nuevo Testamento que pertenece a este género, aunque tenga precedentes en el Antiguo Testamento. El género apocalíptico trata de revelarnos realidades trascendentes mediante un simbolismo misterioso y esotérico cuyo verdadero significado sólo conoce el vidente. La consecuencia es que dicho género está abierto a múltiples interpretaciones, que a veces son excluyentes, pero que en su mayoría podríamos llamar complementarias. Baste recordar que muchas de estas interpretaciones oscilan entre las de carácter más histórico, que leen el texto como una sucesión lineal de hechos, unos ya acaecidos y otros por venir; mientras que la otra lectura es más cíclica y espiritual, y se aplica no tanto a determinados hechos cuanto a su interpretación más profunda y que se repite como una constante histórica a través de situaciones pendulares o antagónicas – la lucha del bien y del mal, de Cristo y el Anticristo – de las que las persecuciones romanas son tan sólo un episodio. Sin embargo, el Libro de la Revelación no pertenece totalmente al género apocalíptico, ya que, en su comienzo, presenta un septenario de cartas, que tienen una determinada interpretación geográfica y temporal. Estas cartas nos proporcionan una información sobre la primitiva Iglesia, la que existió inmediatamente después de la presencia personal de los apóstoles y aun de su muerte. Estamos dentro del espacio histórico que nos hemos señalado para esta Vida informativa de la Iglesia, y vamos por tanto a recoger algunos datos que nos ofrecen estas siete Cartas, dejando la exposición del resto del Apocalipsis para los muchos y excelentes comentarios que se han publicado. Las Siete Cartas del Apocalipsis

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Lo que así se recauda es llevado al presidente, el cual se encarga de socorrer a los huérfanos, a las viudas...» . Estos son los preciosos pormenores referentes a la misa que nos da el Apologista, y que nosotros tratamos de analizar meticulosamente para poner en evidencia todo su contenido histórico-litúrgico, ilustrándolo, cuando sea necesario, con otros testimonios contemporáneos. Antes de iniciar esta labor es indispensable exponer algunos datos en torno al ritual judaico de las sinagogas por la influencia directa que el ejerció sobre el servicio litúrgico de la Iglesia primitiva. El Ritual Judaico en la Liturgia Primitiva Las sinagogas eran para los judíos los lugares ordinarios de instrucción y de oración, estando los sacrificios exclusivamente reservados para el templo. Su origen es obscuro. Los Hechos parece que las hacen remontar a una época bastante antigua. En tiempo de Nuestro Señor había al menos una en cada aldea de Judea y de Galilea, como también en muchas ciudades del imperio romano. Para fundar una sinagoga bastaban, según las tradiciones rabínicas, diez personas suficientemente ricas para no verse obligadas al trabajo manual. Ellas constituían los llamados beméhazzeneseth, hijos de la sinagoga, una especie de cofradía con sus priores, que eran tres, llamados arquisinagogos, uno de los cuales, primus ínter pares, llevaba la dirección de los demás, miraba por la buena marcha de la sinagoga y presidía las reuniones. Había, además, un chazzan, una especie de sacristán, que se ocupaba de la parte material del servicio. La sinagoga era una sala rectangular, más o menos amplia. En el fondo, sobre un plano elevado, había algo así como un tabernáculo. Era el armario santo (térah), que contenía los rollos de la ley y de los demás libros divinos. Estaba cubierto por un velo. Junto a las gradas que conducían a esta especie de santuario estaban los asientos del presidente, de los ancianos y del oficiante. Estos estaban vueltos al pueblo, que se colocaba en el recinto alrededor del ambón, reservado al lector o predicador, separados los hombres de las mujeres. El servicio litúrgico en las sinagogas se celebraba el sábado y el segundo (lunes) y quinto (jueves) días de la semana por la mañana (hacia la hora tercia) contemporáneamente al sacrificium iuge del templo, y por la tarde (después de nona), a la hora del sacrificium vespertinum. El del sábado procedía por el orden siguiente:

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