ill. 134), tradujo al griego varios de sus escritos. Esta versión, sin embargo, parece de fecha posterior. Ha servido de fuente a una revisión anónima del Onomatologos de Hesiquio de Mileto (por el año 550), utilizado, a su vez, por Focio y Suidas. Antes de ser nombrado patriarca de Constantinopla, Focio compuso el Myriobiblon o Biblioteca, magnífica fuente de datos en la que se nos da cuenta de casi 280 obras paganas y cristianas. Su hermano Tarasio le había pedido un resumen de cada una de las obras que se leyeron o discutieron, durante su ausencia, en el círculo cultural o academia privada que se reunía habitualmente en casa de Focio. Redactada antes del 858, la Biblioteca no trata de clasificar las diferentes obras según su contenido o forma literaria. El autor se contenta con escribir sus resúmenes en el orden en que la memoria le va presentando las obras; hace notar en la introducción que, «si ello pareciera preferible, no sería en manera alguna difícil describir bajo rúbricas distintas los acontecimientos históricos y los (escritos) que tratan sobre temas diferentes. Pero, como esto no aportaría ninguna ventaja, no hemos intentado establecer discriminaciones y nos hemos limitado a escribir estos (resúmenes) conforme acudían a nuestra memoria.» De acuerdo con el número de volúmenes leídos por Focio, su Biblioteca se componía de 280 secciones, a las que alude generalmente con el nombre de Códices. Algunos capítulos contienen descripciones más o menos detalladas, otros añaden largos fragmentos seguidos de una critica literaria y precedidos, a veces, de indicaciones biográficas. El autor da pruebas de poseer una vasta erudición y de ser un espíritu muy agudo e independiente en sus juicios. Sin este trabajo, muchos escritos clásicos y patrísticos se habrían perdido completamente o serian totalmente desconocidos. Es, además, indispensable al historiador de la literatura cristiana primitiva el Diccionario que compuso hacia el año 1000 el lexicógrafo Suidas de Constantinopla.

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No todos los personajes de la Patrística han tenido la misma importancia. Tampoco todos son conocidos o han sido estudiados por igual. De Agustín de Hipona poseemos no sólo un número considerable de obras sino también una bibliografía cuya mera enumeración ocupa varios volúmenes de regular tamaño. Por el contrario, de otros padres sólo contamos con el nombre y poco más. Sus escritos no han llegado hasta nosotros, su identificación personal es dudosa y los esfuerzos para hallar fragmentos de su legado son discutibles en buen número de casos. Con todo, hemos tendido a no excluir ninguno de esos nombres, grandes o pequeños, del cuerpo de esta obra. En ella, ordenados alfabéticamente, el lector encontrará acceso a varios centenares de padres de los seis primeros siglos de acuerdo a una metodología que estimamos sencilla y clara. En primer lugar, se hallan recogidos los datos relativos a la biografía del personaje así como, brevemente, los de su tiempo. A continuación, se consigna su obra escrita – al menos, la más importante – y, finalmente, se recogen las aportaciones teológicas – caso de existir – realizadas por el sujeto en cuestión. De manera rápida y sencilla, la persona que consulte el presente diccionario obtendrá la información esencial sobre la vida, la obra y la teología del padre concreto. No todo en los padres – sería absurdo engañarse – es oro, por mucho que reluzca. Tampoco nadie puede esperar hallar en ellos formulaciones similares a algunas de las nacidas en los momentos más delicados de la historia del cristianismo. Pero, pese a ese carácter imperfecto, limitado por la circunstancia, aquí tan claramente orteguiana, no se puede ni caer en una hagiografía falsa que oculte la realidad histórica ni tampoco hacer caso omiso de cómo vivieron, pensaron y afrontaron las crisis y problemas de su tiempo, desde una perspectiva deseada evangélica, aquellos cristianos, ejemplo vivo para nuestra época – aunque nos cueste creerlo – mucho menos convulsa. No hacerlo así nos abocaría, como lúcidamente señaló Santayana, a repetir la historia, muchas veces trágica, del pasado.

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Finalmente, otras congruencias menores apoyan lo dicho, como es la insistencia y precisión de ciertos términos médicos – y sabemos que Lucas lo era – y también la cultura literaria del escritor, que posee un estilo peculiar, que emplea giros del griego ático, desconocido en el resto del Nuevo Testamento, y utiliza un vocabulario propio en un 29 por 100 de las palabras, lo cual coincide con otros datos que ya poseemos de Lucas. El libro está dedicado a Teófilo, la misma persona a quien también dedicó su evangelio, y cuya identidad real o ficticia todavía no se ha esclarecido. Mas lo importante es conocer cuál fue la verdadera intención de Lucas al escribir los Hechos. Catequesis y Reflexión Histórica Los Hechos es un escrito catequético. Lucas supone la fe de los lectores y pretende profundizar en ella y «asegurarla,» darle esa «asfaleia,» esa firmeza y seguridad que prometía al comienzo de su evangelio (Lc. 1–4). Lucas se dirige a destinatarios del mundo helenístico y posiblemente tiene ante sus ojos a los que viven en la región de Efeso. Pero de esto trataremos más adelante, cuando lleguemos en nuestra lectura a dicha región. Es una comunidad cristiana que ya no pertenece α lα primera generaciσn contemporánea de los apóstoles. En esta comunidad han surgido problemas internos y externos. Y Lucas pretende esclarecerlos y resolverlos, narrando para eso los orígenes de la Iglesia y mostrando que hay una identidad entre el anuncio o kerigma primitivo y la catequesis activa que se va estableciendo por la tradición. Es posible que la comunidad cristiana tenga que reflexionar sobre su identidad. Muchas de esas comunidades deben su origen a la predicación de Pablo, pero ¿es esa predicación, esa fe que Pablo les ha trasmitido, la misma que predicaban los Doce que convivieron con Jesús? Por otra parte, pasado el primer fervor de la conversión, se presenta la monotonía de la vida cristiana y el cansancio que hay que superar en la vida de cada día, para lo cual puede ser modélico el recuerdo de los orígenes.

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El factor paulino, en cambio, que trae su origen de la práctica enseñada por el Apóstol a las iglesias por él fundadas, práctica que aparece en la primera Carta a los Corintios (c. 11), no fue originariamente más que la simple repetición de la última cena juntamente con la conmemoración de la pasión de Cristo. Más tarde, aquel simple banquete, por obra de San Pablo, influido por los misterios helénicos, acentuó su carácter místico, dio entrada a la idea de sacrificio, y le fue atribuido un valor expiatorio de perdón de los pecados. Este tipo paulino halló su exponente en la anáfora romana de San Hipólito. La primera parte de la misma, de carácter exclusivamente cristológico e inspirada totalmente en los conceptos paulinos de la carta a los de Filipos (2:5–11) y de la primera a Timoteo (3:16), desarrolla, en torno al relato de la institución, la conmemoración de la muerte y resurrección del Señor. Por el contrario, en la segunda parte, sin trabazón substancial con la primera, entra ya la idea del sacrificio tal como la expone San Pablo en la primera a los Corintios (10:10–16). Este segundo tipo constituyó la práctica habitual eucarística de las numerosas comunidades paulinas y llegó a suplantar al otro tipo, más antiguo, de Jerusalén, imponiéndose a toda la Iglesia como la liturgia oficial. La tesis elaborada por Lietzmann no responde a los datos históricos conocidos y comúnmente admitidos. En efecto: 1) El carácter de chabúrah, que Lietzmann y, más recientemente, Dix atribuyen a la última cena, uno de los presupuestos en que funda aquél su teoría, contrasta de plano con las referencias de los sinópticos. Particularmente San Lucas, que es considerado como la fuente más antigua y limpia de influencias eclesiásticas, declara expresamente y repetidas veces que Jesús en aquella circunstancia deseaba celebrar la Pascua. La dificultad de armonizar la narración sinóptica con San Juan no puede desvirtuar unos datos tan explícitos. 2) La teoría de Lietzmann llega necesariamente a suponer que, antes de la larga elaboración que acabó al adoptarse el rito eucarístico paulino, transcurrió un período de tiempo durante el cual no existió verdadera eucaristía. Ahora bien: esto, como ya lo demostramos, está en abierta contradicción con los datos de los Hechos y con la tradición histórica y dogmática de la Iglesia. La primera Carta a los Corintios, escrita alrededor del 55–56 después de Cristo, supone la Coena Dominica arraigada ya y celebrada regularmente en aquella comunidad.

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Algunos escritores cristianos de los primeros siglos padecieron una cierta confusión entre estos dos Felipes, el apóstol y el diácono. Confusión originada no sólo por la identidad del nombre, sino por el hecho de que los dos predicaron el evangelio, ambos fueron incluidos en los antiguos santorales, y además ambos tenían unas hijas. Hoy día, a vista de la información que poseemos, puede quedar disipada esa confusión. Los evangelios establecen indudablemente la identidad del apóstol San Felipe como uno de los cinco llamados por Jesús en la primera hora, y que permaneció con El durante todo el tiempo de su vida pública, y que, en la última Cena, hizo a Jesús aquel ruego, tan confiado e ingenuo: «Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta.» Independientemente de estos datos evangélicos, los Hechos nos repiten al principio la lista de los apóstoles, entre los cuales se encuentra Felipe, y añade después que dichos apóstoles nombraron a otras personas auxiliares llamados diáconos, entre los cuales se cita el nombre del «otro Felipe.» Respecto a Felipe apóstol, hoy podemos completar los datos evangélicos con otros aportados por una tradición, sólidamente apoyada en antiguos documentos. Dicha tradición le atribuye la evangelización de las regiones de la Frigia, y que fijó su residencia en la ciudad de Hierápolis, donde murió, según testifica Polícrates, obispo de Efeso, en el siglo π, en una carta al Papa San Víctor. En ella afirma el citado testigo que en la misma ciudad murieron y vivieron dos hijas vírgenes del apóstol y también una hermana suya, mientras que una tercera hija, que tal vez se casó, se hallaba sepultada en Efeso. Por su parte, Papías, el famoso obispo de Hierápolis, añade que él trató personalmente con las hijas del apóstol Felipe, y que una de ellas le dijo que su padre había resucitado a un muerto. Asimismo, los más antiguos documentos testimonian que Felipe murió mártir en la persecución de Domiciano. Todo lo cual nos sitúa históricamente al apóstol Felipe sin confusión posible con el diácono Felipe; aunque éste también tuviese unas hijas vírgenes, que en este caso eran cuatro, y que se hallan mencionadas en el Libro de los Hechos, y cuya casa, en la ciudad de Cesárea, todavía existía en tiempos de San Jerónimo, porque él escribe que Santa Paula le hizo una visita. ¿Cuál fue el campo de evangelización del diácono Felipe?

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Ante el cuerpo apedreado del primer mártir cristiano comprendemos el significado de toda su apología ante el Sanedrín. Esteban ha trazado un compendio de la Historia de la Salvación, que culmina en Jesús. Jesús ha sido asesinado y traicionado por el pueblo al que venía a salvar. Pero ha triunfado, porque está vivo y glorioso en el cielo. El grito de Esteban, «veo los cielos abiertos y a Jesús a la derecha de Dios,» es una confesión explícita de la divinidad de Cristo, y así lo entendieron sus jueces, que no pudieron soportar lo que ellos consideraban una blasfemia. No conocemos exactamente el sitio de la lapidación de Esteban. Es muy probable que fuese a extramuros de la ciudad, en la parte norte, mucho más pedregosa y alejada del control de la guardia romana. La memoria del sepulcro del mártir se perdió en los próximos años, como la de tantos otros recuerdos y localizaciones en la ciudad de Jerusalén, destruida en dos sucesivos asedios. Quizá durante esta época, falta de noticias, creció más propiciamente la leyenda que trató de suplir la escasez de datos históricos. De esta «pasión legendaria» tan sólo poseemos algunos códices muy posteriores, aunque muy probablemente se refieren a datos pertenecientes a épocas anteriores. Según ellas, dos años después de la Ascensión del Señor, Esteban comenzó a tener discusiones muy violentas con sus adversarios, que llegaron a conducirlo ante el tribunal de Caifas, que lo hizo azotar. La palabra de Esteban refutó victoriosamente las objeciones de sus adversarios, que lo condujeron sucesivamente ante el escriba Alejandro y el tetrarca Antipas. Finalmente, tras la sesión tumultuosa del Sanedrín, narrada en los Hechos, Esteban fue conducido ante la presencia de Pilato, donde se encontraban como defensores de Esteban tanto Nicodemo como Gamaliel y su hijo Abibo, quienes también sufrieron el martirio. Otras variantes de la leyenda afirman que las reliquias del mártir fueron trasladadas por Gamaliel a una propiedad suya, situada en la villa de Kefargamla, a 30 millas de Jerusalén, donde asimismo fue sepultado Nicodemo.

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4 . El Evangelio de Eva. De él dice Epifanio que circulaba entre los borboritas, una secta gnóstica ofita. Algunos de estos evangelios llevan el nombre de herejes famosos. 5 . El Evangelio según Basílides. Orígenes dice que este heresiarca «tuvo la audacia» de escribir un evangelio; es mencionado también por Ambrosio y Jerónimo. Es posible que Basílides hubiera retocado los evangelios canónicos con el fin de adaptarlos a las doctrinas gnósticas. 6 . El Evangelio de Cerinto, mencionado por Epifanio. 7 . El Evangelio de Valentín: conocemos su existencia por Tertuliano. 8 . El Evangelio de Apeles, del que nos hablan Jerónimo y Epifanio. Una nota característica común a todos estos evangelios gnósticos es la manera arbitraria como usan los datos canónicos. Las narraciones de los evangelios canónicos sirven como de marco a las revelaciones gnósticas, hechas por el Señor o por María en conversaciones con los discípulos de Jesús después de su resurrección. Estos evangelios tienen cierto cariz apocalíptico debido a las especulaciones cosmológicas que contienen. Por eso se les ha llamado evangelios-apocalipsis. III. Hechos Apócrifos de los Apóstoles L os Hechos apócrifos de los Apóstoles tienen de común con los evangelios apócrifos el hecho de querer suplir lo que falta en el Nuevo Testamento. Parece ser que el origen de estos Hechos apócrifos se debe, en buena parte, al deseo de crear una literatura popular capaz de sustituir las fábulas paganas de carácter erótico. Se complacen en aventuras y descripciones de países lejanos y pueblos extraños; sus héroes se ven envueltos en toda clase de peligros. Se nota en estos escritos de una manera más pronunciada que en los evangelios apócrifos la influencia de los cuentos populares entonces de moda, del folklore y de las leyendas. Algunas veces, no obstante, en el fondo de estos cuentos milagrosos y fantásticos aparece una tradición histórica. Tal es el caso, por ejemplo, de los Hechos de Pedro y Pablo cuando narran el martirio de ambos apóstoles en Roma, y el de los Hechos de Juan al hablar de su permanencia en Efeso.

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6. Apocalipsis de la Virgen: son los más tardíos y entroncan ya plenamente con el Medievo. En ellos se nos narra cómo la Virgen recibe revelaciones sobre, el sufrimiento de los condenados en el infierno e intercede por ellos. Su fuente principal parece encontrarse en las leyendas relativas a la Asunción. Apócrifo Originalmente el término no indicaba lo falso o excluido del canon, sino, contrariamente, aquello que tenía un carácter tan sagrado que no debía ser leído en público. Algunas de estas obras pasaron por canónicas según narran Jerónimo (Epíst. CVII, 12; y Prol. gal. in Samuel et Mal.) y Agustín de Hipona (CD XV, 23, 4). Sólo, con posterioridad, el hecho de que muchos de estos escritos, aunque colocados bajo el nombre de un apóstol, tuvieran contenido herético llevó a identificar el término «apócrifo» con el de falso, espurio o rechazable. Aunque su valor histórico es mínimo en sí, no es menos cierto que constituyen un instrumento importante para adentrarse en el estudio del cristianismo heterodoxo y también para comprender aspectos relacionados con el arte cristiano. Podríamos clasificar los apócrifos cristianos en: 1. Interpolaciones en los apócrifos del Antiguo Testamento, 2. Evangelios apócrifos, 3. Hechos apócrifos de los Apóstoles, 4. Apocalipsis apócrifos y 5. Epístolas apócrifas de los Apóstoles. Ver Apocalipsis apócrifos; Evangelios apócrifos; Epístolas apócrifas; Hechos apócrifos e Interpolaciones en los apócrifos. Apolinar de Hierápolis Obispo de Hierápolis en la época de Marco Aurelio (161–180). Eusebio le atribuye un Discurso al emperador Marco Aurelio, cinco libros Contra los griegos, dos libros Acerca de la verdad, dos libros Contra los judíos y algunos tratados Contra los montanistas (HE IV, 27) pero no nos ha llegado ninguna de sus obras. Asimismo, a juzgar por los datos contenidos en el Cronicón Pascual, escribió una obra, también perdida, Acerca de la Pascua. Apolinar de Laodicea Vida: Nació en Laodicea hacia el 310, hijo de un presbítero del mismo nombre. Su amistad con Atanasio originó que fuera excomulgado por el obispo arriano Georgio en el 342. En el 346 se produjo el regreso de Atanasio y el 361 fue elegido obispo de Laodicea. Combatió a los arríanos pero, finalmente, él mismo fue condenado como hereje en los sínodos romanos de 377 y 382, que se celebraron bajo el papa Dámaso. El concilio de Constantinopla del 381 condenó asimismo su cristología a la que nos referimos más abajo. Murió en torno al 390.

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Compuestos hacia finales del s. II, nos han llegado en fragmentos (Hechos Vercellenses o de Pedro con Simón – de influencia docética –, Martirio de san Pedro – de influencia gnóstica – y Martirio del santo apóstol Pedro, escrito por Lino, cuya redacción final es del s. VI; III. Los Hechos de Pedro y Pablo, escritos hacia el s. III; IV. Los Hechos de Juan, redactados hacia el 150, manifiestan influjos docetistas; V. Los Hechos de Andrés, escritos en la segunda mitad del s. III y atribuidos a Leukios Cariños, que presentan impregnaciones heréticas; VI. Los Hechos de Tomás, los únicos de los que tenemos el texto completo y que fueron redactados en la primera mitad del s. III. Son claras las influencias gnósticas de los mismos; VII. Los Hechos de Tadeo, basados en la supuesta correspondencia entre Jesús y Abgar o Abgaro, rey de Edesa, se escribieron durante el s. III. Aparte de los mencionados aparece durante los siglos IV y V una profusión de Hechos apócrifos referidos a los apóstoles (Mateo, Felipe, Bartolomé, etc.) y a sus discípulos directos (Bernabé, Timoteo, Marcos, etc.). Hegemonio Vida: No tenemos datos sobre la vida de Hegemonio. Obras: Se le ha atribuido la redacción de los Hechos de Arquelao, fuente de especial importancia para el estudio del maniqueísmo, aunque carezca de valor histórico. Hegesipo Vida: Nació en Oriente de familia muy posiblemente judía. Convertido al cristianismo, preocupado por la difusión del gnosticismo visitó Roma durante el episcopado de Aniceto (154–165) y siguió allí hasta el de Eleuterio (174–189). Aprovechó asimismo aquella visita para compilar información sobre la enseñanza de las iglesias principales y de manera destacada la de Roma. Obras: Sus escritos sólo nos han llegado de manera fragmentaria, lo que resulta lamentable porque iban referidos muy especialmente a la iglesia primitiva y, sobre todo, a la judeo-cristiana. Redactó cinco libros de Memorias especialmente dirigidas contra los gnósticos pero en los que asimismo hacía referencia a la doctrina de las Iglesias de la época.

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Con Gregorio Magno (+ 604) entramos en un camino más seguro. Es cierto que su actividad litúrgica se extendió también al campo del leccionario; más aún, su biógrafo, Juan Diácono, afirma que fue precisamente el leccionario la base de la reforma que llevó a cabo en el sacramentarlo gelasiano. Los datos históricos que poseemos confirman plenamente este aserto. Disponemos de varios documentos para reconstruir el sistema gregoriano de las lecturas; documentos que, si no son absolutamente contemporáneos del pontífice, nos colocan a pocos años de distancia de su época. En adelante, hemos de distinguir, sin embargo, entre lecturas apostólicas (leccionario propiamente dicho) y lecturas evangélicas (evangeliario). El Leccionario Gregoriano y Postgregoriano. Las fuentes que nos informan acerca del leccionario gregoriano y postgregoriano son tres en orden cronológico: el capitulare de Wurzburgo, el comes de Alcuino y el comes de Murbach. El capitulare de Wurzburgo es de carácter estrictamente romano, pues tiene seis lecturas para el Natale Papae, a más de que su calendario no alude a fiestas extrañas al ordenamiento romano primitivo. Carece, en efecto, de las fiestas y oficios introducidos durante el siglo VII, como la octava de Navidad, las cuatro fiestas de la Santísima Virgen, las de la cruz, las misas de los jueves de Cuaresma y de otros días antiguamente alitúrgicos. Aunque no siempre, pero señala aun la lectura profética. En una palabra, la fisonomía general del documento es tal, que puede con fundamento considerarse como una copia bastante exacta del leccionario romano al declinar el siglo VI. Por tanto, sigue siendo el testimonio más antiguo conocido hasta ahora del ordenamiento de las lecturas en la iglesia romana. Un arquetipo de este leccionario sirvió sin duda de base a Alcuino cuando en el 782–84 compiló su famoso Comes emendatus. Su revisión de los textos bíblicos litúrgicos refleja, por tanto, la práctica litúrgica de Roma, pero en una fase anterior al sacramentario gregoriano enviado a la Galia hacia el 790 por el papa Adriano. La época del Comes emendatus puede fijarse entre el final del siglo VII y el principio del VIII, antes de que Gregorio 11 (+ 731) instituyera los jueves cuaresmales, que no figuran en aquél. Alcuino, naturalmente, introdujo variantes y añadiduras, como la fiesta de Todos los Santos y su vigilia y la fiesta de San Martín, pero en una medida muy discreta.

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