Como materialista, Lenin creía que el pueblo pertenecía a la Iglesia porque obtenía de ella algún beneficio material (el clero) o porque era ignorante y se hallaba obsesionado por supersticiones y temores (los seglares). Confiaba en que la verdad axiomática de su propia enseñanza derrotaría sin dificultad a Cristo y a su Evangelio, y permitió, por lo tanto enseñanza y propaganda religiosa y antirreligiosa. Fue una sorpresa para los comunistas darse cuenta de que la destrucción de la Iglesia era una tarea mucho más difícil de lo que habían creído. Había algunos cristianos, incluyendo sacerdotes, que públicamente abjuraban de su religión, y, animado por el gobierno, el populacho profanó algunas iglesias y asesinó a varios obispos y sacerdotes. Pero, en general, los decretos comunistas produjeron resultados muy opuestos a los que esperaba Lenin. Consolidaron la Iglesia, aliviándola de los miembros inestables, e incrementando así su vitalidad y poder. Los primeros años del régimen comunista fueron verdaderos testigos de una revivificación religiosa. Esta inesperada resistencia obligó a los comunistas a utilizar métodos brutales. El patriarca Tikón fue encarcelado en 1922, mientras que el metropolitano Veniamin de Petrogrado (1917–22), que era especialmente popular entre los obreros industriales, fue ejecutado junto con algunos miembros de su clero. Estas medidas fueron acompañadas de un intento de dividir la Iglesia con el denominado «Movimiento de la Iglesia Viviente» (1922–26), patrocinado por el comunismo, el cual atrajo a varios obispos y sacerdotes ambiciosos que esperaban conseguir el control de la Iglesia con la ayuda del partido. Sin embargo, fracasó este arma cismática; la gran mayoría del clero y del pueblo permaneció fiel al Patriarca, y la «Iglesia Viviente» quedó en nada a pesar de la protección estatal. El Patriarca murió el 25 de marzo de 1925. Su popularidad era enorme; cien mil personas tomaron parte en su funeral, que fue dirigido por sesenta obispos y centenares de clérigos. Fue la más sorprendente manifestación de devoción del pueblo ruso hacia la Iglesia. El Gobierno, alarmado por su vigorosa vitalidad, se negó a dar permiso para la elección del sucesor de Tikón, y sistemáticamente comenzó a arrestar y a deportar a campos de concentración a los sacerdotes y obispos en quienes se confiaba. Pero la muerte de Lenin en 1924, y la lucha que siguió por el control del partido, produjo una relajación temporal en la presión de la campaña antirreligiosa, y durante los dos años siguientes el pueblo y la Iglesia gozaron de una libertad relativa.

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La historia del Patriarca revela el estado interno de la Iglesia ortodoxa, la presión que había de soportar de los divididos cristianos occidentales, y la peculiar mezcla de intereses religiosos, políticos y comerciales que operaban en Constantinopla durante el siglo XVII. Los principales actores de este drama fueron los embajadores de Francia, Austria, Holanda e Inglaterra. Desde 1535, Francia había sido reconocida por los turcos como protectora de los cristianos en su Imperio, privilegio que animó a la Compañía de Jesús a batallar por la sumisión de los ortodoxos a Roma. La elección de Cirilo, opuesto a sus miras, constituyó una provocación para el prestigio francés, y su enviado, el conde de Cézy, ayudado por su colega austríaco, y utilizando todos los métodos de la diplomacia oriental – denuncias y sobornos – , consiguió retirar a Cirilo de su ministerio. Los diplomáticos protestantes defendieron a Cirilo y le ayudaron a recuperar su puesto. Este juego se repitió varias veces. Mientras tanto, Cirilo concibió el plan de establecer una unión entre los ortodoxos y los protestantes. Es imposible adivinar si vislumbraba la posibilidad de un acuerdo doctrinal o si sólo pretendía una cooperación práctica. Su atrevido plan hizo que los jesuitas le considerasen como hereje peligroso, y los turcos como astuto intrigante político, pues los franceses le acusaban de provocar incursiones por medio de los cosacos ucranianos, que se habían convertido en una seria amenaza para la seguridad turca en el Mar Negro. Cirilo trató de evitar la publicidad acerca de sus negociaciones, pero sus amigos protestantes deseaban la prueba tangible de que aprobaba una teología, reformada. En este complicado complot desempeñó un papel fatal Antoine Léger, calvinista de Ginebra, capellán de la Legación holandesa. Fue instrumento de la publicación de la Confesión de fe, de Cirilo, que apareció en latín en 1629, en Ginebra. Este documento contenía varios, artículos calvinistas, que enseguida fueron repudiados por otros prelados ortodoxos. No obstante, la mayor parte del clero y del pueblo permaneció leal a su patriarca, y cuando los jesuitas sustituyeron a Cirilo por un obispo romanizante, Atanasio Patelarios, el intruso fue expulsado a los veintiún días. Cirilo fue rehabilitado por cuarta vez, pero su nueva victoria hizo que sus enemigos se decidieran a desembarazarse de él por completo. Fracasó el primer intento de asesinarle, pero en 1638 fue otra vez derrotado y encarcelado; sobornados sus carceleros, fue estrangulado mientras se hallaba ausente el Sultán. Cirilo fue asesinado el 27 de junio. Arrojaron su cuerpo al mar, pero lo encontró un pescador y ahora reposa en la iglesia patriarcal de Phanar.

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El último intento de reconciliación con el Papado se efectuó en la víspera de la caída del Imperio. El emperador, Juan VIII (1425–48), estaba resuelto a obtener refuerzos de Occidente, la última esperanza de salvar su reino, que se limitaba ya a Constantinopla y a una estrecha franja de tierra en la costa asiática del Mar de Mármara. El 24 de noviembre de 1437, el Basileus, acompañado de su hermano Demetrio, el patriarca José II (1416–39), y veintidós obispos, zarparon para Italia. Llegaron a Venecia el 8 de febrero de 1438, y enseguida iniciaron las negociaciones con el papa, Eugenio IV (1431–47), que convocó un concilio objeto de restaurar la unidad con los griegos. Las primeras sesiones de este sínodo tuvieron lugar en Ferrara, pero el 10 de enero de 1439 se trasladó la asamblea a Florencia, donde ambas partes firmaron el acta de reunión en julio del mismo año. El Concilio de Florencia fue una asamblea representativa; los patriarcas de Alejandría, Antioquía y Jerusalén enviaron delegados, e Isidoro, metropolitano de Moscú (muerto en 1463), actuó en nombre de la Iglesia rusa. Los obispos ortodoxos se hallaban divididos. Un grupo, acaudillado por Besarión, arzobispo de Nicea (1395–1472), e Isidoro de Moscú, que era griego, deseaba la reunión con el Occidente latino, no sólo por razones políticas, sino también por razones religiosas. El otro grupo, acaudillado por Marcos, arzobispo de Efeso (muerto en 1443), pensaba que la rendición a Roma significaba traición a la tradición apostólica que conservaba el Oriente cristiano. Los latinos estaban acaudillados por el cardenal Giuliano Caesarini (1398–1444). Se dejaron a un lado los puntos triviales que tanto se habían aumentado en la polémica entre los griegos y los latinos en los siglos precedentes. Todo el problema del cisma se consideraba ahora desde un punto de vista puramente doctrinal. Se creía que, si se podía conseguir un entendimiento teológico, se restauraría inmediatamente la unidad del cristianismo y se eliminaría la amenaza islámica.

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Todo en vano. Apretujadas las gentes sobre las antiguas murallas, en la parte norte del templo, sobre todos los terrados, sólo dan muestras de animosidad. Demostración inútil: los sitiados no piensan rendirse. Tito realiza un último intento para hacerles desistir de su propósito. Manda a su prisionero Flavio Josefo, al generalísimo judío de Galilea, bajo las murallas de la fortaleza. La voz de Josefo clama, dirigiéndose a lo alto: – ¡Oh, gentes duras de corazón! arrojad vuestras armas, tened compasión de vuestra tierra, que está a punto de caer en un precipicio. Mirad a vuestro alrededor y contemplad la belleza de lo que pretendéis traicionar. ¡Qué hermosa ciudad! ¡Qué templo! ¡Cuántos regalos de tantas naciones! ¿Quién se atreverá a dejar que todo esto sea pasto de la acción destructora de las llamas? ¿Es que habrá alguien que pueda desear que tanto esplendor desaparezca? Nada hay más precioso que conservar estos tesoros. ¡Seres obstinados, insensibles como las piedras!.. Con conmovedoras palabras recuerda Josefo los grandes hechos de la Antigüedad, los patriarcas, la historia, la misión de Israel. Pero todo en vano... Sus ruegos y sus exhortaciones encuentran oídos sordos. La lucha es reemprendida desde la segunda muralla, dirigiéndose en forma avasalladora contra la fortaleza Antonia . A través de las calles del arrabal, el frente se traslada al barrio donde se halla el templo y la ciudad alta. Los exploradores practican brechas para el asalto; las tropas auxiliares acuden de todas partes trayendo troncos de árbol. Los romanos utilizan todos los recursos de la técnica propia del asedio de ciudades. Los trabajos preparatorios experimentan continuas dilaciones debido a los intentos de estorbarlos que oponen los sitiados. Aparte de salidas desesperadas, las estructuras de madera de las máquinas de asedio, cuando casi están terminadas son pasto de las llamas. Al empezar la noche el campamento romano se ve rodeado de sombras que llegan a él por pasos subterráneos, saliendo de escondrijos o arrastrándose por encima de las murallas.

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458 Eam vero ille propter ejus religiosissimam conversationem, qua in bonis operibus tam fervens spiritu frequentabat ecclesiam: ita ut saepe erumperet, cum me videret, in ejus praedicationem, gratulans mihi quod talem matron haberem; nesciens qualem illa me filium, qui dubitabam de illis omnibus, et inveniri posse viam vitae minime putabam [Он любил ее за благочестивый образ жизни, за усердие, с которым она посещала церковь , пламенея духом к добрым делам. Часто, когда мы с ним встречались, у него вырывались похвалы ей, и он поздравлял меня с тем, что у меня такая мать, он не знал, что у нее за сын, который во всем сомневался и считал, что невозможно найти путь жизни] (Augustinus Hipponensis. Confessiones VI, 2, PL 32, 719). 459 Saepe eum adessemus, non enim vetabatur quisquam ingredi, aut ei venientem nuntiari moserat; sic eum legentem vidimus tacite, et aliter nunquam: sedentesque in diuturno silentio (quis enim tam intento esse oneri auderet?) discedebamus, et conjectabamus eum parvo ipso tempore, quod reparandae menti suae nanciscebatur, feriatum ab strepitu causarum alienarum, nolle in aliud avocari [Часто мы заходили к нему св. (ибо никому не запрещалось к нему входить и не было обычая докладывать о приходящем) и неизменно заставали его молча читающим. Долго просидев в молчании, мы уходили (ибо кто посмел бы нарушить такую глубокую сосредоточенность?), догадываясь, что в то немногое время, которое ему, оглушенному гамом чужих дел, удавалось получить для своих умственных занятий, он не хочет отвлекаться на что-либо другое] (Augustinus Hipponensis. Confessiones VI, 3, PL 32, 720). Sed certe mihi nulla dabatur copia sciscitandi quae cupiebam de tam sancto oraculo tuo pectore illius, nisi eum aliquid breviter esset audiendum. Aestus autem illi mei otiosum eum valde, cui refunderentur, requirebant, nec unquam inveniebant [Ho мне не была дана возможность расспросить его о том, чего я так страстно желал услышать из святого Твоего прорицалища, находящегося в его груди. Бывали только короткие разговоры. Волнение мое, чтобы удовлетвориться, искало побеседовать с ним на досуге, но никогда не находило его в праздности) (Ibid. VI, 4, PL 32, 721).

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Ya para el año 438 Cirilo de Alejandría, en su obra Contra Diodorum et Theodorum, acusó a Diodoro de ser el responsable de la doctrina de Nestorio. Fue esa misma acusación la que condujo a su condena final en un sínodo de Constantinopla el año 499. Sus Escritos. La herencia literaria de Diodoro fue muy cuantiosa. Comprendía gran número de obras de exégesis, apologética, dogma, cosmología, astronomía y cronología. El sirio Ebedjesu (muerto el año 1318) habla de sesenta tratados. Desgraciadamente, sólo quedan fragmentos. Ha habido repetidos intentos de reunirlos en colección. El primer intento remonta al jesuita Garnier (+ 1681), quien en su edición de Mario Mercator (reeditada en Migne, PL 48,1146ss.III,8) trató de juntar los restos. Su colección no merece confianza ni es completa. Lo mismo ha de decirse de la que hizo el propio Mierne (PG 33,1545ss), que intentó ampliar la de Garnier. Recientemente R. Abramowski ha reunido en una nueva edición, con traducción alemana, todos los fragmentos teológicos. La mayor parte nos ha llegado a nosotros en florilegios siro-jacobitas, y unos poquísimos en textos nestorianos. Hay. además, algunas citas armenias y latinas y un corto número en la lengua original griega. Briére y Lebon han incluido traducciones francesa o latina en las ediciones que han hecho. Lo exiguo del número de fragmentos conservados se debe a que sus enemigos destruyeron completamente sus escritos. 1. Comentarios bíblicos En su exéresis, Diodoro sigue fielmente el método histórico y gramatical, y se opone tenazmente a la interpretación alegórica propia de la escuela alejandrina. No trata de buscar en el texto un sentido oculto, sino el sentido que le dio el escritor inspirado. Suidas (Lex. I,I,1379) informa que Teodoro el Lector conocía comentarios suyos a todos los libros del Antiguo Testamento, a los cuatro Evangelios, a los Hechos y a la primera de Juan. Ni siquiera esta lista parece completa: Staab ha descubierto fragmentos de considerable extensión de una obra sobre la Epístola a los Romanos en el Cod.

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Las primeras generaciones de los Padres/Madres del desierto no hicieron ningún intento para elaborar una doctrina espiritual para uso general. Estaba simplemente la respuesta del anciano desde la vida profunda en el Espíritu a las personas, situaciones y problemas que salían a su encuentro. Los visitantes posteriores del desierto, escritores tales como Evagrio Póntico y Juan Casiano, desarrollarían una suma más conceptualizada de la ascesis del desierto. Así, aunque Juan Casiano describía la pureza del corazón como la meta de la práctica ascética , en la literatura de los Apophthégmata ésta no se destaca entre otras metas del esfuerzo ascético, por ejemplo, la vigilancia espiritual (en griego, nepsis), la libertad respecto de la ansiedad (en griego, amerimnia) o la memoria de Dios, que era un tema prominente en los Padres del desierto de Gaza. Puesto que no había una preocupación consciente por los métodos de instrucción, ni por una formación formalizada, la naturaleza carismática personal de la interacción maestro-discípulo se revela sólo a través de una gran variedad de historias concretas que nos han llegado en las colecciones de dichos. Las variedades de instrucción son tan diversas y ricas como la panoplia de las personalidades de los maestros. El maestro era, en algún sentido, la enseñanza. Juan Casiano, quien pasó diez años en el desierto, escribía en sus Conferencias: « Una vida santa es más educativa que un sermón .» Otro apotegma advierte: : «Abraham fue hospitalario y Dios estaba con él, y Elias amaba la quietud, y Dios estaba con él. Así, todo lo que encuentras que tu alma quiere en el seguimiento de la voluntad de Dios, hazlo, y guarda tu corazón.» La paternidad/maternidad espiritual Lo que distinguía al guía cristiano en el contexto monástico temprano era la noción de la paternidad/maternidad en el Espíritu A pesar de la imposición de Cristo de «no llamar a nadie «padre» ( Mt 23:9 ), el cristianismo primitivo vio fácilmente al guía espiritual humano como compartiendo tanto la bondad amorosa de Dios Padre como el don carismático del Espíritu para engendrar a otros en la vida espiritual . De esta manera, Pablo hablaba de engendrar discípulos en el Espíritu, y Orígenes escribía: «Feliz aquel que es engendrado para Dios sin cesar.» (Sobre Jeremías 9.4). Las cualidades que caracterizaban a los Padres/Madres del desierto como guías espirituales reflejaban su propia experiencia profunda de las cualidades de lo divino.

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El espacio respectivo asignado a las lecturas en la misa tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento es significativo en Roma y en otras partes. En Constantinopla, y tal vez ya en Antioquía, era leído sólo el Nuevo Testamento (excepto en la vigilia pascual y en las otras grandes vigilias dentro del año), con el intento posible de discriminar claramente las liturgias cristiana y judía , aunque el Antiguo Testamento gozaba de un amplío uso en Siria y Egipto. En Roma, las lecturas dominicales y de la feria pascual eran siempre del Nuevo Testamento, mientras que las de los días feriales en otros tiempos del año – especialmente durante la cuaresma – eran tomadas del Antiguo Testamento. Hay que agregar a esta lista las lecturas bíblicas del oficio. La norma, iniciada en el siglo VII, parece haber sido el cubrir totalmente la Biblia en el oficio nocturno dentro del espacio de un año. Teniendo en cuenta todo esto, aquellas liturgias cristianas que incluían numerosas lecturas del Antiguo Testamento mantenían una fuerte interpretación tipológica , mientras que en Antioquía insistían, teniendo en cuenta la crítica judía a la exégesis tipológica cristiana, probablemente en un uso cuasiexclusivo del Nuevo Testamento en la eucaristía. La prex eucarística romana del siglo IV fue completada durante los siglos siguientes con elementos adicionales que revelan la comprensión de la eucaristía por parte de la Iglesia romana. Una vez que el Sanctus fue insertado en la oración eucarística (en la primera mitad del siglo V, bajo influencia oriental), el prefacio variaba de una misa a la otra, pero en general no lo hacían las otras partes de la oración. Éstas, sin embargo, quedarían o se harían variables en las liturgias gálica e hispana. Hacia el siglo V, el significado de la eucaristía se expresaba también con dos oraciones variables: la oración sobre las ofrendas, que precedía inmediatamente al canon, y la oración después de la comunión. Varias características pueden adscribirse a la cantidad de estos textos y a los temas que articulan.

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Todo esto demuestra cuánto cuidado ponía la Iglesia en que no faltase a los pueblos que asistían a la misa festiva el alimento de la palabra de Dios. San Gregorio Magno interesaba urgentemente en este sentido a los obispos, hasta el punto de escribir a los de Cerdeña: Sí cuiuslibet episcopi paganum rusticum invenire potuero, in episcopum fortiter vindicabo. Lo mismo hacían los concilios; y como, a raíz de la irrupción de los bárbaros, el latín rústico del pueblo venía corrompiéndose en formas dialectales (lenguas vulgares), recomendaban aquéllos, como vemos en los sínodos de Tours, Reims, Maguncia, que las lecturas litúrgicas y las homilías de los Santos Padres fueran traducidas a la lengua vulgar o patois. Esta preocupación por que el pueblo oyera en su lengua la Escritura se nota ya desde el siglo III. El Eucologio de Serapión, en la oración pro episcopo et ecclesia, pide también por los lectores y los interpretes, es decir, los traductores oficiales de los textos litúrgicos. Uno de éstos fue el mártir San Procopio (+ 303), cuyas actas lo presentan como lector y traductor, en lengua siríaca, del texto griego de las lecturas y homilías del obispo en la iglesia de Escitópclis. Eteria habla largamente en su relación de tales traducciones litúrgicas en siríaco y latín, por ella escuchadas en Jerusalén. La traducción era, a las veces, un recurso. Era preferible que el obispo supiera expresarse en el dialecto del pueblo. Ya San Agustín se servía en ocasiones de términos no latinos para hacerse entender mejor: Saepe et verba non latina Jico, ut vos intelligatis; y San Gregorio de Tours, como San Cesáreo de Arles, reconocen la rustidlas de su lenguaje, buscada de intento para adaptarse a la inteligencia de los oyentes más incultos. Esto mismo recomendaba en el 747 el gran concilio nacional inglés, celebrado en Cloveshoe con la adhesión del papa Zacarías y de su legado San Bonifacio: «Procuren los sacerdotes interpretar y explicar en lengua vulgar el símbolo de la fe, la oración dominical y las santísimas palabras que se dicen solemnemente en la misa y en el bautismo. «Más tarde, el epitafio grabado sobre la tumba de Gregorio V (+ 999) elogiará su actividad en la predicación en lengua vulgar:

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Prof. Johannes Quasten Introducción L a victoria de Constantino en el Puente Milvio señala el momento decisivo en la historia de la Iglesia antigua. Significa el fin de la Roma pagana y la inauguración del Imperio cristiano. De religión fuera de ley, el cristianismo se convirtió primero en religión tolerada, y, finalmente, en religión preferida. Después que fracasó el intento efímero del emperador Juliano (361–363) de restaurar el paganismo, la religión cristiana vino a ser pocos años más tarde, bajo Teodosio I, la religión del Estado. La Iglesia, con su ciencia, su liturgia y su arte, entra así en una nueva era. Empieza el período de los grandes Padres de la Iglesia, la edad de oro de la literatura eclesiástica. Los escritores cristianos de los siglos IV y V están en condiciones de dedicar sus talentos a otras causas, además de la defensa de la Iglesia contra los paganos. El rasgo distintivo de esta época es el desarrollo de la ciencia eclesiástica. Libre ya de la opresión exterior, la Iglesia se dedica a preservar su doctrina de la herejía y a definir sus principales dogmas. Es la época de los grandes concilios ecuménicos, y su característica más sobresaliente, efecto de las disputas cristológicas, es una intensa actividad teológica. La mayor parte de los escritores, absorbidos por los problemas candentes de su época, se entregan a la polémica y al dogma. Principalmente en Oriente, escenario de los famosos concilios de Nicea (325), Constantinopla (381), Efeso (431) y Calcedonia (451), un crecido número de eminentes escritores se enfrentan con las herejías del arrianismo, macedonianismo, sabelianismo, nestorianismo, apolinarismo y monofisismo. De esta suerte, este período produce grandes teólogos, como Atanasio, los Padres Capadocios, Juan Crisóstomo, Cirilo de Alejandría y otros, cuyas obras nos traen el eco de los conflictos intelectuales de la época. Además del desarrollo interior de la ciencia teológica, hubo un segundo elemento que contribuyó a las realizaciones de la literatura cristiana en el período postconstantiniano. A la victoria de la religión cristiana siguió la franca asimilación de la educación y del saber profanos y la adopción decidida de todos los géneros literarios tradicionales. Así, por ejemplo, los autores clásicos de la Iglesia griega, como Basilio Magno, Gregorio de Nisa y Gregorio Nacianceno, reúnen en sus personas, juntamente con una excelente preparación teológica, una gran cultura helenística, brillante elocuencia y dominio del estilo, todo ello aprendido en escuelas y academias antiguas. Nacía así un humanismo cristiano en el que la literatura eclesiástica alcanzó su perfección.

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