En junio de 1988 se festejó el milenio del Bautismo de Rusia. Por primera vez en toda la historia del comunismo la presión sobre la Iglesia disminuyo. La caída del muro de Berlín, que había sido construido en agosto de 1961, sucedió el 9 de noviembre 1989. En 1990 Alemania otorgó a Gorbachov el titulo del «Mejor Alemán Del Año.» Gorbachov se había hecho acreedor a dicho titulo por 1) haber permitido la reunificación de las dos Alemanias, 2) Por haber ordenado el retiro de las tropas rusas ubicadas en territorio alemán y 3) por dejar gratuitamente al gobierno alemán cuarteles, tanques pertrechos, armas… y todos los bienes materiales pertenecientes a la URSS. Los soldados y la oficialidad rusos fueron repatriados en masa y precipitadamente a Unión Soviética, careciendo a su llegada de sustento, vivienda y amparo estatal. En agosto de 1991 en Moscú fracaso un «putch» (revuelta) que trato de deponer a Gorbachov. Intentando contrarrestar los movimientos separatistas en la Unión Soviética el gobierno declaro un referéndum el 17 de marzo 1991. El 90% de la población voto por la permanencia en la antigua Unión Soviética. A pesar de lo cual el 7 y el 8 de diciembre de 1991 en la «Belovezhskaia Puscha» (selva de Belovezh)) en secreto, sin notificar al Presidente de la Unión Soviética ni a los 12 de un total de 15 presidentes de las demás Repúblicas. Los Presidentes de Ucrania: Kravchuk, Belorusia: Shushkievich y de la Federacion Rusa: Yeltsin decidieron la disolucion de la Unión Sovietica , (y del territorio de Rusia anterior). Las Repúblicas que integraban la Unión Soviética eran: Federación Rusa, Ucrania, Bielorusia, Estonia, Letonia, Lituania, Moldavia, Armenia, Azerbaijan, Georgia, Kazakstan, Kirguisistan, Uzbekistan, Tadjikistan, Turkmenistan. De este modo los dichos tres mandatarios pusieron a todas las repúblicas de la Unión Soviética y a su mismo presidente Gorbachov ante un hecho consumado, y se convirtieron en amos absolutos de sus repúblicas – feudos, eliminando a Gorbachov ya que dejaba de existir la Unión Soviética. Se formo el S.N.G.: Unión de Estados Independientes. Los demás Secretarios Generales de Partido (rango equivalente al presidente de la República correspondiente) también quisieron verse beneficiados. Se olvidaron de su pasado comunista , y de un día al otro se convirtieron en fervientes demócratas con poderes dictatoriales. Incluso las pequeñas etnias reclamaron su porción de independencia... y la recibieron.

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Hubo época, cuando en Moscú alborotaban sobre la «Unión Estudiantil Cristiana Universal.» En el centro de los santuarios ortodoxos rusos llegaron distintos misioneros de esta unión, algunos mister Mott y miss Rous, quienes se dirigieron a los estudiantes rusos con una prédica en inglés. Se hablaba de que la unión era extra-confesional: en él se otorgaba la plena libertad a toda religión cristiana. Las religiones se unían basándose en los «principios federativos.» Por consiguiente, se presuponía la posibilidad de que surja un cierto cristianismo común, independientemente de la Iglesia. Justamente por eso, esta unión era algo muerto al nacer. ¿Si puede haber, si existe en esta «unión» alguna vida cristiana? Si la hay, debe ser muy pobre. Imagínense el «congreso» de las organizaciones estudiantiles cristianas, en el cual aparecen «los delegados de las fracciones confecciónales federativamente unidas,» «el congreso» con sus «resoluciones» «recomendaciones,» etc. ¡Y si aparece alguna unión, cuanto menos auténtica es en comparación con la ortodoxa vida de la Iglesia! Solamente para aquel que está vagando «internado en un país alejado» no sólo de la sagrada Ortodoxia, sino de cualquier fe, puede servirle esta vida apenas viviente dentro de la unión con «principios federales» para parecerle una revelación, un consuelo para el alma vacía. ¡Qué bienaventurada resulta ser la plenitud de la vida conciliar ortodoxa comparándola con aquellos pocos destellos de vida! Cuando uno escucha sobre las conferencias y deliberaciones de «la unión cristiana estudiantil universal,» el corazón se le llena de tristeza y amargura. ¡Tanta gente sedienta de Dios, tantas personas sinceras sedientas de la vida «mueren de hambre» «se nutren de restos» de tal unión ultramar de estudiantes! ¿¡Acaso no saben ellos cómo uno puede llenarse de pan en la casa del Padre Celestial, en la Iglesia Ortodoxa?! Hay que olvidarse solamente de los «principios federativos,» entregarse libremente a la obediencia en la Iglesia Ortodoxa y adherirse a la plenitud de la vida eclesiástica, la vida del cuerpo de Cristo.

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Todo el desarrollo de las luchas dogmáticas sostenidas por la Iglesia en el transcurso de los siglos, si se enfoca desde el punto de vista puramente espiritual, nos aparece dominado por la preocupación constante que la Iglesia ha tenido de salvar, en cada momento de su historia, la posibilidad de que los cristianos alcancen la plenitud de la unión mística. En efecto, la Iglesia lucha contra los gnósticos para defender la idea misma de la deificación como fin universal: «Dios se hizo hombre para que los hombres puedan volverse dioses». Afirma, contra los arrianos, el dogma de la Trinidad consubstancial, porque es el Verbo, el Logos, quien nos abre el camino hacia la unión con la divinidad, y si el Verbo encarnado no tiene la misma substancia con el Padre, si no es el verdadero Dios, nuestra deificación es imposible. La Iglesia condena el nestorianismo, para abatir la barrera con la cual, en el propio Cristo, se ha querido separar al hombre de Dios. Se alza contra el apolinarismo y el monofisismo, para mostrar que, al haber asumido el Verbo la plenitud de la verdadera naturaleza humana, nuestra naturaleza entera debe entrar en unión con Dios. Combate a los monotelitas porque fuera de la unión de las dos voluntades, divina y humana, no se podría alcanzar la deificación: «Dios creó al hombre por su sola voluntad, pero no puede salvarlo sin el concurso de la voluntad humana». La Iglesia triunfa en la lucha por las imágenes, al afirmar la posibilidad de expresar las realidades divinas en la materia, símbolo y garantía de nuestra santificación. En las cuestiones que se plantean sucesivamente sobre el Espíritu Santo, sobre la gracia, sobre la propia Iglesia -cuestión dogmática de la época en que vivimos-, la preocupación central, el envite de la lucha es siempre la posibilidad, el modo o los medios de la unión con Dios. Toda la historia del dogma cristiano se desarrolla alrededor del mismo núcleo místico, defendido con armas diferentes contra adversarios múltiples en el transcurso de las épocas sucesivas.

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Finalmente, una de las formas y manifestaciones de la vida de oración, uno de sus ejercicios, era la meditatio. Algunas veces este vocablo era usado en plural, pero más a menudo en singular, para designar una práctica apropiada a partir de dos tradiciones: la Biblia y la enseñanza práctica de la antigüedad . En este punto las dos tradiciones estaban relacionadas de alguna manera, y se combinaron durante la Edad Media. Al menos ocasionalmente, uno puede identificar lo que fue apropiado de cada una. La meditación era principalmente, siguiendo la Biblia y la tradición de las escuelas rabínicas, un acto de memoria en el cual el ejercicio básico era la pronunciación repetida de palabras y frases . En la pedagogía latina había algunas veces una insistencia ulterior en un esfuerzo en la reflexión propiamente dicha. En cada caso la meditación estaba marcada por las mismas características, puesto que de hecho la práctica heredada de estas dos tradiciones combinaba habitualmente sus respectivos elementos. En primer lugar, la meditación tenía como objeto la lectura inicial del texto . La lectura era seguida por la repetición en la que la «boca» y la «lengua» jugaban un papel. Éste no era nunca un ejercicio abstracto dedicado a ideas solamente; era siempre la meditación sobre alguna Palabra de Dios transmitida a través de la Sagrada Escritura y explicada por aquellos que habían de una forma u otra comentado sobre ella. Los Salmos, interpretados desde la perspectiva cristiana tradicional, eran, entre los libros de la Biblia, el texto privilegiado para la meditación. Mantenían dentro del alma la presencia de Cristo . En segundo lugar, la meditación era ejercida sin compulsión; era suficiente que fuera nutrida por la lectura. La atención se suscitaba estimulada por el texto y, cuando desaparecía, era el signo de que era el momento de retomar la lectura con el fin de reencender la reflexión. La meditación, por lo tanto, no estaba atada ni a un período fijo ni a un método; en verdad, implicaba la ausencia de método. Era un ejercicio «libre,» a diferencia de la lectio, que seguía ciertas reglas, esto es, las de la gramática. De tal manera, la meditación era una extensión de la lectura y una preparación para la oratio. Inducía la contemplación y despertaba la admiración por los hechos y las palabras de Dios . Finalmente la meditación era, por la propia razón de que llamaba la atención sobre los misterios divinos y otorgaba al espíritu la libertad para considerarlos , una actividad espiritual deleitable. Nunca era presentada como una prueba de constancia, de paciencia durante los momentos oscuros, de perseverancia valerosa en tiempos de aridez. Era llamada «agradable» y «fragante,» y tenía un lazo esencial con los textos bíblicos. En esta forma, era uno de los ejercicios responsables por la resistencia del cristiano a las tentaciones y por la preservación de la unidad con Dios . Biblia y Liturgia

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Será de gran ayuda comenzar con un relato del desarrollo de las perspectivas sobre el misterio de la redención y pasar luego a un relato más breve de la imitación de la humildad y el amor de Cristo, en especial en el período crucial del siglo X hasta el XII. Jacques Riviére ha mostrado que el período patrístico contribuyó con tres temas esenciales a las perspectivas medievales del misterio de la redención: 1) la divinización, concebida como la restauración de la inmortalidad; 2) la noción de los «derechos» del diablo, que enfatizaba la redención como la derrota de la dominación de Satanás sobre la humanidad; y 3) la importancia de la remisión de los pecados, que destacaba la muerte de Cristo primordialmente como un sacrificio de La teología latina de la redención, y la espiritualidad que la acompañaba, pueden ser vistas como un conjunto, complejo y en evolución, de variaciones sobre estos tres temas. La divinización (deificatio), cuyo lugar central en el pensamiento de los Padres griegos ha sido demostrado en el ensayo anterior, de ninguna manera estuvo ausente en la tradición Agustín insistía: «Dios desea hacerte Dios [Deus enim deum te vult faceré], no por naturaleza como en el caso del que te da el nacimiento, sino a través del don y de la adopción. De la misma manera en que vino para participar de tu mortalidad a través de la humanidad, así te ha hecho participar de la inmortalidad a través de la elevación...» (Sermón 166 [PL 38, col. 909]). En un pasaje famoso que describe el cuarto y más alto grado de la caritas, Bernardo había exclamado: «¡Oh puro y sagrado amor! ¡Oh dulce y agradable afecto!... Es deificante pasar por tal experiencia.» Con todo, la interacción del tema de la divinización con los otros componentes de los puntos de vista occidentales de la redención le otorgó un papel más restringido, con un sabor algo diferente del que caracterizaba al Oriente griego. Las cualidades distintivas de los puntos de vista latinos de la redención se ven más fácilmente a través de un análisis de la relación entre la comprensión tradicional de la redención en relación con los «derechos del diablo,» y la concepción de la redención como remisión de los pecados, que evolucionó hacia una teología de la satisfacción plenamente madura. Esta evolución afectó no solamente la comprensión de cómo la obra de Cristo cambió la relación de la humanidad hacia Dios y el diablo, sino también de cómo las personas humanas debían apropiarse de esta nueva relación a través del sistema sacramental de la Iglesia y de sus propias prácticas espirituales . La «comprensión característicamente occidental de Cristo» que fue producida durante este período (la frase es de Jaroslav Pelikan), y los nuevos sistemas de piedad que acompañaron y se edificaron sobre la comprensión de la redención centrada en la satisfacción, fueron desarrollos cruciales en la espiritualidad occidental.

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Bernardo define el consentimiento voluntario o libre elección (libenim arbitrium) como «un hábito de autodeterminación del alma»; incluye tanto la expresión espontánea de la voluntad como un juicio concomitante del intelecto. La libertad, entendida en su forma más general como la ausencia de coerción externa, es la característica inalienable de la persona humana en cuanto humana. ¿Pero cómo podemos decir que son libres las personas humanas atrapadas desde la caída en el círculo sin fin del pecado? Bernardo introduce aquí, basándose en Pablo, su famosa distinción de los tres estados de libertad. Lo que siempre poseen los seres humanos, tanto antes como después de la caída, es el liberum arbitrium, o la libertad respecto de la necesidad (esto es, de la coerción externa), que asegura que los pecados que cometen son expresiones voluntarias de sus propias voluntades pervertidas. Lo que la humanidad perdió en la caída fue la libertad respecto del pecado, o libre consejo. Cristo restaura esta libertad a sus seguidores y de esa manera los pone en el camino que conduce a la posesión de la tercera libertad, la que corona, la libertad respecto del pesar (libre placer), esto es, el gozo indefectible de la bondad de Dios en el Cielo. El abad lo resume así: : «Aquí abajo, debemos aprender de nuestra libertad de consejo a no abusar del libre albedrío, de tal manera que podamos un día ser capaces de disfrutar plenamente de la libertad del gozo. Estamos así reparando la imagen de Dios en nosotros, y el camino está siendo pavimentado, por la gracia, para la recuperación del honor anterior que perdimos por el pecado.» Igual que la mayoría de sus contemporáneos, Bernardo encontraba la distinción entre imagen (imago) y semejanza (similitudo) de Gn 1:26 útil para describir cómo la humanidad retuvo su relación básica con Dios incluso después de la caída, pero que perdió su adecuación más elevada. Diferentes autores concebían esta distinción de diferentes maneras, e incluso Bernardo nos dio una cantidad de variaciones. En Gracia y libre albedrío la imagen es identificada con el libre albedrío, y la semejanza progresivamente restaurada es el libre consejo y el libre gozo; mientras que en los Sermones sobre el Cantar de los Cantares la imagen consiste en la grandeza (magnitudo) y la rectitud (rectitudo) del alma (y por tanto en lo que está perdido por el pecado), y la semejanza se encuentra en la simplicidad, inmortalidad y libre albedrío permanentes del alma. A pesar de estas variaciones en Bernardo y en sus contemporáneos, existe una base común para la antropología de la imago Dei del siglo XII, evidente en la convicción de que, aunque la humanidad ha caído en el pecado, permanece abierta a Dios (capax Dei), especialmente a la acción del Dios Trino que reforma los poderes del conocer y amar de la humanidad hacia la experiencia última de la imitas Spiritus, la unión amorosa con Dios en esta vida (cf. 1 Co 6:17).

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Si alguno, en el único Cristo, divide las subsistencias (υποστσεις) después de la unión, uniéndolas únicamente con una unión de dignidad, autoridad o potestad, y no más bien con una unión de naturalezas (νωσις φυσικ), sea anatema (Ep. 17 anat.3). Por la misma razón no se pueden separar los atributos, ιδιματα, que aplican las Escrituras a Cristo; algunos parece que se le atribuyen como a hombre, y otros como a Dios: Si alguno distribuye entre las dos Personas o Subsistencias (προσποιςs γουν υποστσεσι) las expresiones que emplean los Evangelios y los escritos apostólicos, o los que dijeron los santos acerca de Cristo, o las que dijo El acerca de Sí mismo, y se las atribuye algunas de ellas como a hombre, entendiéndolo separado del Verbo que procede de Dios, y otras, como que cuadran a Dios, exclusivamente al Verbo que procede de Dios Padre, sea anatema (Ep. 17 anat.4). Todas las expresiones que se usan en los Evangelios deben, por consiguiente, atribuirse a la única Persona, a la única hipóstasis encarnada del Verbo (μα υπστασις του Θεου Λγου σεσαρκωμνη, Ερ. 17,8). Cirilo rechaza la terminología de los nestorianos, que llamaban «inhabitación» (νοκησις), ο «conexión» (συνφεια), o «participación permanente» (ενωσις σχετικ), a la unión de las dos naturalezas: Tampoco decimos que el Verbo que procede de Dios habitó en aquel que nació de la Santa Virgen como en un hombre ordinario, so pena de considerar a Cristo como un hombre portador de Dios, aun cuando el Verbo «habitó entre nosotros» (Io 1,14) y está escrito que «toda la plenitud de la divinidad habitó en Cristo corporalmente» ( Col 2,9 ); sin embargo, entendemos que, cuando se hizo carne, su inhabitación no era de la misma manera como cuando decimos que habita en los santos; habiéndose unido según la naturaleza (ενωσις κατ φσιν), sin convertirse en carne, habitó con una inhabitación como la que puede afirmarse del alma con respecto a su propio cuerpo. Hay, pues, un solo Cristo e Hijo y Señor, no como si fuera un hombre que tiene con Dios simplemente una relación que consiste en una unidad de dignidad o autoridad: la igualdad de honor no une naturalezas. Pedro y Juan tienen el mismo honor, en cuanto que los dos son apóstoles y santos discípulos; pero los dos no son uno. Tampoco entendemos este modo de unión como una yuxtaposición, porque no basta a constituir una unión de naturalezas (νωσις φυσικ). Ni tampoco a manera de una participación permanente (μθεξις σχετικ), como «cuando nos allegamos al Señor,» según está escrito, «nos hacemos un espíritu con El» ( 1Cor 6,17 ). Por el contrario, nosotros rechazamos de plano el término «conexión» (συνφεια) por considerarlo insuficiente para expresar la unión (την νωσιν Εp. 17,4–5).

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Pero los siglos que siguieron a la ruptura entre Roma y Constantinopla fueron fecundos en doctrina monástica y espiritual y vieron renacer la doctrina y la práctica hesicastas. b) Hesicasmo y palamismo. El hesicasmo es una corriente o sistema espiritual de orientación esencialmente contemplativa que ve la perfección del hombre en su unión con Dios por medio de la oración incesante. Recibe el nombre del rasgo que lo caracteriza, la hesiquía (‘tranquilidad,’ ‘calma’), esto es, el retiro a la soledad y la actitud interior del alma situada en la paz y el silencio de los pensamientos, aplicada a la contemplación divina, y que viene a ser el clima y la emanación de la oración y que permite llegar a esta unión. Método antiguo y tradicional, que enlaza con los orígenes del monaquismo, tuvo su florecimiento en la tradición sinaítica de los siglos VI y VII y luego en el monte Athos. En el ambiente hesicasta nació la práctica de la «oración de Jesús.» Ésta consiste en la repetición incesante del nombre de Jesús en una especie de breve jaculatoria, que, en su forma más simple, dice: «Señor Jesucristo, ten piedad de mí,» pero que se presenta también en una forma más larga: «Señor Jesucristo, hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador,» u otras parecidas. La oración de Jesús será posteriormente muy divulgada en la tradición espiritual rusa. El hesicasmo, reforzado posteriormente por la corriente palamítica, tuvo sus adversarios, especialmente por parte de la corriente humanística, lo que trajo una larga controversia entre ambas tendencias, que terminó con el triunfo del palamismo en la Iglesia Ortodoxa. Simultáneamente aparecen, por un lado, algunos intentos de unión entre Roma y Constantinopla y, por otro, una serie de polémicas entre teólogos latinos y teólogos bizantinos, que durarían hasta la caída de Constantinopla en 1453. El principal promotor de la renovación hesicasta del siglo XIV fue Gregorio Sinaíta (1255–1346). Llamado así por su estancia primera en el monasterio de Santa Catalina del Sinaí, ejerció su influencia espiritual en el monte Athos, pero terminó sus días en tierras búlgaras. Gregorio es el eslabón que enlaza la tradición hesicasta del Sinaí con la renovación athonita. En sus escritos, entre los más importantes de los recogidos por la Filocalia, centra su doctrina, inspirada en gran parte en san Juan Clímaco y en san Máximo el Confesor, en la guarda del espíritu y la plegaria del corazón. Enseña cómo, por la oración hesicasta, el monje puede tomar conciencia progresivamente de la gracia depositada en él por el bautismo y alimentada por la Eucaristía.

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En resumen, es evidente que Cirilo ve efectivamente que en Cristo la unión resulta de la persona; la dualidad, de las naturalezas. En esto se adelantó a la decisión del concilio de Calcedonia y preparó para ella las bases teológicas. Con todo, su terminología no es satisfactoria de ningún modo y dio origen a falsas interpretaciones. Empleó indistintamente los términos φσις e πστασις para significar lo mismo «naturaleza» que «persona.» Dice «única naturaleza encarnada del Verbo,» μια φσις του λγου σεσαρκωμνη (Ερ. 46; ΕΡ 2061), queriendo expresar la unidad de person a, creyendo que era San Atanasio el responsable de esta expresión peligrosa (Rect. Fid. ad Reg. 1,9). De hecho, la fórmula había sido inventada por Apolinar de Laodicea, que identificaba la naturaleza y la persona y enseñaba que en Cristo no había más que una sola naturaleza. Sin embargo, Cirilo, con la frase mia physis, solamente quiere admitir por un momento imaginario la distinción de razón de dos enti dades individuales; con otras palabras, enseña la unión del Logos con una naturaleza humana perfecta, compuesta de cuerpo y alma racional; esta naturaleza, sin embargo, no subsiste independientemente en sí misma, sino en el Logos. Por esto, no titubea en hablar repetidas veces de dos naturalezas (δο φυσεις) antes de la unión y de una sola naturaleza (μα φσις) despuιs de la unión del Logos con la carne. Por ejemplo, escribe: «Decimos que se unen dos naturalezas (δο φσεις), pero que despuιs de la unión no hay división en dos (naturalezas); creemos, pues, en una sola naturaleza del Hijo (μαν εναι πιστεομεν την του Υιου φσιν), porque El es uno, aunque se haya hecho hombre y carne» (Ep. 40 ad Acac.). Ante ésta y otras afirmaciones parecidas, se comprende fácilmente por qué acusaron a Cirilo de apolinarismo y de nestorianismo. En realidad, él trató de defender la doctrina tradicional contra ambos extremos, contra el apolinarismo y contra el nestorianismo. No hay duda de que la terminología de los antioquenos era más clara, pero el pensamiento teológico de Cirilo era más profundo. Tuvo que venir el concilio de Calcedonia (451) para combinar ambas orientaciones definiendo que en Cristo hay una unión de dos naturalezas en una sola persona: δυο φσεις εις εν πρσωπον και μαν πστασιν (ES 148).

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La plenitud de la humanidad de Cristo sería también definida más ampliamente en la síntesis teológica de Máximo el Confesor y su doctrina de las " dos voluntades ,» tanto como en la afirmación de la «descriptibilidad» de Cristo hecha durante el período del iconoclasticismo. Los debates cristológicos alrededor de Calcedonia – tal como las controversias trinitarias del siglo IV – ilustran las limitaciones (realmente reconocidas por los Padres de la Iglesia) inherentes a las definiciones doctrinales y otras fórmulas conceptuales. Cristo y María En el 431 el Concilio de Éfeso, que marcó la primera y decisiva victoria de la cristología ciriliana sobre el nestorianismo, se expresó en una única decisión doctrinal: la Madre de Jesús debe ser apropiadamente designada en las oraciones de la Iglesia, en la predicación y en las tesis teológicas como «Alumbradora de Dios.» (Theotokos) o «Madre de Dios» (Mitir Theoú). La decisión tenía que ver con la cristología: afirmaba la identidad personal de Cristo como el Hijo de Dios preexistente y eterno que asume la naturaleza humana (no simplemente un solo individuo humano). Puesto que una madre es necesariamente la madre de alguien (no de una « naturaleza » ) y puesto que este « alguien » en Cristo era Dios , la apropiada identidad de ella era verdaderamente la de « Madre de Dios .» Era inevitable que la decisión cristológica de Éfeso agregara también un nuevo énfasis decisivo a la espiritualidad cristiana: una veneración renovada de María , la mujer a través de quien ocurrió la encarnación; la única persona humana que, por libre concurrencia con el acto más grande del amor de Dios, hizo posible la unión de la divinidad y la humanidad . Realmente, la atribución del título de Theotokos fue la única decisión doctrinal tomada por la Iglesia con respecto de María. Sin embargo, el Nuevo Testamento, particularmente Lucas, ya había proclamado su posición eminente en el misterio de la salvación («por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada,» Lc 1:48), y, desde Ireneo y Justino, los teólogos habían discernido su papel como la Nueva Eva. Verdaderamente, como Eva en el Paraíso, había aceptado libremente la oferta de la serpiente y conducido a Adán a la caída, así también María aceptó libremente el anuncio del arcángel, haciendo posible una nueva «recapitulación» de la humanidad en el Nuevo Adán, Cristo. Predicadores, poetas, artistas e himnógrafos, usando no sólo el lenguaje teológico directo sino también los símbolos y analogías bíblicas, la glorificaron como «la tierra no arada,» la «zarza ardiente,» «puente que conduce al cielo,» «la escalera que vio Jacob,» etc. Innumerables iglesias fueron dedicadas a ella e iconos de ella llegaron a ser los palladla más prominentes de la piedad popular, especialmente en Oriente.

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